Rey Lobo

Xavier M. Sotelo

Fragmento

Rey Lobo

Cambio a voluntad II

La ciudad de las luces

4 de agosto de 2011

9:07 p.m.

“No soy un héroe”, pensó Diego. “Mis heridas no han sanado. Pienso demasiado en el pasado y sólo tengo un objetivo en la vida: la venganza.”

Diego, inmerso en sus pensamientos, se recargó sobre la puerta del Citroën C1 color azul mientras frotaba el anillo de compromiso que portaba alrededor del cuello, aquel que no pudo darle a Paola en El Real. Qué distinta era su vida de lo que había imaginado, estaba por cumplir treinta y tres años y se encontraba en Francia para matar al que alguna vez fue su mejor amigo. Ya no le importaba nada más, la culpa por las desapariciones y las muertes de mujeres que involucraban a Raúl lo destrozaban día a día como si él mismo las hubiese perpetrado.

—Lo encontraron —dijo Jean con acento francés.

Diego miró los ojos pardos de Valeria y ella asintió; no había duda, Gustavo y Alejandro habían dado con él.

—¿Qué tan lejos de aquí? —preguntó Diego.

—Versailles à Guyancourt —dijo Jean en francés e hizo una pausa—. Quince minutos.

Todos subieron al coche; Phillippe encendió la marcha y su hermano gemelo, Pierre, tomó un radio de onda corta y empezó a dar instrucciones en francés. Jean, Valeria y Diego se acomodaron en la parte de atrás. Era un vehículo pequeño para cinco personas adultas, pero a nadie pareció importarle. El Citroën se abrió paso entre las calles de Versalles para tomar la carretera D91 y trasladarse a la Avenue de l’Europe. Después manejaron hasta la rotonda de Rond-Point des Mines y tomaron una calle cerrada que colindaba con la parte trasera de unas bodegas.

El automóvil se detuvo al final de la bocacalle, junto a dos motocicletas Yamaha R6 color negro que estaban estacionadas. Phillippe y Pierre descendieron primero; les siguieron Diego y Valeria. Jean se cambió de la parte de atrás al asiento del conductor y mantuvo el motor encendido. Diego avanzó y observó las motos: “Si hubiéramos usado de ésas en Canadá”, pensó, “todo habría sido diferente”.

Valeria miró la extensa capa nubosa de matices grisáceos que cubría el cielo y daba resguardo a una pálida luna llena. Había dejado de llover y la vía estaba cubierta por un espejo fino de agua que reflejaba la débil y biliosa iluminación de cinco farolas distribuidas a lo largo del corredor. La temperatura descendió a ocho grados centígrados y una neblina suave impedía ver la parte alta de los edificios.

Diego saludó a Gustavo con un gesto y también a Alejandro. “Cómo ha crecido”, pensó. Aún conservaba la vivacidad en sus ojos, pero ya no era el niño que había conocido en El Real. Valeria, Pierre y Phillippe se unieron a ellos.

—¿Están seguros de que es Raúl? —preguntó Diego.

—Sí —contestó Gustavo.

—¿Qué chingados hace aquí? —preguntó Valeria.

—No sabemos —contestó Alejandro—. Estuvo caminando todo el día de manera errática y al caer la noche nos trajo aquí.

—De eso puedes estar seguro —dijo Diego.

—¿De qué? —preguntó Alejandro.

—De que nos trajo aquí por algo específico —agregó.

—Raúl no comete errores —dijo Valeria—. Ya sabe que estamos aquí. A ustedes los olió desde que llegaron en las motos, y a nosotros, desde que nos bajamos del coche. Es un lobo pensante, tiene consciencia, y eso significa que no será fácil de cazar.

Diego se dio un momento para observar el callejón: cerca de ellos se encontraba un viejo camión de carga que daba la impresión de no haber sido utilizado en años. Las bodegas tenían grandes puertas de mallas de metal que separaban la entrada del área de carga y descarga. A ambos lados de las rampas de acceso había contenedores de basura y escaleras de emergencia que subían hasta la azotea. “Esto no está bien”, pensó. “Hay poca luz para la cacería.”

—También pasó algo muy extraño —dijo Gustavo.

—¿Qué? —preguntó Valeria.

—No se transformó cuando salió la luna llena.

Pierre y Phillippe se miraron preocupados.

—El cabrón lo hizo hasta que llegó a las bodegas y subió al techo —añadió Gustavo—. Además…

La plática fue interrumpida por el sonido de pisadas sobre el techo de lámina.

—¿Es él? —preguntó Diego.

—Merde! —dijo Jean por el radio.

—Quoi? —preguntó Phillippe.

—Chasseurs de fourrures —contestó Jean.

—No estamos solos —añadió Pierre en español—. Hay cazadores.

Siluetas y sombras aparecieron en las alturas y se movían a voluntad. Matar a un licántropo renegado y venderlo para su disección en el mercado negro significaría ganar una importante suma de dinero. Diego no se molestó por la intromisión del grupo de loberos; le daba igual quién llegase a matar a Raúl, lo importante era que no saliera vivo de ahí.

—Pierre, Phillippe —dijo Diego—, ustedes por la derecha.

—Oui —contestaron los gemelos al unísono y cada uno desenfundó una Glock 17, con cargadores de diez cartuchos Luger de punta hueca hecha de plata. Aunado a ello, Pierre agarró una espada samurái con la hoja de la katana fabricada de argento.

—Gustavo, Valeria y yo por el lado izquierdo —continuó Diego—. Alejandro, tú por el centro, cuida que no nos caiga nada desde la azotea.

Alejandro asintió.

El grupo se fragmentó y cada uno siguió su camino. Jean encendió las luces altas del Citroën para iluminar mejor la calle cerrada. Los gemelos avanzaron de manera sincronizada, como si fueran una pequeña unidad militar; Valeria y Gustavo se mostraron prudentes, no querían ser sorprendidos. Alejandro esperó y observó con detalle lo que ocurría en las alturas, aunque era poco lo que vislumbraba.

Diego sintió las pulsaciones de su corazón en el cuello. Estaba ansioso, sabía que la pesadilla podía terminar hoy, esta noche; tenía una nueva oportunidad de detener la voracidad de Raúl y estaba seguro de que no cometería el mismo error de dejarlo ir con vida, no dos veces. Esta vez se había preparado, se había entrenado y era consciente de que quizá, junto con sus amigos, podría conseguirlo.

El silencio de la noche fue desterrado por violentas detonaciones de armas de fuego que fueron precedidas de salvajes y despiadados gruñidos, los cuales ofuscaron los gritos despavoridos que provenían de la azotea.

—¿Qué sucede? —preguntó Gustavo.

—No sé —contestó Valeria—. No alcanzo a ver nada.

Diego se percató del caos que ocurría por encima de ellos y corrió hasta la escalera de emergencia más cercana para subir. Mientras ascendía, una lluvia densa, caliente y esporádica salpicó a su alrededor; también fue golpeado por un brazo cercenado que cayó desde el tejado.

—¡Qué mierda! —dijo al ver la extremidad

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