Hotel Montana y otros cuentos

Rafael Gumucio

Fragmento

Hotel Montana

HOTEL MONTANA

—Danilo —se presenta a sí mismo el musculoso carabinero que sientan a mi lado—. ¿Tú eres doctor o bombero? —aprovecha de preguntarme.

—No, yo vengo con mi mamá —le explico como puedo, esperando que el zumbido de los motores apague el rubor de mi confesión.

Los asientos del avión Hércules que nos lleva de Santo Domingo a Puerto Príncipe consisten apenas en una malla de cintas rojas sorprendentemente cómoda. Como en una obra de teatro vanguardista, los motores del avión están a la vista de todos, detrás de nuestras cabezas. De las máquinas suben y bajan por una escalera de metal técnicos que miden la presión de agujas y abren y cierran válvulas. Como única refrigeración, unos tubos silban como si estuvieran a punto de reventarnos en la cara, dejando escapar un poco de vapor frío que alivia también la presión del aire sobre nuestros pechos que respiran apenas.

—¿Cuál es tu mamá? —me pregunta Danilo. Se la muestro a la pasada—. Ah, la señora Irene. La señora del embajador —hace uso el carabinero de la información privilegiada que le dio el capitán en la pista.

Sí, ella, la señora Irene, esa misma. El pelo corto asimétrico, los ojos verdes siempre brillantes, la cara solemne de cantante de ópera justo antes de que se abra el telón. Mi madre, mi mamá, definitiva madre vestida así de gala en un avión de guerra, que se acomoda los peines, se revisa con la lengua los dientes por si los ha manchado el rouge, sin saber qué la espera allá en Puerto Príncipe: «Ni una sola palabra, ni un solo mail cariñoso», me explicó antes en el Boeing presidencial que nos llevó de Santiago a Santo Domingo, «ni una sola invitación a ayudarlo cuando todo Haití se derrumbó a sus pies en el terremoto hace dos semanas».

—No le importa nada, le da lo mismo todo, pero eso no es lo peor, mijito, eso no es nada, sino la agresión perpetua. Eso es lo peor. La pesadez cuando se toma tres copas. Oye, Walter, yo soy de ahí también —lo llamó—, no me trates como si fuera una extraña, yo soy más haitiana que tú. La Ondine dice que soy negra en el fondo. Soy chilena solo de los dientes para afuera, dice siempre. Mire su piel, señora, por dentro es tan negra como yo, me dice. ¿Qué necesitas, Walter? Dime, ya pues, háblame. ¿Qué hay que hacer? ¿Con quién tengo que hablar? —le pregunta, insiste, recibe de vuelta solo órdenes, reprimendas, «roterías varias por Skype» cuando ella después de horas tratando de conectar logra tenerlo cinco minutos delante del computador.

—Roto de mierda, gringo desgraciado —el olor, la acidez en los cojines, había que desinfectar todo—. Loco, demente, están todos locos en su familia.

—Bueno, tampoco es que nosotros seamos muy cuerdos que digamos —trato de calmarla.

—No vas a comparar. Son locos de provincia. Nosotros somos locos de Santiago. Son locos tristes, nosotros hacemos cosas. ¿Cómo se le ocurre, cómo se le ocurre? Mírame, estoy estupenda. Tengo diez años más que él y me veo diez años menor. Quiere ser un mártir, quiere ser un héroe. Suicida como todos en su casa. Se está matando, ¿no te das cuentas, Lito? Desprecia la vida, en el fondo nunca ha sido feliz, es el tipo más triste que puede haber. Por suerte estás aquí, mi amor precioso. Yo ni cagando voy sola —y su mano en mi mano y la otra que cubre apenas sus lágrimas, las lágrimas de mi madre, mientras los estudiantes de medicina de distintas universidades del país ríen y cantan felices en su infinito paseo de curso—. Que me tire si quiere como hueso viejo. ¿Quién se va a meter con él? Esa puta gallega, ¿la viste en el internet? Es igual a John Lennon. No creo que pueda él, no es muy capaz para esas cosas, no sé si tú me entiendes. Pero hay putas a las que no les importa eso. ¿Tú qué crees? ¿Tú qué piensas? Soy una huevona, soy una pobre huevona, ya sé. Yo los hice sufrir a ustedes por nada. Yo solo quería que alguien me quisiera a mí, solo a mí. ¿Es mucho pedir? Dime que no soy mala. Dime que no me voy a ir al infierno.

¿Cómo va a ir al infierno, mamá, si está viajando derecho a él? La gente mala no viaja a Haití para ver a su marido por veinticuatro horas y saber si todavía la quiere. Ni se viste y maquilla como una reina africana para descender a una tibia pista de aterrizaje militar. La mano de un piloto en traje de combate, la otra del asistente brasileño de Walter que la ayuda a bajar con cuidado la escalera hasta la pista tibia en que sonríe como si un cardumen de fotógrafos con flash de bombillas la esperara para obtener cada centímetro de su sonrisa. Los zapatos dorados, el pañuelo aleopardado, la falda con muchos pliegues de lino que flota en la brisa tropical, la mirada que busca a Walter para atravesarlo con el rigor de unos rayos X e ir más allá de su guayabera celeste. Él que saluda con toda la marcialidad de que es capaz a los generales que vienen con nosotros en la comitiva para luego adelantarse hacia mí y abrazarme con un cariño de hombre a hombre que nunca habíamos conseguido antes.

—¿Y eso? —le pregunto por un parche enorme que atraviesa su calva como la de un pirata.

—Nada. Se me cayó un archivador encima en el terremoto. Tienes que escribir sobre esto. Los gringos mienten mucho, alguien tiene que decir la verdad. Qué bueno que viniste, qué bueno —me sonríe y mi mamá, completamente sola a su lado de la pista, calcula qué significa esa súbita simpatía conmigo, que seguro es una venganza contra ella, un arma cargada que esquiva para ir directo a la herida en la cima de la cabeza de su marido.

—Se te va infectar, mijito, si no te cuidas. Ya pues, no seas testarudo, tiene que verte un doctor, no seas tonto —indica con desdén el parche en la frente de su marido mientras una patrulla militar nos expulsa con metralletas a todos hacia las rejas al final de la pista para que el Hércules pueda volver a buscar más doctores y soldados a Santo Domingo.

Avanzamos hacia el final de la pista craquelada por el temblor. Ojos en todas partes, haitianos colgando de las rejas en la oscuridad más total, postes caídos kilómetros a la redonda, los estudiantes de medicina chilenos sacándose fotos.

—¿Viste? —me susurra mi mamá al oído cuando Walter se adelanta para hablar con dos coroneles recién llegados—. Está completamente loco este gallo, ahora está enamorado de ti, quiere ser famoso, quiere que escribas algo sobre él, qué se cree, si no es nadie sin mí —diagnostica en voz baja mientras nos sentamos en los asientos de atrás del jeep de la embajada que enfila por la Panamericana y pasa por la plaza de las banderas de toda América, que aparecen intactas alrededor de la rotonda vacía junto al pasto apenas polvoriento.

—Tanto que hablan del terremoto, tantas imágenes terribles, está todo igual que siempre, Lito —murmura mi madre mirando las fachadas sucederse bajo la luz de los faroles indestructibles, que dejaron ahí los taiwaneses cuando pensaron convertir el país en una sola y enorme fábrica textil, para luego abandonarlo cuando no pudieron con la geografía de la isla.

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