Pasajera 1 - Pasajera

Alexandra Bracken

Fragmento

Prólogo

Prólogo

M ientras ascendían, apartándose cada vez más de los senderos sinuosos que conducían a los pueblos cercanos, el mundo se abrió ante él en su forma más pura: silencioso, ancestral, misterioso.

Letal.

Nicholas había pasado la mayor parte de su vida en el mar, o lo bastante cerca de él como para detectar el olor a pescado y salitre cuando se levantaba viento. Incluso en aquel momento, mientras se acercaban al monasterio, esperando que este apareciera entre las nubes y la densa niebla, se dio cuenta de que se daba la vuelta, buscando en vano, más allá de los altísimos picos del Himalaya, la brumosa línea donde se encuentran el cielo y el oleaje; algo familiar a lo que aferrarse antes de que su valor y la confianza que tenía en sí mismo desaparecieran.

La senda, una sucesión serpenteante de escaleras y barro, había avanzado, en un primer momento, entre pinos con los troncos cubiertos de musgo, y ahora abrazaba los precipicios verticales, cortados a cuchillo, sobre los que habían construido, por imposible que parezca, el monasterio de Taktsang Palphug. Por encima de los árboles ondeaban cuerdas con banderas de oraciones y aquella vista suavizó parte de la presión que sentía en el pecho. Le recordó, de inmediato, a la primera vez que el capitán Hall lo había llevado al puerto de Nueva York, donde las fragatas nuevas estaban festoneadas con banderas de diferentes estilos y colores.

Cambió de postura. Fue un movimiento con el que pretendía suavizar el dolor que le producían las correas de la mochila, que se le clavaban en los hombros. Un movimiento lento y cuidadoso, porque no quería despeñarse.

«Has trepado por las jarcias innumerables veces, ¿desde cuándo te asustan las alturas?».

Jarcias. Ansiaba volver a tocarlas, volver a sentir la espuma que traían el viento y el navío al cargar por el mar. Nicholas intentó erguirse de hombros y apagar la quemadura del resentimiento que amenazaba con prender en la boca del estómago. Ya debería haber vuelto. Debería estar con Hall, con Chase, pasando por encima de las crestas de las olas; y no allí, en un siglo extraño —¡el siglo XX, por el amor de Dios!—, con un atontado incompetente que le necesitaba para atarse los botones del abrigo nuevo, anudarse las botas, ponerse el pañuelo del cuello y aquel ridículo sombrero de fieltro de ala ancha y desmandada, a pesar de tener dos manos y, a todas luces, un cerebro dentro de aquella cabeza suya.

El saco de cuero que llevaba colgando del cuello le golpeó con fuerza en el costado cuando continuó ascendiendo hacia donde se encontraba Julian, que estaba con una pierna apoyada en una roca; su pose habitual cuando creía que había damas alrededor dispuestas a admirarlo. Nicholas no tenía ni idea de a quién estaría intentando impresionar; ¿a los pocos pájaros que habían oído mientras cruzaban el bosque húmedo? ¿Habría sido siempre así: histriónico, vanidoso y un completo desconsiderado? ¿Acaso Nicholas había estado tan ciego, por lo maravilloso que le parecía haber encontrado a un supuesto hermano —y, con él, una vida nueva llena de comodidades, riqueza y aventuras—, como para no haberse dado cuenta antes?

—Eh, muchacho, ven y echa una ojeada. Eso es el Nido del Tigre, ¿sabes? Maldita sea esta niebla...

En realidad, Nicholas ya lo sabía, sí. Para él, era importante leer tanto como le fuera posible acerca del sitio al que los había enviado el anciano porque, así, tendría más posibilidades de mantener con vida al cada vez más imprudente y tozudo Julian. Nicholas siempre partía de una escasez de conocimientos, de entrenamiento. Cuando se dio cuenta de que la familia nunca le proporcionaría una educación de verdad para sus viajes, había empezado a preguntarse si aquello era intencionado, para que su posición siguiera siendo precaria. La situación le había molestado tanto que se había gastado la mayor parte de sus exiguos ingresos en libros de historia.

—El gurú budista de Bután, Padmasambhava, según cuenta la leyenda, claro está, llegó volando hasta aquí a lomos de una tigresa —siguió diciendo Julian con una sonrisa que los había sacado de varios problemas y complicaciones; la sonrisa que, en su día, había servido para suavizar el corazón y el carácter de Nicholas, pues era ideal para pedir perdón—. Deberíamos entrar en alguna de sus cuevas de meditación cuando volvamos. Hasta tú podrías dedicarte un rato a pensar. Fíjate en esas vistas y dime que no echarás de menos viajar. ¿Cómo si no, con esa vida humilde que llevas, crees que habrías visto esto? ¡Vamos, jamás de los jamases!

En vez de soltarle un puñetazo en su petulante cara o clavarle la piqueta en la espalda, Nicholas volvió a cambiar la mochila de posición e intentó no pensar que, una vez más, lo estaban aplastando tanto el peso de Julian como el de las pertenencias de este.

—Parece que se avecina una tormenta —comentó Nicholas, orgulloso de lo firme que sonaba su voz a pesar de la agitación y las protestas que, una vez más, provocaba el resentimiento que crecía en su interior—. Deberíamos detener el ascenso y esperar a mañana.

Julian se quitó un bicho del hombro de su abrigo impoluto.

—No, tuve que dejar a aquella fierecilla en el bar clandestino de Manhattan y quiero estar de vuelta para un revolcón rápido antes de regresar con el anciano —comentó Julian entre suspiros—. Aunque, una vez más, con las manos vacías. Y volverá a enviarnos a otro sitio remoto, a buscar algo que, lo más probable, ni siquiera exista ya. Típico.

Nicholas se quedó mirando cómo su hermanastro hacía malabarismos con el bastón y empezó a preguntarse qué pensarían los monjes de ellos: el engreído príncipe pelirrojo con su equipo nuevo de montaña, husmeando por sus rincones sagrados en busca de un tesoro perdido; y el jovencito de piel oscura, el sirviente, a todas luces, siguiéndolo como una sombra cautiva.

«No es así como tendría que ser».

¿Por qué había aceptado? ¿Por qué había firmado el contrato? De hecho, ¿por qué había confiado siquiera en esta familia?

«No soy como tendría que ser».

—Alegra esa cara, viejo —le soltó Julian, y le pegó un suave puñetazo en el hombro—. No me dirás que todavía estás molesto por lo del contrato.

Cuando su hermanastro se dio la vuelta de nuevo, Nicholas lo miró airado a su espalda. No quería hablar de aquello, ni pensar en ello; en cómo Julian se había encogido de hombros y le había soltado: «Deberías haber leído los términos con más atención antes de firmar». Aunque aquella familia, de la que había sido esclavo, le había dado la libertad, al final, había vuelto a convertirse en un sirviente. El anciano, no obstante, había hablado de cosas magníficas: magia, viajes, más dinero del que era capaz de imaginar. En aquel momento, no le había parecido que cinco años de emociones fueran a ser ningún sacrificio.

Cuando se había dado cuenta de que no iba a ser más que el ayuda de cámara de un hermanastro que nunca, ni en mil años, iba

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