Victoria Stitch 2 - Libre y fabulosa

Harriet Muncaster

Fragmento

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En el mundo de los humanos…

Victoria Stitch se acurrucó contra la pared de la cueva y se envolvió bien en su capa de terciopelo. Con la mano helada y temblorosa, sacó su varita, la varita de Celestine. La sacudió, provocando una lluvia de chispas diamantinas sobre el montoncito de algas que tenía delante. Al momento, las algas se encendieron y comenzaron a crepitar. Victoria Stitch sacó las manos para calentárselas, mientras las ondulantes llamas de color rojo cereza iluminaban su cara pálida en la penumbra.

A pesar del frío y de no tener adónde ir, Victoria Stitch todavía estaba eufórica después de escapar del Bosque de Wiskling aquella mañana temprano. Había sido fácil esquivar a los guardias en la salida. No estaban preparados para enfrentarse a una wiskling como ella. Una wiskling que sabía magia prohibida. Les había echado el conjuro para dormir y luego había escapado por la puerta. Fácil.

Victoria sonrió con aire de superioridad mientras acariciaba a Stardust, su pequeño draglet, a la luz del fuego. Robar la varita y la flor de Celestine, y hacer un conjuro que recordaba del libro de magia prohibida, El Libro de Wiskling, no había estado bien, pero no le importaba. Odiaba el Bosque de Wiskling y a todos los wisklings que había en él… Aparte de Celestine, por supuesto. No había tenido más remedio que irse. No pertenecía a ese mundo. No pertenecía a ninguna parte. Estaba mejor sola. ¡Ahí fuera era libre! Las autoridades wisklings no podrían encontrarla nunca en el mundo de los humanos. Era demasiado extenso. Podía hacer lo que quisiera, siempre que tuviera cuidado de que no la viese ningún humano. El mundo era suyo.

Abrió su mochila de terciopelo negro y sacó un termo caliente con el chocolate negro que más le gustaba y unas galletas, que compartió con Stardust. Se las comieron juntos delante del fuego, escuchando su crepitar y el goteo del agua que salía de las viscosas algas que recubrían las paredes de la cueva. Era un buen lugar para esconderse. De momento. Pero Victoria Stitch sabía que tendría que encontrar pronto otro sitio donde instalarse. No podía quedarse en una cueva oscura y húmeda para siempre. Afuera, el viento arremolinaba la nieve y el mar rugía y chocaba contra las rocas. Victoria Stitch nunca había visto el mar, y un rato antes se había sentado sobre una piedrecita de la playa a contemplarlo, maravillándose ante la forma con la que las olas se acercaban a ella y luego volvían a alejarse.

Y entonces los vio: los seres humanos. Victoria Stitch nunca había visto humanos hasta ese momento, aunque había leído sobre ellos en los libros. Por ahí venían. Aparecieron sobre el horizonte dos gigantes que caminaban pesadamente hacia el mar. Victoria Stitch, sentada en su pequeña piedra, se quedó paralizada en el sitio. No sintió miedo de que la vieran (era demasiado pequeña comparada con ellos). Fue más el impacto de darse cuenta de lo diminuta que era. ¿De verdad era tan insignificante?

De eso nada. Era una princesa, se recordó a sí misma. Y de no ser por las estúpidas autoridades wisklings, y por Lord Astrophel, habría sido reina. Ella y su hermana melliza, Celestine, podían haber reinado juntas.

Victoria Stitch se enderezó la corona. Después se levantó de la piedra, se montó de un salto en su flor y se retiró a la cueva.

Más tarde, cuando paró de nevar, Victoria Stitch abandonó la cueva y echó a volar por el aire helado montada en su flor, la flor de Celestine. Quería explorar. Estaba anocheciendo, y la playa nevada y los acantilados resplandecían con blancura bajo la luz de la luna que asomaba. Nadie la vería a esas horas de la tarde.

Voló rápidamente por la playa y fue zumbando hacia el grupo de casas con forma de caja que se amontonaban sobre los acantilados. En cada una de ellas brillaban recuadros de luz dorada, y por primera vez Victoria Stitch sintió una punzada de soledad, sin nadie, a la intemperie, en un lugar desconocido. Por primera vez desde que había dejado el bosque, se permitió pensar en Celestine, y le dolió inmediatamente el corazón.

Celestine.

Nada volvería a ser igual. Su hermana, su melliza, ahora era la reina del Bosque de Wiskling. Tenía obligaciones. Aquellos días en los que eran ellas dos contra el mundo habían pasado hacía tiempo. Victoria Stitch parpadeó, resistiéndose a dejar que le cayera una sola lágrima. De todas formas, probablemente se le congelarían en el rostro.

Pero entonces otros pensamientos amenazaron con meterse también en su cabeza. Antes de Celestine había otra reina: la reina Casiopea. Victoria Stitch recordó, con un estremecimiento, cuando la acusaron de su asesinato y la metieron en la cárcel. Incluso después de que Celestine la ayudara a limpiar su nombre, le confiscaron permanentemente su varita y su flor. A esas alturas ya era demasiado tarde para redimirse. Tenía mala fama. Pusieron a Celestine en el trono en vez de a ella. No había ningún otro heredero posible. Ningún otro bebé que hubiera nacido de un precioso diamante de cristal. Así Celestine, nacida de un diamante impuro junto a ella, su hermana melliza, era lo único que les quedaba.

Victoria Stitch tomó aire y apartó aquellos recuerdos. Miró alrededor y se dio cuenta de que estaba volando hacia la casa de unos seres humanos. Aterrizó con cuidado en el alféizar de la ventana y echó un vistazo dentro, apoyando las manos contra el frío cristal. El interior parecía muy luminoso. Victoria Stitch supuso que aquella habitación era la cocina, porque había una encimera con un fregadero, una estantería llena de platos y tazas de rayas y un fogón donde había una olla con algo hirviendo. ¡No podía creer lo gigantesco que era todo!

Victoria Stitch sintió que le sonaban las tripas. Se había comido ya todas las galletas. Podía hacer aparecer por arte de magia algo de comida, por supuesto (todavía recordaba ese hechizo prohibido de El Libro de Wiskling), pero ¿dónde se lo comería? ¿Ahí afuera, a la intemperie, muriéndose de frío? No, tenía que entrar como fuera en una casa humana, sin que la vieran, y luego ya podría esconderse. Necesitaba calor.

Victoria Stitch volvió a subirse a su flor y comenzó a rodear con precaución los muros de la casa, buscando alguna entrada. El corazón le latía desbocado en el pecho. ¿Sería eso lo que haría un wiskling explorador? Probablemente no, lo sabía. Los exploradores normalmente se entrenaban durante un año o más para aprender a moverse por el mundo de los humanos de forma segura y mantenerse ocultos. Tenían que ganar una insignia antes de poder abandonar el Bosque de Wiskling. Y había un montón de normas que debían seguir. Victoria Stitch no conocía ninguna de esas normas, salvo la más importante de todas: no dejarse ver nunca.

Se detuvo en el aire, agarrada con fuerza a su flor mientras el viento la zarandeaba de acá para allá, preguntándose si de verdad se atrevería a entrar en una vivienda humana. Era algo increíblemente arriesgado. Los humanos podían ser peligrosos. A todos los wisklings se lo enseñaban desde que eran pequeños. Pero la cali

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