Diarios

Julia Toro Donoso

Fragmento

 Prólogo

PRÓLOGO

Podríamos decir que en el currículum de un artista están sus obras, sus logros alcanzados, sus evidentes éxitos. En los cuadernos, en cambio, encontramos sus vicisitudes y sus desengaños, sus ensayos y errores, sus procesos ocultos o aún abiertos. Se trata de una escritura hecha de capas geológicas en las que se sedimentan los recuerdos de infancia, el oficio, los eventos vitales, las exploraciones existenciales, las materialidades, los asuntos domésticos y los afectos. Así se van hilando pasajes, listas, oraciones. El presente volumen, acorde a ese espíritu, reúne la selección de los diarios de una de las fotógrafas más relevantes de Chile.

Julia Toro nació en Talca en 1933, hija de un padre odontólogo y una madre pianista. De niña se fue a vivir a Santiago con sus abuelos y se educó en un colegio inglés. Creció en un ambiente culto, formado por los primos del clan Donoso, entre los que se encontraba el escritor José Donoso. Siguiendo lo habitual en las mujeres de su época, contrae matrimonio con su primer novio, Patrick Garreaud, con quien tuvo tres hijos: Patrick, Julia y Bernardita. Más adelante se divorcia, rompiendo las convenciones, y se empareja con el fotógrafo Jaime Goycolea. De esa relación nacerá su hijo Mateo.

En cuanto a su formación, se inició en el dibujo y la pintura con artistas como Adolfo Couve, Thomas Daskam y Carmen Silva, hasta que en la adultez descubrió la fotografía. Su particular encuadre y sentido de la composición hicieron de su trabajo una obra singular y valorada, retratando a niños, parejas, monjas, bares, barrios y objetos cotidianos. Habría que considerar la pulsión narrativa que emerge de sus imágenes, aquello que la lleva a trabajar cierto «relato condensado», como ella misma ha sugerido en varias ocasiones.

En su trayectoria como fotógrafa se aprecian diversas líneas de exploración que perfilan una poética visual, y que le ha valido el reconocimiento nacional e internacional. Es autora de los retratos más destacados del movimiento artístico de los años ochenta, en plena dictadura militar, con capturas memorables de performances de los grupos de vanguardia —en las que participaron artistas como Carlos Leppe y Juan Domingo Dávila, Las Yeguas del Apocalipsis, Vicente Ruiz, entre otros—, o de las reuniones y lecturas de escritores emblemáticos, como Martín Cerda, Diamela Eltit y Raúl Zurita. Ella fue un ojo testigo de la resistencia política-cultural que intentó inmortalizar los instantes de efervescencia clandestina. Como indica la crítica Elisa Cárdenas, las imágenes producidas por la autora en esa época «están en una especie de inconsciente fotográfico del Chile de las últimas tres o cuatro décadas»1.

Por otra parte, en su obra encontramos imágenes del paisaje urbano, como sus fotografías del barrio Concha y Toro y sus calles de adoquines, las vitrinas de comercios austeros y las tiendas de oficios tradicionales como peluqueros y zapateros. Se suman también las calles arboladas de la comuna de Nuñoa, la zona aledaña al Parque Forestal o los jardines en El Arrayán.

Asimismo, ha explorado la intimidad cotidiana registrando escenas familiares que destacan por su naturalidad. Sus hijos y nietos han protagonizado sutiles momentos, como el primer día de escuela, el rito del almuerzo, el relajo de las vacaciones y la belleza de la juventud. En este contexto, Julia Toro ha hablado de «la invención de lo cotidiano», tomando el concepto del ensayo homónimo del filósofo francés Michel De Certeau como arte poética: «Lo mío sería la retención de lo cotidiano, la necesidad de captar la vida que pasa tan rápido. Desde el descubrimiento del rectángulo del visor, con el que podía seleccionar las imágenes que sentía tan bellas. (...) Y de ahí en adelante la vida era tan hermosa como dolorosa. Lo cotidiano, lo más cercano, el crecimiento del hijo, las cocinas, las ollas, el patio de las casas donde viví, las casas antiguas en barrios modestos», escribe en este libro. De algún modo, construye el tradicional álbum familiar, ese viaje a través de los eventos significativos, como una puesta en escena prodigiosa de esta pequeña comunidad, captando sus gestos y haciéndolos únicos e irrepetibles.

La artista ha comentado que más que planificar sus tomas se deja llevar por la intuición y el azar, reconociendo los instantes áureos y apretando el disparador en el momento preciso. En ese sentido, declara que «el ángel fotográfico» la acompaña siempre. En una conversación que tuve recientemente con ella me explica: «Me ha tocado tener la gracia de que pase cualquier cosa inusitada y yo tener la cámara colgando, y ser rápida. Creo que eso es un poco ser fotógrafo. La ilusión de que lo que estás viendo no alcanza y no logras hacer todo el propósito, solo disparas y es placer». Así, su intuición y sentido de composición operan de manera ágil para registrar la fotografía.

Mención aparte merece su trabajo sobre el erotismo, con fotografías de alta sensualidad y atrevimiento. Cuerpos trenzados en un baile lujurioso, poses audaces que exudan seducción y goce. En esas imágenes subyace una pregunta: ¿Dónde está la fotógrafa? Es tal la desinhibición de sus protagonistas que se sospecha si la imagen fue programada o la artista fue una espía clandestina. Y ese es el encanto de su sello, pues la intimidad es genuina y no impostada.

De algún modo, sus fotografías logran la cuarta pared, ese efecto propio del teatro en el que se acuerda una frontera invisible. La cuarta pared es un pacto entre los actores y espectadores para creer que lo que ocurre sobre las tablas es real. De este modo la artista, así como el director de teatro, preparan el setting y guían las interpretaciones, para luego retirarse y dejar que transcurra la ilusión. En este caso no hay actores que ensayan una puesta en escena, sino personas comunes y corrientes que permiten que su intimidad sea exhibida.

No deja de ser inquietante que la fotógrafa detrás de la mirilla sea una mujer. Estamos acostumbrados a que el ojo «macho» registre la desnudez, el deseo, la provocación o lo obsceno. Aquí es la artista quien se pone en el lugar del que mira, del voyeur que escribe entre líneas —deberíamos decir «entre-imágenes»— el guion de un cuadro lascivo, pero lejos de la pornografía de consumo, instaurando una erótica con perspectiva femenina. La audacia de Toro es, además, la de ser una de las pocas fotógrafas que ha trabajado el desnudo masculino con láminas que incluyen torsos, genitales y nalgas en primer plano.

Sus retratados son mujeres y hombres de diversas edades y cuerpos imperfectos, que realizan actos diarios como descansar, vestirse, mirarse en el espejo, maquillarse y seducir. Destaca, por ejemplo, una coreografía de dos amantes en ropa interior, una pareja que se enjabona en la tina o dos jóvenes que se dejan llevar por la excitación en medio de una escalera. El amor y el deseo son una máquina ficcional y, en un punto, estas fotografías nos sugieren un relato acerca del flujo de las pulsiones y recorren esa curva ascendente del deseo antes de la consumación.

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