Enola Holmes 5 - El caso del pictograma

Nancy Springer

Fragmento

enola-4

Distrito de Scutari,
Turquía, 1855

(Los débiles de espíritu pueden
ir directamente al capítulo primero).

—Un enorme edificio cuadrado se alza sobre la colina que domina el puerto. Solía albergar el cuartel del ejército turco, pero ahora se ha convertido en un infierno. El hedor de los cadáveres inflados que flotan en el mar —vacas, caballos y también humanos— no se puede comparar al que emana de ese inmenso cubo de mampostería. Hombro contra hombro yacen, sobre los suelos de piedra, hombres heridos, enfermos o muertos, en su mayoría jóvenes soldados del ejército británico, muchos de ellos privados de un catre de paja en el que tumbarse o de una manta con la que cubrirse. En el infierno reina un silencio relativo: los pacientes están tan desesperados, desamparados y débiles que languidecen casi sin emitir sonido alguno, y mueren a millares a causa de las infecciones, la gangrena y el cólera.

Uno de los que reposa inconsciente, y que probablemente no sobrevivirá a la noche que se acerca, es un joven de no más de veinte años. Acurrucada a su lado hay una muchacha incluso más joven que él. Es su esposa desde hace menos de un año, que lo ha acompañado hasta este horrible lugar. Los soldados no cuentan con medio alguno para enviar la paga a casa, así que la mayoría de las mujeres han seguido a los regimientos con sus bebés en los brazos; separadas de sus maridos, morirían de hambre.

La mayoría de ellas ya pasa hambre de todos modos.

Mientras observa cómo su marido agoniza, la miseria muda, aterradora y mayormente silenciosa característica de los de Scutari se refleja en la muchacha, puesto que ha sido testigo de demasiadas muertes. Intuye que quizás ella también muera y no se atreve a confiar en que la vida que lleva en su interior pueda sobrevivir.

Un poco más al fondo de la sala, una mujer ataviada con una bata gris sin una forma definida y una cofia también de color gris retira las legañas pegadas a los ojos de un soldado. Desde su reciente llegada de Inglaterra, el pequeño grupo de decididas enfermeras se las ha apañado para mejorar de alguna manera la situación en Scutari. Han cepillado los mugrientos suelos, han lavado la suciedad de los cuerpos de los enfermos, han hervido las sábanas para eliminar los piojos. Aunque el soldado con los ojos infectados puede que quede ciego, debería considerarse afortunado: menos de la mitad de los que entran en Scutari salen con vida.

—Y ahora, no se toque los ojos con las manos —le dice la enfermera—. Aunque tenga muchas ganas de rascárselos, no se los toque; de lo contrario, les transfiere la suciedad.

Tras atravesar trece kilómetros de pabellones, aparece otra enfermera, una mujer delgada y de porte aristocrático que, ante la noche que se acerca, sostiene un farol. Su rostro ovalado es marcadamente dulce, simétrico y apacible. Su cabello, de color castaño y separado con precisión en el centro, cae con suavidad como si fueran unas alas que surgen por debajo de una cofia de encaje blanco atada bajo el mentón. Avanza lentamente, deteniéndose a los pies de los catres de muchos de los pacientes y hablando con una voz melodiosa y suave.

—Ya ha salido la carta para su madre, Higgins... De nada, de nada, un placer... ¿Ha comido hoy, O’Reilly? Bien. Seguramente mañana tendré una manta para usted... ¿Ha empleado una esponja limpia, Walters?

Su camino se interrumpe ante la enfermera que atiende al hombre que se está quedando ciego.

—Bien. Ahora retírate a tus dependencias. Está oscureciendo —le ordena.

Le enfermera se marcha y la Dama de la Lámpara prosigue, deteniéndose en el lugar en que la muchacha permanece acurrucada y temblando al lado de su marido inconsciente. Después de examinarlo, la dama deposita el farol en el suelo, se sienta como ella sobre las frías piedras, coloca los pies desnudos y amoratados del hombre en su regazo y empieza a frotarlos enérgicamente con las manos, tal vez tratando de transmitirles algo de calor.

—Es el único consuelo que puedo darle —dice a la muchacha, que permanece sentada en silencio y con los ojos abiertos de par en par—. Ahora debes marcharte, niña. Regresa al amanecer.

La joven y delgada esposa le devuelve la mirada, silenciosa e implorante.

La dama responde como si la muchacha hubiese formulado su ruego.

—Sé que deseas permanecer a su lado, niña, pero las normas dicen que no debe haber mujeres en los pabellones por la noche, y si no obedecemos, el ejército nos mandará de vuelta a la cocina o, peor aún, a Inglaterra. —Su voz suave no se alza en ningún momento y su rostro, aunque delgado, no muestra fatiga, resentimiento o frustración, sino que se mantiene angelicalmente sereno, incluso cuando dice—: Si eso ocurre, entonces no habrá ninguna enfermera para velar por los menos afortunados, ni siquiera durante el día. Así que tenemos que irnos. Lo entiendes, ¿verdad?

Y al mismo tiempo que supone que la muchacha puede oírla, piensa que quizá también la entienda. Aunque la joven no se mueve, no hay desafío en sus ojos, tan solo agotamiento y desdicha.

—Ven —le ordena mientras reacomoda con suavidad los pies del moribundo en el suelo, recoge el farol y se incorpora—. Haremos el trayecto juntas y yo iluminaré el camino.

Tiende la mano a la muchacha, y esta, tras un instante, acepta aquel apretón tan cálido. La dama la ayuda a enderezarse. Durante un momento, ambas se quedan en pie, con las manos entrelazadas sobre... sobre lo que ya podría considerarse un cadáver.

Los labios delgados de la muchacha se mueven tres veces antes de plañir con una brusquedad repentina, extraña.

—Es mi marido —dice de forma innecesaria con un gesto de impotencia.

—Ya lo sé, querida. Aun así, no puedes...

—Es un buen hombre —continúa la muchacha, que parece no escuchar—. Se llama Tupper. Thomas Tupper. Aparte de mí, alguien más tiene que recordarlo.

—Sí, por supuesto —dice la Dama de la Lámpara con el fin de tranquilizarla. Los que salgan vivos de Scutari contarán a los cuatro vientos el consuelo que sentían al escuchar su suave voz—. Ahora ven conmigo, señora de Thomas Tupper.

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