Gritar a la lluvia

Lynda Mullaly Hunt

Fragmento

CAPÍTULO 2
EL MEJOR HASTA AHORA

—¡Abue! —grito mientras bajo las escaleras corriendo—. ¿Te falta mucho?

Lleva puesto el uniforme de trabajo y mira de cerca su rompecabezas. Pone una pieza.

—Ya sé que estás emocionada porque Brandy regresó al Costa Azul —dice mientras se pone de pie—, pero yo no. Es solo otra temporada de limpiar cabañas —me da una palmadita en la mejilla—. Corre y trae el almuerzo del refrigerador. Que no se te olviden nuestras cervezas de raíz favoritas.

Entro y salgo de la cocina en tres segundos.

—Listo, ¡vámonos!

Nos subimos al carro. Como siempre, persigna el tablero, mira al cielo a través del parabrisas y reza para que el auto arranque. Cuando lo hace, le da otra palmadita al tablero.

—Eso es, Cielo. Arranca para tu Bridget.

Lo pone en posición de marcha.

—¿Te parece raro que le hable al coche?

—Solo si crees que te contesta.

Se ríe y empieza a toser.

—Eres tremenda.

Es uno de los mejores cumplidos de mi abuela.

Al llegar a la primera señal de pare, me mira.

—Pareces una garrapata a punto de reventar. Ya lo sé: estás emocionada de ver a Brandy.

—Estoy superemocionada, ¿pero una garrapata a punto de reventar? ¡Qué asco…! No… ¡Puaj!

—Nunca voy a entender cómo es posible que una niña a la que le fascinan los huracanes, los tornados y las inundaciones le pueda tener miedo a una garrapatita.

—El estado del tiempo no te chupa la sangre —contesto, esperando una respuesta ingeniosa, pero ella nada más sacude la cabeza.

Pone el intermitente.

—¿Y entonces? ¿Hablaste con Brandy? ¿Su familia se va a quedar todo el verano como siempre?

—Sí, bueno, ella y su mamá.

—Cielo santo, me acuerdo de cuando se conocieron — dice mi abuela y se recuesta en el respaldo del asiento—. Su mamá me hizo el favor de cuidarte un día en el que no me quedó más remedio que llevarte conmigo. Y Brandy y tú, así de pequeñitas, se sentaron juntas en una de esas enormes sillas Adirondack. Desde ese día, han sido como mermelada y mantequilla de maní.

Me río.

—Abue, ¿quién quiere ser como la mermelada y la mantequilla de maní? Eso nunca termina bien, al menos para ellas.

Abue vuelve a sacudir la cabeza y se detiene en un lugar de estacionamiento. Me doy la vuelta.

—¿Me puedo ir?

—Sí, pero por el amor de Dios, mira a los dos lados antes de cruzar.

En cuanto mi pie toca el sendero rojo que conduce al Costa Azul, escucho a Brandy.

—¡Dels! —grita y salta de una mesa de pícnic.

El lugar ya apesta a bloqueador y carbón quemado, aunque no son ni las nueve de la mañana. Es oficial, ya empezó el verano.

Corro por el césped, nos abrazamos y brincamos.

—¡Aaah! ¿Cómo estás? —pregunta—. ¡Por fiiiin! ¡Qué contenta estoy! —Entonces, da un paso atrás—. Guau, Dels, ¡cómo has crecido!

—¿Sí?

En ese momento, me doy cuenta de que Brandy se ve mucho mayor que yo, está maquillada, trae una bolsa y está vestida con el tipo de ropa que se compra en tiendas pequeñas, no en las grandes. Me siento un poco rara en mi camiseta desteñida del Maratón de Boston, aunque había sido el mejor descubrimiento en una venta de garaje el verano pasado. Pero Brandy está sonriendo y estoy feliz de verla.

—Ya tengo listos nuestros cubos —dice, y esa sensación en mi estómago se desvanece: es la misma Brandy de siempre.

Desde que estábamos en el kínder, todos los veranos hemos recolectado piedras y conchas que luego pintamos y pegamos para hacer esculturas.

—Pero primero —le digo, tirando de su manga— vamos a revisar la casa.

Bajo unos enormes arbustos florecidos, hay una casita de piedra que hicimos el verano antes de entrar a segundo grado con la esperanza de que se mudaran las hadas. Eso ocurrió hace cinco veranos. Ahora, lo primero que hacemos siempre es revisarla.

Me arrodillo y aparto las ramas. La casa no está ahí.

—¿Dónde está? —me pregunta Brandy poniéndose en cuclillas a mi lado.

—No sé, ¿crees que alguien se la llevó?

—Bueno, no era una casa móvil —se ríe—, así que sí. A menos que por fin hayan venido las hadas.

Se aleja unos pasos y yo, a gatas, comienzo a buscar entre los arbustos cercanos.

—Anda, vamos a la playa —me dice.

—¿No te importa? —pregunto.

—Claro que sí, Dels. Ojalá estuviera aquí, pero seguro la encontraron unos niños chiquitos. Da igual. —Me tira de la manga—. Anda, vamos a la playa, me quiero broncear.

¿Broncearse? ¿Desde cuándo le interesa broncearse? La sigo, pero esa vocecita que mi vecino Henry me ha dicho muchas veces que no ignore (esa que escuchamos cuando estamos en peligro o a punto de hacer una tontería) me avisa que se avecina un frente frío. El aire está cambiando. Estoy triste porque desapareció la casa, pero lo que más me preocupa es que a Brandy no le importe.

Agarramos los cubos y, cuando se echa a correr, la sigo. Los Fiester tienen dos viejos cubos (uno rojo y otro azul) que la mamá y el tío de Brandy usaron en el Cabo hace millones de años. Son de metal y están llenos de arañazos y oxidados en los bordes inferiores. Usamos uno para las conchas y el otro para las piedras: así las conchas no se rompen.

—Okey, ¿piedras o conchas? —pregunta.

—Escoge tú —sonrío, feliz de estar en Playa Gaviota con Brandy.

Me paso el año entero extrañándola. Hablamos de vez en cuando, pero no es lo mismo. Tenemos unas ganas tremendas de que mi abuela y su mamá nos dejen por fin tener celular. Aunque lo que más me emociona es la aplicación que rastrea truenos en todo el mundo.

Nos pasamos la mañana en los muelles, recogiendo cosas y jugando a salpicarnos con los pies. Por fin, regresamos a las mesas de pícnic, sacamos todo lo que pudimos recolectar y decidimos qué esculturas haremos.

Brandy separa las piedras por tamaño.

—¿No te parece muy infantil seguir haciendo esto? — pregunta.

—Si nos gusta, no.

—Sí…, supongo. Por lo menos nadie nos ve.

Levanto la vista.

—¿Y qué importa si nos ven?

—Sí, supongo que tienes razón.

Pero conozco a Brandy; su boca puede decir que está de acuerdo, pero su cerebro está pensando algo totalmente diferente.