Alexia Superfutbolista 2 - Campamento Antibalones

Alexia Putellas

Fragmento

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Tic-tac, tic-tac, tic-tac, tic-tac…

¡Buf! Hace un calor mortal y el tiempo pasa más lento que nunca en clase de Matemáticas. En serio, se me está haciendo eterna, ¡qué rollo! No paro de mirar el reloj de la pared, más viejo que los zapatos de mi abuela. ¡Ah! Y, por si lo dudabais, no estoy prestando ni la más mínima atención a lo que dice mi profe.

«¡¿Pero es que nunca va a llegar la hora de salir de aquí?!», pienso. Y, en ese momento, veo que todos mis compañeros de clase se giran a la vez para clavarme una mirada fulminante.

Me llevo la mano a la frente y me hundo en mi silla. Ups. Otra vez me ha pasado esto de decir en voz alta lo que estoy pensando, ¡y ya van ocho este curso!

Pero entonces, en pleno momentazo «tierra, trágame», suena ese sonido celestial que cualquier niño está deseando escuchar.

¡¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIII!!

El timbre que marca el final del curso escolar… ¡¡y el principio de las vacaciones de verano!! Vamos, que somos… ¡¡OFICIALMENTE LIBRES!!

Como os podréis imaginar, nos levantamos al instante y huimos despavoridos como si la clase hubiera estallado en llamas. Especialmente Gael, que ha metido a presión todos sus libros en la mochila y ha salido a la velocidad de Flash en dirección al patio…, dejando caer todos sus cuadernos y apuntes por el pasillo. Madre mía. Con las prisas, no ha cerrado la cremallera. Miriam y yo, que lo seguimos por detrás, ni siquiera decimos nada sobre el reguero de apuntes y bolis que deja tras de sí. Sinceramente, ¿quién se va a preocupar por eso hoy? ¡El verano nos espera!

Pero en cuanto llegamos al patio comienza el dilema. ¿Qué hacemos ahora con nuestra recién adquirida libertad?

—Podríamos ir a comer unos gofres con helado a la cafetería del parque —sugiere Miriam—. ¡Y después, al cine! —añade.

—¡Me aburrooooo! —exclama Gael con los ojos en blanco—. Escuchad, escuchad y flipad: he localizado una antigua fábrica abandonada. ¿A que molaría colarnos a ver lo que hay dentro? He oído que tiene poca vigilancia… —comenta, con esa sonrisa que dice «busco problemas».

—Y si… —Los miro a los ojos y ya saben cómo va a acabar la frase—. Y si…

Y todos a la vez lo soltamos:

—¡¡¿Y si jugamos un partido de fútbol en la azotea?!!

Dicho y hecho. Miriam, Gael y yo reunimos al resto del equipo y salimos pitando hacia la azotea para echar el último partido del curso.

Os preguntaréis la razón por la que jugamos en la azotea y no en el patio. Pues bien, esa razón tiene un nombre: señor Faustino.

El señor Faustino (además de tener un nombre horroroso para mi gusto) es un ser humano gris, seco y borde que odia el fútbol. Sí, sí, como lo leéis. Lo odia con todas sus fuerzas, mucho más de lo que yo odio el brócoli al vapor.

Y lo peor de todo: es el director de nuestro colegio. ¿Podría habernos tocado alguien peor? Está claro: NO.

Llevamos todo el curso buscándonos lugares escondidos para echar partidos, ¡como si divertirse fuera algo malo! Y solo porque este señor con más pelo en el bigote que en la cabeza nos tiene prohibido jugar al fútbol. ¡Ya me diréis si no es para desesperarse!

Hemos probado con cada rincón del colegio, pero siempre nos acaba pillando. No sé, parece que tiene un sexto sentido para saber dónde está la diversión y, ¡PLAF!, acabar con ella.

Partido en el cuarto de contadores. Pillada.

Partido en las duchas de los vestuarios. Pillada.

Partido en la salida de incendios. Pillada.

Partido en el salón de actos. Pillada.

Por suerte, desde que descubrimos la azotea hará un par de meses, hemos podido jugar tranquilos lejos de su «tenebroso imperio del terror». Y perdonad que me ponga así de dramática cuando hablo del Innombrable, pero es que NO LO SOPORTO (y he estado leyendo los libros de Harry Potter últimamente, ¿se nota?).

A lo que iba. Un día, Gael se puso a perseguir una ardilla por todo el colegio (la pobre debió de confundirse al colarse por la ventana de clase) y, cuando se metió detrás de los contenedores de papel, ¡TACHÁN! Ahí estaba: la puerta de acceso de la azotea. Gael corrió a contárnoslo y, en fin, aquí estamos, echando un amistoso con los compas del equipo. ¿Hay mejor manera de dar el pistoletazo de salida a las vacaciones de verano?

—¡Alexia, pásala, que estoy solo! —me grita Toñito desde la esquina.

—¡Tuya! —le digo, pasándole el balón.

Toñito, apodado «el Perfect», para el pase y centra, lanzando uno de sus famosos tiros a puerta. El balón vuela como un cometa y… ¡entra de lleno en la portería!

—¡Goooooooooooool! ¡Gol, gol, gol, goooooool! —coreamos todos, celebrando el golazo.

—¡Oye! —advierte Miriam—. Pero… ¿dónde ha ido a parar el balón?

Ay, claro. Se me ha pasado comentar ese pequeño detalle: la «portería» no es una portería de verdad. Es lo que tiene esto de jugar en un sitio improvisado, que tienes que sacarte algunas cosas de la manga. Total, que nuestra «portería» de la azotea son tres palos no muy rectos atados con cuerdas y una red hecha a base de bolsas de naranjas.

Vamos, una cutrez.

Por ahora nos ha funcionado bastante bien, pero, claro, con el superpatadón que le ha dado Toñito al balón, la red, los palos y todo el chiringuito que teníamos montado se nos han ido al garete. Y en cuanto al balón…, ha volado más allá de la azotea. Justo en dirección a los despachos de los profesores. Oh, oh.

Me temo lo peor, pero, aun así, me armo de valor para asomarme. Miriam y Gael, por no dejarme sola ante el peligro, hacen lo mismo.

Tragamos saliva y asomamos nuestras cabecitas por el borde para mirar hacia abajo.

Bueno, las ventanas del último piso están enteras.

Las del penúltimo también.

Y las del siguiente…

Pero, cuando nuestra mirada llega al despacho del señor Faustino, vemos el desastre.

La ventana está rota en mil pedazos.

OH, NO. NO, NO, NO, NO, NO, NO, NO.

Me llevo las manos a la boca para evitar gritar, pero a Miriam no le da tiempo de hacer lo mismo.

—¡¡¡AAAAAAAAH!!! —exclama con los ojos como platos—. ¡¡ESTAMOS MUERTOS!!

Y, antes de que yo pueda darle la razón, Faustino se asoma y mira hacia arriba. Tiene en la mano su famosa taza de café, en la que pone «Mejor director del mundo». O, mejor dicho, «tenía», porque ahora solo queda el asa. Ya no hay taza. El balonazo la ha destrozado. Y en cierto sentido me alegro, porque esa taza no decía la verdad.

Cierro los ojos con fuerza, sabiendo que el director se está poniendo rojo de ira.

—¡¡Alexia Putellas Segura!! —grita el señor Faustino, clavándonos su mirada asesina—. ¡¡Gael Martínez Rubio!! ¡¡Miriam Sánchez Navarro!!

Nunca he entendido por qué los mayores utilizan nuestro nombre completo cuando van a echarnos la bronca. Pero, desde luego, cuando oyes tus dos apellidos está claro que has metido la pata h

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