La casa 758

Kathryn Berla

Fragmento

 

No me ha costado encontrar la casa. En este barrio todos los números están pintados con espray en el bordillo de hormigón. Aunque el bordillo está agrietado y se cae a trozos en algunos sitios, los números son gruesos y se ven claramente. La pintura parece fresca todavía.

Por el retrovisor de mi coche, que está aparcado al otro lado de la calle, dos casas más abajo, tengo una vista despejada. El tejado negro de alquitrán se hunde sobre un lado de la diminuta casa. Por debajo, un toldo a rayas verdes y blancas cuelga sobre un ventanal de tamaño mediano. Seguramente hubo un tiempo en que ofrecía un bonito toque de color que armonizaba con las paredes verde claro de la casa, pero ahora el toldo está tan agujereado que ni siquiera tapa el sol.

Quiero tener mejor panorámica, así que me acerco un poco, pero me pongo nerviosa, porque ahora se me ve más y, si alguien se asoma a la ventana, llamaré su atención.

Hasta mi coche llama la atención. Es más bonito y nuevo que los que veo por aquí. Lo llamo el Avispón porque es amarillo chillón, con la tapicería negra. Me lo regaló mi padre cuando cumplí dieciséis años, y durante un tiempo ambos fingimos que me haría feliz, pero no fue así.

Al principio me sirvió de distracción. Aquellas primeras semanas iba en coche a todas partes: a la playa y a la ciudad, por la estrecha y serpenteante carretera que lleva a la cima de la montaña. A mi padre no le importaba adónde fuera. Se alegraba de verme salir de casa, salir de mi aislamiento, hacer algo por cambiar las cosas, por iniciativa propia, sin que me presionaran para que lo hiciera. Pero al poco tiempo se rompió el hechizo. Fuera a donde fuese, estaba en el mismo sitio que antes.

Mi padre no tenía el mismo problema que yo. Seguía adelante con su vida. No necesitó un coche nuevo ni ninguna otra cosa. Sencillamente siguió adelante. Hasta entonces habíamos sido como dos planetas girando alrededor del mismo sol, un sol triste, por supuesto, pero ahí estábamos los dos, y nos entendíamos, aunque en aquellos días no tuviéramos demasiado que contarnos. Lo siguiente que supe fue que mi padre se salió de mi órbita y siguió adelante con su vida. Entonces me quedé sola. La única persona que podía sentir lo que yo sentía, que sabía lo que yo sabía…, bueno, él tenía otros planes para su vida, y yo no podía seguirlo. Quizá quería que lo hiciera, estoy segura, pero no podía, y no entendía cómo él sí.

Me pregunto qué pensaría mi padre si supiera dónde estoy ahora mismo. No me consideraría valiente. Nadie lo haría, aunque he tardado semanas en reunir el valor para meter el Avispón por estas calles. Varias veces llegué a una manzana de distancia de esta casa y di media vuelta. Hoy por fin he hecho todo el camino. Aunque nadie se dé cuenta, creo que venir hoy aquí ha sido valiente. Estoy haciendo lo que tengo que hacer, lo que nadie más hará.

La casa está justo ante mis ojos. Las ventanas están abiertas y una implacable brisa juguetea con las cortinas y molesta a los que se encuentran dentro. Apoyo la mejilla en el cristal de la ventanilla del coche. Está fría, y un chorro helado del aire acondicionado me da directo en la cara. Pero, aunque ya son las cinco de la tarde, siento el calor al otro lado del cristal. Casi todos los jardines del barrio están secos. Las aceras se hallan vacías. Ni siquiera se ven niños. Deben de estar esperando a que no haga tanto calor para aventurarse a salir a jugar.

En la calle, frente a la casa, un enorme cuervo picotea las tripas de una ardilla espachurrada en la acera. Le ha costado mucho, porque las partes más jugosas ya se han cocido y han quedado pegadas al asfalto.

Al fondo de la calle, un chico con la cabeza rapada avanza hacia mí. Va vestido con camiseta blanca sin mangas y pantalones caqui anchos. Lleva puestos unos auriculares conectados a un aparato de música metido en el bolsillo. Se mueve a un ritmo acompasado con la música que está escuchando. Parece no ser consciente del calor que hace, como si fuera la última persona en la tierra en una de esas películas postapocalípticas.

El tipo se acerca. En unos minutos pasará al lado de mi coche y se preguntará por la extraña chica sentada al volante del Escarabajo amarillo. Está claro que no soy de aquí y se dará cuenta enseguida. Pero me recuerdo a mí misma que no tengo que dar explicaciones de lo que hago aquí, ni a él ni a nadie. Tengo tanto derecho como él a estar aquí. Al otro lado de la ventana, debajo del toldo a rayas verdes y blancas, se mueve una sombra. Entrecierro los ojos para verla, pero desaparece. Quizá en realidad nunca ha estado ahí.

¿Dónde están? ¿Qué hacen ahora mismo? ¿Pueden verme? La doble puerta con mosquitera se encuentra abierta, aunque daría lo mismo que estuviese cerrada, porque no tiene mosquitera. Parece que esta gente no cuida demasiado la casa. Enfrente hay un árbol torcido, canijo y enfermizo. Debajo de él, un trozo de tierra verde, maleza que ha conseguido sobrevivir a la sombra. Es exactamente como había imaginado mil veces que sería este lugar.

Está haciéndose tarde. Mi padre estará preguntándose dónde estoy a estas horas. Esta noche Marie va a cocinarnos coq au vin, y sé que se supone que debería mostrarme sorprendida y darle mil veces las gracias por los grandes esfuerzos que mi padre dirá que ha hecho. Como si hacer una cena con nombre francés te diera un estatus especial, te diera derecho a que todo el mundo te prestara atención. Pero no me importa ni su coq au vin ni cualquier otra pijada que decida cocinar. Mi padre se enfadaría si supiera dónde estoy, aunque la única que tiene derecho a estar enfadada soy yo. En lugar de comiendo coq au vin y fingiendo que todo es perfecto, él debería estar aquí conmigo.

Es raro, pero, aunque me siento nerviosa, tengo bastante hambre y me rugen las tripas solo de pensar en una hamburguesa. Quizá también unas patatas fritas. No cenamos hasta las seis, así que tengo tiempo de parar en el autoservicio para coches y llegar a casa antes de que la cena esté en la mesa.

El chico pasa al lado de mi coche, gira la cabeza y mira hacia mi ventana. Me saluda con la cabeza y yo le sonrío. Está tan cerca que le veo los tatuajes del brazo, una bandera que no reconozco. Lleva una cadena alrededor del bíceps. Me gustaría girar la cabeza para verle el tatuaje del cuello, pero no me atrevo. Deja atrás mi coche y sigue su camino.

Echo una última mirada a la casa antes de marcharme. Los números pintados con espray en el bordillo parecen fuera de lugar. Gruesos, negros y recién pintados, como los últimos soldados en un fuerte que todos los demás ya han abandonado. 7-5-8. Sé que volveré.

 

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