El roedor

Heidi Putscher Basave

Fragmento

El Roedor

Introducción

Cuando leí el artículo en El País una rabia empezó a invadirme y las sensaciones que había enterrado afloraron en mi interior. Mis ojos recorrieron el texto, de pasada, sin detenerme en los detalles, no quería prestarles atención. El sentimiento de enojo se fue borrando para transfigurarse, para mi sorpresa, en horror. “Es un monstruo”, pensé. No daba crédito a lo que leía. Reconocí que lo que viví años atrás pudo haber tenido un final tan espantoso como lo que aquella mujer, Montserrat Ortiz, relataba. Mis ángeles de la guarda, mis padres, evitaron que cayera en la trampa.

De pronto me vi en mis 20, furiosa tomé el celular y sin pensar empecé a redactar una denuncia que publiqué en mi muro de Facebook. Quería gritar “¡a mí también me pasó!”; copié mi texto y lo reenvié a mis contactos, junto con el artículo “En la guarida de Andrés Roemer: tres víctimas relatan los abusos sexuales del comunicador”.

Los comentarios fueron llegando, una gran parte de ellos en apoyo y admiración por mi “valentía”. Con las horas, las respuestas de mis allegados fueron para mí, más que un aliciente, un balde de agua fría. Pensé: “¿Qué estoy haciendo al ventilar esto?, ellos no van a estar ahí por mí si esto se me revierte”. Me llamaban “valiente”, esa palabra no sólo me chocó, sino que me paralizó, porque me hizo pensar que ellos sabían algo que yo ignoraba. ¿Estaba arriesgándome o poniendo a mi familia frente a una situación que después tendría que lamentar?

El comentario que me dio mucha paz cuando lo leí fue el de un buen amigo de la universidad —Sasha Kleiner, hijo del actor Sergio Kleiner—, a diferencia del resto de los comentarios que, aun siendo bien intencionados, despertaron en mí una angustia:

Amiga, es difícil encontrar palabras adecuadas y oportunas, lamento ese trago amargo y que las circunstancias en la realidad no correspondan a la teoría y al deber ser, que no haya habido modo de impartir justicia terrenal, que sea tan difícil ser mujer en una sociedad que se ensaña con las víctimas y solapa y protege a los agresores, pero mi apoyo y amistad contigo, otras consecuencias sin duda recaerán en quienes pretenden impunemente conducirse de ese modo, concretando o amagando esos avances no consensuales escudándose en el poder y en supuestos valores malentendidos que no debemos perpetuar, celebro que haya estas voces que encuentren la capacidad de exhibir a estas personas que efectivamente han hecho daño, sin dar coartadas en el malestar íntimo ahogado en el silencio.

Terminé por retroceder, principalmente por cautela, oculté el comentario y borré los mensajes que aún no habían sido leídos.

Si yo me acobardaba frente a esto, qué sería de las víctimas de violación que viven no sólo el acto perverso de su agresor, sino también el pavor para denunciarlo y acercarse a las autoridades; esto me hizo pensar en la soledad y la impotencia que deben sentir.

Yo no tenía idea de lo que estaba pasando en torno a la figura de Andrés Roemer. Siendo madre de un niño pequeño cuento con muy pocas horas del día para mí y menos para enterarme de lo que pasa en los medios. Una amiga querida, Connie Estefan, me pasó el 21 de febrero de 2021 el artículo de El País, porque recordó que años atrás le había contado de Andrés. Me escribió: “Es probable que ya lo viste, pero si no es así, creo que éste es el momento de denunciar a este patán. Van más de 11 mujeres que lo denuncian”.

Al pasar los días la esposa de un amigo que trabaja en Bloomberg me dijo que una reportera del medio digital La Lista estaba interesada en entrevistarme. Hablé con Anna Portella, le conté mi historia, lo esencial, sin los detalles que se escaparon, porque la memoria sólo regresa cuando la invocamos.1

Cuando salió el reportaje, el 26 de febrero, mi historia fue divulgada bajo el alias de María; sentí que algo le faltaba, que se había quedado mucho en el tintero. Faltaban las minucias que motivan y forman el actuar humano, faltaban los entresijos de Andrés.

Pensé en escribir mi denuncia a detalle y subirla a Twitter en la cuenta de Periodistas Unidas Mexicanas (PUM) —organización integrada por mujeres periodistas y otras profesionistas que busca visibilizar la violencia de género en los medios de comunicación—, pero no quise que se perdiera entre todas aquellas voces, tampoco que se confundiera con las historias más aterradoras. No pude escribir.

Una prima me envió la convocatoria para un concurso literario independiente de cuento corto, entonces escribí “El Roedor”, una oscura sátira basada en Roemer y las historias de sus víctimas; sólo así pude empezar a plasmar mi propia historia en papel. Envié mi cuento, junto con otros dos. “El Roedor” no ganó un lugar en la antología que sería publicada —me imagino que el tono no era el adecuado—, los otros dos, por el contrario, y para mi fortuna, tuvieron un espacio garantizado. Para el mes de mayo, después de entrar al túnel del tiempo, pude escribir el relato de mi historia, que en este libro presento como la denuncia número 44, titulada “Dos por una”.

Toda mi vida he escrito —tengo dos novelas que esperan el día que las concluya—; disfruto del sonido de las palabras, de la musicalidad y del fraseo del lenguaje. Cuando estaba estudiando la carrera de derecho en la Universidad Iberoamericana, precisamente la profesora que impartía la materia de Servicio Social me pidió escribir para una revista de la universidad una reseña o ensayo sobre mi experiencia en el servicio. Acepté el reto pensando que podía enmascarar la verdad e inventarme una historia positiva que en realidad no viví. El desánimo pronto me invadió y le di largas al asunto, hasta que la profesora dejó de preguntar por el documento y el verano terminó.

En su momento callé, teniendo un espacio abierto para hablar. Me hicieron pensar a muy corta edad que así tenía que ser: retirarme en silencio, sin armar alborotos, ni llamar la atención. He llegado a pensar qué habría pasado si en aquel 2002 hubiera subido aquellas escaleras para hablar con la presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) o si hubiera hablado con mi profesora cuando la oportunidad se presentó.

Algo tengo claro: en aquella época estaba sola; tanto mi familia como mis amistades y los que laboraban en el Conaculta, implícita o explícitamente, me pidieron no darle más vueltas al asunto. Así que callé y lo enterré, porque lo que experimenté era lo que tantas mujeres antes de mí habían sufrido, ya fuera en el trabajo, en las aulas, en las calles y hasta en el hogar: el acoso y el hostigamiento sexual tan normalizados y tolerados en nuestra sociedad —que nos ha enseñado a las mujeres que mientras no se trate de algo más serio debemos aprender a sobrellevarlos y superarlos, tal como se hace con un catarro; ignorando, de buena o de mala fe, que así se incentivan comportamientos ominosos que pueden terminar en delitos graves como: violación, privación ilegal de la libertad, lesiones, tortura, h

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