¡Un año fuera de casa! (Serie New York Academy 1)

Ana Punset

Fragmento

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Es mucho más pequeño de lo que había imaginado. Por suerte, me ha tocado al lado de la ventana, y puedo mirar afuera, alejarme de este avión plagado de gente. Y respirar, sobre todo respirar.

imagenLa visión de las nubes envolviendo las inmensas alas me recuerda el algodón de azúcarimagen que compartí el pasado fin de semana en las fiestas del barrio con mis amigas. Nos entró la nostalgia a tope. Fue como si de repente volviéramos a tener seis años. Cuando lo pienso, me doy cuenta de que he pasado más parte de mi vida con ellas que sin ellas. No sé qué voy a hacer a partir de ahora.

Había llegado el momento de la temida despedida y, como ya me imaginaba, descubrí que, al igual que me sucede con otras mil cosas, lo de decir adiós también se me da fatal.

—Nos escribirás, ¿verdad, Sofía? —me dijo Alba, mi mejor amiga, señalándome con un dedo acusatorio—. Ahora que vas a ser escritora, que no te dé palo wasapearnos, que nos conocemos.

Las otras dos asintieron.

—No nos hagas lo típico de estar en línea en WhatsApp y a nosotras ni mu —soltó Claudia entrecerrando sus ya de por sí ojos rasgados. Como se ve, es de esas personas que siempre piensa lo mejor de todo el mundo, sobre todo de mí.

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A Alba la conozco desde que el primer día de clase de primero de primaria se sentó a mi lado y habló todo lo que yo no hablaba. La verdad es que fue mi salvación; yo estaba bastante aterrorizada por el nuevo colegio, pero, gracias a ella, aquel lugar no me pareció tan horroroso. Ella hablaba por los codos, y yo escuchaba y a veces también me animaba a contarle mis cosas. Nuestra relación sigue siendo bastante así, y eso que con ella me explayo más que con cualquier otra persona en el mundo. ¿Qué le voy a hacer? Prefiero dibujar las palabras que pronunciarlas.

Las demás chicas se fueron uniendo a nosotras con los años y, a pesar del tiempo, sigo teniendo a veces esa extraña sensación de que no tenemos absolutamente nada en común. Se supone que son mi grupo, sí, pero a ratos me siento como una extraterrestre a su lado. Cuando se lo comento a Alba, me llama antisocial, y me obliga a cambiar el rollo. Por suerte, porque, si no, yo solita puedo pasarme demasiado rato metida en mi cabeza y mis paranoias. Y viene bien salir a tomar el aire de vez en cuando.

imagen—Claro que escribiré —dije ese último día que pasamos juntas, y como solo estaba mirando a Alba, Claudia y Ana se miraron de reojo con la boca apretada—. Os escribiré a las tres —rectifiqué enseguida, pero el daño ya estaba hecho, y ellas sonrieron... más o menos.

—Qué envidia me das, tía —intervino Alba para desviar la conversación y evitar más tensiones—. Ya me gustaría a mí ir a estudiar bachillerato a Nueva York. Va a ser una pasada. ¡La capital del mundo para ti sola! ¡Fiestas, chicos...!

—Seguro que Marc desaparece por completo de tu mente. No te vas a acordar ni de cómo se llama. Ni de lo que te hizo. —Esa era Ana. Supongo que os podéis imaginar por qué ella y yo chocamos a veces...

Marc. Había tenido que sacar el tema. Mi tabú. Mi palabra prohibida. La miré con el ceño fruncido y rápidamente se dio cuenta de su error. En la cara de Alba pude ver que ella sabía que el comentario me había sentado como un pellizco retorcido y a traición en el corazón. Por ella, me tragué las ganas de decirle a Ana lo que pensaba.

Pero mi viaje no tenía nada que ver con lo que él me hizo. Me hubiera ido igualmente, aunque él siguiera formando parte de mi vida; y precisamente por eso, el que Ana sugiriera que mi aventura era en realidad una huida... No. Si lo que había pasado en esa fiesta no hubiese pasado, me hubiera ido igualmente. No había tomado la decisión por él, sino por mí.

—Tendrás la cabeza ocupada, eso seguro. —Ahí estaba Alba, al rescate—. Ya sabes lo que Ana quiere decir, que en Nueva York conocerás a millones de chicos buenorros, y él pasará a ser un átomo en tu cerebro o... ¿Cuál es la porción más pequeña? Joder, sí, un átomo, ¿no? —preguntó. Claudia y Ana se encogieron de hombros—. Pues eso, que será menos que nada.

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Terminó su discurso con una gran sonrisa y yo no pude evitar contagiarme de su buen humor, porque Alba es así y es imposible que me enfade por nada de lo que me pueda decir, por ofensivo que sea. La quiero mucho. Y la voy a echar un montón de menos.

—Anda, ven aquí —le dije, y le di un abrazo fuerte y largo, con los dos brazos bien cruzados sobre su espalda, tratando de abarcar su diminuto cuerpo, para que supiera lo que significa para mí. Al abrir los ojos, me fijé en la expresión de las otras dos y acabé incluyéndolas también en mi abrazo de despedida.

Al dejarlas atrás para coger el bus de vuelta a casa, sentí una presión horrorosa en la garganta, como si una mano invisible me estrangulara, y empecé a parpadear para deshacerme del picor que, de repente, se había apoderado de mis ojos. Tuve que respirar muy profundamente para calmarme. No me gusta que nadie me vea cuando me siento vulnerable.

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Una turbulencia hace que la diminuta maleta de mano del pasajero que está a mi lado se caiga. ¿Qué llevará ese hombre ahí dentro? Es ridículamente pequeña. Eso me hace pensar en mis maletas, nada diminutas. En ellas he intentado meter toda mi vida..., y no ha sido fácil.

Por eso he querido llegar al aeropuerto unas cuantas horas antes (demasiadas), para facturar todo mi equipaje. Mi padre estaba convencido de que tendría que pagar un suplemento por el peso de mis maletas, a pesar de que ya las había pesado un millón de veces para demostrarle que se equivocaba.

—A esa báscula le faltan pilas —me soltó cuando las pesé en casa.

—¿Cómo que le faltan pilas? —le pregunté, mordiéndome la lengua para no empezar una discusión—. Si le faltasen pilas ni siquiera se encendería, ¿no?

—Esa maleta no pesa veintitrés kilos ni por asomo.

¿Por qué se empeñaba en fastidiarme de esa manera?

—Ay, papá. —le dije resoplando—. Espera.

Me quité los zapatos y me pesé en la misma báscula. Cincuenta y ocho kilos trescientos gramos, marcaba el lector digital.

—¿Ves? Está bien. Ese es mi peso.

—¿Trescientos?

—Bueno, sí, varía. Pero es aproximado.

Hice un gesto con el brazo como para expresar que la diferencia era mínima. Eso le puso de los nervios y contraatacó.

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—Pero en el aeropuerto no valen aproximaciones. Si te pasas, pagas. Y si no quieres pagar, te toca abrir las maletas delante de todo el mundo para sacar lo que no te puedes llevar. Y te va a dar vergüenza.

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