Théa

Mazarine Pingeot

Fragmento

Prólogo

Voz de hombre A: “Adelante, Miguel, continuá”.

Voz de B.: “Vos primero”.

Chirridos, interferencias, hasta que el sonido se aclara.

Voz de mujer clara, límpida: “Fue en Córdoba, la víspera del aniversario del Cordobazo. Tenían miedo de que los obreros y los estudiantes salieran a manifestar, así que se los llevaron a todos. La noche antes. Él estaba adentro. Fue entonces cuando llegué a Buenos Aires. Sabía que tenía poco tiempo antes de que me encontraran, y el movimiento se hizo cargo de mí enseguida”.

Voz de B: “¿Has tenido noticias de tu hermano?”.

Voz de la chica: “No”.

Voz de B. : “Pero ¿sabés quién lo hizo?”.

Voz de la chica: “Por supuesto. Todo el mundo sabía ya de la existencia de la Triple A. Los comandos paramilitares empezaron a secuestrar antes del 76”.

Voz de A.: “Repetí eso: el golpe de Estado es en el 76, marzo del 76, repetilo. Yo lo editaré después”.

Voz de la chica: “El golpe de Estado es en marzo del 76, el 24. Pero los comandos ya habían empezado a secuestrar militantes. Y las organizaciones políticas, sobre todo las más pequeñas como la de Córdoba, a la que yo pertenecía, se vieron muy afectadas. Los militantes estaban completamente desamparados, todos los compañeros habían desaparecido, estaban detenidos. Otros dicen que murieron. Yo no lo sé. Yo sigo esperando. Hay muertos que se sabe que están muertos. Así que los otros, esos de los que no hemos tenido más noticias, si estuvieran muertos, ¿por qué no habríamos de saberlo?”

I

1

Al final los acompañé. Pero no hasta allí. Con ir a Orly era suficiente. A Orly a las dos de la mañana. A cambio, ellos me dejaron el coche durante el tiempo que estuvieran ausentes.

Mi madre temía haberse olvidado de cerrar el agua. Me insistió varias veces para que pasara por Bourg-la-Reine a controlar. Y, ya que estaba, a echarle un vistazo al gas. En coche no es lejos. Mi padre, por su parte, no decía nada. Conducía.

Hacía veintitrés años que se habían ido de Argelia. Veintitrés años que hablaban de volver. Y eso estaba ocurriendo hoy.

Después de todo, no estaban tan molestos con que yo me quedara. Alguien cuidaría de la casa. Eso fue lo que decidieron luego de una semana de negociaciones, gritos y quejas. No estaban acostumbrados a que les opusiera resistencia. No de manera frontal, al menos. Hasta los había sorprendido que les dijera que no iría, que ni hablar, tengo que dar exámenes. No me creyeron.

Llevaban veintitrés años preparando ese viaje y yo los dejaba plantados ¡a último momento! Pero yo tenía veintidós, y esos preparativos habían sido mi vida, toda mi vida. Me importaban muy poco el antes, la razón por la que habían tenido que irse y la tumba que iban a visitar.

Mi padre estacionó frente a la terminal 2. Era de noche. Los ayudé a llevar las valijas hasta el mostrador de facturación. Era una suerte que fuera tan tarde; con la excusa del cansancio podíamos quedarnos callados. Era la primera vez en su vida que tomaban un avión. La ida a Francia la habían hecho en barco. Parecían indefensos, intimidados por el aeropuerto, los vestíbulos, la facturación, los auxiliares de vuelo de uniforme. Revisaron sus pasaportes nuevos, que les habían llegado algunas semanas antes. Dudaron en despachar las valijas, como si se las fueran a robar, luego fueron hasta los oficiales de migraciones y se dieron vuelta. Les hice una seña. Inútil besarnos, nunca lo hacíamos, y yo no pensaba ceder a la solemnidad del momento, de su momento. No era el mío.

Cuando los vi desaparecer, sin embargo, sentí ese vértigo que me asalta a veces en medio de una clase o en el metro: ese momento en que el cuerpo se disuelve y se ausenta. Se me desbocó el corazón, y tuve que tocarme los muslos, los brazos, para asegurarme de que estaba realmente presente. Los vi tan pequeños a esos padres, tan frágiles, que me alejé y corrí hasta el coche, prendí el motor, puse un casete en el equipo. Había traído algunos previendo el regreso, para mantenerme despierta. Lo único que había olvidado eran mis lentes de contacto. Kate Bush invadió el espacio. Grité con ella “Coming / In with the golden light / In the morning / Coming in with the golden light / Is my dented van... Woomera / Dree-ee-ee-ee-ee- / A-a-a-a-a- / M-m-m-m-m / Ti-ti-ti-ti-ti- / I-i-i-i-i / Me-me-me-me-me”. Acababa de salir The Dreaming.

A ciegas rumbo a los barrios elegantes. Sophie y la banda habían quedado en encontrarse en el departamento de Juliette. Sus padres no estaban, como de costumbre. Habría alcohol a destajo: la bodega de su padre. Y como ninguno de nosotros había degustado nunca un gran vino, estábamos encantados con los crus burgueses del señor Dacotta. Estábamos tan encantados como indignados: éramos gente de izquierda, incluso de ultraizquierda. El único destino que preveíamos para las grandes cosechas —o lo que nosotros considerábamos como grandes cosechas— era tomárnoslas directamente de la botella. Juliette era la más radical de todos. Me costaba entender cómo le brillaban los ojos ante nuestros actos de rapiña, que invariablemente terminaban en concursos de vómito. Y me preguntaba cómo le explicaría a su padre que su bodega se vaciara regularmente, si sabría él que nos liquidábamos sus botellas lanzando insultos contra los burgueses. Aunque quizás él tuviera su cuota de responsabilidad en el asunto; después de todo, no era problema mío.

2

Di muchas vueltas por el barrio hasta encontrar la rue Miromesnil. Esperaba que aún estuvieran allí, porque no pensaba irme a dormir. Dejé el coche a medias en un pasaje peatonal, urgida por bajarme del Renault 5 y alejarme de los fantasmas de sus ocupantes. Era en el tercer piso. La música se oía desde el patio, y por la puerta entreabierta se filtraban murallas de humo. Eran las tres de la mañana, y definitivamente yo me sentía mejor allí que en la puerta 15 de la terminal 2, esperando durante horas interminables que mis padres embarcaran: mi madre había exigido que llegáramos antes para asegurarse de no perder el avión. “Para eso hubieran viajado en barco”, ironicé. No les cayó bien. “Si no quieres acompañarnos, se lo pediremos a Roger. Y también le pediremos que se ocupe de mamie, ya que tú no pareces tener ganas de hacerlo.” Hubiera sido mejor callarme. “Está bien, ¡lo decía por ustedes!” En cuanto a mamie, seguro: habría preferido que se ocupara Roger —quiero a mi abuela, no tanto a la institución en la que acabará muriendo. Pero es mi abuela. Y es evidente que prefiere verme a mí antes que a Roger, vecino y por lo tanto amigo de mis padres, ya que para ellos la proximidad geográfica garantiza la longevidad de las relaciones.

Me puse a buscar a Sophie, entrecerrando los ojos cansados de tanto hacer foco en la línea de la autopista. Allí estaba, en un sillón, vaso en mano, discutiendo con un tipo que yo no conocía. Yo llevaba un tiempo sin asistir a sus reuniones. Como era lógico, había gente nueva. Éric es un reclutador incomparable, espera a los estudiantes a la salida de la facultad y les habla en marxiano, hasta que ellos se sienten obligados no sólo a escucharlo sino también, a menudo, a seguirlo: “Esos asquerosos hijos de burgueses, que creen que heredarán lo más tranquilos... Les enseñaremos que tienen que pagar”.

Lo reconocí en el fondo, rodeado de una bandita, fumando hierba. Me vio y me hizo señas de que me uniera a ellos, pero primero fui hacia Sophie que, al verme, se levantó y me abrazó con una felicidad anormal. Algo de eso debía responder al alcohol, así que decidí probar yo también esa anormalidad feliz y me encaminé hacia la mesa pegada contra la pared, donde todavía había botellas suficientes para terminar la noche. Sophie me siguió, sobreexcitada, tengo que contarte. Hacía algunas semanas que tenía una historia con un hombre casado y ya se echaba a perder con los tormentos propios del papel de la amante. “¡Pasamos el día juntos, de las diez hasta las ocho!” Yo trataba de conseguir un vaso. “Hubiera sido más excitante al revés, ¿no?” Sophie no reaccionó. “¡Conocí a su hijo, me lo presentó!” “¿Quién le dijo que eras: su nueva niñera?”, contesté, pero cada una hablaba para sí misma, sin escuchar a la otra. Ella seguía adelante: “Me descubrí diciendo cosas espantosas, ¿y quién soy yo en tu vida, qué lugar ocupo?, pero de todos modos sirvió para aclarar las cosas”. Por fin logré servirme un vaso de vino tinto, mientras pensaba que Sophie estaba mejor cuando cogía, aun cuando se metía siempre en historias de mierda —pero ¿quién era yo para juzgar, que me atendía con dos dentistas distintos porque no me animaba a decirle a uno que me estaba viendo con el otro y había elegido al segundo porque no era tan caro, de modo que pagaba dos veces y seguía con un dolor de muelas espantoso? ¿Quién era yo para juzgar, que me había llevado a casa una paloma herida y me la había pasado acariciándole la cabeza, lo que no impidió que se muriera y la tirara por la ventana —y por suerte no mató a ningún niño que pasaba justo por allí? Además, esa historia con Éric... Yo no había podido decirle que no, con el tiempo había ganado él, aunque en el fondo yo no estaba de acuerdo y seguía sin estarlo, pero me daba cierto placer ser la preferida del “jefe” —y hoy me hace gracia pensar en él en términos de jefe, porque llamaba la atención tanto por su pelo pajizo y su falta de carisma como por su condición. Pero éramos un grupo de chicos con problemas de inmadurez, un grupo que necesitaba experimentar una sensación de pertenencia. Teníamos eslóganes y maneras de operar, consignas y pancartas. Dentro de ese marco podíamos hacer lo que quisiéramos, daba igual. ¿Quién era yo para juzgar, que prefería enterrarme en mis diecisiete metros cuadrados para terminar mi tesina y ahuyentar cualquier tentación que me distrajera de ella?

“Hay mucha gente, ¡no reconozco a nadie!” Sophie me explicó: “Vinieron también los amigos de Juliette, es su cumpleaños (yo no lo sabía), y además Éric se trajo a todos sus americanos...” “¿Sus americanos?” Me llamó la atención, me costaba imaginar a Éric rodeado de tejanos en botas cuando Ronald Reagan era su peor pesadilla. “¡Sudamericanos!”, precisó divertida Sophie, “chilenos, bolivianos, peruanos, y... lo que se te ocurra”. “Los condenados de la tierra del momento”, resumí.

Apenas terminé mi vaso me serví otro. Tenía ganas de bailar, decididamente no de hablar de política. Estaba harta de las asambleas generales, los contratos temporarios, la revolución. Desde que Mitterrand estaba en el poder, los militantes ya no me divertían tanto. Sólo tenía ganas de bailar, necesitaba un poco más de alcohol. La idea era volver a casa lo suficientemente borracha para no darme cuenta de nada y despertarme tarde, a una hora en la que ellos sin duda ya habrían aterrizado, sin mí.

Sophie me estaba hablando, pero yo ya no la escuchaba. Siempre sentía la necesidad de tocarme, tocarme el pelo con la mano, tocarme los hombros, enlazarme la cintura. Ella fue la que me arrastró hasta el centro de la sala para bailar cuando sonó de golpe Duran Duran —nuestro grupo, nuestra canción, la que habíamos puesto con Éric y otros para festejar nuestra licenciatura el año anterior. Éric acababa de poner el disco en la bandeja, reconocí a simple vista la carga de su gesto: recuerda, Jo, recuerda, es nuestra canción. Yo ya no tenía ganas de bailar. Él me miró con sus ojos de perro apaleado. Me hizo vacilar. Aunque ya esté harta, los perros apaleados siempre me dan lástima.

Más gente se nos unió en el centro de la habitación, a algunos los conocía, eran chicas de la facultad, había una, incluso, con la que había pasado muchas noches en compañía de la banda en los bares de Vincennes, pero apenas nos quedábamos solas no teníamos nada de que hablar. Hay gente así, que en grupo se anima y que, aislada, parece totalmente indefensa. Creo que yo soy al revés, el grupo me intimida. Miré a mi alrededor, había mucha gente desconocida, chicos sobre todo, latinos. Qué agradable esa sensación de recuperar un poco de anonimato. Ellos se mantenían fuera de la pista, mirando, supongo, el espectáculo del Occidente decadente que debíamos de estar ofreciéndoles: se nos veía alegres y despreocupados, algo que los trotskistas enojados no suelen ser. Pero yo ya no tenía nada que hacer allí. Eran las tres de la mañana pero estaba afuera, a la defensiva. Así que tomé algunos tragos más y las cosas empezaron a moverse.

Ya nada tenía importancia, y si yo estaba allí era precisamente por eso. Para que nada tuviera importancia.

Fue entonces cuando lo vi. A esa distancia precisa en que mi vista incierta distingue todas las cosas de una vez, con una nitidez perfecta.

3

Qué fastidio suelen ser los hombres que se saben hermosos. Él era distinto. No le importaba. Puede que no siempre hubiera sido así, pero en ese momento no le importaba. Su jean se ajustaba a la forma de sus muslos largos, fuertes. Arriba llevaba una remera a rayas. Un estilo Bowie, femenino como Bowie, y Bowie había sacado Scary Monsters y cambiado de peinado. De pronto, todo era más fácil para los hombres andróginos. Pero él tenía el pelo negro y medio largo y un cuerpo flexible de felino, pero de felino civilizado, ya adaptado. Adaptado al gusto de los demás, el gusto parisino de los barrios elegantes, un camaleón. Por entonces yo ignoraba que había tardado apenas unos meses, a lo sumo un año, en captar los códigos de pertenencia, al menos superficialmente. Sabía conseguirse familias, indulgencias, no parecía alguien perdido. Era un centro. Primero oí a los otros que se reían. Yo también quise acercarme a ese círculo para escuchar esa voz ronca y musculosa, con acento hispanizante. Aunque hablaba francés, traté de adivinar de qué origen era. Contaba una historia que le había ocurrido cuando acababa de desembarcar en París y creía que la planta baja era un barrio de la capital. Yo, que soy un satélite perfecto, sé detectar a los que están necesitados de luz, y me convierto en una linterna. De modo que apunté hacia él, por supuesto, tan visible y tan evidente, tan parecido al retrato del muchacho de sombrero rojo de Filippo Lippi que había pegado en mi habitación de adolescente a modo de estímulo para mis primeras masturbaciones... fue hacia él, sí, no pude evitarlo, adonde apunté mi haz de luz.

En esa época yo tenía una visión estética del mundo. Necesitaba vivir en un cuadro para, una vez convertida en personaje, no tener que tomar ninguna decisión. Peor aún: convertida en un personaje pintado, que ya no puede moverse, cuyo movimiento ha quedado fijado para siempre. Por eso me había integrado al grupo de Éric. Éric parecía estar participando de algo grande, importante, algo que nos excedía a todos, uniéndonos e imponiéndonos roles. Desde que nos acostábamos juntos, los roles habían cambiado y ya no proporcionaban ninguna tranquilidad. La “belleza” del cuadro se había cuarteado, y yo podía verle la estructura.

Éric pertenecía al grupo que funcionaba como mi familia, y nunca había podido disociarlo de él. Pasábamos tanto tiempo juntos que habíamos dejado de estar solos, pero tampoco éramos íntimos. La nuestra no era realmente una historia. Más bien un esqueleto de historia que nunca había encarnado, que nunca había cobrado vida, que había quedado en un estado esquemático, de esbozo, de notas dispersas. Nos veíamos a menudo, es cierto, pero siempre con otra gente, como esa noche en que yo había ido a encontrarme con ellos, con Sophie, Éric y los demás. Sólo que esa vez yo no tenía ganas de terminar la noche con él.

Sin embargo ahí estaba, mirándome mientras yo miraba a otro y quería cruzar miradas, trazar otras líneas. Yo quería que el otro me viera. Quería que ese tipo en el que todo el mundo se fijaba se fijara en mí y me sacara de la niebla que me envolvía. Quería que me señalara con el dedo y me hiciera emerger así, pfft, como un hada que surgiera de una nube completamente vestida.

Pero yo era torpe y me faltaba la varita mágica. Éric me observaba, yo sentía que me juzgaba. Éric compartía mis puntos de referencia. Él también había crecido en el suburbio, era incluso en el centro comunitario de Montreuil donde había empezado a politizarse y, luego, a convertirse en un pequeño líder, un líder de suburbio. Él podría haberme escuchado hablar de Orly y las dos personas grises que acababa de dejar en una terminal de aeropuerto rumbo a un mundo muy distinto de aquél, un mundo del que yo lo ignoraba todo y no tenía ganas de oír hablar, un mundo de antes que yo.

Pero yo deseaba otra cosa, no una oreja atenta. Al contrario: necesitaba alguien que no me entendiera, que no entendiera nada del mundo del que intentaba salir a toda costa. Lo que necesitaba era un Otro.

4

El chico se me acercó. Mis miembros se fueron paralizando. Se acercó como esos depredadores que olfatean a su presa a kilómetros a la redonda. Y yo, a mi vez, olfateé un alma cuyas heridas podría curar, coser, masajear, besar y cicatrizar. Yo también era un depredador. Me gustaba sentir el olor de la sangre, me nutría de las heridas de los demás para medir mis fuerzas. Había encontrado a mi presa, había encontrado a mi depredador.

Antoine se presentó. Le tendí la mano, no la mejilla. Mi mano estaba sudada. “¿De dónde eres?” Era una pregunta política. Tenía el atlas abierto y necesitaba trazar una cruz roja: tiranía, resistente, oprimido, Uruguay, Chile..., cuando en realidad no tenía la menor idea de nada. Abscisas y ordenadas, datos antropométricos, un saber encubridor.

Él hubiera podido inventar cualquier cosa, no habíamos firmado ningún contrato de sinceridad. Pero contestó: “De Argentina, ¿sabes dónde queda?” Me ruboricé, sabía más o menos, pero no era seguro que fuera capaz de dibujarla en un mapa, ni siquiera colorear la zona correcta. Era un sí indeciso, y lo hizo sonreír. “La Argentina está del otro lado, por allí. Cruzas el océano, bajas más allá del ecuador, cambias de estación, frenas y ya estás allí. Sólo que si estás allí corres peligro de desaparecer.” Yo seguí mentalmente el camino que esbozaba —a tal punto que llegué incluso a frenar—, pero una vez que llegué, di un paso atrás: él no estaba bromeando. Traté de recordar a toda velocidad las discusiones de mi grupo, de recuperar la información sobre la Argentina desgranada en las reuniones, pero a medida que más me acercaba a ella, más se me escapaba, y al final se impuso la cantinela de siempre: Francia país de asilo, país de los derechos del hombre, lugar de nacimiento de la Revolución y bla bla bla.

“¿Has venido solo?” Fue lo único que se me ocurrió decir, lo que me salió a modo de primera pregunta, como todas las tonterías que seguiría diciendo a lo largo de la noche. “Sí”, me contestó, “con unos amigos. Pero ya se han ido. A los sudamericanos que están aquí acabo de conocerlos”. Entre las risas, las borracheras y la música, la conversación me provocaba un efecto de cámara lenta, como cuando María y Tony se ven por primera vez en el baile de West Side Story y se excluyen del espacio y el tiempo para tapar el bullicio con su propio canto. Yo ya no veía lo que había alrededor de Antoine, ya no escuchaba los demás ruidos, éramos Tony y María, y no importaba que la cosa terminara mal. Luego, poco a poco, la música volvió, la voz de los demás alcanzó el mismo volumen que las nuestras, los cuerpos recuperaron su presencia, una mujer se abrazó a Antoine y le susurró algo al oído, él sonrió y asintió pero no se movió, estaba allí, frente a mí, que ya lo perdía. “Tú no te llamas Antoine”, grité, o casi, para que me oyera, y no era una pregunta. Ese hombre no podía llamarse Antoine. Un exiliado no se llama Antoine. Yo sabía muy bien que los militantes usaban nombres de guerra, que la clandestinidad impone juegos de identidad y que hay incluso un placer, sin duda, en hacerse nacer. Pero para mí, que me llamo Josèphe, por el nombre de mi hermano muerto, los nombres no se toman a la ligera. Que alguien se atreva a bautizarse a sí mismo de esa manera...

Su sonrisa desapareció. “Es mi nombre francés. ¿No te suena suficientemente exótico?” La mujer lo arrastraba hacia atrás, y mi cabeza se sacudía de izquierda a derecha, como la de una muñeca mecánica. Otros cuerpos se deslizaron entre nosotros, él desapareció. Tampoco me iba a poner a correr tras él.

5

Me quedé sola. Sophie me encontró en la mesa de las bebidas, donde serví dos vasos, en mi caso el quinto de la noche, ya, y brindamos. Me miró. “¿Qué te pasa, Josèphe? ¿Eh?” Y, como sucede cada vez que alguien me llama, los demás se me quedan mirando: ¡Josèphe! ¡Ése es un nombre de varón! Yo llevaba el pelo corto, y desde la pubertad tenía un cuerpo masculino que a veces despertaba dudas. No por mucho tiempo, en realidad, porque tenía labios gruesos y mis pechos, sin corpiño, sobresalían bajo la seda.

Sophie seguía empujándome con el codo. “¡Te estoy hablando!” Su posesividad solía resultarme pesada, y en ese momento preciso no tenía ganas de hablar. Forzosamente hubiera dicho cosas imprecisas: lo que sentía no tenía forma todavía, podía convertirse en un comienzo pero también desvanecerse. Yo estaba electrizada y ausente, o mejor dicho muy presente pero en otra parte, no al lado de ella. Ella se dio cuenta. “¡Ven, vamos a bailar!” La seguí hasta el centro de la habitación.

Entonces sentí una mirada sobre mi cuerpo, una mirada que me dibujaba de nuevo. La suya, la del chico. Cerré los ojos y me contoneé como si él estuviera rozándome el vientre, los pechos, las piernas. Yo bailaba para él, para adherirme a la forma de sus palmas cuya caricia sentía, cuya caricia invocaba. Cuando abrí los ojos lo vi delante de mí, rodeado de otras dos personas que le hablaban pero a quienes no escuchaba: me estaba examinando, y de golpe, sabiéndolo allí, mi cuerpo recuperó su gravedad, me sentí torpe, mis piernas ya no seguían el ritmo, ya no lograba sincronizar mis gestos, estaba petrificada.

Ya no tenía ningún poder sobre mis miembros. Un momento antes los impulsaba el deseo, ahora el miedo los congelaba. Luché por recuperar el control sobre mí misma. En vano. Me había ofrecido estúpidamente, sin armas ni defensa. La guerra empezaba mal.

Mi madre hubiera dicho: ¿qué te crees? Si es siempre así. Cada experiencia singular que hubiera podido aunque fuera imaginar que vivía se veía reducida a: “Siempre es así”. Cuando empezaba a estudiar y volvía a casa de mis padres, el placer, para ellos, consistía en observarme en detalle, demorando la mirada en cada indicio: ojeras más violáceas que de costumbre, ojos más enrojecidos, labios demasiado secos. Y si por casualidad estaba bien —algo nada frecuente—, era como un insulto a la filosofía del siempre es así, y todo debía quedar como antes. Hay que decir que mi madre no tenía otra cosa que hacer salvo vivir mi vida de manera vicaria, y al mismo tiempo empeñarse en presentarla como lo menos interesante posible —lo menos personal posible. Lo que ella vivía de manera vicaria era que yo no tenía vida, que no debía tenerla para seguir siendo fiel a ella, que a los cincuenta años se había quedado sin trabajo y desde entonces fumaba un cigarrillo tras otro, regodeándose en ese clisé de mujer entre dos edades que la vida ya ha puesto a prueba lo suficiente y que puede permitirse dejarse estar, renunciando —y gritándolo alto y fuerte— a toda forma de esperanza. Así que no era cuestión de contarle de un hombre cuya voz era tan incierta como mi cuerpo, en ese momento, bajo su mirada.

¿Y por qué pensaba yo en mi madre? ¿Por qué sus ojos venían a superponerse con los de Antoine, refrenando la última libertad que mis gestos se empeñaban en reconquistar? Yo estaba bajo el fuego cruzado de Antoine y de mi madre: una hija obligada a la invisibilidad y una mujer condenada a lo imposible.

Las luces volvieron a prenderse y yo terminé por quedarme quieta, transpirada, los ojos clavados en los del Otro. Tenía la sensación de haber sido trasladada bajo los neones de un hospital, auscultada sin delicadeza por unos residentes rapaces en busca de anomalías para agradarle al médico en jefe, una cosa, un conejillo de Indias. Estaba desnuda. Los demás me empujaban, incómodos. Y me di cuenta de que sólo estaba pensando en mí, en mis brazos caídos, en mis hombros, en mi cuello agitado por la respiración turbulenta, en mi pelo pegado a mi frente, en mi olor, mezcla de alcohol y de transpiración, en vez de ver la habitación que me rodeaba y de verlo a él, a ese hombre al que hubiera querido seducir, ante el cual me vaciaba de mí misma.

Era preciso que me hablara, que hiciera contacto para sacarme de esa prisión en la que me encerraba. Pero no me ayudó. No, seguía charlando mientras me examinaba, cuando mi amiga vino a sacarme del entumecimiento, sin duda un embrujo, e interrumpió el intercambio de miradas que no era tal para decirme ¿Y ése quién es? Yo no lo sabía. Alguien, debí de contestarle, y yo, en ese momento, no estaba segura de ser alguien.

Estaba aturdida. Sophie me arrastró hacia la salida. La seguí sin fuerzas, sin voluntad, sin energía, con una vergüenza creciente que apagaba mis últimas fuerzas. Mi madre había ganado, había ganado una vez más, siempre es igual. Sólo que esta vez era diferente. Me dolía la cabeza, me dolían las piernas, no podía encontrar mi tapado en el desorden del dormitorio donde se amontonaban carteras, cascos, pulóveres. Sobre la cómoda, vasos medio vacíos, uno de ellos con una colilla, no sé de quién era la habitación, quizá de Juliette, el humo impregnaba las paredes tapizadas con toile de Jouy.

Qué lejos debíamos de estar del mundo de él, del refugiado político que había tenido que desembarcar en París, dejando a su padre, su madre, su familia, su patria, y sin embargo él se movía allí como pez en el agua, y yo era esa balsa neumática que había caído al agua, esa cosa blanda e informe que buscaba su tapado c

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