Preludio
1
Aquel fin de semana largo, mi familia y yo nos fuimos de paseo. En la máxivan de mis hermanos arrancamos hacia el valle que está al otro lado del Monte Misterio para, de ahí, hacer un viaje en globo aerostático y divisar el maravilloso panorama del volcán y la costa a tres mil metros de altura. Hacía mucho rato que andaba con la idea de un viaje, pero por cuestiones de trabajo, primero, y luego por la noticia del embarazo de A., lo fui posponiendo para un momento en el que las cosas estuvieran más holgadas y tranquilas. Así estuve durante semanas y meses, hasta que comprendí que el momento sosegado que yo buscaba era imposible, y que si lo seguía postergando, el viaje que tenía en mente jamás se realizaría. Había una circunstancia apremiante: mi esposa iba a dar a luz en cuestión de dos meses y esa tal vez sería la última oportunidad que tendríamos de salir de la ciudad en un buen rato. Además, la idea de volar en globo y ver las cosas a distancia no solo me parecía linda sino (por mis circunstancias de entonces) urgente.
Por esos días la vida me parecía una insensatez, un disparate, y no sabía qué era lo que pasaba. Todo se me estaba saliendo de las manos. Las cosas iban bien, pero de un día para otro el mundo se me volvió tenso e incómodo, como la ropa tras las festividades. Sabía que no debía quejarme —todo lo contrario: aunque mis circunstancias fueran un poco inusuales, debía agradecer que no estaba enfermo, que no era particularmente feo ni bruto, que no me había tocado la mala fortuna de lidiar directamente con la violencia o con el hambre o la miseria. Y sin embargo, me quejaba. Qué sé yo: tal vez ser un hombre sea estar siempre insatisfecho, andar sediento en un desierto sin confines, llegar a un oasis solo para darse cuenta de que se trata de un espejismo inventado por uno mismo, repetir esa misma secuencia hasta que el cuerpo termina por rendirse. El arte, el amor, la salud, la felicidad, la gloria, el dinero: cualquiera que sea la promesa que uno elija, tarde o temprano se aprende que no hay ningún paraíso que no contenga los planos detallados de su propio infierno.
Nada de eso era nuevo —esa tristeza, ese peso, esa desidia. Cuando era un muchachito, creí que me ahogaba en el océano del absurdo y fue ahí cuando descubrí la literatura. Fue una cosa de suerte; igual pude haber descubierto otro salvavidas: la pasión por la botánica, quizás, o por los números, o el deseo de hacer música o de liberarme por medio de la meditación vipassana… Creí, pues, que me ahogaba y me aferré a los libros pensando que yo era el que los elegía. Así, flotando, llegué a un mundo extraño: el mundo de las palabras. Me maravillaba el hecho de que otros hombres y mujeres hubieran sabido encontrarle un propósito al peso que llevaban sobre los hombros, que de la nada hubieran sacado libros que, por su belleza taciturna o su espíritu juguetón, justificaban la injusticia del universo y el dolor de saberse temporal.
Durante muchos años viví con ese asombro de los libros, ese fervor por mis autores preferidos: siguiendo el dictamen de mi asombro, me matriculé en la universidad y obtuve un título inútil y seguí estudiando y renuncié a una maestría innecesaria y leí y releí y desbaraté las historias que más amaba, tratando de descifrar la magia de su hermosura, hasta que llegó el momento en que yo también quise escribir algo que justificara mi propia tristeza o la despojara de su maldita solemnidad y demostrara que tras la aparente temporalidad de la vida había otra cosa, no sabía bien qué, algo que no se desvanecía nunca. En un sombrero de copa parecido a la soledad fui echando los polvos del sinsentido y el sufrimiento y el asombro y la belleza y los revolví con la idea de sacar el equivalente literario a una ristra de pañuelos multicolores, una flor en origami, una paloma confundida. Así llegué a publicar un par de novelas, no sé si buenas. El autor no puede calificar bien sus obras, porque las siente muy próximas; los lectores no pueden calificar bien las obras del autor, porque están demasiado lejos. Al final la escritura y la lectura son procesos de creación que ocurren siempre cuando estamos solos, y el fuego del texto, si es que hay fuego, solo ilumina nuestro rostro emocionado. La vara con la que solía medir mis esfuerzos era simplemente la de las corazonadas: algo, dentro de mí, me decía que tal o cual idea merecía ser explorada, que había una forma por descubrirse, que había algo que esperaba agazapado tras el inefable instante eléctrico de la intuición.
El truco de los libros me funcionó durante un tiempo y luego, por diversas razones, fue perdiendo la gracia. Las palabras se fueron despojando de su valor y su sentido, como si las pronunciara desde el tedio o el vacío, y el ambiente lúgubre de los mercachifles de libros, los insípidos bestsellers y los escritores desesperados por acaparar la atención de los lectores me abrumó con sus miasmas insalubres. El caso es que hacía rato me daba vergüenza ser escritor, tal vez porque no había vuelto a sentir las cosquillas que solían trepárseme por la columna cuando llegaba una nueva idea, y ahora ni siquiera los hermosos libros de los otros lograban zafarme de la melancolía que me lastraba. Habituado a prestarle atención a la estructura de las tramas y las urdimbres, notaba que mi vida seguía la línea de progresión de tantas historias frívolas: había una vez un hombre feliz y después algo cambió. O yo había cambiado, cómo saberlo. Es fácil perderse dentro de uno mismo: uno es siempre su propio laberinto. Analizando escapatorias, se me llegó a ocurrir que si yo fuera un personaje en una de mis novelas todo sería más fácil; o no más fácil, pero al menos todo estaría dispuesto de modo que, avanzando a lo largo de los capítulos y las partes, atento a los detalles y a las pistas, yo encontrara, hacia el final de mi historia, el sentido de mi búsqueda. Eso pensé, y ese pensamiento se me convirtió en un sol gigantesco, alrededor del cual comenzó a girar todo lo demás.
¿Volvería a encontrar en los libros el flotador que me salvara? ¿Volvería a sentir las cosquillas eléctricas de un nuevo comienzo? No lo sabía. No sabía nada. La incertidumbre era mi mantra durante ese tiempo perplejo. Todavía lo es. Vivo flotando en un mar ignoto, tratando de poner los pies sobre un suelo que no veo, que ni siquiera sé si existe. A veces sueño que yo soy ese océano, oscuro, sin límites, pero luego despierto y me doy cuenta de que no soy más que espuma. ¿Qué seguridad puedo yo dejarle a mi descendencia? ¿Qué mensaje puedo transmitirle? La verdad es que todavía no me acostumbraba a la idea de tener un hijo, y que la paternidad inminente me estaba obligando a revaluar todo en mi vida, absolutamente todo: mi relación con el multiverso, con los otros, con los objetos, con las palabras, conmigo mismo. Si al final decidí organizar el viaje fue porque pensé que me haría bien algo de aire fresco, pensar en otra cosa, calmarme un poco. Quizás el acto físico de trasladarme de un lugar a otro me ayudara a salir de ese embrollo, a cambiar de perspectiva. Quería liberarme de esa pesadez que me agobiaba antes de que llegara mi hijo…
¡Mi hijo! La sola idea era —es— increíble. Lo cierto es que no me sentía listo. Nueve meses son un tiempo demasiado corto, insuficiente; nueve meses pasan rápido y no dan abasto, como las inhalaciones de un asmático. Si tan solo la gestación del Homo sapiens durara los veintidós meses del elefante africano, el lustro en el que se fragua la idea para una novela, la pequeña eternidad que tarda un planeta en formarse, poco a poco, partícula por partícula, en la oscuridad silenciosa del cosmos.
2
Un día comencé a hacerme más denso. Fue cuatro o cinco meses antes del viaje; no sé, últimamente no me cuadra ninguna fecha. De lo que sí me acuerdo es que atravesaba los días pesada, lentamente, como si todo el tiempo llevara puesta una escafandra de astronauta. Antes puntual, estaba llegando tarde a todo; antes ágil, ahora me demoraba eones en las labores más básicas. Un día tenía una cita médica de revisión general y salí a tiempo. Era un martes de febrero, estoy seguro. Me despedí de A., salí de mi apartamento, de mi edificio, me subí a un taxi, sufrí el tráfico y la polución de la ciudad, llegué al consultorio; la secretaria se negó a recibirme: ya no era martes ni febrero —era viernes y agosto, y el médico tenía una urgencia con un paciente que se moría de la risa…
El cambio ocurrió solo en el interior, paulatinamente, y por eso no me di cuenta al principio. Por fuera yo seguía siendo el mismo flaco de siempre, pero por dentro era como si mis huesos hubieran intercambiado, en una alquimia misteriosa, el calcio por el plomo. Lo único que llegué a notar en los primeros días o semanas era que en las mañanas se me hacía más difícil salir de la cama, porque no era capaz de zafarme del pecho la pesadez con la que amanecía. Pensé que era abulia, simplemente, y seguí como si nada. Luego se hizo evidente que el suelo me reclamaba con más ansias: las sillas comenzaron a desbaratarse bajo mis nalgas, sobre la tierra firme dejaba huellas profundas como si caminara sobre lodo fresco, y no sé cuántas básculas dañé tratando de comprobar el prodigio, pues bastaba que me parara en una para que el aparato se resquebrajara en una discreta explosión de agujas y resortes. Después de un tiempo me habitué a pedir disculpas y a pagar por estropicios involuntarios, y aunque vivíamos en un piso alto, comencé a utilizar las escaleras inhóspitas porque el ascensor de mi edificio (capacidad máxima: ocho pasajeros, 550 kilogramos), emitía su estruendoso lamento de sobrepeso si yo ingresaba junto a algún vecino incomprensivo o con las bolsas cargadas del supermercado.
Esa densidad, a propósito, fue una de las razones por las que comencé a pensar en la posibilidad de un viaje en globo. Anclado a la tierra por mi peso inusitado, me dejé cautivar por la imagen romántica del fuego, el aire liviano y las telas de colores entre las nubes, y como A. iba a empezar el octavo mes de su embarazo (y yo me sentía más y más acorralado por mis propias circunstancias, y más y más confundido por mi futuro cercano de ser padre), comencé los preparativos con la idea de que, si no servía como un antídoto para mi condición, el vuelo sería al menos un quiebre bienvenido en mi rutina, un descanso, un respiro.
Fue así como, tras una rápida búsqueda en internet, entré en contacto con Absalón Montgolfier, fundador y piloto de Globos Panamericanos, una compañía cuya página web estaba escuetamente construida con fotos de cielos pixelados, pero que ostentaba una certificación que la hacía socia de la Fédération Aéronautique Internationale, y por alguna razón eso me dio confianza. Al principio traté de llamar al número de teléfono que aparecía en el sitio web de la empresa, pero o la línea estaba ocupada o no había nadie que respondiera, y al final me conformé con escribir un correo largo que dirigí a la dirección de servicio al cliente y en el que hacía mis consultas de logística y expresaba mis preocupaciones. Les hablé de mi condición de sobrepeso, del embarazo de mi esposa, de la idea de viajar con mi familia entera, y les pregunté, entre otras cosas, si no había un sitio de despegue que no implicara una travesía en auto de dos días. El mismo Montgolfier me respondió casi enseguida, diciéndome que no creía que hubiera problema con mi condición plúmbea, que la barquilla del globo tenía capacidad de sobra (hasta dieciséis personas), que era imperativo transportarse al hangar emplazado en el valle que está al otro lado del Monte Misterio, y que en principio no recomendaba el vuelo de una mujer encinta, pero que había que esperar a ver las condiciones atmosféricas en el día del vuelo para emitir un juicio contundente… La respuesta del fundador y piloto de Globos Panamericanos aclaró mis dudas con respecto a los pormenores del viaje en globo, pero me generó otras que concernían al personaje de Absalón Montgolfier, pues el correo se alejaba definitivamente del tono formal de los comerciantes y los gerentes, y había sido redactado, en su totalidad, en cuartetos de versos de arte mayor (endecasílabos) con rimas consonantes tipo ABBA. Al final, por ejemplo, después de proveer la información solicitada y explicarme el proceso (no reembolsable) de reserva, Montgolfier se despedía con algo que, por su carácter personal, casi íntimo, no podía ser su firma corporativa:
El globo de aire es un corazón cuyo
Latido está dictado por el fuego.
Desde la altura el mundo es como un juego,
Y un incendio es apenas un cocuyo.
Si tiene más preguntas en la mente,
Escríbame otro mensaje prolijo.
¡Ah, norabuena por su próximo hijo!
Se despide de usted, sinceramente,
ABSALÓN MONTGOLFIER
3
Algunos meses antes de darme cuenta de mi problema de sobrepeso, casi al mismo tiempo de enterarme de que esperábamos un hijo, compré un cuaderno de notas con la esperanza de estar listo en caso de que se me ocurriera una buena idea para mi siguiente novela. Era un cuaderno de tapas blandas y páginas infinitas, con un separador de tela y una banda elástica que, además de ayudar a mantener el cuaderno cerrado, permitía alojarle un lapicero de tinta verde que, pensaba, serviría como pararrayos una vez que me fulminara la idea eléctrica de un nuevo libro. Me acuerdo de que lo llevaba conmigo a todas partes, todo el tiempo, temeroso de que las palpitaciones llegaran y me encontraran sin poder anotarlas y, por descuidado, dejara escapar hacia el olvido lo que llevaba años esperando. Lo llevaba conmigo a la ducha, al cine, a los consultorios, a los cumpleaños, a los velorios, a las bibliotecas, a los supermercados, a los conciertos, a la cama, a los sueños, pero la idea no llegaba.
Así fueron pasando las semanas, sin que se me acercara la intuición que yo ansiaba, y cuando me resigné a no encontrar una nueva historia me fui llenando de lástima ante las páginas vacías de mi cuaderno, de modo que un día, sin que supiera bien por qué, comencé a escribir listas extrañas, a veces simples, a veces poéticas, enigmáticas enumeraciones de todas las categorías que comencé a recolectar en mi cuaderno de notas sin un propósito aparente: una lista de métodos para conciliar el sueño, otra de posibles temas literarios, otra de metáforas lindas que se me ocurrían, otra de anécdotas, otra de clichés a evitar, otra de preguntas insondables, otra de posibles ideas de negocios, otra de posibles inventos, otra de películas por ver, otra de libros por leer, otra de asombrosos datos o estadísticas, otra de las cosas que A. decía para ver si podía descifrarlas más adelante, otra de neologismos, otra de sueños que lograba recordar, otra de olores que me llevaban a la niñez, otra de los víveres que había que comprar en el supermercado, otra de remedios que había que pedir a la farmacia, otra de nombres que les pondría a nuevas constelaciones o galaxias, otra de palabras para buscar en el diccionario, otra de asuntos que justificaban el multiverso…
Al principio no les di mayor importancia y se las atribuí al ocio, pero luego aquellas enumeraciones se impregnaron de un impulso misterioso y se fueron convirtiendo en un hábito, no sé, o en un vicio: cuando se me ocurría una lista, anotaba el título en una página en limpio y luego me pasaba las horas buscando elementos que la compusieran. No era un asunto sistemático. A veces las escribía de un tirón y no volvía a tocarlas, pero otras veces dejaba las listas abiertas para llenarlas más adelante y, luego, cuando andaba ocupado en alguna otra cosa (sentado ante el piano, o haciendo maratones de series en Netflix o mientras caminaba por la calle o mientras peinaba a Segismundo) se me ocurría algún elemento súbito y tenía que dejar lo que estaba haciendo para anotarlo, para incluirlo, para coleccionarlo, para capturarlo.
¿Por qué sentía que esas listas eran una necesidad, un deber? ¿De qué servían? ¿Qué significaban?
4
La otra razón por la cual quise organizar el viaje era que, de la noche a la mañana, había dejado de comprender a mi esposa. Tal vez fuera consecuencia de mi nueva pesadez, de mi lentitud, de mis propias ansiedades; sin embargo, cada vez que trataba de disculparme, ella me miraba con un poco de lástima y decía (decir es un decir) algo que yo no entendía. Digo mi esposa, pero la verdad es que A. y yo nunca nos casamos: desde el comienzo tuvimos claro que no existía ninguna autoridad por encima de nosotros mismos y acordamos que nuestra decisión de una vida juntos no requería certificaciones eclesiásticas o notariales. Los anillos los hizo ella misma en su taller de joyería, una tarde memorable, pues entre otras muchas cosas mi esposa es joyera. Así, hace años, sin parsimonias ni puñados de arroz ni torta de novios, nos amancebamos, felizmente…
No digo que no hayamos tenido nuestra ración de problemas y de crisis, para qué negarlo, pero nada como aquella época en que dejamos de comprendernos. A lo mejor era el maremágnum hormonal del embarazo, o una manera inusitada de la rebeldía femenina, pero el caso es que cuando mi esposa quería decir algo yo ya no escuchaba los sonidos que movilizan las conversaciones habituales, sino que veía globos de diálogo, como en las tiras cómicas —cosa que no era tan terrible, excepto que en lugar de las palabras legibles de las historietas, lo que aparecía dentro de estas burbujas ingrávidas (también llamadas bocadillos) eran secuencias de letras sin sentido, impronunciables, caóticas, que me habitué a anotar en mi cuaderno infinito antes de que se evaporaran en el aire.
Todo comenzó dos semanas o tres meses antes de la travesía, luego de una pelea intrascendente: la noche anterior habíamos cenado mientras veíamos en la televisión un documental sobre el equipo de Bletchley que había ayudado a descifrar los mensajes secretos de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y luego, cuando nos entró el cansancio, habíamos ido al baño para llevar a cabo nuestros respectivos rituales de aseo personal. Frente al espejo, la disputa había comenzado como una conversación (medio juguetona, medio seria) en la que debatíamos cuál era la manera óptima de colocar un nuevo rollo de papel higiénico en el tubito retráctil del baño (yo abogaba por una posición que permitiera la extracción frontal de los cuadritos de papel, mientras que ella prefería la alternativa de halarlo por la parte de atrás), pero por razones oscuras la charla se fue bifurcando hacia otros dilemas higiénicos y mundanos (¿era mejor usar la seda dental antes o después de cepillarse? ¿Cada cuánto debían ser cambiadas las toallas para evitar el olor a sobaco sudado? ¿Era apropiado o no orinar en la ducha?) y el tono lúdico comenzó a ser reemplazado por el del reproche, hasta que, sin que nos diéramos cuenta de cómo ni cuándo, la conversación estalló en una pelea épica que, tras el pretexto de pequeñas diferencias en las idiosincrasias cotidianas, escondía una crítica fundamental y un cansancio no tan nuevo. En el momento más álgido de la contienda ella me había acusado de ser un macho típico: mugroso, egoísta y desorganizado; yo, en represalia, la tildé de descuidada e impráctica. Aquí nos detuvimos, porque sabíamos que peleábamos por ridiculeces, pero aunque habíamos logrado frenar la trifulca antes de que estallaran las lágrimas y los insultos, los dos habíamos quedado hartos por las razones del otro y nos acostamos dándonos la espalda, sin siquiera decirnos las buenas noches o apelar a un fugaz polvo de reconciliación.
A la mañana siguiente, sintiéndome arrepentido, quise enmendar la situación. Me levanté antes que ella, preparé el desayuno y se lo llevé a la cama. Desperté a mi esposa con una caricia en la panza y un beso en la mejilla:
“Tienes razón”, le expliqué antes de que ella pudiera decir cualquier cosa. “El rollo de papel se ve más bonito como tú lo colocas; lo verdaderamente importante, al fin de cuentas, no es cuándo usar la seda dental, sino evitar la gingivitis”.
Mientras A. se sostenía la enorme panza con una mano, con la otra armó un espaldar improvisado de almohadas. Tras acomodarse la vi tomar un poco del jugo de naranja recién exprimido, despejarse la garganta, abrir la boca, mover los labios y la lengua. En vez de sonidos, sin embargo, sacó el primer globo de diálogo, su primer bocadillo, así:

El globo era brillante, tornasolado, como una enorme pompa de jabón. Lo vi flotar durante un segundo frente al rostro de A. antes de que por cuenta propia asumiera una posición lateral, con el vértice apuntándole a la boca. Todas las letras eran mayúsculas y estaban diagramadas en fuente Courier. Después de un instante se fueron difuminando y la burbuja estalló sin dejar ningún rastro. La miré maravillado, pensando que mi esposa me estaba mostrando otro más de sus innumerables talentos, y luego quise retomar mi disculpa:
“En serio”, dije. “Lo estuve pensando y sí: soy un mugroso. Pero merezco una oportunidad para redimirme; después de todo, heder es humano. Cambiemos las toallas cada dos o tres días, si eso es lo que quieres; aunque el sonido del agua que cae haga que me den muchas ganas y además sea bueno para el medio ambiente, ya no orinaré más en la ducha”.
A. volvió a abrir la boca para decir algo. Una vez más, lo que salió fue un globo de diálogo con una secuencia incoherente de letras. Puse mi palma abierta sobre su frente: no tenía fiebre. Le pregunté si se sentía mal y, después de otro bocadillo indescifrable, dijo que no con la cabeza. Legítimamente consternado, llamé al servicio de emergencias. El paramédico que llegó para revisarla, sin embargo, no encontró nada fuera de lo común. Después de auscultarla, se me acercó y me hizo sentar para tomarme la presión:
“Tranquilícese”, me dijo mientras bombeaba aire en el tensiómetro. “El bebé no corre peligro y su esposa está bien”.
Suspiré larga, detenidamente, y luego le pregunté qué opinaba de los globos de diálogo, si en verdad no creía que fuera el síntoma de algo más grave, pero el tipo le prestaba atención al ciclo de mis sístoles y mis diástoles y no escuchó mis preguntas. Después se zafó el estetoscopio y me hizo saber que mi presión estaba dentro de los rangos normales. Sin que