Dime, ¿quién es como Dios?

Florencia Bonelli

Fragmento

Capítulo I

De oppresso liber.

(De oprimido a libre)

Isaías 1, 17

Hospital militar de Camp Bondsteel, 

Kosovo, 27 de diciembre de 2000.

La Diana aferró el cuaderno que tenía sobre las piernas y se puso de pie. El cirujano la miraba a los ojos y ella, a los de él. No se animaba a pronunciar palabra. La acometió un escozor cuando el médico quiso saber:

—¿Es usted parienta del señor Lazar Kovać?

Asintió como una niña asustada y respondió con voz insegura:

—Soy su prometida. Diana Huseinovic.

—Buenas tardes. Soy el doctor Cooper. Mi equipo y yo acabamos de operar al señor Kovać. La cirugía fue un éxito, y el paciente se encuentra estabilizado.

La Diana se cubrió la boca para sofrenar el grito de angustia y dicha y se desmoronó en el sillón. El hombre se aproximó y siguió hablándole.

—Le practicamos una laparotomía explorativa y descubrimos que el proyectil se hallaba alojado en el parénquima hepático. Lo extrajimos con éxito y colocamos un drenaje en la cavidad abdominal…

La Diana lo contemplaba a través de un velo de lágrimas y asentía maquinalmente sin comprender del todo lo que el cirujano le explicaba. Solo quería que le dijese que su amado Lazar no moriría, que no la dejaría sola y destrozada.

—¿Su vida corre peligro? —lo interrumpió.

—Lo mantendremos en la Unidad de Cuidados Intensivos durante cuarenta y ocho horas para monitorear sus parámetros vitales, pero creo que la evolución será favorable. Es un hombre joven, con un excelente estado físico.

—¡Gracias! —exclamó con tono ahogado y se secó las lágrimas con un pañuelo de papel tisú que había encontrado hurgando a ciegas en el macuto—. Necesito verlo.

El médico asintió, y mientras ella guardaba el cuaderno y se cargaba el bolso al hombro, le comentó:

—Despertó perfectamente de la anestesia pero lo mantendremos sedado hasta mañana por la mañana. Es preciso que descanse. Acompáñeme, es por aquí.

Ingresaron en un sector anterior a la Unidad de Cuidados Intensivos donde una enfermera le indicó el receptáculo de jabón líquido para que se lavase las manos. Lo hizo con minuciosidad y luego caminó por un corredor en el que los cubículos vacíos o con enfermos se sucedían uno tras otro. Se respiraba un aire cargado del típico aroma a antiséptico y se oían voces bisbiseadas y los pitidos de los aparatos. El corazón le latía con rapidez y respiraba de modo acelerado y superficial. Solo quería volver a verlo y tocarlo.

La enfermera se detuvo frente a una puerta y le indicó que entrase. La Diana abandonó el macuto en una silla y se aproximó a la cama ortopédica donde Kovać, rodeado de máquinas, tubos y cables, descansaba apaciblemente. Se inclinó sobre su rostro pálido. Cerró una mano sobre la de él y con la nariz le tocó la frente. Su tibieza la reconfortó. Había estado tan frío el día anterior, al borde de la hipotermia; había estado tan cerca de perderlo. “Gracias, gracias, gracias”, repetía al dios del que todos hablaban y en el cual ella no creía. También le agradecía a San Miguel Arcángel, pero sobre todo a Sergei Markov. Sus labios temblorosos buscaron a ciegas los de él.

—Amor mío —susurró—. Amor mío, amor de mi vida. Gracias por no dejarme sola. No podría seguir sin ti, Lazar.

El cirujano chequeó los valores de un aparato antes de volver a hablar.

—Como le decía, lo tendremos sedado las próximas horas. ¿Por qué no se retira a descansar?

La Diana se incorporó y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—No me apartaré de su lado, doctor —dijo con tono de advertencia.

—Aquí sabemos por lo que ustedes han pasado —aclaró Cooper de buen modo—, y se nos ha ordenado estar a su disposición. Se lo sugería porque parece al borde de la extenuación.

—Me quedaré —resolvió, y el cirujano asintió—. Lo único que necesito saber es cómo se encuentra el grupo que llegó conmigo.

El médico volvió a asentir y se marchó. La Diana aproximó la silla al costado de la cama; no resultaba fácil ubicarla entre los aparatos y el cableado. Se sentó, le tomó la mano y le apoyó la frente en el antebrazo desnudo. Sabía que se trataba de una gran concesión autorizarla a permanecer allí y olfateaba la influencia de su tío abuelo Callum Duncan en el otorgamiento de la dispensa, pero lo que el personal no sabía es que habrían tenido que sacarla entre varios y con mucho esfuerzo pues ella no habría dejado solo a Kovać por nada. Vuk había intentado asesinarlo y lo intentaría de nuevo; no tenía duda al respecto. Le había disparado con deliberada malicia, sabiendo que la destrozaría con su muerte.

Escuchó pasos y alzó la mirada. La enfermera, la misma que la había acompañado hasta allí, joven y de expresión bondadosa, le sonrió con calidez.

—El doctor Cooper me pidió que averiguase por la salud del resto del grupo. En unos minutos tendré la información.

—Gracias —musitó La Diana, y volvió a apoyar la frente en el antebrazo.

—¿Usted estaba con el grupo que huía de los traficantes?

—Sí —contestó—. Estuve todo el tiempo con ellos. ¿Usted cómo sabe que escapábamos de los traficantes?

—No creo que haya persona en el mundo que no lo sepa —aseguró la muchacha—. Su caso ha sido titular de diarios y programas televisivos durante los últimos dos días. Hemos estado en vilo esperando que aparecieran. Se enviaron equipos de búsqueda, pero la tormenta impidió que los hallasen.

—Ya, la tormenta. No pareció detener a los traficantes —dijo, y movió la vista hacia Kovać. Se puso de pie intempestivamente—. ¿No le hace frío? —se preocupó al notar que tenía el torso desnudo bajo la sábana.

—No —aseguró la muchacha—. Todo está controlado. Quédese tranquila. Él está muy confortable. Si desea usar el sanitario o comer algo, solo tiene que pedírmelo.

La Diana intentó sonreírle. Le leyó el nombre en un cartelito colgado en la pechera del uniforme.

—Gracias, Linda. Mi nombre es Diana. —Aunque se le cruzó la idea de estirar la mano como cualquier persona normal, desistió.

—Un gusto, Diana. La noto muy pálida. ¿Puedo tomarle el pulso?

—No, estoy bien, pero aceptaría de buen grado un café.

—Enseguida.

La muchacha salió, y La Diana volvió la mirada a Kovać. Se inclinó para estudiarlo de cerca. El análisis minucioso le fue revelando la perfección de las facciones que habían salido a la luz pocos días atrás después de que ella le rasuró la barba espesa y larga que había llevado como sacerdote del rito ortodoxo. Le crecía rápido y ya le cubría el bozo con una capa oscura que acarició con dedos inseguros. Le dibujó el perfil de nariz pequeña, y cuando bajó hasta los labios se los oprimió apenas; la admiraban su grosor y esponjosidad. Los besó.

—Te amo —susurró—. Locamente —a

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