Justo antes del final

Emiliano Monge

Fragmento

Justo antes del final

III

1949

Tu madre desenredará, delante de ti, un primer recuerdo.

Cuando cierro los ojos, lo veo aquí, como se ve un álbum de fotografías, te contará con una voz que ya no volverá a soltar, mientras tú piensas: como los embriones de una Polaroid Land Camera.

En estas imágenes, aunque no podría decir si es por la tarde o la mañana, Ofelia es expulsada de la casa. Las fotografías que las palabras de tu madre extraerán de su hipotálamo, antes que de un frasco, estarán, sin embargo, superpuestas: implosionadas, aseverará ella sorprendiéndote al usar esa palabra, que nunca imaginaste que usaría.

Ofelia, algunos retazos de oraciones, unas tijeras y varios mechones del cabello de tu madre, sobre el suelo. Las tijeras otra vez, un par de hilos de sangre, los brazos lacerados de Ofelia y su cabello —el de esa mujer que ascendiera de loca a costurera y de costurera a nodriza— sobre las losas. Tu abuela, gritando desde su silla; tus tías y tu abuelo corriendo de un lado a otro, y los enfermeros, a los que él —quién si no— habría llamado, sometiendo a Ofelia, que los insulta en tres o cuatro idiomas.

Eso, cómo se llevaron a su madre substituta, lo describirá con precisión, con una exactitud que sólo puede deberse a la imaginación o a un dolor muy hondo, te dirás mientras escuchas: los enfermeros la abrazaron, la sometieron y le inyectaron algo en el hombro o en el cuello. Luego la acostaron en una camilla, atravesaron la casa y la sacaron.

Afuera, en la calle, se les cayó, con todo y que no estaba luchando, que se había quedado quieta. Por eso tuvieron que cargarla otra vez, antes de meterla en la ambulancia.

Al final, cuando se fueron, mis hermanas me rodearon y abrazaron.

Tus tías, las que abrazaron a tu madre el día que se llevaron a Ofelia, te contarán que fue después de ese suceso que su hermana se mudó al cuarto de ellas.

Como se había quedado sin cama —el colchón donde dormía con Ofelia no cupo en su nueva habitación—, aquella niña tornasol, tu madre, durmió a partir de entonces en un cajón, añadirán tus tías ante la puerta de la casa de una de ellas —vivirán a un par de cuadras una de la otra—: en el cajón más grande de la cómoda, eso sí, donde guardábamos la ropa.

Luego, cuando se sienten en la sala, tu tía mayor y tu tía mediana, la gorda y la falsa flaca, la maravillosa cocinera y la devota fiel, esas mujeres siempre a punto de reír y con la boca llena de palabras a las que no volverás a juntar, como tampoco harás de nuevo con tus tíos, te contarán cómo construyeron un pequeño clóset, para tu madre, utilizando cajas de zapatos.

El único que nos ayudó con aquel cajón y aquellas cajas, aseverarán, fue el abuelo minero, el padrastro de nuestra madre, que siempre que podía iba a visitarnos.

Leerás que ese año, en La Habana, una manada de soldados gringos profanó la tumba de José Martí, el poeta que tanto le gustaba a tu bisabuelo minero; que, en Barcelona, fueron fusilados cuatro miembros del Partido Socialista Unificado de Cataluña, el más viejo de los cuales había sido el mejor amigo, en su juventud, de tu bisabuelo minero, además de que había sido culpable de que él, el padrastro de tu abuela, terminara casado con tu bisabuela; que, en los Estados Unidos, se estrenó la película basada en La muerte de un viajante, de Arthur Miller, película que, años después, se convertiría en la obsesión de tu abuelo, el padre de tu madre, quien presumiría haberla visto treinta veces; que, en Quito, fue traducida y retransmitida la versión radiofónica de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, desatando la misma locura que había desatado en Londres diez años antes, pero peor: en aquel país andino cuyo nombre parte el mundo, las masas —engañadas, enfurecidas y humilladas— quemaron la radiodifusora y lincharon a sus trabajadores cuando supieron que todo había sido una broma; que, en Viena, el médico Leo Kanner retomó diversas teorías de comienzos de siglo para proponer su teoría de las madres refrigerador y sentar las bases del autismo como síndrome relacionado con el estilo de maternidad fría y distante “propio de las familias de intelectuales”; que, en el Vaticano, el Papa Pío XII excomulgó a todos los comunistas del tiempo, es decir, del pasado, del presente y del futuro, como si fuera, ese Papa, la encarnación de Matusalén, y que, en Madrid, se celebró el Primer Congreso Iberoamericano de Medicina Mental, donde tu abuelo, uno de los oradores principales, defendió el uso de psicotrópicos en pacientes y puso, como ejemplo, el caso de Ofelia, una mujer que, a pesar de los electroshocks, en un ataque de neurosis desgarró su cuerpo con un par de tijeras.

Justo antes del final

IV

1950

Tu madre te contará que ese año dejó de dormir de corrido.

Aunque dudará, cerrando los ojos, si fue o no ese año, si no habrá sido al siguiente, se dará la razón, abriendo los párpados y confirmando que sí, que fue entonces cuando el sueño se le escapó.

No, no porque durmiera en un cajón habilitado como cama: dejé de dormir por los gritos que salían —o que creía que salían— del cuarto de mis hermanos, el cuarto de los hombres. Unos gritos que, a pesar de escucharse en la distancia y así como encerrados, como apagados, pues, reconocía como gritos de súplica o de súplica y terror.

Fue durante una de esas noches, la noche en que, tras despertar, en lugar de luchar por volverme a dormir, salí del cuarto; la noche, pues, que di con el valor que vence al miedo, aunque quizá con lo que di entonces fue con la desesperación o la imprudencia, se corregirá tu madre arqueando los labios hacia abajo, con una de esas sonrisas de cabeza que indican que aquello que está a punto de decirte va a dolerle.

En la penumbra, la niña más pequeña de su casa atravesó aquella construcción con pasos diminutos, al tiempo que se cubría la boca con la mano derecha y con la izquierda arañaba el espacio que se abría delante suyo. La puerta del cuarto de tus tíos —también ellos compartían habitación, aseverará sin mudar la sonrisa bocabajo de su rostro— estaba abierta. Entonces, por primera vez en mi vida, entré en aquel espacio masculino en el que, convertida en fantasma y sorprendida, descubrí la ausencia de mi hermano mediano.

Cuando la sorpresa dejó su sitio a la confusión, salí de aquel cuarto y, en el pasillo, te contará removiéndose sobre el sillón, cerré los ojos y concentré mi atención. Así volví a escuch

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