Los desacuerdos de paz

Juan Gabriel Vásquez

Fragmento

A manera de prólogo:
La difícil tarea de decir «esto ha ocurrido»

I

Hacia el final de El general en su laberinto, Simón Bolívar recibe a una pareja de conocidos para tomar en su casa de habitación la merienda de las cuatro, y en medio de una conversación sobre religión y revoluciones les suelta esta frase dolorosa: «Cada colombiano es un país enemigo». No sé cuántas veces he recordado la escena en el curso de estos últimos años, ni cuántas he leído ese par de páginas sólo para maravillarme del talento misterioso con que las ficciones nos hablan siempre de lo que nos está ocurriendo, pero las palabras que García Márquez escribió en esa novela de 1989 se me han parecido sospechosamente a lo que muchos hemos sentido más de una vez en los últimos diez años: los que han transcurrido entre el anuncio oficial de las negociaciones de paz, hecho en Oslo en octubre de 2012, y este presente atribulado y confuso en que tratamos de lidiar con las consecuencias de lo negociado. Nunca, desde la guerra bipartidista de los años cincuenta, con sus trescientos mil muertos y su legado de un país descoyuntado que todavía tratamos de reparar, habíamos estado los colombianos tan preparados para ejercer o tolerar la violencia —retórica o física: la una siempre ha llevado a la otra— cuando ese adversario es quien puede sufrirla. Y eso es lo que advierte Bolívar mientras toma la merienda de las cuatro de la tarde: por eso dice que todo colombiano es un país enemigo. Igual que páginas más tarde, tras la lectura que le hacen de una carta decepcionante, suelta otra verdad más suave, pero no menos pertinente: «Todas las ideas que se les ocurren a los colombianos son para dividir».

Las negociaciones de paz de La Habana y los acuerdos del Teatro Colón son el intento más dedicado que se ha hecho en Colombia por contradecir al Bolívar de la novela. También son —porque en este país nada es sencillo nunca— la confirmación más perfecta de sus opiniones. Por supuesto que el objetivo principal de los acuerdos era acabar con una guerra que nos ha puesto, como país, frente al espejo incómodo de nuestra propia crueldad; pero en cierto sentido eran más ambiciosos, pues también buscaban abrir un espacio donde se nos pudieran ocurrir ideas que no nos dividieran, sino lo contrario: es decir, colaborar con la invención de un país donde todos quepamos. Los resultados, como lo sabe todo el mundo, fueron por otra parte. El plebiscito del 2 de octubre de 2016 se convirtió en un símbolo de nuestras fracturas, nuestras supersticiones, nuestros resentimientos y nuestros odios, retrató para siempre a nuestros líderes fraudulentos y mendaces, envenenó nuestra conversación y dinamitó nuestra convivencia, pero sobre todo nos llenó de preguntas. ¿Por qué pasó lo que pasó? ¿Cómo interpretarlo?, ¿qué nos dice acerca de lo que somos y para qué sirve saberlo, si es que sirve para algo?

Cuando comenzaron las negociaciones yo llevaba cinco años escribiendo columnas de opinión en la prensa, y durante los años que siguieron continué haciéndolo bajo la convicción de estar asistiendo a un hecho importante, acaso el más importante que había ocurrido en varias generaciones, pero cuya trascendencia sólo era tan grande como la dificultad de entenderlo. Este libro es una recopilación de todo lo que escribí en esta década —artículos y columnas de opinión, pero también ensayos y conversaciones— con la intención de entender primero y tratar de explicar después. Para un novelista, el oficio de opinar no deja de tener cierta extrañeza. El novelista escribe a partir de la duda y la incertidumbre; el columnista, a partir de la certeza. La novela es una forma complejísima de hacer preguntas; la columna de opinión, en cambio, quiere ofrecer alguna forma de respuesta. Pero nada de esto importa en el fondo, porque el asunto es más sencillo: todo novelista es también un ciudadano. Y a menos que me equivoque, estas piezas, leídas en el orden en que aparecen aquí, cuentan una historia que es acaso la de muchos de ustedes: el esfuerzo por interpretar una realidad presente, imaginar una realidad futura y tratar de hacer algo, lo que esté a nuestro alcance, por cubrir el espacio insondable que va de la una a la otra. Pues bien, lo que estaba a mi alcance era el periodismo.

Pero ninguna de las dos cosas —ni el ejercicio del periodismo ni el de la ciudadanía— es fácil en Colombia. Las piezas de este libro se publicaron en un país donde se amenaza con facilidad pasmosa, donde los poderosos usan su poder con demasiada frecuencia para intimidar a sus críticos, y donde la censura que no consiguen los violentos la consigue el salvajismo de la crispación ciudadana, tal como ocurre en ese arrabal de cuchilleros que son a menudo las redes sociales. Muchas veces, en el curso de estos diez años, me pregunté para qué seguía haciendo lo que hacía, y este ambiente de violencia retórica era parte de mi desasosiego. En agosto de 2014, después de siete años de respetar una cita semanal con los lectores, dejé mi columna en El Espectador. «Sé que pocos trabajos hay tan nobles», escribí entonces, «como el intento —en la medida de nuestras imperfecciones— de devolver cierta altura a la discusión pública, sobre todo en un país que se ha acostumbrado demasiado a los atajos del amedrentamiento y la calumnia». Sigo pensándolo, por supuesto, y más cuando leo a los periodistas que admiro, que todos los días se hacen la vida más incómoda y corren riesgos innombrables; pero un par de años después de esa columna, cuando volví a hacer periodismo con cierta asiduidad y una manifiesta sensación de urgencia, a aquellos vicios de nuestros debates sociales se había sumado uno más, emblema lamentable de estos tiempos que nos tocaron en suerte.

II

Tras la aparición en nuestro léxico vivo de la palabra posverdad, muchos creyeron y sostuvieron que no había nada nuevo en nuestras inquietudes: que se trataba de la misma mentira política de siempre. No me pareció que fuera así y no me lo parece todavía, a pesar de que los fenómenos, vistos desde afuera, resulten tan similares. No voy a ser yo quien se rasgue las vestiduras cuando un político mienta: la mentira y la política son viejas compañeras, porque son viejos compañeros la mentira y el poder. No sólo es imposible que un ser humano gane y ejerza poder sobre los otros sin distorsionar la verdad de alguna forma, sino que las únicas verdades que no están en riesgo permanente de distorsión u ocultamiento son las que no contienen poder alguno. «Sólo la verdad que no se opone a ningún beneficio ni placer humano es bienvenida por todos los hombres», escribió Hobbes en un pasaje de Leviatán que le gustaba mucho a Hannah Arendt. Enseguida decía, con clarividencia pero no sin humor:

No me cabe duda de que la doctrina según la cual los tres ángulos de un triángulo han de ser iguales a dos ángulos de un cuadrado, de haberse opuesto al derecho de dominio de cualquier hombre o al interés de los dominadores habría sido no sólo discutida, sino, en la medida del poder del afectado, suprimida mediante la quema de todos los libros de geometría.

De manera que tengo clara esa obviedad: donde el poder está en juego, la mentira se hará presente. Tal vez sean más extrañas, aunque no más sorprendentes, las razones por las que los ciudadanos se abandonan a la mentira de sus líderes, o suspenden el buen juicio y rinden su credulidad cuando la mentira que esos líderes les cuentan satisface sus intereses o confirma sus prejuicios. Allí no estamos ya frente al mentiroso que conoce la verdad y dice lo que la oculta u ofusca, sino frente al destinatario que decide creer la declaración del mentiroso sin que le importe la posibilidad del engaño, pues la encuentra reconfortante o alentadora. Pero tampoco es eso exactamente lo que nos ha pasado en los últimos años; o es eso, sí, pero también es algo más: es su exacerbación, su hipertrofia. Lo que hemos dado en llamar posverdad no es aquella mentira política: es el fenómeno por el cual la distinción entre verdad y mentira ha dejado de importar para el ciudadano, y lo que moldea o define su percepción de la realidad no son ya los hechos verificables, sino sus emociones más profundas. En otras palabras, lo que determina su opinión del mundo —y, por lo tanto, sus decisiones políticas— no es lo que ocurrió, sino lo que el ciudadano quiere que ocurra o que haya ocurrido. ¿Cómo es eso posible?

Ésta es, para mí, la verdadera revolución de las nuevas tecnologías: lo que podemos llamar la ruptura de la realidad compartida. Antes del advenimiento de las redes sociales, e incluso en el mundo del año 2012, cuando comencé a escribir opiniones sobre las negociaciones de paz, había entre los ciudadanos una cierta creencia en la realidad compartida: es decir, la realidad se interpretaba de manera distinta según nuestros prejuicios, nuestra educación, nuestras obcecaciones, nuestra información y nuestras creencias, pero aceptábamos que la realidad era igual para todos. Los hechos se contaban de una forma desde la izquierda política y de otra desde la derecha; pero los hechos eran los mismos. La cuestión siempre ha sido problemática, desde luego. A Hannah Arendt, cuyos ensayos llevan cinco años encima de mi escritorio y al alcance de mi mano como botiquines de primeros auxilios, le preocupó el asunto lo bastante como para dedicarle varias páginas agudas. En un ensayo de 1967, hablando de la narración histórica, dejó varias iluminaciones valiosas sobre los intentos que hacemos por comentar el presente desde el periodismo. «¿Existen en realidad los hechos independientes de la opinión y de la interpretación?», se pregunta. En otras palabras: ¿no es imposible establecer la realidad de un hecho si no se le acompaña de una explicación, una elucidación, un comentario? Estos problemas de la historia son reales, dice, «pero no constituyen un argumento contra la existencia de las cuestiones objetivas, ni pueden servir para justificar que se borren las líneas divisorias entre el hecho, la opinión y la interpretación». Y concluye: «Cuando admitimos que cada generación tiene derecho a escribir su propia historia, sólo estamos reconociendo el derecho a ordenar los acontecimientos según la perspectiva de dicha generación, no el derecho a alterar el propio asunto objetivo».

A partir del malhadado año de 2016, los ciudadanos nos dimos cuenta —los que quisimos darnos cuenta, en todo caso— de que la alteración del asunto objetivo no sólo era una posibilidad, sino que había comenzado a regir nuestra relación con el mundo. La elección improbable de Trump, la victoria del Brexit y la derrota de los acuerdos de paz en Colombia fueron los episodios más conspicuos de ese nuevo estado de las cosas. Las alarmas sonaron cuando Sean Spicer, jefe de comunicaciones de Trump, se paró frente a las cámaras de la sala de prensa y sostuvo que a la inauguración de su jefe había asistido más gente que a la de Obama, a pesar de que todas las imágenes demostraran lo contrario; días después, Kellyanne Conway, consejera del presidente, defendió esa falsedad con el argumento de que Spicer no había mentido: sólo usó hechos alternativos. Y de repente, en cuestión de pocos segundos de televisión, la línea entre el hecho y la opinión había sido obliterada sin remedio frente a los ojos del mundo. Lo ocurrido en la inauguración ya no era lo que había ocurrido, sino lo que Trump quería que ocurriera o que hubiera ocurrido. Sólo faltaba que los hechos alternativos se convirtieran, para miles de seguidores del presidente, en los únicos hechos. Y eso, esa magia inverosímil que parece salida de una novela distópica, es lo que han logrado las redes sociales.

En los últimos años, una serie de libros han comenzado a iluminar el funcionamiento, los mecanismos y los secretos del negocio millonario de las redes sociales, y a explicarnos a los legos —que, para ciertos efectos, somos casi todos— las razones por las que nuestro mundo político se está yendo a la mierda gracias a nuestra negligencia, o con nuestra complicidad y aun nuestro beneplácito*. Muchas de esas razones tienen que ver con los algoritmos que determinan lo que vemos, una serie de calculaciones de enorme tamaño que acumulan información sobre el usuario de las redes para trazar su perfil y ofrecerle, a ese usuario y sólo a ese usuario, una versión de la realidad que nadie más puede ver. Es un mecanismo perverso, porque la información que acumula el sistema viene del usuario mismo tanto como de un sofisticado espionaje.

«Los algoritmos se atiborran de datos sobre usted, cada segundo», escribe Jaron Lanier. «¿En qué tipo de enlaces hace usted clic? ¿Qué videos ve hasta el final? ¿Con qué rapidez pasa de una cosa a otra? ¿Dónde está usted cuando hace estas cosas? ¿Con quién se relaciona en persona y en línea? ¿Qué expresiones faciales hace usted? ¿Cómo cambia el tono de su piel en diferentes situaciones? ¿Qué estaba usted haciendo justo antes de decidirse a comprar algo o no? ¿A votar o no?». Estas mediciones construyen un perfil de cada usuario y definen, enseguida, las propuestas que le hace el algoritmo: los enlaces que le manda, los feeds que le sugiere, los videos que le propone, las publicidades que le ofrece. Se trata, dice Lanier, de una técnica de manipulación y modificación de nuestro comportamiento sin precedentes. El perfil se ajusta y se optimiza a cada segundo de nuestro comportamiento digital; cada segundo, el algoritmo entiende mejor qué tipo de propuestas llevarían al usuario a pasar más tiempo conectado o a comportarse de cierta manera como consumidor; cada segundo, el algoritmo está definiendo con más precisión una historia que le cuenta a este usuario, pero no a ningún otro: pues el comportamiento digital del otro no ha sido el mismo.

Las consecuencias políticas son aterradoras. Si los algoritmos me presentan a mí una realidad que nadie más ve, mi capacidad de comprender a los demás se debilita y va desapareciendo lentamente. Lanier nos pide imaginar que Wikipedia nos mostrara a cada usuario una versión diferente de sus artículos dependiendo de nuestras preferencias, nuestras antipatías y nuestro comportamiento en línea: pues bien, no es distinto lo que nos sucede ahora. «No sólo su visión del mundo está distorsionada», escribe Lanier, «sino que tiene usted menos conciencia de la visión del mundo de los demás. Ha sido usted desterrado de las experiencias de los otros grupos, que están siendo manipulados por aparte. Las experiencias de esos grupos son tan opacas para usted como los algoritmos que dirigen sus propias experiencias. Esta transformación marca una época. La versión del mundo que usted está viendo es invisible para las personas que lo malinterpretan, y viceversa». En cierto sentido, la realidad que cada usuario ve a través de sus redes, el conjunto de los hechos que en sus redes pasan por la verdad total, han sido diseñados según sus opiniones. El resultado natural de esta ruptura de la realidad común es el refuerzo del tribalismo, el sectarismo y la intolerancia.

Jia Tolentino, una millennial tan conectada como cualquiera, lo explica maravillosamente:

Podemos limitar —y probablemente lo hagamos— nuestra actividad en línea a los sitios web que refuerzan nuestro sentido de identidad, de manera que cada uno de nosotros lee cosas escritas para gente como nosotros. En las plataformas de las redes sociales, todo lo que vemos corresponde a nuestras elecciones conscientes y a nuestras preferencias guiadas por algoritmos, y todas las noticias y la cultura y la interacción interpersonal se filtran a través de la base del perfil. La locura cotidiana que internet perpetúa es la de esta arquitectura, que sitúa la identidad personal en el centro del universo. Es como si nos hubieran puesto en un mirador desde el cual se ve el mundo entero y nos hubieran dado unos prismáticos que hacen que todo se parezca a nuestro propio reflejo. A través de las redes sociales, muchas personas han llegado rápidamente a ver toda nueva información como una especie de comentario directo sobre quiénes son.

Se trata de una forma de narcisismo que trasciende la esfera de lo íntimo y se vuelve político con una rapidez pasmosa, y al hacerlo envenena toda relación ciudadana e impide toda negociación social. Por si quedara duda, Tolentino añade más adelante:

El objetivo de Facebook de mostrar a la gente sólo lo que le interesaba ver resultó, en cuestión de una década, en el fin efectivo de la realidad cívica compartida. Y esta decisión de la empresa, combinada con el incentivo financiero de provocar continuamente respuestas emocionales exacerbadas en sus usuarios, acabó por consolidar la norma actual en el consumo de medios informativos: hoy consumimos mayoritariamente noticias que se corresponden con nuestra alineación ideológica, que ha sido afinada para hacernos sentir moralmente superiores y al mismo tiempo enfadados.

Emberracados, diríamos los colombianos: como cuando nos mienten y nos engañan para que salgamos a votar de una determinada manera, o creyendo en una realidad determinada. Fue lo que hizo impunemente la campaña por el No a los acuerdos de La Habana, según la confesión ridícula e involuntaria del hombre que la dirigió. Más allá de nuestras convicciones políticas (o de las lealtades que las fortifiquen o reemplacen), sólo los cínicos olvidan este fraude o fingen que nunca ocurrió.

Pero de aquella campaña gigantesca de mentiras y engaños, que tuvo una influencia decisiva en el resultado del plebiscito, se ocupan bastante los artículos de este libro, y no vale la pena que le dedique demasiado espacio ahora. Lo que aquí me importa es ese diagnóstico que me parece inapelable: las nuevas tecnologías han provocado la desaparición de los límites entre la realidad y la opinión que tengamos sobre ella. Hoy algunos pueden decir que no hay realidad objetiva, o acaso que todo es opinión. En semejantes circunstancias, ¿qué utilidad tiene el ejercicio del periodismo tal como lo entendemos los columnistas de prensa, ocasionales o no? ¿Qué peso puede tener un razonamiento complejo expresado en seiscientas o mil palabras, apoyado en una confirmación de datos de cierto rigor y en todo caso respaldado por la cara y la firma de quien escribe, cuando la conversación influyente, la que realmente mueve las agujas del mundo, ocurre en otra parte, de otras formas más emocionales y por lo tanto más seductoras o adictivas, amparada con frecuencia por el anonimato cuando no por la alevosía, y sobre todo libre de las reglas ya anacrónicas del apego a la verdad comprobable y la responsabilidad del emisor? La amplísima mayoría de los columnistas de opinión, en los medios que llamamos tradicionales, apoyaba los acuerdos de paz: ¿qué nos dice el hecho de que hayan sido derrotados en el plebiscito del 2 de octubre? Entre líneas, este libro quiere ser también una reflexión sobre nuestras limitaciones.

III

Fui un defensor de los acuerdos de paz desde el principio, cuando serlo significaba enfrentarse más arduamente que ahora a las mayorías de esa veleta que llamamos la opinión pública, pero traté siempre de escribir con la mirada clara, sin hoja de ruta ni instrucciones gremiales ni bajo el cómodo paraguas de las ideologías. Sobre todo —éste fue quizás el mandato más estricto que me impuse, y lo sigue siendo—, traté de escribir sin buscar nunca el aplauso ni evitar el abucheo, vinieran de donde vinieran. Hoy me sorprende el escepticismo de las primeras columnas; también me incomoda que la testaruda realidad colombiana lo haya justificado a cada paso. Pero si hay alguna razón para la esperanza, aun en medio de los embates inconcebibles que ha sufrido nuestro derecho a la paz, es

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