La pequeña princesa

María Hesse
Elena Medel

Fragmento

cap

1

La pequeña princesa se descalzó junto a la cama y colocó la zapatilla rosa del pie izquierdo junto a la del pie derecho; luego se dejó caer sobre el colchón alto de princesa, que no permitía detectar legumbres ni otras trampas, y de inmediato se escuchó un leve ronquido, como si suspirara. Soñó con un paseo por el jardín del palacio y con una historia de castillos encantados que había leído junto a su maestra y soñó. Soñó también algunas pesadillas que no le costó olvidar. Al día siguiente, como de costumbre, se despertó cuando ella quiso.

La pequeña princesa se despertaba cuando salía del sueño y se le abrían los ojos, y se estiraba hasta tocar con la punta de los dedos de las manos el terciopelo del cabecero de la cama. Entonces buscaba con la mano izquierda por la mesilla de noche, en un gesto automático, y hacía sonar la campanilla para avisar de que se había despertado. Con dos toques, tres algunas veces, en la habitación se multiplicaban las criadas, cada una ocupada en su tarea.

Que ella recordase, la criada alta y delgada siempre la despojaba del camisón, le cambiaba las enaguas, le ponía un vestido rosa, le acercaba los tacones de cristal y condenaba a las pantuflas bajo la cama, donde la pequeña princesa había escondido también unas zapatillas de piel viejísima, con las que quizá hubiesen caminado mil princesas antes, y que ella se negaba a utilizar. La de pelo suelto y rizado peinaba su melena de princesa con fuerza: la melena larga y rubia que corresponde a toda hija de reyes, y sobre la que más pronto que tarde luciría una corona.

Para entonces, para cuando la criada de pelo suelto y rizado había conseguido que la pequeña princesa dejase de quejarse por su energía, la criada bajita y huesuda ya había descorrido las cortinas, cambiado las sábanas —cada día un juego diferente, para que ni una mota de polvo perturbase su descanso—, estirado el edredón y ahuecado la almohada. Y la criada bajita de caderas anchas se quejaba entonces porque las demás sirvientas habían cerrado la puerta y le costaba entrar en el dormitorio con la bandeja del zumo recién exprimido, la jarrita de leche caliente, la taza de porcelana obsequiada por un monarca de tierras extrañas y el platito de pasteles deliciosos que la pequeña princesa rechazaba primero y luego devoraba a bocados diminutos.

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Tragaba la última porción de tarta de pétalos de rosas y, con otro toque de campanilla, avisaba de que ya no tenía más hambre ni más sed. Entonces una criada ni alta ni baja, con un lunar en la mejilla, la acompañaba a su baño de princesa y allí la pequeña princesa sonreía para que le limpiasen los dientes con mayor facilidad. Para entonces, cuando salía del dormitorio y caminaba por el largo pasillo del palacio hasta la biblioteca, la maestra esperaba con una mesa repleta de libros abiertos.

Durante horas escuchaba los nombres de sus padres, de los padres de sus padres, de los padres de los padres de sus padres, y así hasta el del rey que había construido ese mismo palacio. Otras mañanas —tardes ya, a veces—, esos nombres y esos apellidos correspondían a los padres de los padres de los padres de la princesa del reino de al lado, o del de más allá, y entonces la pequeña princesa se quejaba:

—¡Esto ya no me interesa!

A través de la vidriera de la biblioteca pensaba en qué estaría sucediendo al otro lado, no en el jardín, no en las cuadras para los animales, sino al otro lado del muro, en el pueblo de las casas pequeñas y los hombres y mujeres que no tenían que aprenderse de memoria los nombres de los padres de los padres de sus padres.

Más tarde la maestra le enseñaba nombres y apellidos, reinos y costumbres, y durante el almuerzo la corregía si se equivocaba al utilizar el tenedor. Después le contaba las historias sobre los príncipes que escalaban torres gracias a las trenzas largas de las princesas, salvaban a princesas envenenadas al probar el regalo de una extraña o despertaban con un beso de amor a las princesas dormidas para siempre. La pequeña princesa había aprendido que alguna vez le tocaría estar en peligro y que un príncipe azul la salvaría.

En el Palacio de Mil Habitaciones vivían la pequeña princesa, las criadas altas y las criadas bajas, la maestra y también —suponía— las cocineras que se ocupaban de que en la guarnición de su plato jamás se colaran los espárragos, que ella odiaba. En el palacio había un dormitorio de princesa, con la cama alta y rosas fresquísimas, aunque no recordase haberlas visto en el jardín, y por supuesto había un jardín, también; una biblioteca en la que —de tan inmensa— la pequeña princesa podía escuchar la vida de los libros, y muchos salones diferentes. En uno de ellos, la maestra le repetía cómo decir «¡Esto está riquísimo!» en el idioma de cada reino vecino, y en otro salón su hermano, el príncipe, hacía igual con su maestro. Había un salón en el que los visitantes respondían así a los reyes —«¡Esto está riquísimo!»— y otro en el que todos bailaban juntos por las noches: princesa, príncipe, reyes y visitantes.

La pequeña princesa durmió una noche más, como todas las noches anteriores, convencida de que durante el resto de su vida, hasta que su largo pelo rubio de princesa se transformara en larga trenza blanca de reina, tendría la misma existencia un día tras otro. Lo repetía antes del sueño:

—Mañana despertaré con el sueño justo, las criadas altas y las criadas bajas me ayudarán a deshacer los nudos de la noche en mi melena, se me ocurrirán ingredientes exóticos para mi desayuno y me los servirán a la mañana siguiente, cuando ya los haya olvidado.

Sucedería así mientras su padre castigase a los malos y premiase a los buenos, mientras el príncipe contase una a una todas las monedas de las arcas del reino y mientras la reina pasease por el jardín del brazo de una reina extranjera. Y sucedería así después de coronar al príncipe, dentro de muchos años, y de que una princesa de un lugar muy lejano diese la bienvenida a las invitadas, y de que la pequeña princesa avisase cada mañana —con un toque de campanilla— de que era hora de cambiar el camisón por un vestido.

Al despertar, la pequeña princesa se estiró hasta que la punta de los dedos de las manos chocó suavemente con el cabecero de la cama. Con esos mismos dedos de esas mismas manos alcanzó la campanilla, y con un gesto rápido la hizo sonar: una, dos, tres, cuatro veces. Las criadas abrieron la puerta del dormitorio, y ella sonrió para desearles buenos días mientras la luz del día se colaba por las ventanas de su habitación. Pero algo les ocurría a las criadas altas, bajas, con el pelo suelto y rizado, todas huesos: en vez de la sonrisa de cada mañana, en vez de las canciones que tarareaban mientras dejaban el vestido ligero sobre la cama o arrancaban algún pelo del cepillo, todas callaban.

—Buenos días —susurró la pequeña princesa, entre bostezos.

Pero nadie contestó, y en silencio ocurrió todo. La criada alta y delgada le quitó el camisón, trajo unas enaguas nuevas —lo supo porque la puntilla le arañaba— y le encerró las piernas en un armazón de mimbre para que abultase la falda del vestido. Hoy no tocaba fiesta, o eso pensaba. Una criada a la que no conocía —pero que en ocasiones había visto varios pasos por detrás de la reina, con las gafas en la p

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