CAPÍTULO 1
“Mucha gente cree que la mente es un espejo que más o menos refleja adecuadamente el mundo exterior a ella, no advirtiendo que la mente en sí misma es el principal elemento de creación.”
Rabindranath Tagore (1861 – 1941)
UN POCO DE FÍSICA CLÁSICA
Para la gran mayoría de nosotros el mundo en el que vivimos es sólido, objetivo y analizable.
Todas estas ideas devienen, necesariamente, de nuestra certeza de que los objetos del mundo son externos a nosotros, duraderos y aprehensibles a través de nuestros sentidos e intelecto.
El mundo, el Universo, nuestro cuerpo y los cuerpos de otros seres tienen grados variables de agregación dados por la presencia de lo que sabemos hoy son moléculas, es decir asociaciones de átomos que se unen entre sí como consecuencia de interacciones químicas y pérdida o ganancia de energía intercambiada con el medio.
Esta agregación o unión, más débil o más fuerte, se debe a los enlaces y atracciones químicas que actúan con mayor o menor energía.
Los objetos, sean sólidos, líquidos o gaseosos, siguen leyes precisas de atracción o repulsión entre sí de un modo predecible, según ha estudiado lo que hoy conocemos como “física clásica”.
Durante varios siglos, la física clásica (y muchas de sus ramas tales como la cinética, la mecánica, etc.) fue explicativa de un modo convincente y empírico de diferentes aspectos que la realidad presentaba a nuestros sentidos.
Así, una misma ley podía servir para entender el modo en que se vinculaban e influían entre sí los cuerpos celestes y también los objetos que están al alcance de nuestra mano y de nuestra razón.
Servía, pues, para entender lo cósmico y lo cotidiano.
En esta perspectiva clásica, ya podemos detectar varios puntos de partida que serán extremadamente influyentes en el modo en el que captamos al mundo, o mejor, en el modo en el que hemos sido entrenados a captar al mundo.
Repasaré algunos de estos aspectos iniciales, a los que bien podríamos llamar “puntos de vista”, que deberán ser revisados posteriormente por la física cuántica.
a) El primer aspecto es muy evidente: en todo conocimiento hay un par de jugadores.
El primero de ellos es aquello que es conocido. Puede ser una poesía, un teorema matemático, un microchip o el comportamiento de determinadas aves migratorias.
El segundo actor o jugador de este par es aquel o aquella que conoce. Una persona que, mediante los medios de los que disponga (aparatos, computadoras, registros diversos) aprehende ese objeto de conocimiento.
Ambos se hallan, por decirlo así, separados. El segundo, el observador, es externo al objeto y se limita a observarlo, registrar su comportamiento y manifestaciones, introducir nuevas condiciones experimentales y cientos de etcéteras, pero sin dejar jamás de ser externo al objeto.
Aun siendo extremadamente subjetivo, aun queriendo lograr tal o cual resultado, demostrar este o aquel aserto, quien observa nunca deja de ser un otro diferente del objeto en estudio.
En cualquier caso, siendo muy subjetivo, el observador sigue siendo “él y sus circunstancias” formando un par, una dualidad.
Ambos jugadores, al final del camino, son individuales, se hallan separados.
b) El segundo aspecto inherente a la mirada epistemológica de todas las ciencias (y la Física no es sino una de ellas) es que es posible conocer al objeto motivo de estudio, que —vuelvo a sostener— puede ser el funcionamiento hepático, las leyes de la termodinámica o las costumbres de los pueblos nórdicos durante el Medioevo, etc., en su totalidad.
En otras palabras, mediante procesos graduales de creación, expansión y muerte de nuevos paradigmas científicos vamos acercándonos de modo progresivo a percibir y captar completamente un fenómeno o grupo de fenómenos, sobre todo aquellos que pueden replicarse experimentalmente.
Es solo una cuestión de tiempo que la ciencia alcance el pleno conocimiento de aquello que es materia de su estudio, dado que esa misma materia o es estable y duradera (el análisis de una roca) o bien puede esperarse que un fenómeno de cortísima duración vuelva a repetirse y sea pasible de ser analizado (por ejemplo, un rayo).
c) Un tercer aspecto es que las personas que estudian a la materia también son razonablemente estables al paso de los años y pueden servir y servirse de esta estabilidad para interpretar la realidad que estudian.
El científico A, la cientista social B y el jugador de tenis C se mantienen, según esta aproximación, muy semejantes a sí mismos a lo largo de los años y de las décadas y pueden comportarse como reglas bastante seguras de análisis de aquello que estudian.
Y si ellos no son o no se estiman suficientemente estables, los instrumentos de medición que usan (que pueden ir desde la velocidad de la luz para medir distancias hasta encuestas validadas para seguir prospectivamente inclinaciones de un grupo de consumidores de mayonesa) tendrán esta característica de estabilidad y hasta cierto grado de inmutabilidad.
Aquel que analiza la realidad es, como se ha dicho (y repetidamente): “La medida de todas las cosas”.
En la física clásica —que puede muy bien explicar desde el movimiento de un caudaloso río hasta la capilaridad de un tubo de pequeñísimo diámetro— el comportamiento de las cosas, su diseño íntimo, los cambios de masa y múltiples variables son un objeto de estudio, por decirlo de algún modo, sólido y puesto ante nuestros ojos.
Pero qué pasa más allá de lo que ocurre ante nuestros sentidos, aquello que es extremadamente pequeño y del que nos es, inicialmente, dable solo conjeturar y luego poder someter a experimentación.
¿Es lo que ocurre en la intimidad de los cuerpos que estudia la física clásica de la misma naturaleza que lo que ocurre entre los cuerpos que podemos palpar, ver u oler?
Una respuesta inicial se observa en el siguiente acápite.
LA DOBLE NATURALEZA DE LA LUZ
Uno de los fenómenos que más interesó a los físicos fue el de la luz.
Era evidente que se movía, desde un punto a otro.
Lo siguiente que era evidente era que podía desviársela en su movimiento.
Por ejemplo, poniendo un espejo que reflejara la luz proveniente de un candil se podía hacer que, siguiendo un ángulo específico, fuera desviada en alguna dirección.
Luego, si la luz puede ser desviada, debe ser sólida. No se puede modificar la marcha de algo que no sea sólido, algo que carezca de materialidad, que no sea materia.
Esta aproximación es lógica e intuitiva y permitió el desarrollo de lo que se llamó “teoría corpuscular de la luz”, entendiéndose por corpuscular aquello que está formado por corpúsculos, por materia, por sustancia.
Esta explicación fue muy acabadamente desarrollada por el genial inglés Isaac Newton (1643-1727) y muchos más.
Explicaba, entre otros, los fenómenos de refracción, reflexión y aparición de sombras de los cuerpos que se iluminan.
Un asunto que no podía explicarse fácilmente era por qué, si la luz visible era únicamente materia, era pasible de ser interferida, o bien por qué la luz al propagarse por el vacío (en donde no hay un “soporte” para su marcha) cambia su velocidad en relación con la que tenía al pasar por el aire o el agua.
Este comportamiento específico de la luz visible llevó a conjeturar que también era una onda —situación que ya había sido colegida, entre otros, por el físico holandés Christiaan Huygens (1629-1695)— lo que finalmente permitió esbozar una teoría ondulatoria de la luz.
Si se quiere, y advirtiendo al lector que se incurre en una simplificación exagerada, la luz visible carece de materia, es pura energía. Lo que sigue siendo intuitivamente sencillo de captar pero contradice lo afirmado más arriba.
¿Es la luz visible, finalmente, una onda o un cuerpo?
Es ambas cosas, simultáneamente.
Es materia y energía.
Una onda electromagnética que es materia y energía.
No dualística. Ambas explicaciones simultáneamente.
No fue necesario mucho tiempo para observar, gracias al avance de la física, que, esencialmente, no hay tal división entre materia y energía. Que esa división responde más a nuestro entrenamiento mental (y por supuesto a que no se había alcanzado el nivel de profundidad y de entendimiento para ver las cosas) que a cómo la realidad es.
Como diría Ludwig Wittengstein (1889-1951): “Un hombre estará encerrado en una habitación con una puerta que esté destrabada y abra hacia adentro mientras que no se le ocurra tirar más que empujar”.
Habrá que cambiar el paradigma mental.
Aquí, como el lector despierto ya habrá anticipado, será necesario mencionar a Albert Einstein.
La celebérrima ecuación, E = mc2, intuida y calculada por Einstein (1879-1955) en 1905, establece en esencia que la materia puede transformarse en energía y viceversa.
O dicho de otro modo, la energía es materia.
Son caras de la misma y única moneda.
Este concepto es clave y único.
Pues abre un enorme portón para examinar lo que ocurre en la intimidad de los cuerpos.
Cómo la materia se transforma insensiblemente en energía (se manifieste esta en trabajo o en otros modos).
Y cómo, entre otras consideraciones (sobre las que ya volveré en diferentes capítulos de este libro) un cuerpo se puede estudiar en la medida en la que se lo aísla arbitrariamente del entorno.
Recuerde el lector este concepto de la física clásica.
Un cuerpo, que es energía y materia en constante transformación mutua, puede estudiarse siempre y cuando sea considerado distinto del ambiente en el que se halla.
Se dirá que es independiente.
Se lo “aislará” para su estudio.
Esta aislación no existe sino como convención.
En física cuántica ese aislamiento se verá erróneo, como se expondrá luego.
MATERIA Y VACÍO
Estamos acostumbrados a pensar en términos de materia o de sus partes constituyentes (las moléculas de los materiales que