Metiendo la pata (Martin Moone 1)

Chris O'Dowd
Nick V. Murphy

Fragmento

cap-1
CAPÍTULO UNO

EL CASO DEL COLETERO

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Boyle, en el quinto pino de Irlanda,

un miércoles lluvioso del último mes

de las vacaciones de verano.

 

Pronóstico meteorológico: llovizna con posible nubizna[1] por la tarde.

Eran vacaciones de verano, y llovía. Otra vez. Puede que Martin Moone se hubiera liberado de los grilletes de las aulas, pero en su casa se enfrentaba a algo aún más duro: las feroces hembras de su fastidiosa familia. Martin empezaba a descubrir que las mujeres son unas criaturas engañosas; que las hermanas son más engañosas todavía, y que, sobre todo las mayores, poseen la capacidad de engañar hasta al mejor de los magos del mundo.

Martin Moone tenía tres hermanas mayores. Y una madre que, además de mayor, también era la hermana de alguien. Por eso el tontorrón de nuestro amigo, de once años, sentía que se ahogaba entre tanta mujer. O que se hundía lentamente en unas arenas movedizas femeninas. Vamos, que, en cualquier caso, no era la situación ideal para él.

Image¡Ojalá su madre le hubiera dado un hermano!

Uno nada más.

Un solo compañero alto y larguirucho que lo ayudara a batallar contra esa legión de señoritas.

Pero no se lo había dado. Seguro que solo por fastidiarle.

No, Martin Moone estaba solo en esa lucha. Era un ejército de un solo hombre, y esa lluviosa mañana de miércoles, igual que cualquier otra, estaba sitiado.

—¡Esta era la mejor casa del mundo hasta que naciste tú! —exclamó Sinead mientras apuntaba con un dedo pringoso a la cara de su hermano.

Luego levantó su sexta tostada con mantequilla de la mañana y la aprisionó entre sus mandíbulas, siempre listas para un tentempié.

—Bueno, tampoco te pases —razonó Martin—. A ver, ¿cómo podía ser la mejor casa si yo ni siquiera estaba en ella?

—Por eso era la mejor casa del mundo, ¡alelado! —aclaró Sinead rociándolo con una lluvia de migas.

Sus otras hermanas, Fidelma y Trisha, le dieron la razón entre murmullos. Miraban fijamente la tele mientras desayunaban, así que estaban demasiado ocupadas para molestarse en verbalizar lo mal que les caía su hermano.

A Martin lo habían acusado de destrozar el coletero[2] de su hermana más cercana utilizándolo como tirachinas. Y cuando digo «más cercana» me refiero a la edad. Como hermanos, intentaban estar tan cerca el uno del otro como un ratón de una trampa.

En defensa de Martin, hay que decir que un tirachinas es un artefacto que requiere una cantidad razonable de fuerza en la parte superior del cuerpo. Y la cantidad de fuerza de la parte superior del cuerpo de Martin era muy poco razonable. Diría que inverosímil, incluso. El caso es que esa acusación no podía ser cierta ni en sueños. Los puñetazos rompebrazos diarios de sus hermanas le habían dejado unas extremidades superiores insignificantes y demasiado débiles para cometer ese delito. Tirar hacia atrás de la goma elástica y propulsar una piedrecita hacia el cielo quedaba, sin lugar a dudas, fuera del alcance de sus capacidades físicas. Caso cerrado. Hombre inocente. Casi segurísimo.

Sin embargo, en la cocina de los Moone, que esa mañana parecía el tribunal de un clan,[3] Martin estaba siendo sometido a un auténtico interrogatorio.

—¿Mejor que el Taj Mahal? —preguntó Martin.

Solo había tardado tres minutos enteros en dar con una réplica ingeniosa al comentario de Sinead sobre su casa.

—¿De qué hablas? —gruñó su hermana, que ya estaba engullendo un yogur de chocolate.

—¿Dices que, antes de que yo naciera, este... iglú irlandés —señaló en dirección a varios puntos flacos de la cocina de los Moone para subrayar su argumento—, esta chabola llena de corrientes de aire gélidas, esta montaña de moho era mejor que, por ejemplo, la Casa Blanca?

Sonrió de medio lado, satisfecho con su chiste y seguro de que con su ingenio había lanzado una buena pulla a sus hermanas.

—¿Te estás haciendo el listillo, Martin? —preguntó Trisha desde el sofá.

Martin la fulminó con la mirada. Trisha era la hermana mediana, por lo que había sido bendecida con todos los atributos que se reservan a la hermana mediana normal: un miedo a caer en el olvido que la hacía saltar enseguida, la habilidad para chamuscar todo lo que cocinaba (incluso el agua) y, por supuesto, cierta aversión y desconfianza hacia todos los seres vivos.

—Sí, sí —siseó Sinead con rencor mientras cortaba una loncha de queso rancio que había encontrado en la nevera—. Quiere dárselas de sabihondo.

Fidelma levantó la vista de su bol de Readybix[5] revenidos.

—Martin, pídele perdón y dale tu paga a Sinead para que se compre un coletero nuevo. Así no tendremos que matarte y tirar tu cuerpo al lago —dijo Fidelma.

—¿Quién se va al lago? Yo me apunto si va alguien más.

Los chicos se volvieron hacia su padre, Liam, que se encontraba de pie en la puerta de la cocina con una sonrisa de oreja a oreja.

—Hace siglos que no voy al lago —añadió con alegría.

Sinead y Martin empezaron a gritar otra vez, argumentando cada uno su caso para que su padre pudiera juzgarlo.

—Martin ha usado mi coletero como tirachinas —soltó Sinead con el amorfo coletero rojo en la mano, como si fuera un arma del crimen—, ¡y ahora está demasiado dado de sí!

—¡¿Qué?! ¡Como si pudiera usar un tirachinas después de todos los puñetazos rompebrazos que me habéis dado! —replicó Martin—. ¡Es un milagro que pueda levantar el tenedor para comer!

—¡Eh, eh, eh! —interrumpió su padre, que no se estaba enterando de nada—. A ver, calmaos y hablad de uno en uno, o al lago no va nadie.

—¡Al lago no va nadie, papá! —gritaron los dos a la vez.

—¡Ahora seguro que no! —zanjó Liam, y dio un pisotón bastante torpe.

Fidelma y Trisha pusieron los ojos en blanco y se volvieron de nuevo hacia la pantalla parpadeante del televisor.

—Siempre está cogiendo mis cosas, papá —siguió quejándose Sinead—. La semana pasada hizo una trampa para gusanos con mis leotardos.

—¡Les atraía tu olor! —explicó Martin.

—Le arrancó una pierna a mi muñeca Sindy...

—Mi Action Man prefiere a las damiselas en apuros de verdad.

—Y siempre me está cogiendo el Diseña la Moda.[6]

Todos miraron a Martin a la espera de una explicación. Él se aclaró la garganta mientras buscaba una buena excusa para haber usado ese cachivache tan tan femenino.

—Es que es un juguete excelente —fue lo único que se le ocurrió.

—Martin, ¿has usado el coletero de tu hermana como tirachinas?

—Me duele que me lo preguntes, papá —respondió el benjamín de los Moone.

Justo entonces

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