La Puerta del Tiempo (Serie Ulysses Moore 1)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

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I

nmóvil al pie de la escalera, Jason escuchaba atentamente. Una extraña corriente de aire traía y llevaba ruidos lejanos. Había chirridos de muebles, silbidos del viento, brincos de animales. Esa misma semana ya había tenido varias veces la impresión de que los muebles de Villa Argo estaban dotados de vida propia: en cuanto la estancia quedaba vacía, se desplazaban un milímetro. Un milímetro y no más, para que no los sorprendieran.

Pero esta vez era distinto. No podía haber sido un mueble que cambiara de lugar. Tampoco las gaviotas posadas sobre el tejado, ni los lagartos entre la enredadera o los ratones en la buhardilla. No, señor.

Esta vez había oído nítidamente un ruido de pasos apresurados en el piso de arriba. Se quedó inmóvil, atento, y los pasos se repitieron.

¡Parecía imposible que fuera el único de su familia en darse cuenta de que había alguien más en aquella casa! ¿Cómo podía ser que ni su padre, ni su madre, ni su hermana hubieran notado que había otra persona en aquella gigantesca mansión?

Jason lo había advertido de inmediato, nada más descargar las maletas en el patio.

Villa Argo era una casa demasiado grande para conocerla por entero. Una casa llena de habitaciones y secretos, de objetos fascinantes y misteriosos.

Cuando se vieron por primera vez, parecía que Villa

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La corriente

Argo le hubiera susurrado: «No todo es lo que parece: descubre mi secreto, Jason».

Y él había aceptado el reto.

Inmerso en la corriente de aire, Jason contempló los retratos colgados de la pared que jalonaban la subida hasta la primera planta y luego hasta la habitación de la torrecilla que remataba los escalones con su puerta vidriera. Su padre le había explicado que esos viejos rostros enmarcados eran los de los propietarios anteriores de la casa y que pronto estarían sus propios retratos colgados entre los demás.

–Ah, no, yo me niego a posar –replicó enseguida su hermana Julia, a la que angustiaba cualquier propuesta que implicara tener que quedarse quieta en un lugar durante más de quince segundos.

A Jason, en cambio, la idea le gustaba. Era muy… de personaje importante. De explorador. O cazafantasmas.

–Vale… seas quien seas… –murmuró.
¿Era posible que los pasos que acababa de oír fueran los de un fantasma?

Se sacó del bolsillo el Manual de las criaturas espeluznantes, recopilado por el misterioso doctor Mesmer, héroe del cómic.

Encontró la página que buscaba y se puso a leer: «No creáis que los fantasmas son mudos. Pueden producir ruidos de todo tipo (pasos, arrastrar de cadenas, campanas) y a

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menudo pueden hablar. Además, no siempre son incorpóreos».

Jason asintió animado. Aparte de confirmar sus sospechas sobre la identidad de su enemigo, esas líneas resolvían una de sus mayores dudas. Siempre se había preguntado por qué en las películas los fantasmas atravesaban las puertas pero, en cambio, nunca pasaban a través del suelo.

Siguió leyendo: «Normalmente, los fantasmas vagan por las casas en las que ha quedado algo inacabado».

Algo inacabado. Claro.

Así que podía ser un fantasma que vagaba por el piso superior tratando de acabar… algo.

Jason repasó velozmente los consejos del doctor Mesmer para capturar un fantasma y se volvió a meter el manual en el bolsillo.

–Y ahora voy a por ti… –siseó.

Pero en cuanto puso el pie en el primer escalón, una mano lo aferró por el hombro.

–¡Jason! –exclamó su hermana haciéndolo bajar del escalón–. ¡Tenemos que irnos!

Jason, todavía inmerso en su juego de la caza de fantasmas, trató rápidamente de recordar qué se suponía que estaba ocurriendo en el mundo real.

«¿Tenemos que irnos? ¿Adónde?»

No se le ocurrió nada, pero sabía que sería imposible convencer a Julia de la existencia de un fantasma en el primer piso, de modo que se dispuso a seguirla y, de pronto, re

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La corriente cordó cuál era el programa para aquella tarde. Sus padres se iban a Londres para supervisar las últimas operaciones de la mudanza: los muebles delicados que había que embalar, el despacho de papá por organizar, los cuadros de mamá que debían bajar al sótano… y así sucesivamente. Volverían a Villa Argo el domingo por la mañana, seguidos por el camión. Mientras tanto, Julia y Jason se iban a quedar solos en Villa Argo, con la condición de que obedecieran sin rechistar al jardinero, el señor Nestor.

Habían logrado incluso el permiso para invitar a Rick Banner, un chico del pueblo que habían conocido hacía poco en el colegio. Así la espera se haría más corta.

Los gemelos salieron de la casa.

El sol, asomando entre las nubes que cubrían el cielo, caía a plomo sobre el jardín. A lo lejos, sobre el horizonte marino, se dibujaba una delicada línea blanca.

–¿Te has preguntado alguna vez por qué el cielo se vuelve blanco antes de tocar el mar?

–No –respondió Julia.

Saltó los cuatro escalones de la entrada y aterrizó en el prado; Jason la siguió y luego se volvió de pronto para mirar las ventanas del primer piso.

Esperaba sorprender al fantasma. Pero no vio a nadie. Nestor escuchaba pacientemente las recomendaciones de la señora Covenant, pero cuando esta alcanzó el «punto número ocho» con los dedos de la mano decidió interrumpirla.

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