Otra idea de Galicia

Miguel-Anxo Murado

Fragmento

1. El rostro del país

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El rostro del país

El nombre de Domingo Fontán no dirá gran cosa al lector y es, seguramente, un personaje improbable para comenzar una historia de Galicia. Algunas de esas historias tan sólo le mencionan, la mayoría ni siquiera eso. Pero este libro no es una historia de Galicia sino un recorrido por ella, un intento de comprenderla. Y para paseos por Galicia nadie mejor que don Domingo Fontán (1788-1866), topógrafo y catedrático de «matemáticas sublimes» de la Universidad de Santiago, hombre de extraordinaria cultura y paciencia. Nada mejor para este libro moderadamente heterodoxo que la advocación del moderadamente heterodoxo Fontán: universitario ya a los doce años, diputado a Cortes, astrónomo, promotor del ferrocarril, creador de la primera fábrica de papel de Galicia y político represaliado por su liberalismo (dos veces se le privó de su cátedra).

¿Por qué Fontán? Para empezar porque, que se sepa, fue la primera persona que recorrió Galicia a pie. Toda Galicia, sin la excepción de un solo pueblo. Lo hizo para llevar a cabo la gran obra de su vida: el primer mapa topográfico y trigonométrico moderno del país. Partiendo de la torre del reloj de la catedral de Santiago de Compostela, donde estableció el «punto cero» de su medición, y portando el valioso teodolito que había encargado a un óptico en París, don Domingo se echó a los caminos para convertirse en un personaje celebérrimo en cada comarca por la que iba pasando, y al que los campesinos trataban con una mezcla de reverencia y conmiseración, las que les merecía un sabio que tenía el comportamiento de un loco.

Fontán no era en absoluto un loco, sino posiblemente la persona más perfeccionista que haya dado Galicia. Tan en serio se tomó su trabajo que el grado de detalle que alcanzó en su mapa sólo ha podido ser superado hace unos pocos años, y eso con la cartografía hecha por satélite. Cuando al fin lo terminó en 1834, se puede decir que había concluido algo más que una proeza cartográfica (el resto de España no contará con un mapa así hasta ciento treinta años después). No, lo de Fontán rayó entre lo mítico y lo poético, porque a lo largo de sus diecisiete años de recorridos solitarios a pie y a caballo llegó a conocer personalmente a casi todos los gallegos vivos en aquel momento, además de todos y cada uno de sus pueblos, valles, ríos y montañas. Raramente habrá habido una comunión más completa entre una persona y un territorio, entre un estudioso y su objeto de estudio, entre un habitante y su país. Más aún: a todos esos lugares que visitó, Fontán les tomó la medida, literalmente, poniéndolos (también literalmente) en el mapa, componiendo de este modo lo que Álvaro Cunqueiro llamó, en tonos líricos, «el rostro del país».

Lo era. Pero hay un sentido aún más profundo en la experiencia del mapa de Fontán que su poética o su épica. El matemático lo levantó porque estaba convencido de que no se podía comprender Galicia sin un conocimiento profundo de su geografía, empezando por su mapa. Confeccionando el suyo, Fontán localizó, por ejemplo, más de cuatro mil iglesias que no habían sido catalogadas. (Pocas cosas se le pasaron a don Domingo, salvo, curiosamente, su propio pueblo natal, Porta do Conde, que tuvo que añadir apresuradamente al mapa ya grabado...)

Lo que aquí nos interesa es que Fontán tenía razón: Galicia está en su geografía. Como veremos, su historia es, en muy gran medida, su geografía; como también su economía está en su geografía. Sin caer en ningún determinismo, lo que hace singular a Galicia es su geografía física, que es tanto como decir su apariencia. Es ésta a su vez la que ha dado origen a una geografía humana bastante singular y, quizá, a no pocas de sus instituciones políticas e incluso culturales. La explicación de Galicia, si es que existen las explicaciones de los lugares, habrá que buscarla, pues, menos en los archivos, los diplomas y los decretos, y más en las hojas amarillentas del viejo mapa de Fontán.

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Empecemos por lo más obvio. Bastaría abrir un atlas para comprobarlo: Galicia es un país atlántico. Cierto que el «atlantismo» ha sido uno de los clichés de los que más ha abusado la cultura gallega, pero eso no lo hace menos cierto. Las proyecciones que suelen utilizar los mapas dejan una impresión errónea: la de que Galicia está más lejos de las Islas Británicas y la costa francesa de lo que realmente está. Un viajero bohemio del siglo XV aseguraba haber divisado desde la costa gallega «el reino de Escocia, a la derecha». Exageraba, no está tan cerca; pero, en los tiempos de la vela, ir de Galicia a Inglaterra suponía no más de tres días de travesía. Hoy son tan sólo unas horas.

Es el reverso del tópico de Galicia como «lugar lejano», o Finisterre. Galicia está próxima a unos sitios y alejada de otros. Está lejos de Roma, y por eso los romanos le dieron ese nombre de Finis Terrae («Fin de la Tierra»). Pero para el mundo del intercambio atlántico que se había venido desarrollando al menos mil años antes de la llegada de los romanos, el noroeste peninsular era, por el contrario, un lugar cercano y muy transitado. La última herramienta de la arqueología, los estudios de ADN, confirma esta proximidad entre los pueblos ribereños del Atlántico (gallegos, irlandeses, bretones), pero no, como suele creerse, por una común herencia céltica (un asunto que luego trataremos), sino por esta relación todavía más antigua que se remonta a la Prehistoria. Es lo que explica, por ejemplo, la presencia en Galicia de su llamativo megalitismo, muy similar al de Inglaterra y Bretaña. Es lo que explica también los intercambios de la Edad del Bronce de los que nos llegan ecos lejanos en el mito de las Islas Casitérides, las legendarias islas del estaño que los escritores griegos y latinos situaban frente a Galicia...

La conexión atlántica ha continuado hasta la actualidad, incluso en aspectos que, según se mire, pueden parecer irrelevantes o reveladores. Así, Galicia fue la única región de España que «estuvo» en la Segunda Guerra Mundial, precisamente debido a su importancia para el control del Atlántico. La treintena de submarinos alemanes que todavía se oxidan en su fondo marino son testigos de esto. Mucho antes, en la Baja Edad Media, los puertos gallegos fueron una pieza clave de lo que podríamos llamar el «mercado común atlántico». Incluso las invasiones de los vikingos o los corsarios ingleses, que asolaron las costas de Galicia a lo largo de un milenio, no dejan de ser una forma de intercambio. Podemos dar ejemplos aún más concretos: en el siglo XVIII, la protoindustria gallega del lino llegó a depender completamente del comercio con el Báltico. La metalurgia gallega se creó en estrecha colaboración con los vasco-franceses, la loza blanca de Sargadelos con los ingleses y la industria de las conservas con los bretones. Todavía a finales del siglo XIX, antes de la llegada del ferrocarril, Galicia no exportaba su ganado a España sino a Inglaterra,

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