La joya de Alejandro Magno (Secret Academy 2)

Isaac Palmiola

Fragmento

cap-1

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Rowling hundió la cuchara en la humeante crema de verduras y removió su contenido lentamente, sin hambre. Hacía ya dos meses de lo de Lucas, y desde entonces tenía el estómago cerrado. La doctora Shelley le decía que tenía que obligarse a comer si no quería enfermar gravemente, pero, por mucho que se esforzara, Rowling no conseguía recuperar el apetito. Cada vez que se disponía a darse una ducha y contemplaba su cuerpo desnudo en el espejo se daba cuenta de hasta qué punto estaba adelgazando. El cambio apenas se le notaba en la cara. Sus facciones se habían vuelto algo más angulosas y sus mejillas estaban ligeramente hundidas, pero su rostro seguía siendo hermoso. El cuerpo, en cambio, estaba sufriendo los estragos de su pésima alimentación. Sus hombros resultaban casi afilados, y debajo de los pechos sus costillas se definían con precisión, como si pretendieran salirse de la carne.

«Vamos, tú puedes», se dijo.

Llenó la cuchara, sopló un poco para no quemarse la lengua y se la metió en la boca. Sabía bien y la verdura era uno de los pocos alimentos que su estómago aceptaba sin rebelarse. Levantó la vista fugazmente y vio a sus compañeros en el otro extremo de la sala. Siempre la dejaban sola, arrinconada en un extremo del comedor. Una de las primeras decisiones que Martin había tomado como líder era prohibir que nadie le dirigiera la palabra. Algunos de los alumnos, sin embargo, de vez en cuando desobedecían la orden para dedicarle algún insulto o para reprocharle que fuera una traidora al servicio de los Escorpiones. La situación era inaguantable, peor que la que había tenido que soportar en los miserables orfanatos donde había crecido.

Rowling volvió a llenar la cuchara dejándose seducir por el apetitoso aroma de la crema. Estaba completamente segura de que aquella comida le sentaría bien y decidió ignorar las miradas que le dedicaban la mayor parte de sus compañeros. Por algún motivo que se le escapaba, todos ladeaban sus cabezas hacia ella. Rowling se metió la cuchara en la boca y trató de saborearla cuando le sorprendió una presencia detrás. Era Quentin, vestido con el uniforme rojo del fuego. Llevaba el pelo totalmente rapado salvo por una rasta grasienta que le caía hasta media espalda, y sus ojos se hundían bajo una única ceja, negra y espesa.

—De parte de Lucas —le espetó con un brillo cruel en los ojos.

A continuación carraspeó desde lo más profundo de su garganta y escupió un gargajo dentro de su crema. La mucosidad se quedó flotando en el centro del plato y arrancó una mueca de asco del rostro de Rowling. Esta trató de apartar la mirada, pero Quentin la sujetó firmemente por el pelo.

—Vas a comértelo todo —le anunció.

Quentin cogió la cuchara con la mano que le quedaba libre, la hundió en el plato y trató de metérsela en la boca. Rowling se debatió, pero cuando intentó apartar la cara notó un tirón brusco en el pelo, a la altura de la nuca. Cerró los ojos y apretó los dientes mientras notaba como Quentin trataba de introducir sin éxito la cuchara dentro de su boca. El fracaso pareció enfurecerle aún más.

—¿No me dirás que ya no tienes hambre? —gritó.

Quentin tiró la cuchara y empujó su cabeza contra el plato de sopa. Pese a que Rowling trató de resistirse, el miembro del equipo del fuego era más fuerte que ella y su cara se hundió en el interior del plato. La sopa estaba muy caliente y trató de gritar, pero su garganta fue incapaz de articular el más leve sonido. Notó como se atragantaba, incapaz de respirar mientras Quentin la mantenía totalmente sujeta por el pelo. Tal vez solo fueran unos segundos, aunque le pareció que pasaba una eternidad hasta que finalmente la soltó con brusquedad.

Rowling consiguió levantar la cabeza y cayó al suelo tosiendo convulsivamente. La cara le escocía y luchó para llenar sus pulmones de aire.

—Tendrías que habértelo pensado mejor antes de traicionarnos, ¿no crees? —le dijo Quentin, y la chica vio como regresaba a su asiento tranquilamente.

Rowling consiguió levantarse del suelo y miró hacia el resto de la gente que se encontraba en el comedor mientras se secaba la cara con la manga del uniforme. Todo el mundo guardaba silencio, presenciando el espectáculo sin mover un solo dedo. Los profesores fingían no haberse dado cuenta, algunos de sus compañeros se reían entre dientes y otros parecían tan acostumbrados a aquel tipo de situaciones que siguieron comiendo como si no pasara nada.

Rowling cruzó una mirada con Úrsula.

«Te lo mereces», parecían decir sus ojos. La que una vez fue su mejor amiga le había dado la espalda completamente. Ya no compartía habitación con ella y, las pocas veces que se dignaba mirarla, sus ojos marrones chispeaban con rencor, como en aquella ocasión. La amarga realidad era que nunca podría perdonarla.

Rowling agachó la cabeza y se dirigió rápidamente hacia la salida del comedor. Encontró los aseos junto a los ascensores y empujó la puerta con decisión. El ambientador con aroma a menta no lograba ocultar el intenso olor a lejía. Rowling vio su imagen reflejada en el espejo. Estaba horrible. Tenía la cara y el pelo sucios de crema de verduras, y su uniforme blanco del viento tenía varias manchas verdes en los hombros, en el torso y en la manga del brazo derecho.

Abrió el grifo y dejó correr el agua. A continuación se lavó a conciencia, tratando de devolver el color original a los mechones de su pelo que se habían teñido de verde. El resultado no la dejó satisfecha. Su cabello pelirrojo volvía a estar resplandeciente, pero la piel de su cara, delicada, pálida y pecosa, se había irritado levemente y tenía unas manchas rojizas en las zonas donde se había quemado.

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Rowling sabía que debía ir a su habitación para cambiarse el uniforme, pero no tuvo ánimo para ello. No la dejarían sola demasiado tiempo. Martin había ordenado que la siguieran a todas partes y uno de los alumnos de su confianza, que normalmente vestía con el uniforme rojo del fuego, se convertía en su sombra durante las veinticuatro horas del día. Lo único que quería era estar sola durante un rato. Entró en uno de los compartimientos y bloqueó la puerta con el pestillo. Se sentó en el inodoro, hundió la cara entre las manos y empezó a llorar en silencio.

Martin sentía que había nacido para brillar con luz propia. Su talento destacaba entre la abrumadora mediocridad que le rodeaba y consideraba que su responsabilidad consistía en regir el destino de los chicos a los que habían puesto a su cargo. Cuando se miraba en un espejo le gustaba lo que veía. Era un chico alto y fuerte, con el pelo rubio y los ojos azules, y sabía que muchas chicas le consideraban guapo. También sabía que su aspecto regio y su mirada severa imponían respeto, incluso temor cuando la situación así lo exigía.

—Tenemos un asunto, Martin —le había dicho Asimov después de comer—. Nos vemos en mi despacho en una hora.

Le encantaba ser siempre el primero al que informaban de lo que pasaba y, mientras se subía la cremallera del uniforme, con una estrella plateada en el margen izquierdo que le identificaba como líder de la Secret Academy, c

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