1
—Y bloquea —me ordena Shannon.
Se encuentra a unos pasos de mí, con un sable de kendo de madera al costado. Sin vacilar, levanta el sable y lo hace oscilar hacia mi cabeza.
Yo alzo el codo derecho para bloquearlo, pero es demasiado rápida.
No veo más que un destello de color antes de acabar en el suelo, mirando el sol abrasador, con la cabeza palpitando. Hace un calor opresivo, tan opresivo que me cuesta pensar.
Al menos la hierba está blanda. Más o menos.
—¡Levanta! —Shannon se inclina sobre mí—. Dios. Es como si no hubieses luchado en toda tu vida.
—Y no lo he hecho —contesto mientras me froto un lado de la cabeza para asegurarme de que no me sale sangre.
Hasta hace unas semanas, toda la actividad física que había practicado se reducía a un puñado de partidos de squash en el gimnasio de la Academia Florence. Y bailar, por supuesto, en los diversos bailes de debutantes de las Atalayas.
Si mis padres pudieran verme en este momento, les daría algo: la única hija de Johnny y Melinda Rose despatarrada en el suelo reseco de las afueras de Nueva York, aguantando los gritos de una mística.
—Ah, ¿sí? —dice Shannon, y me da un golpecito con el sable en la pierna—. Creo recordar que recientemente has participado en una batalla bastante descomunal. Aunque, claro, acabaste en el hospital. Así que yo diría que perdiste.
Su tono es provocador, lo cual me molesta. ¿Qué sabe ella de esa batalla? No recuerdo haberla visto allí. Por supuesto, tengo un recuerdo borroso de la noche entera: el ejército de mis padres asaltó el escondite de los rebeldes místicos en los túneles del metro, y estos contraatacaron desplegando sus poderes con contundencia. Acabó con la muerte de Violet Brooks y mi propia hospitalización… y una guerra que continúa hasta hoy.
Shannon me pincha de nuevo.
—¿Qué piensas hacer si alguien te ataca y te caes? ¿Quedarte ahí tirada? Levántate y devuelve el golpe.
Gimo y me incorporo hasta sentarme. Estamos rodeadas de naturaleza: árboles altos, aire vigorizante y un agua azul que ha engullido los valles más bajos —en otro tiempo una excelente tierra de cultivo en el norte del estado de Nueva York—, con lo que solo las colinas permanecen por encima del nivel del mar. Por supuesto, la tierra ya no es excelente para nada: este sofocante calor ha dejado la hierba marrón y amarilla, y tiesa.
No hemos tenido ni un respiro en las últimas dos semanas, desde que salí del hospital. Shannon ha estado entrenándome desde entonces. Según ella, soy una alumna terrible.
Me seco el sudor de la frente con las manos y me las limpio en la ropa de deporte, de una tela elástica negra que se supone que refleja el calor. Es evidente que no funciona. Tengo tanto calor que estoy a punto de explotar.
—Ahora mírame a mí. —Shannon deja caer el sable de kendo al suelo y alza las manos. Cierra los puños con fuerza. Entonces se lleva los brazos al pecho hasta juntar los puños justo debajo de la barbilla—. Esta es la posición correcta.
La imito.
—Vale.
—Digamos que corro hacia ti, lista para atacar. No tienes tiempo de huir, así que debes defenderte. Adoptas esta posición… ¿y luego qué?
Pienso un segundo.
—¿Te doy un puñetazo?
Shannon niega con la cabeza fervorosamente. Su coleta roja se balancea con furia de un lado al otro. Ella ni siquiera se ha despeinado.
—¿Por qué no?
Hay una chispa de luz en sus ojos.
—Intenta darme un puñetazo.
Shannon echa a correr hacia mí, y adelanto el brazo en lo que considero que va a ser un firme puñetazo, pero ella lo rechaza de un manotazo y me clava la rodilla en el estómago. Experimento un dolor lacerante y termino de nuevo en el suelo.
—¡Ah! —Me cubro el abdomen con las manos—. ¿A ti qué te pasa? ¿Disfrutas haciéndome daño?
Shannon me dirige una amplia sonrisa.
—Por eso es por lo que no debes intentar dar un puñetazo a tu oponente. Eres demasiado débil, Aria. ¿Qué os enseñan ahí arriba? —Alza la barbilla y mira al cielo.
Desde aquí no vemos los puentes plateados ni los espléndidos rascacielos de las Atalayas, pero sé a qué se refiere.
—A pelear, no. —Me vuelvo sobre el costado, me incorporo y me limpio las manos en la parte posterior de las piernas. Si Shannon supiese cómo era mi vida hace apenas unas semanas (que iba de compras con mis amigas Kiki y Bennie, y asistía a fiestas y cenas, y disponía de una criada para atender cada una de mis necesidades), me odiaría más de lo que ya lo hace—. Al menos, no físicamente.
Shannon se ríe.
—Ya lo veo.
Extiende el brazo y tira de la cadena que llevo al cuello, de la que pende el guardapelo con forma de corazón que me regaló Patrick Benedict. Otro aliado, ahora muerto.
—Qué soso —añade, acariciando la plata sin brillo con los dedos—. Habría esperado algo más sofisticado de ti.
—Lamento decepcionarte —repongo. Me siento repentinamente cansada. Y dolorida. Me duelen las corvas, y también la parte baja de la espalda. Y todas las demás partes del cuerpo—. No sabía que esto fuera un desfile de moda.
Miro atrás, a la casa reformada, una alta estructura blanca de tres plantas. Nunca dirías que en su interior se apelotonan cincuenta místicos. Se trata de uno de los varios centros de mando del ejército rebelde en la periferia de Nueva York. Como los demás, aparte de hacer de refugio, en él se preparan las provisiones para los místicos que siguen en la ciudad, chicos mayores, hombres y mujeres que luchan contra las Atalayas para reinstaurar la igualdad en la ciudad. Aunque no se nos ha proporcionado demasiada información acerca de la guerra que se está librando, sí que sabemos que ha muerto mucha gente y que las Profundidades han quedado prácticamente destruidas. Manhattan ya no es la ciudad que recuerdo.
—¿Hemos acabado por hoy?
—En absoluto. —Shannon recoge su sable de kendo como si fuese una pluma—. Hagamos bloqueos de piernas.
No quiero ni imaginar qué es eso.
—Finge que te ataco. —Shannon echa el peso de su cuerpo hacia atrás y levanta el sable por detrás de su cabeza. Hay un momento en el que el sol incide en sus ojos, haciendo que el marrón de sus iris brille y resulte casi… agradable.
Qué lástima que no lo sea.
Su mirada vuelve a ser sombría cuando asegura con sequedad:
—Si te adelantas a mi ataque, puedes evitar el golpe y desarmarme. Probemos.
Levanto el brazo para protegerme del sol.
—¿Probar qué?
Shannon no responde, balancea el brazo hacia abajo y me acierta en la espinilla izquierda.
—Por todas las Atalayas, ¿qué…?
—Otra vez. —Entrecierra los ojos—. Demasiado lenta. Si te golpease con mi fuerza real, estarías en las últimas. Una rosa arrancada —añade tras una pausa, haciendo hincapié en la palabra «rosa».
Me froto la espinilla, que ya se me está empezando a amoratar, irritada porque Shannon considere que es el momento oportuno para jugar con mi apellido.
—Eres una especie de monstruo del entrenamiento.
Shannon inclina la cabeza hacia mí. Resulta fácil odiarla. Más allá de ese aire de suficiencia perpetuo, yo nunca tendré su belleza: ella es dura donde yo soy blanda, oscura donde yo soy transparente. Apenas sé nada de ella: de dónde es, quién es su familia, qué le gusta, si tiene novio. Las últimas semanas ha conseguido evitar contestar cualquier pregunta personal.
En lugar de eso, se concentra en molerme a palos, «por el bien de la rebelión».
—Aria —dice—, me lo estoy tomando con calma contigo.
—¿Llamas «calma» a esto? —Señalo los cardenales de color azul amarillento que tengo en los brazos como resultado de nuestra sesión de hace unos días—. No creo que esto sea lo que Hunter tenía en mente cuando me dejó aquí para entrenarme.
—Esto es justo lo que tenía en mente —replica enfadada—. Ahora Hunter tiene una rebelión que encabezar. Escapaste con vida de Manhattan por poco, Aria. Debes aprender a protegerte sola.
—Todo eso ya lo sé —le contesto.
He hecho todo lo que he podido para evitar pensar en la batalla en la que murió la madre de mi novio, Violet Brooks. Ella era la esperanza mística, la voz de los pobres que vivían en las Profundidades, la abogada de los oprimidos. Representaba todo lo que mis padres y los Foster no son.
He intentado apartar de mi mente las imágenes de la noche en que murió, de los innumerables cuerpos arrastrados por la corriente cuando el ejército de mi padre atacó el metro e inundó los túneles con las aguas de los canales. Tanto místicos como humanos, familias enteras… desaparecieron.
Eso fue hace casi un mes.
He intentado borrar el recuerdo de la pistola en mis manos cuando apreté el gatillo apuntando directamente a mi ex prometido, Thomas Foster, y contemplaba horrorizada cómo caía al suelo enlodado.
Lo he intentado y he fracasado. Aquella noche me defendí sola, y sin duda no necesito que Shannon, quienquiera que sea, me vuelva a echar todo aquello en cara.
Desplazo la mirada por la hierba muerta, lejos de la pintura blanca desconchada de la casa. Más allá del prado se ven los restos de un viejo manzanar. Todos los árboles son víctimas del calentamiento global, consumidos por el calor asfixiante.
Devuelvo la atención a Shannon.
—Bueno, ¿por qué estás aquí? —le pregunto—. ¿No tienes nada más importante que hacer?
Shannon abre la boca como una especie de animal salvaje.
—¿Crees que quiero estar aquí? ¿Entrenar a una niña rica y malcriada cuando debería estar fuera luchando? —Se quita la goma de la coleta de un tirón, dejando que su abundante cabello rojo caiga en cascada alrededor de su rostro—. Estoy aquí porque Hunter me pidió que te ayudara. A diferencia de ti, yo no nací en una familia acomodada. No conocí a mi madre… Mi padre es lo único que tengo, y él ha vuelto a Manhattan. Para luchar en una guerra que tú empezaste. —Me lanza una mirada que me produce un escalofrío. Siempre he sabido que no le gustaba, pero ahora advierto que en realidad me odia—. Yo debería estar allí. —Escupe en el suelo reseco—. Ahora, corre.
El sol emite un resplandor de tonos rojos y rosados.
—¿No hemos acabado?
—Habremos acabado cuando yo diga que hemos acabado —replica. Señala en la dirección opuesta a la casa, donde un grupo de árboles moribundos indica el final de las tierras de cultivo—. Hasta allí y vuelve.
—Eso deben de ser casi dos kilómetros —contesto—. No hablas en serio.
Pero su expresión me dice que sí que lo hace.
—Tres, dos…
—Vale, vale, voy. —La fulmino con la mirada, aprieto los dientes y echo a correr.
Casi he alcanzado la zona de entrenamiento, con el corazón palpitándome sonoramente en el pecho, cuando veo que se me acerca una figura.
—Toma, Aria —me dice una voz tímida—. Agua.
Dejo de correr y me doblo sobre mí misma para recuperar el aliento.
—¡Sigue moviéndote, Rose! —me grita Shannon—. ¡Sigue moviéndote!
Alzo la vista: es un niño, de nueve o diez años como mucho. Me resulta ligeramente familiar —debo de haberlo visto correteando por el complejo en algún momento—. Me tiende un vaso de agua fría. Me dan ganas de besarle en la mejilla en señal de gratitud.
Como de costumbre, me dispongo a tomar un sorbo propio de una señorita, solo que tengo demasiada sed. Doy un trago y otro, y parte del agua me resbala por la barbilla, pero me da igual.
El niño se ríe. Tiene el cabello castaño y lacio, los ojos grandes y la piel salpicada de pecas oscuras. Es adorable. Como aún no ha desarrollado sus poderes místicos, no se distingue de un humano normal, algo delgado en todo caso.
—¿Cómo te llamas? —le pregunto.
—Markus.
—Gracias por el agua, Markus.
Coge el vaso vacío con una risita nerviosa.
—Te estaba mirando desde la cocina. Me ha parecido que tenías sed.
Shannon se acerca pavoneándose.
—¿Aria ha hecho un nuevo amigo? Qué bonito…
Markus regresa brincando a la granja con el vaso vacío en alto, como si fuese un trofeo.
—Qué niño más mono —digo.
Shannon se encoge de hombros.
—Es huérfano. Bueno, supongo que técnicamente no. Su padre está vivo. Pero en la ciudad, luchando. Como el mío. Su madre murió en la batalla de los túneles.
—Es… muy triste —respondo, con la vista aún en Markus.
—Todos intentamos cuidar de él —continúa Shannon—. No es el único niño sin padres por aquí. Somos todos una gran familia. —Hace una pausa—. Excepto tú.
—Vaya, gracias.
Aprieta los labios.
—Bueno, es la verdad. Déjalo. ¿Cansada?
Asiento.
—Bien —añade—. Ahora hazlo otra vez.
—No. —Niego con la cabeza y la empujo al pasar por su lado en dirección a la casa—. Estoy harta, Shannon.
—¡Aria! —me llama—. ¡Vuelve aquí! ¡Inmediatamente! O se lo digo a Hunter.
—¡Yo misma se lo diré! —le grito en respuesta.
Oigo un correteo y Markus aparece justo a mi lado. La puesta de sol ha adquirido un tono mezcla de negro y azul y rojo intenso. El aire es caliente, pero ligeramente más soportable que antes.
—¿Tienes hambre? —pregunto al niño.
—Sí. —Se frota la barriga—. Me muero de hambre.
—Yo también —contesto—. Vamos a comer.
En las dos semanas que llevo en el complejo, no ha habido una sola comida formal, algo a lo que todavía me estoy acostumbrando. A mis padres les gustan las cenas como es debido: todo el mundo vestido con sus mejores galas, sentados a una mesa perfectamente puesta, con la plata resplandeciente y los criados sirviendo platos de comida sofisticada. En mi casa, la comida se prepara en la cocina, que se encuentra en un ala separada, y nadie ve el esfuerzo que supone hacerla, solo el maravilloso resultado.
Esto es todo lo contrario. Aquí la gente va y viene, nunca se queda más de unas horas en el mismo sitio. El pan se hornea por la mañana y se introduce clandestinamente en la ciudad por la tarde. A veces recibimos pollo o pescado, y a veces no, y no comemos más que verduras y sopa aguada.
Esta noche hay varios quesos de cabra, panecillos y carnes frías en una encimera en medio de la cocina, además de cuencos llenos de frutos secos y patatas cocidas. Markus se llena el plato y luego corre hasta la otra habitación para empezar a comer.
Yo busco un plato y corto unos trozos de queso. Luego cojo un panecillo. He perdido algo más de unos quilos, y no es solo porque haya estado entrenando y comiendo menos. También he estado más preocupada. Todo el mundo aquí lo ha estado.
Junto a la cocina hay un comedor con una mesa ovalada de metal. Markus se ha sentado en el otro extremo con un par de niños más. Más cerca de donde estoy yo hay varias mujeres comiendo, pero ni me miran cuando paso.
Las saludo.
—Hola.
Mascullan saludos en voz tan baja que apenas las oigo. La mayoría no lleva aquí mucho más que yo. Sus cuerpos todavía muestran las señales de drenajes recientes: círculos oscuros bajo los ojos y la piel cenicienta y tan fina como el papel de arroz. Están esperando en este refugio hasta que sus poderes se regeneren para poder luchar junto a los rebeldes.
Todo el mundo aquí apoya a Hunter y la causa rebelde, aunque no todos me apoyan a mí. Me ven como la razón de que sus seres queridos mueran, la razón por la que han tenido que huir de la ciudad que ayudaron a construir con sus poderes.
Sin embargo, es más que eso. Cada seis meses, estas mujeres se han estado sometiendo al dolor que produce un drenaje místico, con el cual el gobierno extrae su energía para almacenarla en agujas de luz por toda la ciudad, y en ocasiones, como descubrí hace poco, venderla en el mercado negro. La energía drenada sustenta directamente nuestro modo de vida en las Atalayas, con un gran coste personal para ellas.
Lo que me gustaría explicar es que se trata de mi familia, no de mí. Yo nunca he tenido nada que ver con esas prácticas. No creo que sean justas ni humanas y deseo que paren. Estas mujeres me toleran porque Hunter les ha ordenado hacerlo. Pero no les gusto, y no me hablan a menos que tengan que hacerlo. Con solo decir que mi amiga más íntima aquí es Shannon…
—¡Aria, ven a sentarte! —me invita Markus, pero una de las mujeres le hace callar.
—No pasa nada —respondo—. Voy arriba a descansar. Te veo luego.
Él asiente y se concentra en su comida.
Cojo mi plato y salgo de la habitación; los tablones del suelo crujen con cada paso. Son casi las siete y media de la tarde.
Esta casa se construyó hace más de un siglo, y todo lo que contiene forma parte de una vida y un tiempo sobre los que no sé nada. Las paredes son de color beis y están decoradas con símbolos místicos de protección y salud: tallas de metal y madera de ojos grandes y abiertos, con piedras de color turquesa y rubí incrustadas donde deberían estar las pupilas. Hay decenas de dibujos al carboncillo de perfiles de figuras femeninas, con ondas de cabello que caen en cascada por sus espaldas y las palmas de las manos unidas: las Hermanas, me dijo una de las místicas más mayores cuando le pregunté quiénes eran, aunque no se extendió.
Los muebles son rústicos y sencillos: sillas y taburetes de madera, camastros apilados contra las paredes por si aparecen visitas inesperadas que necesiten un lugar en el que quedarse. Antes de la guerra, los rebeldes utilizaban la casa para descansar una o dos noches. Como se trata de místicos que se niegan a registrarse ante el gobierno para someterse al drenaje de su energía, si consiguen atraparlos, son encarcelados y después ejecutados.
La casa conserva algunos detalles inesperados: el techo tiene las vigas de madera a la vista, con nudos y espirales marrones que resultan aún más oscuros en contraste con la pintura clara de las paredes. Es justo lo contrario de la decoración a la que estaba acostumbrada en las Atalayas: colores intensos y exóticos, preciosos tapices de importación, edificios y puentes plateados y de líneas elegantes. Aun así, admiro el encanto pintoresco que tiene esto.
Paso por delante de una habitación en la que varias ancianas místicas yacen en estrechos camastros, arropadas con mantas hasta el cuello. Hay otra mística con el cabello rubio hasta la cintura que se encuentra de rodillas, alimentando a una mujer con un bol de sopa. Creo recordar que se llama Sylvia.
—¿Puedo ayudar? —le pregunto cuando me ve mirando.
La mística niega con la cabeza y continúa dando de comer a la mujer. La mayor parte del caldo le resbala por la barbilla y cae en las sábanas amarillentas.
—Acaba de llegar de la ciudad —me explica Sylvia—. No tiene fuerzas ni para comer, la pobre. —Limpia la barbilla de la mujer—. Estaremos bien, Aria. Tú cena.
Asiento y sigo avanzando por el pasillo. No puedo evitar preguntarme cuántos místicos heridos más habrá en Manhattan, sin fuerzas suficientes para luchar o huir.
A la derecha hay una puerta que nunca he abierto; está cerrada con cerrojo y supuestamente conduce a un sótano que huele a moho y desde el cual se accede a un pasadizo subterráneo que conduce al otro lado de la granja. «Por si alguna vez nos atacan», me explicó Shannon el día que llegué aquí. No ha vuelto a hablar de ello desde entonces. La energía mística puede detectarse, de modo que ni siquiera cuando las mujeres que se alojan aquí recuperan sus poderes se les permite utilizarlos en el complejo, por miedo a que mi familia o los Foster rastreen la energía y localicen el refugio. Si alguna vez se produce un ataque, espero que el túnel sea lo bastante grande para todo el mundo.
Al final del pasillo hay unas escaleras empinadas. Mi habitación se encuentra en la planta de arriba de la casa y la comparto con una chica que se llama Nelsa y que parece dos o tres años más joven que yo. No estoy segura, porque no me ha dirigido una sola palabra. Ni «hola».
Cuando llego a mi puerta, llamo con suavidad por si Nelsa está en la habitación, luego entro. No hay nadie.
Dejo la comida sobre un sencillo escritorio marrón con un ordenador antiguo. El monitor tiene dos veces el tamaño de mi cabeza, quizá incluso tres, y es basto, como una caja, y gris. Hace que eche de menos mi TouchMe.
Aprieto un botón en la parte posterior y la pantalla cobra vida. Solo hay una cosa que estoy deseando todos los días, una cosa que ha hecho soportables las últimas semanas: mi videochat de las siete y media con Hunter. Durante unos minutos puedo ver su cara y preguntarle cómo le va.
Y cuándo puedo volver a la ciudad.
Aguardo impacientemente mientras el ordenador ronronea, como un dinosaurio que se despierta de un largo sueño. Introduzco mi nombre de usuario y contraseña, y espero.
Ding. Hunter está conectado. Y me ha enviado un mensaje. Hago clic y la pantalla se abre. Ahí está.
—¿Aria? ¿Me oyes?
Lleva una camisa azul claro con el cuello abierto y la parte alta del pecho moreno al descubierto. Tiene el cabello, rubio, revuelto, como de costumbre. Se lo echa hacia atrás y sonríe.
—¿Aria?
—Sí —contesto, y siento el familiar cosquilleo en el estómago que experimento cada vez que veo a Hunter.
Sus ojos azules parecen iluminarse cuando se inclina hacia delante.
—Hola. Te echo de menos.
—Yo también te echo de menos —digo—. Mucho. ¿Qué tal tu día?
Frunce el entrecejo.
—No demasiado bien. Pero mejora ahora que veo tu sonrisa. Dios, te echo de menos.
Detrás de él están las cosas que me he acostumbrado a ver cada vez que hablamos: una estantería llena de libros encuadernados en piel y una mesa de madera rectangular llena de mapas topográficos y TouchMes y tazas de café.
Lo que no sé es dónde está esa habitación.
—Yo también te echo de menos. Muchísimo —contesto—. ¿Vas a seguir sin decirme dónde vives ahora?
Asiente.
—Es por tu propia seguridad.
Cuando Hunter me dejó en el complejo, me prometió que hablaríamos todos los días hasta que fuese seguro trasladarme de nuevo a Manhattan, pero no podríamos mencionar nuestras respectivas ubicaciones por si alguien era capaz de piratear nuestro chat.
Solo con pensar en el día en que me trajo aquí —aquellos dulces besos en mis labios, el adiós apremiante— le añoro aún más.
—Sé que no han pasado más que dos semanas desde que nos despedimos —continúa—, pero parecen dos años.
—Estaba pensando justo lo mismo. ¿Por qué no te ha ido demasiado bien el día?
—Tu padre. —Hunter entrelaza los dedos por detrás de la cabeza—. No piensa echarse atrás. Estoy intentando reclutar a místicos de fuera de Nueva York para que nos ayuden, pero la gente no se decide a involucrarse. Creen que es demasiado peligroso, que Manhattan es una causa perdida para los rebeldes. Me aconsejan que lo deje.
«Mi padre.» Visualizo a Johnny Rose: ese rostro fuerte y severo que rara vez sonríe, el cabello engominado hacia atrás, los trajes entallados y recién planchados. Una figura insigne de la sociedad y hombre de negocios de éxito que posee media ciudad. También es traficante de drogas y un matón. Cuando descubrió que veía a Hunter a sus espaldas, hizo que un médico borrara mis recuerdos de nuestra relación y los sustituyera por recuerdos falsos de Thomas Foster, en un intento por hacerme creer que siempre le había amado.
Pensar en mi padre me pone enferma. Devuelvo mi atención a Hunter: pese a los labios rosados fruncidos y el entrecejo arrugado y tenso, sigue siendo lo más atractivo que he visto nunca. Me deja sin aliento, incluso en una pantalla vieja y borrosa de ordenador. Gracias a Dios que recuperé la memoria y me di cuenta de que era a Hunter a quien siempre había querido, y no a Thomas.
Y ahora estamos juntos.
Y aun así… seguimos separados.
—¿Cuándo vas a dejarme volver a la ciudad? —le pregunto—. De verdad que creo que sería lo mejor. Puedo ayudar.
—Sé que quieres ayudar, Aria. Y eso es genial. Pero es más seguro que te quedes ahí. La ciudad ha cambiado. Es peligrosa. Kyle está actuando como el testaferro de los Rose, y los dos sabemos lo que siente por ti.
—Sí —contesto—. Me odia.
—No quería decir eso. No te comprende.
—No quiere hacerlo —replico—. Disfruta siendo el lacayo de mi padre. Pero ¿qué tiene que ver él con que yo vuelva a Manhattan?
Hunter piensa un segundo. En lugar de responderme directamente, me suelta:
—¿Crees que los rebeldes deberían ganar esta guerra, Aria?
La pregunta me coge desprevenida.
—Por supuesto —respondo—. Sabes que sí.
Desde que descubrí que los místicos no son los horribles ladrones y criminales que me habían hecho creer toda mi vida, y que el drenaje de su energía prácticamente los mata, dejé de apoyar la política de mis padres. Mi amor por Hunter me ayudó a darme cuenta de lo equivocados que están. ¿A qué viene ahora esa pregunta?
Hunter separa las manos y se inclina de nuevo hacia delante, con expresión seria.
—Dilo.
—¿Decir qué?
—Que quieres que los rebeldes ganemos la guerra. Por favor. —Inspira hondo—. Necesito saber que hay alguien ahí fuera que cree sin reservas en mí. —Sus ojos, como dos lagos azules, hacen que desee fundirme en ellos—. Bueno, no alguien sin más. Tú.
—Vale, quiero que los rebeldes ganéis la guerra.
La expresión de Hunter cambia: esboza esa leve sonrisa torcida que he llegado a adorar.
—Y que renuncias a tus padres.
—¿Por qué quieres que diga eso?
—Por favor —me insta con urgencia, inclinándose aún más en su silla.
—De acuerdo. Renuncio a mis padres —aseguro—. Hunter, ¿de qué va todo esto?
—Solo necesito oírtelo decir, Aria. Dime cuánto los odias.
Ya me ha pedido cosas así antes. Imagino que simplemente necesita apoyo por parte de su novia, lo cual es comprensible. Está pasando por unos momentos muy duros. Su madre acaba de morir, y ahora todos esos rebeldes confían en que él los lidere contra la gente de las Atalayas. Si escucharme decir que odio a mis padres —lo cual, para que conste, hago— va a ayudarle, entonces que cuente conmigo.
—Detesto a mis padres por lo que han hecho a los místicos y a la gente pobre de Manhattan. Ya lo sabes. Haría cualquier cosa para ayudarte a derrotarlos.
Hunter relaja los hombros y me sonríe abiertamente. Su rostro se ilumina por completo y veo al chico por el cual desafié a mi familia. Luché tanto por recuperar los recuerdos que mis padres me habían borrado de la mente —cómo conocí a Hunter, nuestro primer beso, la sensación de mi mano en la suya, cómo me hacía reír con tanta fuerza que me dolía—, que ahora valoro cada segundo que paso con él. Pero esto no basta. Quiero, necesito, tocarle, sentir su piel contra la mía. Liderar la revolución junto a él.
—Si no te veo me volveré loca —afirmo.
Hunter se ríe.
—Sé cómo te sientes. —Se lleva una mano al corazón—. Te echo tanto de menos que me duele. Pero ahora que todo es de conocimiento público, ahora que sabes la verdad sobre mí, sobre nosotros… Ahora que vuelves a sentir todo lo que sentías antes, tenemos todo el tiempo del mundo. Sé que puede que no te lo parezca en este preciso instante, Aria, pero es cierto. —Hace una pausa, y por un segundo parece que tenga los ojos llorosos—. Luchamos contra tus padres y ganamos. Recuperamos tus recuerdos. Ahora necesitamos librar esta batalla.
—¡Estoy completamente de acuerdo! —exclamo—. ¡Por eso quiero ir a la ciudad!
Niega con la cabeza.
—Aria, ya hemos hablado de esto…
—Vamos, Hunter. De todos modos, nadie me quiere aquí. Shannon es un demonio…
—Sé amable con Shannon —me interrumpe—. Actúa en tu mejor interés. Sé que puede ser un poco…
—¿Maleducada? —le interrumpo—. ¿Cruel?
Hunter suspira.
—Iba a decir irritable. Pero ella siempre es así. No es personal.
—Pues parece personal.
—Está intentando ayudar —insiste Hunter—. Te lo prometo. Y cuando estés lista para venir a Manhattan, lo primero que haré será levantarte entre mis brazos y darte el beso más largo y más romántico que se haya visto jamás. Pero, hasta entonces, tendremos que conformarnos con esto. —Me lanza un beso en la pantalla—. Debo irme, Aria. Tenemos otra reunión en unos minutos. Una buena noticia: nos hemos puesto en contacto con algunos místicos de Chicago. Quieren venir a ayudarnos.
—Eso sería genial —celebro—. Pero… yo sigo queriendo estar contigo.
—Lo sé —dice—. Yo quiero lo mismo. Pronto estaremos juntos, Aria. Te lo prometo. Es solo que no puedo soportar la idea de ponerte en peligro. Después de lo de mi madre… si te ocurriera algo, no me lo perdonaría nunca. —Guarda silencio por un momento, y sé que está sufriendo—. Lo entiendes, ¿verdad?
—Te quiero, Hunter. —Las palabras hacen que me duela el pecho—. Y… lo entiendo.
—Yo también te quiero. Hasta mañana —contesta—. Buenas noches.
—Buenas noches.
La pantalla se oscurece. Me quedo mirándola, deseando que Hunter regrese y podamos estar juntos, pero lo único que veo es el reflejo impreciso de mi propio rostro, solo.
Tras una ducha rápida, me seco y me pongo unos pantalones de chándal y una camiseta blanca limpia. Entró en el vestíbulo y encuentro la casa rebosante de actividad: oigo a los niños quejarse cuando sus madres los preparan para irse a la cama, y una tetera ulula como una sirena desde la cocina. En las paredes, los altos ventiladores apenas remueven el aire húmedo.
Paso por delante de varios dormitorios abiertos y me detengo cuando veo a una mujer baja y delgada que se encuentra parada junto a la puerta de mi habitación.
Frieda.
Parece mayor, tiene la piel curtida y sin color. Lleva un vestido informe que le cae hasta los tobillos. Pese a que alguna vez fue blanco, ahora está rasgado y manchado, lo que la hace parecer un fantasma. Se halla inclinada hacia delante, y me mira con la boca abierta, enseñándome las encías rosadas. Sus ojos son tan oscuros que resulta imposible distinguir entre sus pupilas y sus iris: son como botones negros sin brillo.
—¿Quién eres tú? —Su voz es áspera, como si se mezclase con el crujido de la grava.
—No pasa nada, Frieda —respondo—. Soy Aria. Y recuerda: esta no es tu habitación. —Señalo la puerta abierta a unos metros—. Tu habitación es esa.
Es la tercera o la cuarta vez que confunde mi habitación con la suya. Deduzco que sufre algún tipo de demencia. Normalmente asiente y, tras unos momentos, se dirige a su propia habitación.
En esta ocasión, no se mueve.
—¿Va todo bien, Frieda? —le pregunto en voz baja—. ¿Quieres que te ayude?
Frieda se limita a mirarme fijamente, sin pestañear siquiera.
—¿Qué hiciste con su corazón?
Doy un pequeño paso atrás. La pobre mujer ha perdido la cabeza de verdad.
—Vamos, Frieda. Te acompaño a la cama. —Hago ademán de tomarla del brazo, pero ella lo retira con brusquedad.
—El corazón. No lo dejaste allí sin más, ¿verdad? —insiste, visiblemente angustiada—. ¡Es la fuente de su poder! Y Davida era una de las jóvenes místicas más prometedoras…
Me pongo en tensión ante la mención de Davida. Mi antigua sirvienta. La amiga que sacrificó su vida para que Hunter y yo pudiéramos estar juntos.
Observo sus ojos con atención. Quizá no esté tan loca como parece. Me pregunto qué clase de poderes místicos posee.
—¿La conocías? —le pregunto.
Frieda tiene la espalda arqueada, como si fuera un gato a punto de saltar. Por un momento parece increíblemente lúcida, y entonces se queda con la mirada perdida.
—El corazón —murmura—. ¿Dónde está el corazón?
—Su corazón estaba en su cuerpo —respondo.
Ni siquiera sé por qué estoy contestando a la pregunta de Frieda, pero es como si no pudiera evitarlo. Recuerdo esa noche, cuando Davida adoptó la apariencia de Hunter y permitió que mi padre disparara contra ella, con lo que salvó la vida de Hunter. Rec