Estuche bilogía Canciones y recuerdos

Elísabet Benavent

Fragmento

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1. «Old days», Ingrid Michaelson

El maldito reencuentro

La felicidad era aquello. Aquella copa de cerveza helada que sostenía en la mano derecha y que cuando llegó a la mesa estaba tan fría que hizo que, al tacto, me dolieran las yemas de los dedos. Las patatas tirando a rancias cuyo exceso de aceite nos empeñábamos en limpiar con esas servilletas satinadas y rotuladas con un «Gracias por su visita» tan poco efectivas. El plato de aceitunas que nos habíamos comido, como si lleváramos dos meses sin probar bocado, en el mismo momento en el que tocó la mesa y que yacía moribundo lleno de huesecitos mordisqueados. Lo dicho…, la gloria.

Aquel sentimiento de felicidad total había comenzado con el hecho de que Moët Chandon hubiera organizado una fiesta lo suficientemente glamurosa como para que Pipa decidiera que, después de hacerle un par de (cientos de) fotos en el photocall y posados robados en la entrada acristalada del hotel Santo Mauro, podía tomarme la tarde libre. Tarde libre que empezó a las siete, un horario más que digno para salir de trabajar en una jornada normal…, pero lo normal no es normal si lo normaliza la maldita Pipa, la blogger/influencer/instagramer de moda y tendencias más importante de España…, y mi jefa. Pero, de todas maneras, yo no era una persona con mucha inclinación a quejarse…

Así que, en resumidas cuentas, la felicidad para mí en aquel momento era pasar ese ratito de jueves en la Cafetería Santander, junto a la plaza de Santa Bárbara, con mis dos mejores amigas y, de paso, presenciar la conversación que estaban teniendo que, de absurda, era deliciosa.

—¡Venga ya, Adri! —exclamó Jimena, a la que la cerveza había eliminado el controlador de volumen de voz—. ¿Me lo estás diciendo en serio?

—Claro —contestó esta indignada—. Lo que me sorprende es que tú veas tanto porno como para tener un actor preferido.

—No veo «tanto porno». Veo el normal.

—Maca. —Adriana me miró con sus ojitos de gata—. ¿A que tú también piensas como yo?

—No. —Me reí avergonzada—. Yo también veo porno.

—Youporn, Porntube, Xvideos… —enumeró Jimena.

—¡Lo estás diciendo porque te sabe mal dejarla sola en esto! —me increpó con una sonrisa.

—No, en este caso no —negué—. Te lo prometo.

—Pero… ¿como para tener un actor porno preferido?

—Uhm…, sí. —Me eché a reír—. Pero admito que hacen falta más caras bonitas en la industria del porno.

—¿En serio miras sus caras? —se burló Jimena.

—Todo puntúa. Pero, Adri, aclárame una cosa… —y se lo pregunté porque sabía que me iba a hacer mucha gracia su respuesta—, ¿por qué te resulta tan extraño lo del porno?

—Porque tiene un tomate seco por libido, ya te contesto yo.

Adri hizo volar su media melena pelirroja cuando se giró hacia Jimena con cara de pocas amigas.

—No sé qué sentido tiene llenarse la boca de libertad, igualdad y fraternidad si luego me vas a juzgar por no tener el mismo apetito sexual que tú.

—¡Ni el mismo ni distinto! ¡Es que no tienes!

—¡Sí tengo! —gritó—. Llevo casada casi cinco años con Julián y te recuerdo que es…

—«Un acróbata del sexo, la estrella del Circo del Sol de la cama» —me adelanté yo.

—Y está bastante bueno; lo dice todo el mundo —insistió Adriana.

—Si no te digo que no, pero… tú cumples, Adri, no follas —siguió diciendo Jimena.

—¿Y tú qué sabrás? ¡Me estoy cabreando!

—Calma, gladiadoras —intercedí.

—Sé lo que me cuentas. Y tampoco es que yo sea una…, ¿cómo era?

—Acróbata del sexo —puntualicé de nuevo.

—Eso. Que hago lo que puedo y cuando puedo, pero por eso mismo el porno. Me pica, me rasco y, luego…, a dormir.

—No os vais a poner de acuerdo en la vida —sentencié.

—¿Sabes en qué vamos a estar todas de acuerdo? —Jimena se apoyó en la mesa y sonrió con su cara de cría—. En pedir tres cervezas más.

—Amén. Pero las últimas —advertí—. Mañana Pipa tiene que…

—Pi-pi-pi, pa-pa-pa —canturrearon las dos. Siempre lo hacían cuando sacaba a colación el trabajo para escaquearme.

Adri nos instó a terminar las cervezas, se levantó y fue hacia la barra con las jarritas vacías.

—¡Pídele algo de tapa, que me va a dar un cólico! —renegó Jimena que después se volvió hacia mí y sonrió—. Me encanta escandalizarla.

—Un día te va a pegar.

Me miró con los ojos entrecerrados.

—Me fascinaría. Tanto o más como el hecho de que mantengas el pintalabios perfecto a estas horas.

—Me lo retoco cada vez que os giráis —me burlé.

Mis labios pintados de rojo eran, desde que cumplí los dieciocho, una de mis marcas de identidad, junto a mi melena morena (a veces rizada, a veces lisa) y mis ojos, subrayados de manera habitual por mi propensión a las ojeras. Desde hacía años, además, era fiel a un solo color de carmín que, por miedo a que la marca lo retirara del mercado, almacenaba de cinco en cinco en mi cajón de la ropa interior. Mis labios eran Ruby Woo y Ruby Woo era mis labios. A veces podía no llevar absolutamente nada más en la cara, pero sin hidratante y pintalabios, me sentía desnuda. Pero no había secretos: a fuerza de aplicarlo todos los días, ya sabía cuándo necesitaba un retoque.

—Oye. —Volví a llamar su atención—. Y aparte del porno…, ¿novedades?

—Lo del porno no es una novedad. Pero no. En el curro todo igual, es decir…, bien. Liados ya con los preparativos de la Feria del Libro. Estoy emocionada, ¿sabes?

Jimena trabaja en una pequeña editorial como editora de un sello especializado en temas paranormales. Le viene al pelo porque, a pesar de su pinta de niña buena, es la novia de la muerte. Por aquel entonces, llevaba cuatro años seguidos disfrazándose de la Novia Cadáver en Carnavales, siempre le gustaron las historias de fantasmas y tiene una relación con el Más Allá un tanto especial…

—Me refería a tu vida personal —le corté cuando ya empezaba a enumerar las razones por las que el libro que acababa de editar sobre casas embrujadas era el mejor del mercado—. ¿Te acuerdas de lo que es eso?

—¿Y tú?

—¿Yo? —Me reí—. Por partida doble, chata. Por tener, tengo dos: una con mi jefa y otra con Coque.

—Con lo de Pipa voy a darte la razón: es una relación…, una relación enfermiza.

—Qué bien…, soy polígama —bromeé mientras miraba de reojo el teléfono móvil que había dejado sobre la mesa con la esperanza de que se iluminara.

—Coque no es tu novio —apuntó cansina—. Es el señor feudal y tú, la vasalla. Lo vuestro no es un noviazgo…, es la Edad Media.

—No digas esas cosas —me quejé—. Coque y yo nos entendemos bien.

—¿En serio entiendes a ese tío? —preguntó con desdén.

—Claro que sí. Estamos en la misma onda.

—No te lo crees ni tú. —Sonrió con malici

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