Perrock Holmes 1 - Dos detectives y medio

Isaac Palmiola

Fragmento

cap-1

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La furgoneta iba tan cargada que los bajos casi rozaban el suelo, y el motor, apurado, hacía un ruido parecido a un abuelo con bronquitis.

—¡ESTOY AGOBIADA, NO PUEDO RESPIRAR! —se quejó Julia.

—¡NO HABER TRAÍDO TANTA BASURA! —le reprochó Diego, señalando las varias cajas que ella había llenado con kilos de ropa y otros objetos de dudosa utilidad.

El vehículo estaba completamente abarrotado, por lo que los dos nuevos hermanos viajaban pegados el uno al otro en los asientos traseros, entre muebles desmontados, cuadros, lámparas, maletas y otros objetos. Sí, se estaban mudando.

—No puedo respirar porque apestas —contestó ella, picada—. Lo de la ducha diaria, tú, como que no lo has pillado, ¿verdad?

—¡JULIA! —la regañó su padre, desde el asiento del copiloto—. ¡Trata bien a tu hermano!

—No es mi hermano, es mi medio hermano.

—Pues trátalo medio bien al menos.

A Ana, que no era la madre de Julia, pero sí la madre de Diego, en lugar de enfadarse, se le escapó la risa, y la tensión en el coche pareció rebajarse un poco.

Juan suspiró y miró por la ventanilla. Desde que él y Ana habían decidido casarse y juntar sus dos familias, había perdido un montón de pelo por culpa de los nervios. Si seguía a ese ritmo, pronto parecería Mister Potato.

Ana, en cambio, lo llevaba mejor. Sus hijos no podían ni verse, eso era cierto, pero ella confiaba en que las peleas entre los dos chicos fueran solo una cuestión de «ADAPTACIÓN». Hizo girar el vehículo hacia la izquierda y se detuvo frente a un bloque de pisos.

—¡AQUÍ ESTÁ! ¡NUESTRO NUEVO HOGAR! —proclamó.

Se encontraban en un agradable barrio residencial de las afueras, con el típico parque lleno de niños, los tópicos perros marcando territorio en los árboles y los clásicos comercios de toda la vida con nombres y apellidos en lugar de marcas: Supermercado Fernández, Carnicería Sánchez, Mercería Mary...

Tanto Diego como Julia se morían de ganas de ver el nuevo piso. Vivir juntos les motivaba tan poco como un bufet libre de verduras hervidas, pero cambiar de casa sí les hacía ilusión.

—Venga, descargamos la furgo y luego saldré a por un regalo para vosotros dos —dijo Ana guiñándoles el ojo.

Tanto Diego como Julia se la quedaron mirando intrigados. ¿Un regalo? Los dos sabían que no se habían portado bien para merecerlo. Seguro que era una trampa.

—¿Qué es? —preguntaron al mismo tiempo.

—Algo que os encantará —prometió ella—, pero solo os lo podréis quedar si aprendéis a llevaros mejor.

Ajá. Ahí estaba la trampa: un regalo para unirlos a todos. Los dos hermanos se miraron, desconfiados. Mal empezamos...

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Unos minutos más tarde, Julia y Diego entraban a toda velocidad por la puerta tratando de llegar a las habitaciones uno antes que el otro. Todo el mundo sabe que, desde tiempos inmemoriales, en caso de mudanza rige una norma muy sencilla para repartir los cuartos: el primero que llega a uno se lo queda. De un empujón, Julia apartó a Diego y consiguió adelantarlo. La chica irrumpió en el dormitorio.

—¡MÍA! —exclamó Diego a sus espaldas.

—¡ES MÍA! —replicó ella—. ¡Yo he entrado primero!

—PERO ¡YO LO HE DICHO ANTES!

Una vez más, los hermanos se encararon, dispuestos a seguir con la pelea o a empezar una nueva. En realidad, se peleaban tanto que no sabían dónde acababa una y dónde empezaba la siguiente.

—Pobrecitos, no se han dado cuenta —dijo Ana.

Diego y Julia se giraron. Estaban tan liados discutiendo que ni habían visto que sus padres les habían seguido hasta la habitación. Aquello no olía nada bien.

—MIRAD A VUESTRO ALREDEDOR...

Los dos chicos observaron con detenimiento la habitación. Había dos camas, dos escritorios, dos sillas y dos armarios. Pero solo una habitación. Vale. Los números no cuadraban. No hacía falta ser Einstein para ver que tenían un problema.

—OS TOCA COMPARTIR... —dijo finalmente Juan.

Ahí estaba, su sentencia de muerte.

Tanto Julia como Diego pusieron de golpe su mejor cara de asombro.

Diego no podía creer lo que oía.

—¿Cómo podéis ser tan crueles? —preguntó.

Julia se arrodilló en el suelo a los pies de Juan, con lágrimas en los ojos y actitud suplicante.

—Castígame un año sin salir de casa, quítame internet, utiliza mi palo de selfis como escobilla del váter, pero, por lo que más quieras, no me hagas compartir habitación con este cerdo...

—Eres mi nuevo padre y te quiero mucho —intervino Diego, también desesperado—, pero tu hija es una bruja... ¡ALEJA DE MÍ A ESTE DEMONIO!

Aturdido, el padre se frotó la cara con ambas manos. Inspiró profundamente y trató de hablar con calma.

—Todavía no os dais cuenta, pero tenéis muchas cosas en común, seguro.

Los hermanos lo miraron incrédulos. Juan echó un vistazo alrededor, como intentando convencerse a sí mismo. De pronto vio una caja de libros que confirmaba su teoría.

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—Las novelas de misterio, por ejemplo —dijo levantando la caja, esperanzado—. A los dos os encantan los libros de Sherlock Holmes y Agatha Christie... ¡Y los dos sois suscriptores de la revista «Mystery Club»!

Los chicos se miraron con suspicacia. ¿Aquello era cierto? Lo era, aunque ninguno de los dos lo supiera todavía. Tanto Julia como Diego devoraban las novelas de misterio y eran fans incondicionales de la revista «Mystery Club», la publicación de la asociación de investigadores más importante del mundo. Ambos estaban al día de las nuevas técnicas en investigación y soñaban con formar parte de esa asociación en un futuro, aunque sabían que lograrlo era prácticamente imposible. Mystery Club solo aceptaba a los mejores de los mejores, mujeres y hombres perspicaces y valientes dispuestos a involucrarse en los casos más peligrosos para hacer del mundo un lugar más justo.

—¡GUAU! ¡GUAU!

De repente, un perro irrumpió en el cuarto, moviendo sus orejas y husmeando por todas partes. Los hermanos se quedaron quietos, sin poder creérselo. Cuando terminó de inspeccionar la habitación, el animal se puso firme y se quedó plantado delante de sus narices como si en esos momentos estuviera examinándolos a ellos.

Ana se adelantó:

—Bienvenido a nuestra familia, CHUCHO —le dijo—. Te presento a Diego y Julia, tus nuevos amos. A partir de ahora ellos cuidarán de ti.

La cara de los hermanos pasó del drama a la felicidad en cero coma. Estaban tan emocionados que empezaron a hablar de golpe, pisándose el uno al otro:

—¡MIL MILLONES DE GRACIAS, PAPÁ! ¡POR FIN, POR FIN, POR FIN! —exclamó Julia.

—¡GRACIAS, GRACIAS, GRACIAS, MAMÁ! ¡ES LO QUE MÁS QUERÍA! —gritó Diego.

—Fíjate, otra cosa que compartís —apuntó Juan, mirando a Ana, contento de que su estrategia estuviera funcionando.

—Me alegra que os guste. Pero hay una condición —dijo la madre—: o apren

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