La tierra de la gran promesa

Juan Villoro

Fragmento

La tierra de la gran promesa

1

24 de marzo de 1982

El día del incendio conoció a una mujer que se maquillaba con cerillos. Diego tenía clase vespertina en el CUEC, que nadie llamó nunca Centro Universitario de Estudios Cinematográficos. Antes de entrar al pequeño edificio en la colonia del Valle se detuvo en un puesto callejero que ofrecía un asombroso surtido de golosinas en tres pequeñas cajas de madera color naranja. No había comido y tranquilizó el hambre y la sed con unos cacahuates japoneses y un refresco.

Tal vez la mujer lo había atendido en otra ocasión, pero sólo entonces reparó en ella: sostenía un espejito circular y se frotaba el rostro con un cerillo largo, de los que se usan en las cocinas; al pulverizarse, el fósforo rojo le dejaba una capa de carmín en las mejillas.

—¿Tienes cambio, papá? —la mujer desvió la vista hacia Diego.

—Sí.

Ella tomó otro cerillo y repitió la operación en su labio inferior.

—Déjalo ahí —señaló con la mirada una lata de leche en polvo Nido que contenía monedas y billetes.

Veinte o treinta años atrás, la mujer debía de haber sido hermosa. Diego la vio hasta que ella dijo:

—Con lo que me diste no alcanza para lipstick, pero me puedes contratar para una película. Todos los días hago casting en esta esquina —sonrió y tuvo diez años menos.

Diego cruzó el umbral de la escuela de cine con esa imagen de paupérrima coquetería en la cabeza. ¿Podría aprovecharla? En esos días todo le parecía material filmable. Un rostro, una flor marchita encontrada en un libro, un suéter en el pasto, un diminuto envase de perfume olvidado en un cajón, un perro bajo la lluvia, un pasillo subterráneo donde palpitaba un tubo de neón, todas las cosas pertenecían a un alfabeto disperso que él debía conjugar. El mundo pedía ser salvado por sus ojos.

Al entrar a la carrera comenzó a tomar tres tazas de café negro en la mañana. A veces esto le producía una enjundia estéril y a veces un estado de alerta que le permitía pensar que incluso la colonia del Valle, plagada de mediocres edificios de clase media con ínfulas de modernidad, podía ser un escenario de cine noir tan sugerente como París bajo las nubes.

Si pudiera dialogar con el que fue a los veintidós años le diría a la cara: “Tener cafeína en el cuerpo no es tener talento”. Su capacidad de absorción era tan indiscriminada que le impedía descartar alternativas para concentrarse en la mínima porción del universo en la que debía intervenir: una película.

Descubriría esto años después, cuando recordara con nostalgia una época fantástica en la que no sabía cómo acomodar sus ganas de hacer cine.

La mañana comenzó con la escena de la mujer que se maquillaba con cerillos en una esquina de la colonia del Valle. A la entrada del CUEC coincidió con Jonás, que llevaba una camiseta de Jim Morrison y un LP bajo el brazo. Tener algo bajo la axila era para Jonás una forma de mantener el equilibrio. Si perdía el LP o el libro, podía venirse abajo.

Diego no le preguntó por el disco. Estaba harto de que su amigo le demostrara que no sabía nada de música. Sin embargo, la portada con un dirigible en llamas se le grabó como otro de los presagios de ese día.

Al repasar la escena desde 2014 agregaba detalles anacrónicos. Nadie hubiera podido prever entonces que la humanidad se convertiría en una especie con un teléfono celular en el bolsillo. Había sido extraño y agradable vivir en estado de desconexión. Extrañaba la época en que estar sin cobertura no era estar en el infierno; sin embargo, ahora imaginaba las llamadas que podría haber recibido. Por ejemplo, Susana hablaba para decirle: “Te quiero, cachorro”. ¿Hubiera añadido un emoticón? Quizá un perro con la lengua de fuera.

Las dos circunstancias esenciales de ese tiempo: se creía capaz de filmar y Susana le decía “cachorro”.

Le costaba trabajo saber qué tanto la quería, pero su vida hubiera sido un desierto sin su cariño cómplice, el contacto con sus dedos delgados, su habilidad para repetir aquella palabra idiota que no se desgastaba. A la distancia, el recuerdo valía la pena por Susana.

Jonás tenía el rostro de quien ya no necesita drogas ni estímulos porque ha cruzado un umbral donde se vive de milagro. Sus facciones “usadas” eran un certificado de experiencia.

—¿Viste a Tovarich? —preguntó.

Rigoberto, alias Rigo, alias Rigo Tovar, alias Tovarich, era el tercero en un grupo definido por complementarios egos en formación. Diego se consideraba director; Jonás, sonidista, y Rigo, camarógrafo, funciones que aún no llegaban a ejercer y de las que alardeaban sin que eso implicara competencia.

Los apodos de Rigoberto venían del deseo contradictorio de agraviarlo y elogiarlo. El cantante tamaulipeco Rigo Tovar se estaba quedando ciego (asociar su nombre con alguien que dependía de la mirada y odiaba las cumbias era un una burla), pero decirle Tovarich era un elogio (Rigo aspiraba a cazar auroras con la cámara, pero ninguna le parecía superior a la del socialismo que repartiría el pan, los libros, la vida verdadera).

En el caso de Jonás, ni siquiera se podía decir que le interesara el cine. Tocaba el teclado eléctrico y podía instalar cables y amplificadores con la concentrada calma de quien acepta tareas necesarias y desagradables. Su compañía era invaluable en cualquier actividad que implicara una fatiga. Cargaba todas las bolsas de hielo y las cajas de cervezas y refrescos para una fiesta sin protestar en lo más mínimo. El hecho de que fuera sumamente delgado daba a esa disposición una cualidad moral. No ayudaba porque le gustara o porque le pareciera fácil, sino porque entendía la virtud elemental del esfuerzo; estar con los otros implicaba joderse sin ponerlo de relieve. Si alguna vez filmaban en la selva, sacaría un machete para abrirles el camino.

Mientras perfeccionaba su erudición como melómano, Jonás pasó por varios grupos de rock y salsa hasta que una cantante lo redujo al silencio, una chica del temple de Janis Joplin y Grace Slick que no dirigía la destrucción contra sí misma sino contra sus favoritos y elegía a sus presas con amoroso sentido del acabamiento. Al menos eso declaraba Jonás, que se asumió como un acólito a su servicio (con el advenimiento del punk, llegó a usar un collar de perro para confirmarlo). El sufrido atractivo de su rostro ayudó a que la chica lo aceptara y le diera motivos para justificarlo. Él la amó con devoción suicida. Cuando ella lo abandonó, Jonás cayó en el vacío superintenso de quienes descubren que el corazón sólo existe al destrozarse. Ignoraba que ella le salvaba la vida al hacerlo a un lado: ya no tendría que comer croquetas para perro. Sin embargo, sólo vio la parte negativa del abandono. Vendió su órgano Yamaha a precio de trompeta y no quiso saber más de la música. Temía encontrar en ese ambiente a su diosa destructiva. La ciudad era un laber

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