Heidi (Colección Alfaguara Clásicos)

Johanna Spyri

Fragmento

heidi-2

Del pequeño y acogedor pueblo de Maienfeld, parte un camino que atraviesa verdes prados y tupidos bosques y conduce hasta el pie de las altísimas montañas, que miran imponentes hacia el valle. Allí, el camino se transforma en un sendero empinado, abrupto, que asciende por los Alpes, a través de pastos de hierba fresca que ofrecen su suave aroma al caminante.

Una espléndida mañana de junio, cuando el sol ya calentaba, una joven del valle, alta y vigorosa, avanzaba por el sendero. De la mano, llevaba a una niña de unos cinco años, morena, de rostro bronceado y mejillas ardientes. La pequeña apenas podía caminar, porque iba abrigada como si tuviera que enfrentarse al gélido invierno. Llevaba puestos dos vestidos, o tal vez eran tres, y por encima de los hombros, cruzado sobre el pecho y anudado a la espalda, un pañuelo rojo. Además, calzaba unas pesadas botas de montaña con la suela claveteada. No es de extrañar, pues, que la pequeña estuviera sudorosa y acalorada.

Las dos viajeras debían de llevar una hora caminando desde el valle, cuando llegaron a la aldea de Dörfli, situada a mitad de camino de la cumbre. La joven había nacido en la aldea y, allí, la conocía todo el mundo. Las mujeres que la veían pasar la llamaban por su nombre, salían a la puerta y abrían las ventanas de sus casas para interesarse por ella. Otras mujeres, al oír voces y risas, también se acercaban a darle la bienvenida. La joven respondía con amabilidad a los saludos sin detenerse, sin ni siquiera aminorar el paso. Ni ella ni la niña se pararon a conversar.

Ya a las afueras de la aldea, donde había algunas casitas dispersas, oyeron una voz que las llamaba desde la casa más alejada.

—¿Eres tú, Dete? ¿Vas hacia arriba? Espera, subiré contigo.

Al oír estas palabras, Dete se detuvo. La niña le soltó la mano al instante y fue a sentarse al borde del camino.

—¿Estás cansada, Heidi? —le preguntó Dete.

—Tengo mucho calor —respondió la niña.

—Ya falta poco para llegar. Un pequeño esfuerzo y en una hora estaremos arriba —dijo Dete para animarla.

De la casa, salió una mujer corpulenta, de rostro amable, que fue a reunirse con Dete y Heidi. La niña se quedó algo retrasada, caminando detrás de las dos amigas que iniciaron una animada conversación acerca de Dörfli y de sus vecinos.

—¿Adónde vas con la niña? —preguntó la amiga de Dete—. Es tu sobrina, la hija de tu hermana, ¿verdad?

—Sí, la llevo a casa del tío para que se quede a vivir con él.

—¿De verdad piensas dejar a una niña tan pequeña con el Viejo de los Alpes? ¿Has perdido la cabeza, Dete? ¿Cómo puedes hacer algo así? En cuanto te vea, te mandará al mismo infierno.

—¡Que diga lo que quiera! Es su abuelo, ¿no? Pues debe responsabilizarse de la niña. Yo ya he hecho bastante. Desde que murió su madre hasta ahora, Barbel, yo me he ocupado de todo, la he alimentado y la he vestido. No me puedo permitir perder un buen empleo por cuidar de Heidi. Ahora le toca a su abuelo.

—Tienes razón, Dete. Si él fuera como los demás…, pero ya lo conoces, ¿qué va a hacer con una niña tan pequeña? No querrá saber nada, ya lo verás, ni ella querrá quedarse —aseguró Barbel—. Pero, cuéntame, ¿adónde vas?, ¿de qué empleo se trata?

—A Fráncfort —contestó Dete—. A casa de una familia que conocí el verano pasado cuando trabajaba en el balneario de Ragatz. Me ocupaba de arreglar sus habitaciones. Me apreciaban mucho. Entonces ya me pidieron que me fuese con ellos, pero yo les dije que no por no dejar a la niña. Este año me han insistido y no puedo perder una oportunidad tan buena. Son gente rica, ¿sabes? ¡Este año iré, Barbel, puedes estar segura!

—Te entiendo, Dete. Aunque, sinceramente, no me gustaría estar en el lugar de tu sobrina —exclamó Barbel—. Nadie sabe qué clase de hombre es el Viejo. No se relaciona con nadie. Jamás va a la iglesia. Pasan los años y no pone un pie en ella. Y, cuando baja al pueblo, parece un salvaje. Da miedo con sus cejas tan espesas y su barba blanca. Además, va armado con un grueso bastón. Es lógico que todos lo esquiven, que huyan de él como de la peste. ¡No quisiera tropezarme con él en uno de estos caminos, no, en modo alguno!

—¿Y qué? Me da igual lo que digas —dijo Dete, disgustada—. Es un tipo huraño, sí, pero es el abuelo de Heidi y su obligación es cuidarla. Dime, ¿qué daño va a hacerle?

—¡Mujer, no creo que se la coma! —dijo Barbel para suavizar el enfado de su amiga y también para poder saciar su curiosidad—. Verás, yo creo que este hombre ha de tener, por fuerza, algún peso en la conciencia. ¿No estás de acuerdo? Su mirada es terrorífica. Los buenos cristianos no miran a la gente con esa ferocidad. ¿Y cómo puede vivir tan solo, allí arriba, sin ver nunca a nadie? En la aldea hay muchos rumores. Se cuentan cosas terribles, pero tú debes saberlas mejor que nadie. Seguro que tu hermana te explicó algo.

—Por supuesto, pero no pienso repetirlo. Si el Viejo se enterara de que he hablado, se pondría como una fiera conmigo.

La amiga de Dete no se dio por vencida. Barbel procedía de Prättigau y se había instalado en Dörfli al contraer matrimonio. Desde hacía mucho tiempo deseaba enterarse del misterio que rodeaba a aquel hombre, a quienes unos llamaban el «Viejo de la Montaña», otros el «Ermitaño», otros el «Solitario» o el «Viejo de los Alpes». En la aldea, se contaban historias a medias, hablaban de él en voz baja, como si la gente tuviera miedo de que las murmuraciones llegasen a sus oídos. Dete, en cambio, había nacido allí y había vivido en la aldea hasta la muerte de su madre. Después se marchó con su sobrina a Ragatz, donde encontró trabajo como camarera. Y ahora volvía con la pequeña para llevársela al Viejo, de quien era familia. Ella mejor que nadie podía contarle el misterioso pasado del anciano.

Así que Barbel tomó del brazo a su amiga, bajó la voz hasta convertirla en un murmullo, procurando ser muy persuasiva, y dijo:

—Estoy segura de que eres la única que conoce toda la historia del Viejo, lo que es verdad y lo que es invención. Cuéntame, ¿qué le pasó? ¿Siempre inspiró tanto temor? ¿Por qué se fue a vivir a un sitio tan alejado?

—No sé si siempre ha sido como es ahora. Tengo veintiséis años y él debe estar por los setenta. No puedo decirte cómo era de joven. Si supiera que no se va a enterar todo el mundo en Prättigau, podría contarte ciertas cosas… —dijo Dete, que luchaba con sus deseos de hablar y el temor que le inspiraba el Viejo.

—Pero, bueno, Dete, ¿qué te piensas? ¿De verdad crees que iré divulgando por ahí las cosas que me cuentes? ¿Acaso no me conoces? —exclamó Barbel indignada por la desconfianza de su amiga—. Has de saber que la gente de mi pueblo no tiene fama de charlatana. Y yo menos todavía. Yo sé mantener un secreto. Te aseguro que no diré nada a nadie.

—De acuerdo, pero prométeme que cumplirás tu palabra —dijo Dete.

Barbel hizo un gesto afirmativo y Dete volvió la cabeza para cerciorarse de que Heidi no podría oír lo que iba a contar a su amiga. La niña, sin embargo, no las seguía. Desde donde se hallaban, podían ver con claridad el sendero que habían recorrido desde Dörfli. Miraron

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