Un verano en Abril

Ceci Saia

Fragmento

Corporativa

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Penguin Random House

Para mis papás, por todo, todo, todo.

Para mi hermana, cuya existencia mejora el mundo.

Para Marina, mi hermana del alma.

Para Daniel, que siempre creyó en mí.

Y para vos, que vas a leer este libro. Gracias infinitas.

1

Abril manoteó la alarma de su teléfono con los ojos aún cerrados, tratando de recordar dónde estaba, qué día era y qué tenía que hacer. Como cada mañana, la transición entre el mundo de los sueños y la realidad la hacía sentir perdida por unos segundos, hasta que su mente se empezaba a aclarar. “Estoy en casa, hoy es martes y tengo clase de anatomía a las 8:30”.

A pesar de haberse prometido a sí misma la noche anterior que iba a levantarse de la cama apenas sonara la alarma, no pudo evitar presionar el botón “Posponer” un par de veces, hasta que la luz que se filtraba a través de la ventana era tal, que entendió que si no sacaba su cuerpo de entre las sábanas pronto llegaría tarde. Y no quería llegar tarde a las clases del profesor Fernández.

Entró al baño arrastrando los pies y la imagen en el espejo le devolvió una versión de ella misma que parecía haber pasado por una montaña rusa: el pelo castaño totalmente alborotado, los ojos marrones un poco hinchados y, como solía suceder, un rastro de saliva seca al costado de su boca. Se lo frotó con los dedos de la mano mientras pensaba con una sonrisa “no se verá lindo, pero es la prueba de que dormí bien”.

Al otro lado del departamento podía escuchar que sus padres ya estaban despiertos y encarando el día. La casa parecía un poco más silenciosa desde que su hermana mayor, Celeste, se había ido a vivir a México. Abril estaba feliz por ella, por que se animara a seguir sus sueños, aunque eso la separara de su familia y amigos. Pero la extrañaba mucho, sobre todo a la mañana, cuando el mundo de los sueños la hacía olvidar por un tiempo que ahora en casa eran tres y no cuatro.

Ya con la cara y los dientes lavados, y luego de vestirse con su atuendo habitual para la universidad (unos jeans que ya estaban empezando a gastarse, remera, camperita de algodón y zapatillas), se dirigió a la cocina a tiempo para saludar a su papá, quien ya se iba a trabajar. Joaquín Salvatore era un padre amoroso pero ocupado, que pasaba más de doce horas al día atendiendo pacientes en su consultorio privado o en la clínica. Abril lo admiraba muchísimo, esa era una de las razones por las que se esforzaba tanto en la universidad: para poder, algún día, trabajar junto a su papá como médica pediatra.

Después de darle un abrazo de despedida a Joaquín, Abril se sentó en la cocina a tomar el café con leche que su mamá le había preparado. A Carla Romero (aunque llevaba casada más de treinta años, nunca había adoptado el apellido de su marido) todavía le gustaba preparar el desayuno de la familia, porque la hacía sentirse unida a todos antes de que cada uno emprendiera su día por separado. Ser fotógrafa, además de apasionarla, le daba una cierta flexibilidad horaria que le permitía darse estos pequeños lujos.

Mientras Abril se llevaba la taza a la boca vio, en la mesada de la cocina, una taza abandonada. Carla le sonrió.

—Todavía saco cuatro tazas, es automático —le dijo a su hija menor.

—Y también estás poniendo tostadas de más —respondió Abril mirando la canasta de pan en el centro de la mesa—. Pero no te preocupes, yo me encargo —dijo antes de servirse una tostada extra, untarla con dulce de leche y darle un mordisco con ganas.

La clase de Fernández terminaba, oficialmente, a las 11:20. Pero, para desgracia de Abril y sus compañeros, al profesor no parecía importarle ese tipo de formalidades, y no fue sino hasta las 11:45 (Abril no paraba de revisar la hora en el teléfono cada dos minutos) que se dignó a liberar a sus alumnos. Era noviembre y los exámenes finales estaban a la vuelta de la esquina.

Pensando en eso, una sensación pesada y familiar se apoderó de ella. Como si una gran mano invisible estuviese apretando —levemente— su corazón y el mundo se tornase blanco y negro por unos segundos. Como siempre que le sucedía, sacudió la cabeza y buscó una explicación racional. La clase era muy intensa y obviamente se sentía intimidada por Fernández, que no le sonríe ni a una caja con cinco cachorritos. Pero si bien eso era cierto —muy cierto—, Abril intuía que en el fondo había algo más, algo en lo que no quería pensar, porque tenía muchas cosas que hacer como para detenerse a pensar por qué la ponía triste una clase de Anatomía. O de Histología. O de Física. O de Biología. “Al fin y al cabo, a nadie le gusta estudiar, ¿no?”, pensó mientras salía del inmenso edificio de la universidad.

—Creo que si Fernández hablaba medio minuto más, me explotaba el cerebro —dijo Juan Ignacio, mientras caminaban en manada hacia la salida del edificio. Era uno de los compañeros con quienes había formado un grupo de estudios.

—Fuerza, gente, solo quedan un par de clases más y nos despedimos de esta tortura hasta el año que viene —los animó Romina, otra de las chicas de la clase.

—Sí, pero para eso hay que aprobar los finales del

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