Jesús en mí

Anne Graham Lotz

Fragmento

Introducción

EL GOZO DE LA ETERNA COMPAÑÍA DEL ESPÍRITU SANTO

Cuando estoy en casa, y siempre que el clima me lo permite, salgo a caminar o correr dos millas y media (cuatro kilómetros) todas las mañanas. Esta ha sido mi rutina por más de treinta años. A medida que me hago mayor, también me vuelvo más agradecida por poseer la capacidad física para mantener este ejercicio. He sido consistente y comprometida con esta actividad, no solo por los beneficios físicos, sino porque es una forma de liberar el estrés. Las cargas del día parecen aliviarse durante esos treinta o cuarenta minutos que me toma completar mi rutina.

Con el pasar de los años, he tenido distintos compañeros de caminata que luego han cambiado de ejercicio o lo han dejado completamente. La amiga que, de vez en cuando, camina conmigo actualmente es una delicia. Mientras caminamos, entablamos conversaciones muy animadas, resolvemos los problemas del mundo, compartimos nuestra percepción de las Escrituras y, muchas veces, terminamos orando la una por la otra. Su compañía me ha hecho consciente de una faceta importante de mi rutina. Cuando me acompaña, el camino no parece tan largo ni tedioso como cuando estoy sola. Cuando está conmigo, parece que tengo más alegría, más energía y el tiempo parece volar. De alguna manera, su presencia hace más simple mi caminar.

Por otro lado, cuando camino sola, la rutina parece más difícil y más larga. Los músculos de mis piernas parecen más tensos y no se estiran en pasos largos, me duelen las rodillas cuando acelero, me cuesta más respirar, mi mente cambia a neutral y solo me esfuerzo por llegar hasta la próxima curva, al siguiente árbol, al tercer puente que marca el ascenso al estacionamiento y a mi auto, donde finalmente me inclino para estirarme. Aunque el recorrido, el ritmo y la duración de la rutina son iguales, ya sea que camine sola o con alguien más, una buena compañía hace una gran diferencia en mi disfrute y bienestar.

Eso me lleva a la caminata de la vida. Vivir día tras día, semana tras semana, año tras año conlleva esfuerzo, energía, compromiso, enfoque y reflexión.

Para ser completamente honesta, soy lo suficientemente mayor como para saber que el camino de la vida nos lleva a través de dolores y sufrimientos emocionales, físicos, relacionales y espirituales. Algunos son insoportables, otros perturbadores, otros son más serios y hasta amenazan la vida. Por momentos me encuentro esforzándome por superar un día, un mes, un año. Si pudiera al menos llegar hasta el receso de Pascua. Si pudiera al menos ir a la playa para nuestras vacaciones. Si pudiera tan solo esperar hasta Navidad. Hay momentos en que cumplo con un compromiso solo para tacharlo de mi lista y continuar con la siguiente tarea, para, a su vez, poder pasar a la que le continúa. El camino en sí mismo se vuelve una carga, se vuelve monótono.

Lo que he necesitado es un compañero que camine conmigo, alguien que esté a mi lado y comparta día tras día cada paso de mi camino. Alguien con quien pueda discutir los asuntos que tengo en mente y que responda mis preguntas. Alguien que me ayude a tomar decisiones, que escuche mis quejas, mis miedos, mis preocupaciones y mis sueños. Alguien en quien pueda confiar y creer, con quien pueda disfrutar. Alguien cuya sola presencia me dé gozo y paz. Alguien que me conozca, me entienda y me ame.

¿Dónde he encontrado a ese compañero? Sorpresivamente, como una hija de Dios, no tuve que buscar a mi alrededor para hallarlo, solo tuve que buscar en mi interior, porque Dios me ha dado el mejor compañero para la vida: su Espíritu. Y no solo para la vida, ¡sino para siempre!1

No es mi intención en este libro hacer una disertación completa y profunda sobre el Espíritu Santo, ni explorar todas las formas en las que puede ser comprendido o malinterpretado, utilizado o abusado, normalizado o usado con fines sensacionalistas, priorizado o abandonado. Lo que quiero contar es mi experiencia personal con este compañero divino. Aunque no creo saber ni el principio de todo lo que hay que saber sobre Él, estoy aprendiendo a disfrutarlo y a confiar más y más en Él. Inevitablemente, cuanto más aprendo del Espíritu Santo, más me doy cuenta de que tengo aún mucho por aprender. Pero una cosa tengo por segura: Él no es una opción adicional en mi vida cristiana, es una necesidad divina.

La necesidad indispensable del Espíritu Santo nunca ha sido tan evidente en mi vida como lo fue mientras escribía este libro. Cuando comencé el desafío de poner mis palabras en una página, mi padre de noventa y nueve años se fue al Cielo. Yo ya era viuda y cuando él se fue a su hogar celestial, también quedé huérfana. Seis meses después me diagnosticaron cáncer de mama, atravesé una cirugía y luego comencé el tratamiento cruel de la quimioterapia. Durante los momentos malos y los buenos, en las lágrimas y el gozo, en el dolor y el consuelo, he sentido la compañía constante del Espíritu Santo.

Día tras día, he aprendido que Él es todo lo que es Jesús, pero sin un cuerpo físico. Es Jesús sin carne. Del mismo modo en que Jesús es la imagen exacta de Dios Padre, el Espíritu Santo es la imagen exacta de la mente de Jesús, su voluntad y sus sentimientos. Él es el Jesús invisible. El Espíritu Santo es… ¡Jesús en mí!

ANNE GRAHAM LOTZ

Primera parte

AMAR A LA PERSONA DEL ESPÍRITU SANTO

Ustedes lo aman a pesar de no haberlo visto.

1 PEDRO 1:8

¿Alguna vez te has formado una

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