Los días previos a su escape fueron parecidos a una resaca larga y pegoteada. Horacio Piña no podía —tampoco lo intentaba con muchas ganas— diferenciar dónde terminaba la noche y dónde comenzaba la mañana. Era un solo bloque temporal del que recuerda muy poco: su cama a medio hacer, un calor seco, duchas largas y con demasiado jabón, la página web de una aerolínea, doce botellas de cerveza, media de gin, seis bolsas de ravioles Giovanni Rana, vueltas y más vueltas sobre la cama, dolores de cabeza, seis pastillas de clotiazepam, una barba que cada vez que veía en el espejo del baño se prometía afeitar sin llegar a hacerlo, una cuenta en Instagram que revisaba cada quince minutos, y más ravioles.
Al parecer no era poco lo que recordaba, pero sí era de sobra confuso como para tomárselo en serio. Tal vez por eso, y para terminar de una vez por todas con la sensación de mareo existencial, decidió hacer algo útil: adelantó el viaje —los cuatrocientos veintisiete euros que pagó de multa subrayaban su desesperación— y partió de vuelta a Alemania.
A Berlín, en realidad, que poco se parece al resto de Alemania.
Esperaba que las cosas mejoraran con la distancia y la seguridad de estar en casa. No se le ocurría otra forma de huir del fantasma que, desde hace semanas, lo perseguía con una curiosa fidelidad por las calles de Santiago. Imaginaba que al momento de subirse al avión desaparecerían el sudor frío y esa sensación de pesadilla idiota a la que se estaba acostumbrando. No era un fantasma metafórico, sino uno clásico, convencional y de la vieja escuela, una muerta que de repente volvía a este mundo como si nada hubiera pasado. Un fantasma de carne y hueso, dijo más de alguna vez Piña. Su plan era sencillo: confiaba en que después de aterrizar, la rutina, de a poco, haría su trabajo. Cada vez que conversara con Coco, su polola, o con la mujer que atendía la cafetería a la que solía ir a trabajar todas las mañanas, con cada salida al cine o a comprar pan, ese episodio delirante iría quedando atrás, se diluiría en una nube difusa, medio irreal, del todo lejana, hasta convertirse en una pesadilla común y corriente, una de esas que no permiten dormir, que agitan la mañana de cualquier persona sensible, pero que se olvidan al mediodía (o, con algo de suerte, durante el segundo café).
Para septiembre, casi medio año más tarde, Piña ya tendría un proyecto en mente y esos recuerdos borrosos terminarían enterrados bajo el peso de la normalidad. Tal vez, con algo de esfuerzo, sólo recordaría unos días afiebrados y extravagantes, no mucho más.
Quedarse con un —y sólo un— proyecto no era algo fácil. Le costaba saber cuál de todas las ideas que le dictaba a Siri —en voz baja, con el teléfono cerca de los labios y la mirada fija en un punto indefinido del horizonte, como si le susurrara instrucciones detalladas e inequívocas a un aprendiz— sería la escogida, pero a la larga una maduraba y se volvía visible. Concreta. Consistente como cualquiera de esos edificios que estaban del otro lado de su ventana, en Neukölln, un barrio al que se acostumbró muy rápido. Los edificios pareados y viejos, que cada tanto se interrumpían por un peladero, le provocaban una tranquilidad que no terminaba de entender, pero que disfrutaba desde que se mudó. Eran viviendas proporcionadas, meditadas, tranquilas. Gracias a esa realidad en extremo tangible —en Neukölln compartía un departamento con Coco y Tita, una perra negra, grande y vieja, y, seis cuadras más hacia el canal, una cafetería con otro montón de artistas sin plata suficiente para arrendar un estudio, que estiraban sus cables y computadores sobre mesas largas, de madera, junto a platos llenos de migas y una música electrónica tan minimalista que apenas se escuchaba—, gracias a lo concreto de ese lugar, entonces, podía pensar en sus abstracciones. Una, dos, diez ideas: las maduraba con calma en su cabeza, se las detallaba a Siri sin ahorrarle detalles, las medía, las pesaba, intentaba no gastar energías en nada que no fuera a terminar. Esa es una de las primeras cosas que aprenden los artistas: lo que no se termina, termina contigo. Así, después de un tiempo, y tal como en una carrera de espermatozoides, por pura selección natural, una triunfaba: la idea.
El arte contemporáneo para Piña era así de platónico. Un mundo de sombras que remitían a otra cosa: a la belleza, por supuesto, pero no a la belleza de las cosas, sino de las ideas. Porque ellas también pueden ser bellas y a eso se dedicaba él.A pensar ideas como un viejo maestro proyectaba sobre una tela escenas religiosas —Moisés pisando la corona del faraón, por ejemplo— o un paisaje somnoliento del centro de Chile, con las montañas al fondo y una casita solitaria en medio.
Igual la descripción está bastante idealizada porque, en la práctica, Piña, sus amigos, sus compañeros de cafetería e incluso Coco, que pintaba con cierto éxito retratos de mujeres —y nada más que mujeres— del barrio —y nada más que de su barrio—, en realidad se dedicaban a llenar formularios y a entregarlos antes de la fecha límite, que marcaban cuidadosamente en sus agendas; a describir en detalle proyectos todavía no realizados, a postular a becas y fondos públicos o privados, a enviar correos con decenas de archivos adjuntos a residencias en Bombay o en Cartagena, a pedir cartas de recomendación a conocidos y a no tan conocidos, a proponer obras revolucionarias que, con algo de suerte, serían financiadas por bancos o multinacionales, a imprimir muestras de sus trabajos y recortes de prensa donde aparecieran nombrados aunque sea en una miserable línea, a seguir en cada una de las redes sociales a los treinta o cuarenta tipos que determinan no sólo qué vale la pena del arte contemporáneo, sino qué es lo contemporáneo e incluso el arte. Piña, tal como buena parte de sus conocidos, por algún motivo necesitaba viajar, moverse, escapar de su país, que sus obras estuvieran al mismo tiempo en una bienal en Buenos Aires y en una exposición en Lichfield o en Dodoma —él era parte de una casta nueva que mediaba entre el turista y el artista—, y para eso debía llenar más papeles, enviar más correos, mantener una huella de carbono inmensa y sonreírle a más y más gente. En la práctica, ser artista contemporáneo no era la culminación de una vocación romántica y artesanal, sino un trabajo con una burocracia y una precariedad que nunca sospechó, pero él no se lo cuestionaba demasiado porque intentaba estar a la altura de sus ambiciones.
De paso, y como quien no quiere la co