Si nuestra piel hablara

James Hamblin

Fragmento

Si nuestra piel hablara

Prólogo

Hace cinco años dejé de bañarme.

Al menos, según la mayoría de las definiciones modernas de la palabra. Todavía me mojo el cabello de vez en cuando, pero dejé de lavarme con champú o acondicionador, o de usar jabón, excepto en las manos. También me olvidé de los demás productos de cuidado personal: exfoliantes, cremas hidratantes y desodorantes, que siempre había asociado con la limpieza.

No estoy aquí para recomendar este enfoque para todo el mundo. En muchos aspectos fue terrible. Pero también cambió mi vida.

Me gustaría decir que dejé de bañarme por una noble y virtuosa razón; por ejemplo, porque para un baño promedio en Estados Unidos se utilizan unos 75 litros de agua buena. Esa agua se llena de detergentes derivados del petróleo y de jabones fabricados con aceite de palma cultivado en tierras que, de otro modo, seguirían siendo selvas tropicales. Los productos para el cuidado del cuerpo que se transportan por todo el mundo en barcos y trenes —que consumen combustible— contienen conservadores antimicrobianos y microperlas de plástico que acaban en los lagos y arroyos, y se abren camino hasta nuestros alimentos, aguas subterráneas y de nuevo hasta nuestro propio cuerpo. En pasillos y más pasillos de las farmacias de todo el mundo se venden productos en botellas de plástico que nunca se biodegradan y acaban flotando juntas como islas en los océanos. Islas con las que las ballenas intentan, trágicamente, aparearse.

Lo último sobre las ballenas no es cierto (espero). Pero lo demás son efectos globales de los hábitos diarios en el baño en una escala de 7 000 millones de personas que no había considerado realmente cuando dejé de bañarme.

Para mí empezó de forma sencilla. Ni siquiera se trataba realmente de bañarme. Acababa de mudarme a Nueva York, donde todo es más pequeño, más caro y más difícil. Poco antes había dejado una carrera de medicina en Los Ángeles para intentar ser periodista. En contra del consejo de casi todo el mundo, estaba pasando de una profesión que prometía un salario de medio millón de dólares a un mercado laboral que implosionaba a nivel mundial. Me había mudado al otro lado del país y estaba de nuevo en la parte inferior de la escala profesional, en un departamento-estudio, sin un camino claro en ninguna dirección, y mucho menos hacia delante o hacia arriba. Un mentor me sugirió que no empezara a subir de nuevo a menos que comprobara que mi escalera estaba apoyada contra la pared correcta.

No quería decir “dejar de bañarte”, creo. Pero lo vi como un momento para hacer un balance de todo lo que había en mi vida. En el proceso de esta auditoría existencial consideré las posesiones y los hábitos de los que podría, al menos, intentar prescindir. Reduje el consumo de cafeína y alcohol, desconecté la televisión por cable y el internet y vendí mi coche, limitando así todo lo que pudiera ser un costo elevado, recurrente y sin sentido. Jugué con la idea de vivir en una camioneta, porque Instagram lo hacía parecer muy glamuroso, pero mi novia y todos los demás miembros de mi vida me lo desaconsejaron de forma categórica.

Aunque no gastaba mucho dinero en jabón y champú, sí que pensaba en la cantidad neta de tiempo que dedicaba a usarlos. Los economistas del comportamiento y los expertos en productividad a veces cuantifican los efectos aditivos de las pequeñas elecciones para ayudar a las personas a romper sus hábitos. Por ejemplo: si fumas una cajetilla al día en Nueva York, gastas casi 5 000 dólares al año. En los próximos 20 años, con los aumentos de costos previstos, dejar de fumar podría ahorrarte casi 200 000 dólares. Si dejaras de comprar tanto Starbucks, tal como yo lo entiendo, podrías tener una segunda casa en las Bermudas. Si dedicas 30 minutos al día a bañarte y a aplicarte productos, en el transcurso de una vida longeva, pensemos de 100 años siendo optimistas y para facilitar las matemáticas, pasarás 18 250 horas bañándote. A ese ritmo, dejar de bañarte libera más de dos años de tu vida.

Amigos y familiares me sugirieron que tendría problemas para disfrutar del tiempo extra porque me sentiría asqueroso, desaliñado. A mi madre le preocupaba que me enfermara por no deshacerme de los gérmenes. Tal vez echaría de menos la humanidad básica de las rutinas que nos obligan a dedicarnos tiempo a nosotros mismos, y que nos dan al menos cierta apariencia de poder para presentarnos tal como deseamos que el mundo nos vea. O echaría de menos el simple ritual de tomar un buen baño caliente y salir cada mañana como una persona nueva, lista para afrontar el día.

Pero ¿qué pasaría si nada de esto ocurriera? ¿Y si en realidad tuviera menos resfriados y mi piel tuviera mejor aspecto, y encontrara otras rutinas y rituales mejores? ¿Y si todos esos productos que tenemos en el cuarto de baño —champús para eliminar la grasa del cabello y acondicionadores para sustituirla; jabones para eliminar la grasa de la piel y cremas hidratantes para reponerla— sirvieran sobre todo para que compráramos más productos? ¿Cómo lo podemos saber si nunca hemos pasado más de un par de días sin ellos?

“Sé lo que es no bañarse —es la respuesta más común de los escépticos—, y no es nada bueno.” A lo que yo respondo que sí. Como bebedor de café, sé lo que es estar sin café, y no es bueno. Sé lo que es entrar en una fiesta en la que no conozco a nadie, y no es bueno. Sé lo que es intentar correr un maratón sin entrenar, y no es bueno. Pero también sé lo que es consumir cada vez menos cafeína, y llegar a sentirme en casa en nuevos círculos sociales, y poder correr 41 kilómetros sin anhelar el dulce abrazo de la muerte.

Si el cuerpo humano incorpora de forma gradual estos retos es más fácil lograrlos e incluso disfrutarlos. Lo mismo puede ocurrir con el cambio de hábitos de limpieza diaria. Con el paso de los meses, y luego de los años, a medida que usaba cada vez menos, empecé a necesitar cada vez menos, o a creer que lo necesitaba. Mi piel se volvió poco a poco menos grasa y tuve menos manchas de eczema. No olía a pino ni a lavanda, pero tampoco olía al olor corporal a cebolla que solía tener cuando mis axilas, acostumbradas a estar cubiertas de desodorante, de repente pasaban un día sin él. Como dijo mi novia, olía “como una persona”. El escepticismo inicial se convirtió en entusiasmo.

No me hago ilusiones de que nunca haya olido mal. Pero cada vez ocurría con menor frecuencia. Empecé a ser consciente de los patrones. Los brotes o el mal olor solían coincidir con otros factores: el estrés, la falta de sueño, la falta de bienestar. En la plantación de árboles de mi familia en Wisconsin o en las vacaciones de senderismo en Yellowstone, cuando podía pasar varios días sin agua corriente, estaba casi garantizado que olería y tendría un aspecto decente. En la indolencia de los días de invierno, en los que apenas me movía si no era para ir y venir de la oficina, me sentía miserable y olía en consecuencia. En esencia, me volví más ate

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