Las diez marchas que cambiaron Chile

María José Cumplido

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Es muy probable que hayas vivenciado una protesta a lo largo de tu vida. Quizás participaste en algunas o las viste por televisión. Incluso, puedes haber sido protagonistas de esas discusiones tensas de almuerzos familiares. Las protestas pueden generar alegría, miedo, esperanza, incertidumbre; quizás te dieron ideas sobre el país en que vives o sobre aquel en el que te gustaría vivir. Cualquier emoción o pensamiento que tuviste forma parte de una historia larga, donde las protestas no han sido algo extraordinario, sino que hechos recurrentes en la historia de Chile.

La protesta es una clara muestra de descontento. A pequeña escala, como en el caso del sindicato de una empresa que plantea sus demandas y, ante la no resolución de ellas, se va a huelga. Y a escala global, como el caso de #MeToo que movió a millones de mujeres alrededor del mundo para pedir soluciones ante la violencia de género.

Las protestas son acciones profundamente políticas donde se enfrentan actores sociales que tienen un acceso asimétrico al poder y que no lograron resolver sus demandas a través de caminos institucionales1. Muchas veces las demandas ni siquiera son escuchadas o son, en primera instancia, invalidadas por las autoridades. Ante esta situación, la literatura al respecto diferencia dos tipos de protestas: las pacíficas y las transgresoras2. Por cierto, sabemos que pueden comenzar siendo pacíficas y transformarse en otra cosa, incluso en una revolución. Esto porque la protesta suele desbordarse a sí misma, ir cambiando con los días, integrar nuevos actores sociales e incluso convertirse en movimientos sociales más consolidados. Es normal también al presenciar una jornada de protesta desconocer, absolutamente, qué saldrá de todo eso, lo que explica muchas veces la incertidumbre que generan: la protesta no es puramente racional —nada lo es—.

En este libro encontrarás diez protestas que se dieron entre finales del siglo XIX y la primera década del XXI, en las que distintos grupos sociales se movilizaron para que el Estado y la élite resolvieran sus problemas de manera institucional y permanente. En este viaje por el tiempo, nos encontraremos con las protestas como una manera de evidenciar los conflictos propios de la democracia, donde muchas veces los canales institucionales no dan cuenta de las demandas de gran parte de la población. Desde el levantamiento final de los mapuches en 1881 hasta la marcha de estudiantes del 2011, generaciones de chilenos y chilenas han demandado mejoras en su calidad de vida motivando a cientos y miles de compatriotas a sumarse a este descontento. Varias de estas marchas terminaron con sus protagonistas asesinados, en casi todas el actuar de las fuerzas policiales fue brutal e injustificado, en algunos casos las marchas finalizaron ese mismo día y no se proyectaron más allá.

Sin embargo, el hecho de que las recordemos da cuenta de su poder simbólico, porque muchas de ellas promovieron una nueva interpretación de la situación del país. Otras tantas cambiaron incluso el rumbo de nuestra historia. Un claro ejemplo de eso fue la conformación de los primeros movimientos sociales a fines del siglo XIX y XX, lo que dio cuenta del abandono que estos sectores habían vivenciado por parte de una élite cada vez más enriquecida. ¿Tendríamos regulación laboral sin estas protestas? Me atrevería a decir que no. Quizás seguiríamos trabajando doce o catorce horas al día como ocurría antes de estas movilizaciones. Por otro lado, ¿habríamos vuelto a la democracia sin las jornadas de protesta de los 80? Volvería a afirmar que no.

Las protestas nos ayudan a ver problemas que muchas veces están vedados o que pensamos que no nos afectan. Nos permiten identificarnos con ciertas necesidades colectivas, compartir experiencias de vida y, también, hacernos partícipes del rol que queremos que tengan las autoridades y el Estado. Es una forma, porque hay muchas, de ejercer nuestro rol de ciudadano.

No niego que la historia de Chile ha sido injusta con el pueblo. Como ha dicho el historiador Gabriel Salazar: «Sin duda es un fenómeno notable que, en la historia de Chile, el “bajo pueblo” (es decir, la clase popular), pese a que ha constituido durante dos siglos la masa absolutamente mayoritaria (tres cuartos) de la sociedad nacional, jamás haya sido considerado, ni teórica ni factualmente, como el corpus social central de la nación, sino tan solo como una mera parte de ella, como un sector entre otros»3.

Durante ya demasiados siglos una oligarquía ha decidido por la gran mayoría sin preguntarle ni considerar sus vivencias ni sus opiniones. Muchas de las protestas que se v

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