Gregor 3 - La gran plaga

Suzanne Collins

Fragmento

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1

Gregor se quedó un rato mirándose en el espejo del cuarto de baño mientras se armaba de valor. Luego desenrolló lentamente el pergamino y levantó la cara escrita a mano hasta la altura del espejo. En el reflejo, leyó la primera estrofa de un poema titulado «La Profecía de la Sangre».

Como ya era habitual, los versos le provocaron náuseas. Alguien llamó a la puerta.

—¡Boots tiene pipí! —dijo su hermana Lizzie, de ocho años.

Gregor soltó la parte superior del pergamino y este se enrolló de golpe. Rápidamente lo guardó en el bolsillo de atrás de los vaqueros y se bajó la sudadera para ocultarlo. Aún no le había hablado a nadie de la nueva profecía y no quería hacerlo mientras no fuese absolutamente necesario.

Unos meses antes, en Navidad, más o menos, había vuelto de las Tierras Bajas, un mundo siniestro y dividido por la guerra situado a varios kilómetros bajo tierra, por debajo de Nueva York. Allí vivían ratas, murciélagos, arañas y cucarachas, entre otras criaturas. Todas tenían, como mínimo, el tamaño de una persona, y todas podían hablar. También había humanos: un pueblo de piel pálida y ojos violeta que se había internado bajo tierra en el siglo XVII y había construido la ciudad de piedra de Regalia. Los habitantes de Regalia aún debían de estar debatiendo si Gregor era un traidor o un héroe. En su último viaje se había negado a matar a una cría de rata blanca llamada la Destrucción. Para muchos habitantes de las Tierras Bajas aquel había sido un acto imperdonable, pues creían que la Destrucción sería algún día la causa de su aniquilación.

La actual reina de Regalia, Nerissa, era una adolescente frágil que tenía visiones del futuro muy inquietantes. Era ella quien había metido el pergamino enrollado en el bolsillo del abrigo de Gregor justo antes de irse. En aquel momento, había pensado que se trataba de «La Profecía de la Destrucción», que acababa de contribuir a hacer realidad; pero no, se trataba de un nuevo y aterrador poema.

«Para que podáis veros reflejado en ella», le había dicho Nerissa. Resultó que lo decía en sentido literal: «La Profecía de la Destrucción» estaba escrita del revés y era imposible saber qué decía a menos que tuvieses un espejo.

—¡Vamos, Gregor! —gritó Lizzie, aporreando de nuevo la puerta del cuarto de baño.

Gregor abrió la puerta y vio a Lizzie con Boots, su hermanita de dos años. Las dos llevaban puestos abrigos y sombreros, aunque no habían salido de casa en todo el día.

—¡Teno pipí! —chilló Boots. Se bajó los pantalones hasta los tobillos y avanzó hasta el retrete arrastrando los pies.

—Primero llega al retrete y luego bájate los pantalones

—le explicó Lizzie por enésima vez.

Boots se encaramó al retrete y logró sentarse.

—Yo nena gande. Puedo hacer pipí.

—Buen trabajo —dijo Gregor, haciendo un gesto aprobatorio con el pulgar. Boots lo miró con una sonrisa de oreja a oreja.

—Papá está haciendo galletas en la cocina. El horno está encendido —anunció Lizzie, frotándose las manos para calentárselas.

El apartamento estaba helado. La ciudad llevaba unas cuantas semanas con unas temperaturas mínimas históricas y la caldera que suministraba el vapor a las antiguas tuberías de la calefacción era incapaz de competir con ellas. Los vecinos del edificio habían llamado al ayuntamiento una y otra vez, pero desde el consistorio no hacían nada por arreglarlo.

—Termina ya, Boots. Vamos a comer galletas —dijo Gregor.

La niña arrancó casi un metro de papel higiénico y se limpió como buenamente pudo. Uno podía ofrecerse a ayudarla, pero Boots siempre contestaba: «No, puedo yo sola».

Gregor comprobó que se lavaba y se secaba las manos y cogió la loción para aplicársela sobre la piel agrietada. Lizzie lo agarró de la manga cuando estaba a punto de apretar el envase.

—¡Eso es champú! —gritó, preocupada. Últimamente, Lizzie se preocupaba por casi todo.

—Es verdad —dijo Gregor, cogiendo la botella de la loción.

—¿Tenemos gelatina, Gre-go? —preguntó Boots esperanzada, mientras su hermano le aplicaba la loción por el dorso de la mano.

Gregor sonrió al oír aquella nueva pronunciación de su nombre. Lo había llamado «Gue-go» durante casi un año, pero hacía poco que Boots le había añadido una «R».

—Gelatina de uvas —dijo Gregor—. La he comprado exclusivamente para ti. ¿Tienes hambre?

—¡Síii! —contestó Boots. Su hermano la cogió en brazos y se la apoyó en la cadera.

Una vaharada de calor lo envolvió al entrar con Boots en la cocina. Su padre estaba sacando del horno una bandeja de galletas. Le gustó verlo levantado, haciendo algo tan sencillo como preparar el desayuno de sus hijos. Después de haber pasado más de dos años y medio prisionero de las enormes y sanguinarias ratas de las Tierras Bajas, ahora su padre era un hombre muy enfermo. Cuando Gregor volvió de su segunda visita en Navidad, se llevó una medicina especial de las Tierras Bajas. Parecía que estaba funcionando. Las fiebres de su padre eran menos frecuentes, las manos habían dejado de temblarle y había engordado un poco. Aún faltaba mucho para que se recuperase por completo, pero Gregor albergaba la esperanza de que si la medicina seguía haciendo efecto, para el otoño su padre podría volver a ocupar su puesto de profesor de ciencias en el instituto.

Gregor metió a Boots en la trona de plástico rojo y agrietado que tenía desde que era un bebé. Su hermana golpeó felizmente la silla con los tacones, deseosa de que le sirvieran el desayuno. La comida no tenía mala pinta, sobre todo teniendo en cuenta que estaban a final de mes. La madre de Gregor cobraba el día uno y, a esas alturas del mes, siempre estaban sin dinero. Su padre les sirvió dos galletas y un huevo duro a cada uno. Boots recibió un vaso de zumo de manzana rebajado con agua —hacían todo lo posible para que durase un poco más— y todos los demás tomaron una infusión caliente.

Su padre les dijo que empezasen a comer mientras él le llevaba una bandeja con comida a su abuela. Incluso cuando hacía más calor, esta pasaba mucho tiempo en la cama, pero este invierno apenas se había levantado. Le habían puesto un calefactor eléctrico en la habitación y tenía un montón de colchas en la cama. Aun así, siempre que Gregor iba a verla, tenía las manos frías.

—Gelatina, gelatina, gelatina —canturreaba Boots. Gregor le partió las galletas y le puso una buena cucharada sobre cada trozo. Su hermana le dio un buen mordisco a una y se manchó toda la cara de morado.

—Cómetela, no te la lleves puesta, ¿vale? —le dijo Gregor, y a Boots le dio un ataque de risa. Cuando Boots se reía, nadie podía evitar reírse; daba hipidos y tenía una risa boba de niña pequeña que resultaba contagiosa.

Gregor y Lizzie desayunaron a toda pr

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