Tiempo mexicano

Carlos Fuentes

Fragmento

Tiempo mexicano

Kierkegaard en la Zona Rosa

En un ensayo tan ilustre como divertido, Søren Kierkegaard explica su estrategia personal para conservar la independencia de espíritu y de movimiento en un Copenhague que, hace más de un siglo, también tenía su Zona Rosa. Huevo colombino: al exhibirse, todos los días y a horas fijas, en las calles, los cafés, los teatros, Kierkegaard convencía a sus contemporáneos de que tenían que habérselas con un vago consumado. Su aparente disponibilidad provocaba simpatías, domesticaba cóleras y envidias; éstas se hubiesen desatado, y las simpatías huido, si, ausente y recluido, Kierkegaard hubiese dado la impresión de ser un escritor encerrado en la “torre de marfil” (la expresión, lo olvidamos, se debe a Alfred de Vigny).

¿Qué hacer con el tiempo acordado? No es otro el problema propuesto por “ese individuo”, obligado por su tiempo a devorar su angustia en privado y a mostrar su indiferencia en público; más exactamente, obligado por su tiempo a hacer exactamente lo contrario de lo que el espíritu del siglo exigía. El tiempo se vierte, indiferente a nosotros; nos defendemos de él invirtiéndolo, revirtiéndolo, divirtiéndolo, subvirtiéndolo, convirtiéndolo: la versión pura es atributo del tiempo puro, sin hombres; la reversión, la diversión, la inversión, la subversión y la conversión son respuesta humana, mácula del tiempo, corrupción de su limpia y fatal indiferencia. Escribir es combatir el tiempo a destiempo: a la intemperie cuando llueve, en un sótano cuando brilla el sol. Escribir es un contratiempo.

Quiero preguntarme si la táctica kierkegaardiana es viable en México. En primera instancia, lo dudo; la premisa del escritor europeo es la unidad de un tiempo lineal, que progresa hacia adelante digiriendo, asimilando el pasado. Entre nosotros, en cambio, no hay un solo tiempo: todos los tiempos están vivos, todos los pasados son presentes. Nuestro tiempo se nos presenta impuro, cargado de agonías resistentes. La batalla es doble: luchamos contra un tiempo que, también, se divierte con nosotros, se revierte contra nosotros, se invierte en nosotros, se subvierte desde nosotros, se convierte en nombre nuestro.

La coexistencia de todos los niveles históricos en México es sólo el signo externo de una decisión subconsciente de esta tierra y de esta gente: todo tiempo debe ser mantenido. ¿Por qué? Porque ningún tiempo mexicano se ha cumplido aún. Porque la historia de México es una serie de “Edenes subvertidos” a los que, como Ramón López Velarde, quisiéramos a un tiempo regresar y olvidar.

Basta viajar por tierra de la Ciudad de México a Nueva York para advertir una cualidad arruinada en ambos países. Pero las ruinas norteamericanas son mecánicas, son ruinas de promesas hechas y cumplidas y luego abandonadas por el tiempo y al tiempo en enormes cúmulos de chatarra, cementerios de automóviles, ciudades asfixiadas y fábricas renegridas. De niño, viajaba yo todos los veranos de Washington, donde estudiaba, a México, donde pasaba las vacaciones. Era deprimente contrastar el progreso de un país donde todo funcionaba, todo era nuevo, todo era limpio, con la ineficacia, el retraso y la suciedad de mi propio país. Hace poco, al pasar dos meses en Nueva York, conocí el destino de aquella eficiencia, de aquel “progreso”: el abandono, la ineficacia, el peligro, la basura, el crimen. Rescaté mi orgullo de niño subdesarrollado y me di cuenta de que mientras el progreso norteamericano ha producido basura, el retraso mexicano ha producido monumentos. Las ruinas de México son naturales: son las ruinas del origen, de proyectos vitales prometidos y luego abandonados o destruidos por otros proyectos, naturales o humanos, pero siempre cercanos a algo que las miradas de la inocencia sólo saben identificar con una fuerza perpetuamente original. Allí reside, asimismo, la diferencia entre las ruinas mexicanas y las de la Antigüedad clásica. Un templo tolteca no tiene descendencia: es ruina en sí y para sí.

La paradoja de las promesas en México es que al cumplirse, se destruyen y, al permanecer incumplidas, viven eternamente. El ejemplo primario lo proporciona la conquista española, que a los ojos indígenas significó, de entrada, el cumplimiento de un mito dorado: el regreso del dios bienhechor, Quetzalcóatl. El tiempo del México antiguo, en la conquista, cumplió su promesa sólo para encontrar su muerte. El tiempo de la Colonia fue un tiempo anacrónico que prolongó ficticiamente el orden orgánico de la Edad Media, negando las razones renacentistas, fáusticas, de la propia empresa conquistadora: la Colonia negó tanto el tiempo de la Antigüedad indígena como el de la Modernidad europea (racionalismo, individualismo, mercantilismo, libre examen) que así se convirtieron en latencias de la vida mexicana, promesas incumplidas a las que se habría de regresar sentimentalmente (en el caso del indigenismo) o brutalmente (en el caso del capitalismo). El clamoroso silencio de Sor Juana Inés de la Cruz significó una mutilación del tiempo que habría de pagarse con una independencia (de España) que no aseguró nuestra independencia ni del pasado indígena entonces desconocido o despreciado, ni del presente moderno que llenó el vacío de la mutilación hispánica con multiplicadas dependencias en los órdenes político, cultural y económico. Las promesas de la modernidad mexicana en el siglo XIX —el liberalismo y el positivismo— se cumplieron a expensas de los lazos comunitarios, del derecho, de la dignidad y de la cultura de la población campesina e indígena del país. El sueño de Benito Juárez conduce directamente a la pesadilla de Porfirio Díaz. La voluntad de actualidad de los hombres de la Reforma, la importación de los esquemas de Adam Smith y Auguste Comte, desconoce la simultaneidad de los tiempos mexicanos. Ese desconocimiento asegura que la pura actualidad, sin atributos históricos o culturales profundos, se transforme en sujeción: dictadura política e imperialismo económico. Sólo la Revolución —y por eso, a pesar de todo, merece una R mayúscula— hizo presente todos los pasados de México. Lo hizo instantáneamente, como si supiera que no sobraría tiempo para esta fiesta de las encarnaciones. La pesada tradición del poder centralista, la inveterada enajenación mental al paternalismo y la razón de ser burguesa pronto convirtieron a la Revolución en Institución; una Institución que rinde homenaje al pasado indígena y revolucionario con palabras y al presente “progresista” y burgués con actos. Nuevamente, el culto a la actualidad se traduce en dictadura interna y en hegemonía económica de un imperialismo externo. Pero el culto retórico a la simultaneidad de nuestra historia es un arma de dos filos: por un lado, justifica, adormece, despolitiza; por el otro, aunque sus promotores no lo desean, mantiene vigentes viejas aspiraciones del pueblo mexicano: el tigre nacional está cloroformado, pero no muerto.

Instantaneidad: respuesta de México al tiempo. Cuando André Breton llamó a México tierra de elección del surrealismo, nos estaba diciendo que aquí el deseo encuentra su respuesta inmediata,

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