Neurociencia para (nunca) cambiar de opinión

Pedro Bekinschtein

Fragmento

Capítulo 1

La ilusión de la realidad: un vestido y un amor

—¿Viste lo del vestido azul y negro?

—Querrás decir el vestido blanco y dorado, querida.

—Block y unfollow por forra.

De “Mis aventuras en la red”, por Avelina Puntoorg

Si hablo de “el vestido”, seguro sabrás a qué me refiero. La noche del 26 de febrero de 2015 ocurrió algo impensado, pero yo no me enteré hasta el día siguiente en el que descubrí que mi teléfono ardía con mensajes de muchas personas, algunos de números conocidos, otros no. ¿Se estaba acabando el mundo? ¿Se trató de una invasión extraterrestre? ¿Había ganado la lotería a pesar de no haber comprado un número? Por supuesto que no. Se trató de la primera, y probablemente la última vez que hubo una emergencia neurocientífica. “¿Viste lo del vestido? ¿Cuál es la explicación?”

El evento del vestido, también conocido como “Dressgate”, llevó a la locura a cientos de miles de personas en las redes sociales. Se trataba de la foto de un atuendo, bastante mala por cierto, que para algunos era claramente azul y negro, mientras que para otros era definitivamente blanco y dorado. Lo que no logró el cambio climático o la epidemia de sarampión lo logró un miserable vestido: que la gente acudiera a la ayuda de los expertos, pero no en indumentaria, sino en ciencia. Por más banal, trivial, frívolo, desprovisto de profundidad e irremediablemente inútil que parezca el affaire del vestido, forma parte del núcleo central del tema de este libro. Podrás pensar entonces que este libro, y quizás su autor, es banal, frívolo y hasta irremediablemente estúpido y yo no voy a confrontarte en ese sentido, porque, como con el vestido, la percepción de objetos, hechos, experiencias y recuerdos de ellas varían de persona a persona. Igual, trataré de convencerte de que el tema del vestido —lo del libro es irremontable—, es ilustrativo de por qué dos personas pueden leer el mismo libro, escuchar la misma música, enfrentarse a la misma evidencia y, sin embargo, llegar a conclusiones remotamente diferentes acerca de lo que están experimentando.

Antes de jugar en las ligas mayores de la percepción del color, te propongo mirar un cubo. Cualquier físico seguramente te diga que un vestido ideal puede expresarse como un conjunto infinito de cubos imaginarios, ponele. El siguiente es conocido como el cubo de Necker y se puede usar para ilustrar uno de los conceptos más importantes del funcionamiento de la percepción. Observalo con atención:

Ahora decime dónde pensás que está el círculo gris, en la cara de adelante o en la cara de atrás del cubo. En este caso no existe una respuesta incorrecta, puede estar en cualquiera de las dos posiciones, según cómo lo percibas. De hecho, si hacés un pequeño esfuerzo podés ir cambiando la posición del círculo gris de adelante hacia atrás o al revés. Lo que, seguro, no podés hacer es ver las dos configuraciones del cubo al mismo tiempo. Lo interesante es que la información que llega a tus retinas y es procesada por el sistema visual periférico es la misma, independientemente de qué configuración observes conscientemente. Te recomiendo guardar una imagen del cubo de Necker para el chat de Tinder, y te aseguraría una conversación con una posterior lluvia de encuentros sexuales.

Ante exactamente el mismo conjunto de estímulos externos, podemos tener dos configuraciones distintas. Mejor aún: esas dos configuraciones no existen fuera de tu mente. El solo hecho de tener los estímulos adelante no es suficiente para que el otro vea lo mismo que uno, a veces hay que señalar, indicar y guiar esta percepción. Así que imaginate: si con un simple cubo ya existen dos maneras de verlo, lo que será un mundo hecho de infinitos cubos con infinitos puntos grises. Es un mundo con infinitas configuraciones. Y este objeto tridimensional nos deja otra enseñanza, cambiar la perspectiva implica un esfuerzo. Para salir de lo que naturalmente percibimos tenemos que utilizar mecanismos cerebrales que involucran cierto control sobre la manera en la que observamos el mundo. No somos un cerebro que recibe pasivamente lo que el mundo tiene, sino que podemos intervenir sobre ese mundo alternando internamente las distintas configuraciones. O sea, el mundo tiene configuraciones, y es probable que sean muchas.

Antes de pasar de un cubo ideal al mundo real, podemos hacer una escala en el vestido, porque a diferencia del cubo de Necker, para cada persona, la prenda parece tener una única configuración, y por más que a uno le digan “¿Qué sos, ciego?” o “¿Te comieron los ojos los cuervos oftalmólogos?” o “Para mí que tenés un tumor cerebral, no puede ser que no veas los colores como todo el mundo”, la configuración no cambia. Para entender este fenómeno necesitamos un concepto nuevo, uno que pueda incluir al cubo en el mundo y darle sentido. El estímulo cubil está siempre en la pantalla o en el papel, pero nosotros no vivimos en ese mundo constante, el nuestro cambia todo el tiempo, cambian las perspectivas, la luz, los sonidos, y hasta cambiamos nosotros mismos. El mejor ejemplo son los colores: la camiseta naranja que usás para dormir es igual de naranja a la mañana cuando te levantás, a la noche cuando te acostás o a la madrugada cuando te levantás a hacer pis porque tu vejiga es de escaso volumen. Esto es raro, el color depende de la luz que llega a tu retina una vez que fue reflejada por la prenda de vestir. Como las longitudes de onda de la luz van cambiando a lo largo de las 24 horas, sería lógico que el color que uno ve cambiara con la luz. Pero no, es el mismo naranja horrible y chillón, por algo usás esa remera para dormir. O sea que tenemos que estar compensando estos cambios de alguna forma. El cerebro va ajustando el balance de acuerdo al contexto en el que los estímulos aparecen. Si esto no pasara, una persona blanca debería verse negra en un lugar con poca luz y eso aumentaría sus probabilidades de ser baleado por la espalda por las fuerzas de seguridad, por ejemplo.

El mantenimiento de estas configuraciones perceptuales, a pesar de la modificación del contexto en el que son experimentadas, se conoce como “constancia perceptual”, y es uno de los procesos cerebrales que hace que el mundo sea un poco más predecible, aunque también que seamos menos flexibles.

Ahora ya estás listo para la resolución del problema neurocientífico del milenio, que es el del vestido. ¿Qué hizo la ciencia frente a este misterio? Hizo lo que cualquiera que entiende lo importante que son las evidencias, haría: experimentos. En junio de 2015, la revista Current Biology publicó tres estudios sobre el problema del vestido. Los tres trabajos fueron realizados en diferentes laboratorios y con distintas aproximaciones experimentales1. Por ejemplo, en el laboratorio del psicólogo Michael Webster en Nevada, Estados Unidos, pensaron que se trataba de un nuevo fenómeno de constancia perceptual, en este caso de color, que involucraba tonos de azul y de amarillo. Para realizar los ajustes necesarios para mantener el color constante, cada uno debe realizar numerosas asunciones acerca de la naturaleza de las fuentes de luz y las superficies sobre las que esa luz es reflejada. Su hipótesis era que los observadores que veían el vestido azul y negro asumían que la luz era mayormente azul, o sea, la imagen había sido obtenida a la nochecita o con luz artificial. En cambio, los que veían la prenda blanca y amarilla o blanca y dorada asumían que veían los colores originales del vestido, o sea, con luz totalmente blanca. Pero además descubrieron que, de alguna manera, ambas configuraciones eran excluyentes. O sea: cuando invirtieron los tonos de algunas imágenes de azul a amarillo y viceversa, el blanco se ve como amarillo y el plateado como dorado.

Para estos investigadores, las diferencias en la percepción se explican por las asunciones acerca de las fuentes de luz que iluminaron el vestido y por una asimetría particular entre el azul y el amarillo que, si bien conviven en la camiseta de Boca, cuando están solos nos cambian la percepción de los demás colores.

Pero este no fue el único estudio que se hizo con la prenda, porque los científicos están ávidos de conquistar seguidores en las redes sociales y varios no quisieron perderse una tajada de la torta de perfiles curiosos que existen en la red. Los psicólogos Karl R. Gegenfurtner, Marina Bloj y Matteo Toscani, en Alemania, realizaron otro tipo de experimentos. Su hipótesis era que las diferencias entre observadores también surgían por asumir diferente iluminación. En especial, suponían que, dado que los colores del vestido forman parte de los colores naturales del día (azules, amarillos, marrones, etc.), resultaba más difícil diferenciar los colores que son producto de la fuente de iluminación de los que son reflejados por el vestido. En este caso, la constancia de color fallaría porque no se trata de un estímulo real, sino de una fotografía en la que el balance blanco (automático) de la cámara no coincide con la iluminación natural de la escena.

Hicieron un experimento en el que quince observadores tuvieron que hacer coincidir el color que veían en el vestido y en los lazos con unos discos de colores a lo largo de un continuo. Lo que encontraron no fue una división clara entre los que lo veían azul y negro y los que lo veían blanco y dorado, sino un continuo dentro de las escalas de colores. Cuando la fotografía fue modificada a escala de grises, la mayoría de los observadores coincidieron en su reporte de color, aunque lo interesante es que ninguno vio el blanco, sino un gris claro. Este grupo concluyó, entonces, que existen variaciones individuales en la percepción del color del vestido, pero no necesariamente hay solamente dos configuraciones. Una posibilidad, como veremos más adelante, es que las redes sociales nos hayan obligado a decidir por una de dos configuraciones, cuestión que podría haber afectado directamente nuestra percepción del color de ese vestido.

El tercer estudio, y ya no jodo más con el vestido, fue realizado por los científicos Rosa Lafer-Sousa, Katherine L. Hermann y Bevil R. Conway en el Massachusetts Institute of Technology en Estados Unidos. Ellos realizaron una encuesta entre 1.401 participantes y observaron que, incluso entre las personas que veían por primera vez el vestido, el reporte fue de blanco y dorado o de azul y negro, aunque algunos respondieron que era azul y marrón. Dentro del grupo de los que reportaron blanco y dorado, la mayoría eran mujeres y personas mayores. En un segundo test, algunos de los participantes cambiaron su reporte, por lo que los investigadores piensan que en realidad sí se trata de una imagen con más de una configuración y que las personas, como con el cubo de Necker, pueden cambiar entre esas configuraciones. De manera similar a los otros grupos, aquí también tenían una hipótesis acerca de la iluminación. Si los sujetos asumían una iluminación más fría, como la del cielo, verían al vestido blanco y dorado, pero si asumían una iluminación más cálida, de tipo incandescente, verían al vestido azul y negro. El resto podría asumir una iluminación más neutra y lo verían azul y marrón. Veintiocho sujetos fueron evaluados en el laboratorio y les pidieron que hicieran coincidir los colores con una paleta conocida. A diferencia de los investigadores de Alemania, los resultados fueron más consistentes con la idea de una imagen multiestable. El resultado más interesante surgió cuando los científicos presentaron la imagen modificada: esta vez el vestido estaba embebido en una escena con iluminación que no resultaba ambigua, y la percepción de los colores coincidió con la predicha por la iluminación. De esta forma, concluyeron que la percepción del color dependería de lo que cada uno asumiera como fuente de iluminación. En el caso de que las fuentes de iluminación fueran inciertas, cada uno asumiría lo que le parece y eso solo puede cambiar la manera en la que percibimos los objetos y el mundo en general.

Así que lo del vestido terminó siendo bastante menos bobo que lo que parecía. No todo lo que proviene de las redes sociales es una huevada, de hecho, casi cualquier pregunta puede transformarse en una serie de experimentos que nos ayuden a entender cómo percibimos lo que nos rodea. Y también lo que nos producen los estímulos con los que interactuamos.

Quién se ha tomado todo el vino, oh, oh, oh

El paladar va cambiando a medida que pasa el tiempo. Mi mamá siempre cuenta que yo no comía las galletitas rotas, yo opino que probablemente porque tenían un sabor horrible y no porque estuvieran dañadas. Aunque también cuenta que solía llorar cuando la superficie de un bife disminuía a medida que era comido, así que había que tener uno completo de muestra. Por suerte maduré y ya no lloro, me banco la angustia y espero que la galletita rota se la coma otro. Igual, de verdad, ahora como queso y cuando era chico no comía, aunque sigo sin entender demasiado cómo alguien puede comer un queso todo podrido con olor a un pie que parecería haber estado bajo un sobaco un día de verano agobiante. Quizás la neurociencia me pueda ayudar, y a ustedes, a resolver este intríngulis.

Por ahí este tema te hace recordar a un amigo, todos tenemos uno así, que hasta hace dos años le gustaba comer pancho con dulce de leche, papitas por encima de la salchicha y una buena cantidad de esa pasta que sale de un pomo a la que muy generosamente llaman “queso”. Pero tuvo una revelación y ahora es un ser sofisticado que te invita a cenar con los pibes y las pibas al restaurant de gastronomía molecular más prestigioso del país. Vos lo pensás como una buena oportunidad para sacar fotos de comida y subirlas a Instagram. Así que llegan al lugar y piden una tabla surtida de entradas. Cuando la traen, te das cuenta de que el zoom de tu teléfono no es capaz de registrar los detalles de esa comida. Pensabas que lo de molecular era puro marketing, pero no, por su tamaño, uno podría pensar que la mecánica clásica no será suficiente para explicar los movimientos de esa comida y que debería llamarse gastronomía cuántica. Pediste luego unas “turgencias de flor de zapallo envueltas en hilo de papa azul de Malasia y recubiertas de crocante de escroto de buey almizclero de cuatro días”. La comida sabe bien, no sabés si vale lo que sale, por lo que cobran debería ser mejor que el sexo tántrico en LSD mientras jugás a la Play. Según tu amigo, el vino marida perfectamente con el plato que pidió. Fue fermentado la mitad del tiempo en barrica de roble y la otra mitad en colon de ciervo alimentado con frambuesas. Según tu amigo, otrora una bestia, pero ahora un experto en degustación, la bebida posee tonos de frutos rojos, chocolate con tabaco, es redondo en boca, pero trapezoide en garganta. Su aroma es similar al de una brisa que recoge los perfumes del bosque de montaña durante un incendio forestal y su color es similar al de la sangre de un ave fénix. Vos lo probás y no lográs distinguir mucho ese vino del que trajo tu primo medio rata de Mendoza, pero de vino no sabés mucho. De todas formas, te preguntás, como lo haría cualquiera “¿Qué le pasa a mi amigo? ¿Cómo puede ser que estemos probando el mismo vino y no nos ocurra algo parecido?”.

Por supuesto que los científicos se lo preguntaron, pero en vez de seguir ingiriendo alcohol y pasar a otro tema, hicieron experimentos para tratar de entender cómo se relaciona el sabor del vino con los preconceptos que tenemos de la bebida. ¿Por qué nos importa esto? Porque para entender que las personas tienen visiones diferentes de la realidad, tenemos que entender de dónde vienen fundamentalmente esas visiones desde el principio: de los sistemas sensoriales.

Si hablamos de vino, hablamos de Francia. Un trabajo publicado por los científicos franceses Gil Morrot, Frédéric Brochet y Denis Dubourdieu, de Montpellier y Bordeaux, intentó establecer la relación entre los aromas del vino y su color2. En particular, hicieron un experimento con 54 estudiantes de enología de la Universidad de Bordeaux.

El experimento contó con dos fases; en la primera, los sujetos experimentales debían realizar dos listas con la mayor cantidad de palabras llamadas “descriptores”, una para vinos blancos y otra para vinos tintos. Por ejemplo, para el vino blanco, muchos utilizaron términos como “miel”, “lichi”, “nuez”, “melón”, “damasco”, que típicamente aparecen en las descripciones de los olores de los vinos blancos. Para el vino tinto usaron, por ejemplo, “achicoria”, “grosella”, “chocolate”, “ciruela” y otros aromas frecuentes en la apreciación de este tipo de vinos.

En la segunda etapa del experimento, les hicieron oler y probar dos vinos y compararlos, pero con una pequeña trampa. El vino blanco utilizado fue uno de Bordeaux (DOC) vintage de 1996, de las cepas semillón y sauvignon blanc. El vino tinto no era en realidad tinto, sino que era el mismo vino blanco, pero con un colorante para que tuviera el aspecto de uno tinto. Por un experimento anterior, los autores del trabajo ya sabían que el colorante no afectaba el aroma ni el sabor del vino perceptiblemente, porque en una cata en vasos opacos y con luz roja, el vino blanco fue indistinguible del vino coloreado. El resultado de la segunda fase del experimento fue contundente. Los sujetos experimentales utilizaron muchos más términos de vino tinto para describir al vino coloreado que al vino blanco sin colorante. Recordá que se trataba de estudiantes de enología, no de un grupo cualquiera de amigos que se hacen los que conocen de vinos porque una vez hicieron un tour por viñedos y se agarraron un pedo atómico.

Existen distintas variantes de este tipo de experimentos en las que el color de una bebida o una comida condiciona nuestra percepción de su aroma, pero también existen ilusiones en las que objetos que pesan lo mismo se perciben como diferentes, por ejemplo, por el material con el que están hechos. De todas formas, este caso es particular, porque acaba con toda la canchereada de los sommeliers. No estoy diciendo que no haya vinos mejores que otros, ni que todo es relativo, sólo que algo tan simple como el color de la bebida que percibimos a través de la modalidad visual, condiciona nuestra percepción consciente a través de otra modalidad sensorial como el olfato. A veces lo que esperamos percibir es lo que terminamos percibiendo. Si nuestros pensamientos y convicciones comienzan desde los sentidos, entonces están sesgados por la experiencia desde su mismo nacimiento.

Listo, ya entendí entonces que la descripción de la percepción subjetiva del vino va a variar según mis expectativas, pero yo no sé si mi amigo está exagerando con su reacción al probar ese vino carísimo o si realmente lo lleva al éxtasis. Me gustaría darle un vino barato y decirle que vale un montón a ver qué le pasa, ahora quisiera cancherear yo. Por suerte para mí, ese experimento también fue realizado. En 2008, científicos del California Institute of Technology y de la Universidad de Stanford publicaron un trabajo en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences USA, en el que quisieron evaluar si el precio del vino tenía algún impacto sobre cuánto les agradaba a los participantes esa bebida3. Su hipótesis era que el reporte de placer producido por un mismo vino iba a estar modificado por el precio, a pesar de ser exactamente el mismo líquido. Además, proponían que no sólo gustaría un mismo vino a mayor precio, sino que eso iba a estar asociado a la activación cerebral relacionada con el disfrute.

Entonces evaluaron la actividad cerebral de 20 sujetos experimentales dentro de un resonador —una especie de magneto gigante extremadamente potente—. Esta técnica, conocida como resonancia magnética funcional (fMRI, del inglés), se realiza dentro de este aparato y detecta de manera indirecta la actividad cerebral diferencial en distintas estructuras cerebrales de interés. Les dijeron a los participantes que probarían cinco vinos diferentes de la cepa cabernet sauvignon para un estudio del tiempo de degustación sobre el sabor y que cada uno estaría identificado por su precio.

En realidad, se trataba sólo de tres vinos, dos de ellos presentados con dos precios diferentes. Por ejemplo, uno de los vinos fue presentado la mitad de las veces con un precio de 10 dólares y la otra mitad con un precio de 90 dólares. Los experimentadores les pidieron que evaluaran el vino e hicieran un reporte de cuánto les agradaba. Los resultados fueron clarísimos, cuanto mayor el precio, mayor el reporte de disfrute, independientemente de si se trataba del mismo vino. Ocho semanas después de este experimento, las mismas personas degustaron los mismos vinos, pero esta vez sin los precios. En este caso, no hubo diferencias en los reportes. Hasta ahora, este experimento se parece bastante a lo que le pasa a nuestro amigo el que se hace el banana con respecto a su conocimiento gastronómico. Quizás los sujetos experimentales querían quedar bien y decir que el vino más caro les había gustado más. Por eso, los investigadores fueron a mirar qué pasaba adentro del cerebro. Vieron actividad en varias regiones cerebrales, pero cuando compararon la actividad cerebral entre las ocasiones que habían degustado el vino a 10 dólares y al vino a 90 dólares, observaron que una región conocida como corteza orbitofrontal medial se activaba más en el segundo caso. Esta región queda más o menos en la parte de adelante del cerebro y por abajo, y hay mucha evidencia que sugiere que es una estructura que se activa con las experiencias de disfrute. O sea, a pesar de que era exactamente el mismo vino, simplemente con creer que se trata de una bebida más cara, cambia la manera en la que se disfruta. El placer es real, no es una canchereada.

Sólo línea Pecsi

El mundo es impredecible, y una de las razones por las que hago terapia es por eso. Si bien años de estudios científicos permiten comprender que todo comienza con encuentros aleatorios entre moléculas, nos cuesta pensar que, para la mayoría de los eventos de nuestra vida, pasados y futuros, sus causas son bastante azarosas. Y está bien que así sea: durante la evolución de los seres vivos, se favoreció el desarrollo de un cerebro que pudiera predecir mejor el futuro, de manera de estar más preparados para eventos inesperados en un contexto que cambia todo el tiempo. El banco no te da un crédito si no está seguro de que lo vas a poder pagar, la prepaga te puede cobrar una millonada si tenés antecedentes de una enfermedad de origen genético, y no vas a ponerte a hablar de feminismo dentro de un taxi donde se escucha Radio 10, porque bueno… porque no.

En términos biológicos, la habilidad de predicción puede mejorar las posibilidades de sobrevivir y dejar descendencia, cuestión nada despreciable si queremos que nuestras variantes genéticas estén bien representadas en el pool genético de la humanidad. Obvio que todo tiene una contraparte no tan feliz, porque en nuestro afán de poder predecir todo generamos creencias que, como vimos con el caso del vino, nos pueden hacer percibir estímulos de manera bastante arbitraria. Muchos de los fundamentalismos aparecen por la generación de este tipo de creencias. El fundamentalista del feng shui va a querer poner la mesa patas para arriba y el sillón mirando al este, aunque uno quede de costado a la tele y su familia empiece a llevar el apellido “Tortícolis”.

Los fundamentalismos generan falsas dicotomías, del estilo o amás el picante o lo odiás, las películas iraníes son el peor embole o el cine más refinado que existe, sos del team verano o del team invierno. Uno de los fundamentalismos más habituales es el de los que sólo toman Coca-Cola y no toman Pepsi, porque es recontra obvio que tienen un sabor extremadamente diferente. Bueno, gente: es azúcar en grandes cantidades, no es té en saquito versus té en hebras. Ya vimos que el precio de una bebida puede afectar la manera en la que se percibe y se disfruta. Otra pregunta es si la marca de una bebida puede hacer lo mismo. Para responder a esta inquietud, científicos de Houston Texas realizaron una serie de experimentos que publicaron en la revista Neuron en el año 20044. Sí, fue hace mucho, en pleno nacimiento del neuromarketing. Quisieron evaluar la preferencia de las personas por Coca o Pepsi y analizar las respuestas cerebrales a esas preferencias. Se preguntaron tres cosas: 1) ¿Cuál es la respuesta comportamental y cerebral a estas bebidas cuando son presentadas de forma anónima? (los sujetos no saben si están tomando una o la otra); 2) ¿Cómo influye a nivel del comportamiento y de las respuestas cerebrales conocer qué bebida se está consumiendo?, y 3) ¿Existe alguna relación entre las respuestas comportamentales de preferencia por una bebida y las respuestas cerebrales?

Dividieron a sus 67 participantes en cuatro grupos experimentales. A cada grupo le dieron a probar bebidas afuera y adentro del escáner en el que se les realizó una resonancia magnética funcional para observar la actividad cerebral. Existen áreas del cerebro cuya activación es proporcional al nivel de placer reportado luego de consumir bebidas o exponerse a otros tipos de estímulos. Por eso, la pregunta importante en este caso era si la actividad de estas áreas seguiría el nivel de placer experimentado en una condición en la que se conoce la marca de bebida y en otra en la que no. Cada participante indicó su preferencia por Coca o Pepsi antes del comienzo de la evaluación. En una serie de experimentos, los investigadores evaluaron las preferencias por las bebidas azucaradas en dos condiciones: evaluación anónima y semianónima. En la primera, los participantes debían probar tres pares de vasos con bebida en los que no se especificaba la marca (Coca o Pepsi), pero uno contenía Coca y el otro Pepsi. En la condición semianónima, probaron bebidas en tres pares de vasos de los que siempre uno tenía la marca (Coca o Pepsi), pero el otro no estaba rotulado. El segundo vaso siempre contenía la misma bebida que el primero, pero a los sujetos les dijeron que podía contener cualquiera de las dos. Existen varios resultados posibles para estos experimentos; por ejemplo, que los participantes prefieran la misma bebida conociendo o no la marca y que las respuestas cerebrales indiquen que, efectivamente, les resulta más placentera la bebida de elección. También podría pasar que la preferencia cambie si conocen o no la marca de la bebida, pero que la respuesta cerebral siempre siga a la bebida reportada como preferida. O sea, que por ahí anónimamente no prefieran Coca-Cola, pero que las respuestas cerebrales siempre sean mayores con esa bebida independientemente de la preferencia consciente. Una tercera opción podría ser que los sujetos experimentales prefieran Coca o Pepsi cuando conocen la marca, pero que cuando no la conocen, les resulte más placentera la otra que reportaron no preferir y que las respuestas cerebrales sigan a la preferencia independientemente de la marca. En este caso, sólo creer que se está tomando Coca-Cola debería producir las mismas señales cerebrales que cuando efectivamente se toma Coca-Cola, aunque la bebida sea en realidad Pepsi. La preferencia durante la degustación anónima no correlacionó con la preferencia reportada antes del test: cuando no conocían la marca, la preferencia subjetiva no coincidió con la especificada categóricamente. Flexibilidad 1, fundamentalismo 0. Aún más importante, en la evaluación semianónima, hubo un sesgo significativo hacia la preferencia por Coca. Si el vaso rotulado decía Coca, era preferido, y si decía Pepsi, el más preferido era el que no estaba marcado. Muy rico todo, la marca influye en la preferencia, chocolate Lindt por la noticia.

Quizás la pregunta más interesante es qué pasa en el cerebro: ¿la actividad cerebral seguirá la preferencia independientemente de la marca o seguirá a la marca? Existen algunas áreas del cerebro cuya actividad cambia linealmente con el placer que producen diversos estímulos. Una de ellas se llama corteza prefrontal ventromedial. Sí, andá a acordarte de ese nombre, pero para que te des una idea, se encuentra antes de llegar a la frente —por eso prefrontal—, pero está un poco más abajo que otras cortezas, por eso lo de “ventro” que viene de “ventral”, que viene de “vientre”, o sea que si el cerebro fuera una tortuga, esta corteza estaría más cerca del suelo, y si sos un ser horrible y te gusta dar vuelta a una tortuga, más lejos del suelo. Para facilitar la cosa, la llamaremos por sus siglas en inglés, VMPC. Básicamente la VMPC se activó siempre que se consumieron bebidas azucaradas, independientemente de su marca. Otras regiones, como la corteza prefrontal dorsolateral (al frente, pero más arriba que la otra y más al costadito, del inglés DLPFC) y el hipocampo (nuestra estructura amiga relacionada con la memoria) tuvieron actividad significativamente diferente cuando se conocía la marca que cuando no. Estas diferencias sólo se vieron cuando la marca era Coca-Cola, con Pepsi no hubo diferencias.

Estas estructuras cerebrales son importantes porque están relacionadas con la toma de decisiones y la memoria. Los estímulos asociados con la cultura, como las marcas de las bebidas, activan regiones que tienen que ver con nuestras experiencias previas con esos estímulos que, en algunos casos, pueden sesgar nuestras preferencias. La DLPFC es una estructura importante para el control de las acciones y la toma de decisiones, y por eso tiene mucho sentido que cuando la cultura influye en nuestras preferencias, esto se refleje en los sistemas de memoria del cerebro y los de toma de decisiones que gobernarán nuestras acci

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