INTRODUCCIÓN
Las manos me pican por no escribir
ociosidad impuesta
¡A sanar!
todo desbordará
al ritmo de diez dedos bailando
espolvoreando
a toda velocidad
ideas
sobre el teclado
si no,
me ahogaré pronto
en mis pensamientos inarticulados
Nací ya resistiendo, germiné en estas grietas,
me aferré a la vida con mis raíces tejidas en el pavimento,
abrí en él mis caminos y busqué mi alimento.
LORENA WOLFFER
“La mujer coyote”, Historias propias
¿Siempre es así? ¿Siempre andamos como
palomillas nocturnas dando de vueltas alrededor de lo que nos quema?
CRISTINA RIVERA GARZA
Autobiografía del algodón
Nos parece sumamente abstracta la idea de que los glaciares se estén derritiendo, de que la selva amazónica, Australia, Veracruz, Congo se estén consumiendo al ritmo de un estadio de futbol por minuto, aunque respirar en la ciudad en la que vivo se siente como el apocalipsis; seguimos desgarrando incansablemente los entramados de interdependencia que sostienen las formas vida en la Tierra; las barreras entre los humanos y las máquinas parecen borrarse para hacer a los primeros obsoletos y pasivos; la cultura se transforma en entretenimiento y en juegos de algoritmos o en demagogia populista para legitimar los nuevos nacionalismos fundamentalistas; somos invitadas a llegar a un estado de felicidad cultivando nuestros sentimientos, a salvarnos con amor propio y mindfulness, a autorrealizarnos consumiendo mercancías y a buscar la gratificación sexual, a liberarnos de los deberes y obligaciones de la vida social y familiar. Vislumbramos, además, un futuro en el que la mayoría de la humanidad no podrá participar, y una respuesta ante la doble embestida de la globalización y cambio climático parecen ser nuevas formas de nacionalismo nocivo: los evangelistas del nuevo populismo han transformado el clasismo y racismo en armas retóricas que han polarizado a la sociedad y destruido la esfera pública reforzando las estructuras económico-políticas neoliberales. En paralelo, se han desenterrado esencialismos atávicos para construir una nueva versión de “patria” basada en un simulacro de lucha moralina contra la corrupción y contra las fuerzas e intereses “extranjeros” en el territorio, y así legitimar la esquizofrenia del poder. Mientras tanto, se libra una guerra contra los defensores del territorio, se asesinan líderes y lideresas de movimientos contra la devastación ambiental y a periodistas, la “violencia del narco” se incrementa; a los “pobres” se les premia con falsos bonos a sabiendas de que sus vidas y formas de vida no tendrán lugar en este sistema ni a corto ni a mediano plazo porque en realidad no son pobres, sino poblaciones redundantes que no tienen cabida como trabajadores, deudores o consumidores. Las poblaciones redundantes son los habitantes de las periferias urbanas con trabajo y condiciones de vida precarizados, y los habitantes de zonas de sacrificio (o territorios asignados para proyectos extractivos o de infraestructura), cuyos cuerpos son más valiosos muertos o desaparecidos que vivos. Campañas de desinformación en redes sociales modulan nuestros ánimos y establecen marcos para falsos debates, fragmentando la imaginación política, mientras que las mujeres abrazamos y al tiempo resistimos el estatus de víctimas que resulta de nuestra lucha contra las violencias heteropatriarcales.
Ante este panorama, ¿cuál es la tarea del pensamiento y la reflexión? ¿Qué papel tiene la escritura en este mundo de refugiados políticos, crisis medioambientales y gente viviendo en situación de sobrevivencia? ¿En el que la escritura está puesta al servicio de las industrias culturales para entretener a las clases privilegiadas, la cultura fungiendo como un gesto superficial de inclusión y democracia, las voces de lxs escritorxs encerradas en bucles narcisistas? En un país en el que la mayoría vive al día, la idiosincrasia y el narcisismo pasan por reflexión, y la confesión —el género por excelencia para definir y dibujar la emancipación de las mujeres— es la principal forma de expresión en redes sociales inundadas de afecto y emocionalidad privados hechos públicos. ¿Qué representa ser escritora hoy, cuando la desinformación y la propaganda cobran fuerza en el grado cero del mundo, en un lugar sin palabras, porque sus significados han sido distorsionados por el poder, habiendo perdido el sentido en común? ¿Cuando “empoderamiento femenino” significa no comer tacos, ser vigoréxica y derrochar sin culpa el dinero ganado (en proporción menor al salario de los hombres) en bolsas o tacones de marca, en vinos y viajes caros, pero que también significa salir a la calle a romper cosas en un intento desesperado por lograr agencia política porque nos están asesinando a diario? ¿En un momento el que las industrias culturales celebran la singularidad de voces que capitalizan su excepción (racial, de clase, de orientación de género, de víctimas), privatizando los problemas de todas? ¿Cuál es el lugar de las intelectuales en una época sin mundo, en la que la polisemia ha sido robada; el significado de las palabras, petrificado; el lenguaje, expropiado de su cualidad de herramienta para describir de manera verdadera la realidad, y quiénes son nuestrxs interlocutorxs?
Al hilar los textos y las ideas de este libro, debatí conmigo misma si tomar o no esta oportunidad de escribir para experimentar y producir un texto más literario, llenando mi escritura con prosa que no fuera crítica o teoría y más allá de la urgencia de los temas que nos competen en estos momentos. Pensé en escribir algo hermoso y apolítico, por ejemplo: un texto confesional sobre mi vida sexual y emocional basado en estrellar los roles de género preestablecidos y superar mis inseguridades; o un ensayo sobre abuso adolescente con un giro: al final siempre fue una fantasía estilo Lolita encendida por rebelión y hormonas y efecto secundario del bullying escolar; podría escribir una elegía a la improductividad y vagancia o un flujo de conciencia sobre un político malvado caído que se aferra a sus viejas convicciones; teorizar sobre mi relación con los caballos o crear una ficción alrededor de un químico que pudiera transformar nuestro inoculado individualismo en empatía y solidaridad a partir de la modificación molecular del cerebro. O tal vez escribir un ensayo enfocado en un solo tema como el agua; dicho tema serviría como una matriz para generar analogías y escribir poéticamente de cualquier otro tema. Escribir sobre mi recientemente descubierta inclinación por las plantas y la cocina, de extravagancias genéricas de la fertilidad y la maternidad o sobre dar clases en línea en el encierro; describir con imágenes alucinantes mi pesadilla recurrente de ir bajando una escalera sin fin; hilar un flujo de conciencia autodenigrante haciendo un homenaje a Hannah Gadsby. Podría escribir una versión pop y concentrada de la historia del psicoanálisis disfrazada de reseña de Freud, la serie de Netflix; hacer una descripción inteligente de la melancolía pandémica sublimada a través de una carta dirigida a un viejo amor. Y como tal vez todo resultaría en prosa malísima, además de ser derivativa, al descartar estas ideas regresé a la idea inicial de intentar esbozar la “coyuntura” desde una perspectiva feminista y en diálogo con amigas imaginarias y reales en los bordes del comienzo del fin del mundo. Mucho de lo que he escrito aquí es resultado de conversaciones en mis seminarios sobre feminismo, por lo que las directivas de los ensayos provienen de inquietudes de la generación más joven de feministas. Considero este texto, también, como un manual de inicio en el feminismo, en el que entrelazo las cuestiones que nos competen hoy en día, pero dándoles una perspectiva histórica y teórica.
Según Arundhati Roy, escritores y lectores construimos juntes el lugar de la escritura, un lugar que es sumamente frágil, aunque indestructible, ya que lo articulamos sin cesar como un refugio. Además de ser un sitio de resguardo, la escritura es como una trinchera que nos permite asomarnos, esquivar, contraatacar a un enemigo invisible, penetrante, que nos rebasa y trabaja desde dentro. Claramente, el mundo actual hace un llamado urgente a ligar intrínsecamente política con escritura, sobre todo en un país en el que la violencia atraviesa los poros de los cuerpos para destruir mujeres y hombres, obliterando espacios de enunciación, transformando espacios de convivencia en espacios de consumo, mientras que oficialmente predomina una retórica de “libertad de expresión”, una mercancía que coexiste sin contradicciones aparentes con la cotidianidad de la violencia de Estado y los feminicidios. Aquí me aferro a la escritura como una trinchera para resistir el cercamiento de los espacios a fin de conspirar, fabular, discutir, proponer alternativas, diseñar utopías, hacer trabajo reproductivo en conjunto, exponer ideas, resistir contra la amenaza de la idiosincrasia que impone un cierto “deber ser” no solo de mujer o de lo femenino, sino también de la cultura y de la política cultural. El problema que nos atañe concretamente a las escritoras, y que claramente compartimos con activistas y creadoras, es lograr estrellar las fronteras entre creatividad y pensamiento crítico, entre negatividad y conciencia opositora, apropiándonos de la creación, históricamente adjudicada solo al género masculino. Esto con el objetivo de trascender el lugar de pro-creación al que se nos ha relegado, creando desde la acción y pensamiento, haciendo, tomando y compartiendo conciencia. Desde el conocimiento situado, propongo buscar estrategias para mantener abiertas las relaciones entre ideas y práctica, teoría y activismo, siendo consciente de que una no necesariamente antecede a la otra actividad. Concretamente, que la escritura pueda ser el punto de partida para pensar cómo resistir el presente, la violencia, los lugares comunes y la vulgaridad de esta época. También que sea el sitio que abra un espacio para expresar nuestra rabia y poder ser dignas de nuestros tiempos, comprometiéndonos con el presente de una manera oposicionalmente productiva y afirmativa.
Tomando en cuenta las urgencias del momento en el que vivimos, este ensayo está articulado como una bisagra que entrelaza una serie de diálogos imprescindibles con amigas imaginarias y reales como bell hooks, Sara Ahmed, Leslie Jamison, Lina Meruane, Leanne Betasamosake Simpson, Chris Kraus, Alaíde Foppa, Sayak Valencia, Veronica Gonzalez, Eimear McBride, Rita Laura Segato, Elena Poniatowska, Verónica Gago, Susan Sontag, Yásnaya Elena A. Gil, Margaret Randall, Marta Lamas, Claudia Rankine, Arundhati Roy, Cristina Rivera Garza, etcétera. Los diálogos parten de un pensamiento indisciplinario anclado en análisis de producción sensible reciente de artistas como Yvonne Venegas, Lake Verea y Lorena Wolffer, entre otras películas y obras literarias elocuentes de las interrogantes y problemáticas que nos atraviesan. Sobre todo, estos ensayos son un homenaje a la potencia creadora y visionaria de mujeres como Simone de Beauvoir, Simone Weil o Marguerite Duras, pero también Jean Rhys, Djuna Barnes, Tina Modotti, Pita Amor, Clarice Lispector, Elena Garro, Rosario Castellanos… que nos antecedieron y abrieron el camino para dejar de reproducir pasivamente el mundo y poder tomar parte en dibujarlo, crearlo y cambiarlo con la potencia femenina-feminista.
Por eso pensé este libro como un caleidoscopio conformado por mi percepción subjetiva, la información digital que proceso, la realidad compartida que es cada vez más escasa, la realidad delineada por la imaginación política y también la ficción en literatura, cine y arte, diálogos surgidos con mis alumnxs en los últimos años. Uno de los problemas de la modernidad es la diferenciación entre la representación y la realidad, o la mediatización del mundo. Cuestión que ahora se ha exacerbado con nuestra existencia y traslado de la comunicación a los mundos digitales iniciado por el encierro durante la pandemia de covid-19. Por eso, busco describir la realidad de nuestra época a partir de lo sensible desde el lugar ambiguo de la vida, la víscera, la sensación. Algo así como el “entresuelo del cuerpo”, inspirada en la camera lucida de Salvador Elizondo, pero agregando el conocimiento situado, la sensación acuerpada traducida al lenguaje. La camera lucida es un instrumento crítico elaborado a partir de la siguiente fórmula: la escritura de un yo hacia fuera de mí, hacia les otres, pero sin perder la subjetividad. ¿Hablará de espejismos? Tal vez, por eso, una de las preocupaciones que atraviesa este texto es regular el equilibrio entre la realidad, la imagen de la realidad, la idea de la realidad, la virtualización de la realidad y mi percepción sensible y su traducción a la escritura. Ese equilibrio es análogo a un espacio crítico o dispositivo de observación acuerpado que me sirve para apropiarme de la realidad desde la experiencia sensible. Aunque escribir es algo más complejo: son intentos de capturar o arrastrar algo que a veces no coopera para lograr ser preciso, que desborda todo lo demás que se me escapa. Que pide eliminar detalles o conceptos que no funcionan. Escribir es la mecánica de expansión del ambiente de una palabra. La sorpresa del pensamiento al llegar a algo. Si releo una frase, siento que me falta precisión, agrego, quito, sustituyo, reacomodo. Delinear con palabras pequeños momentos buscando transmitir, articular la urgencia del momento en un viaje interior a la víscera, a las sensaciones corpóreas y a las emociones. Y luego poner las cosas a través de la camera lucida, conformada por la experiencia sensible, el juicio crítico, la experiencia e historia personal y una visión particular de lo sensible que me atraviesa y que me compete.
Las reflexiones que resultan de los diálogos dibujados por esta constelación tienen la preocupación común de esbozar debates urgentes que conciernen al estado del “ser mujer” en los albores de la segunda década del siglo XXI. Incorporo voces de otras mujeres en un intento urgente de resistir el presente en su compañía, en un mundo en el que una “voz de mujer” existe en cuerpos interpelados para ocupar posiciones importantes en corporaciones, gobiernos, instituciones culturales y académicas, trabajar en fábricas, unirse al ejército, pero cuyos cuerpos son sistemáticamente vulnerados por la violencia de género y por la doble carga impuesta sobre nosotras para ejercer trabajo productivo y reproductivo. Y aunque ya desde hace al menos un par de décadas demos por hecho un sitio para operar en el espacio público, lo hemos hecho sometidas a los privilegios masculinos, sin haber logrado cambiar las estructuras en las que nos movemos para que favorezcan nuestros intereses y necesidades. Porque, aunque las mujeres hayamos logrado ocupar puestos políticos, los temas que nos conciernen siguen siendo secundarios, o suplementarios, a la política, y por eso estamos furiosas. Por eso invoco aquí a las escritoras de mi constelación, para que me ayuden a deshacer prácticas sociales misóginas y desarticular las estrategias de sumisión y denigración del heteropatriarcado. Las convoco para elaborar una genealogía de miradas y voces feministas para enraizarme. Y de ahí, dibujar un mapa de nuestros retos medioambientales y políticos para concebir un punto de partida para resistir interseccional y colectivamente. En estos textos, “una voz de mujer” parte de temas de género, sexualidad y dolor para abarcar el modernismo, el colonialismo y el capitalismo, las trampas del pensamiento de izquierda ante nuestra actual crisis de desenraizamiento y alienación, la violencia masiva y la crisis medioambiental y cómo todo esto está relacionado. Nuestro mundo contemporáneo hipercapitalista y heteropatriarcal está erigido en la denigración de la vida, de las relaciones humanas y de las mujeres y cuerpos feminizados. La consecuencia es la diseminación de ondas de toxicidad y violencia que van desde el medio ambiente contaminado hasta las entrañas de nuestros cuerpos, lo que ha causado un cambio climático, pero también epidemias de enfermedades inflamatorias, adicciones, codependencia y depresión. Como veremos, las violencias racistas, de género y medioambientales se originan en el mismo lugar epistemológico y sensible. Esta “voz de mujer” aborda también temas de tensión de clase y raza, solidaridad, empatía, felicidad, empatía despótica, adicción y codependencia, la violencia de Estado y la actual guerra neoliberal que está siendo librada en México en contra de las poblaciones consideradas redundantes por el sistema del Estado nación y el capitalismo globalizado y cibernetizado.
Este libro está escrito para Layla García, gracias a las complicidades compartidas con Julieta Aranda, Pip Day, Silvia Gruner, Lizzy Cancino, Gabriela Rangel, Karen Cordero, Jimena Acosta, Tatiana Cuevas, Sara Eliassen, Alexa Pauls, Omaya Kuri, Cecilia Bordás, Paola Frías, Ximena Vázquez, Ana Cardoso, Mirenzuri Menéndez, Margaret Schlubach, María José Bruña Bragado, Gerardo Contreras, Michelle Sáenz Burrola, Daniela Gil Esteva, mis estudiantes FEM, Lina Meruane, Rocío Martínez Velázquez, María Virginia Jaua, María Fernanda Álvarez Pérez, María Minera, Ignacio Sánchez Prado, Lorena Wolffer, Miguel Ventura. Agradezco la presencia en mi vida de Lucero Ortiz, Isabel Vericat, Lorena Glintz, Sonia Ortiz, Celia Marín, Aline Hernández, Abigail Aranda Márquez, Karla Villegas, Régine Goirand, Samantha Merker, Chloé Goirand y Helga Kaiser. Se originó en conversaciones con Pip Day mientras hacía una residencia en Montreal, donde fui huésped de OBORO y la galería SBC. Versiones de algunos ensayos fueron comisionados por Julieta Aranda para un especial de e-flux Journal sobre feminismo. Parte del libro fue escrito gracias a una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (2018-2020). Esta versión en español es aumentada y extendida a la versión en inglés.
EL TSUNAMI MEXICANO
La osadía de indagar sobre sí misma; la necesidad de
hacerse consciente acerca del significado de la propia exis-
tencia corporal o la inaudita pretensión de conferirle un
significado a la propia existencia espiritual es duramente
reprimida y castigada por el aparato social. Este ha dicta-
minado, de una vez y para siempre, que la única actitud
lícita de la feminidad es la espera.
ROSARIO CASTELLANOS
Mujer que sabe latín…
Además del encierro por la pandemia, el año 2020 será recordado en México por haber sido atravesado por un tsunami feminista. En febrero se detonaron marchas y acciones violentas por el feminicidio y diseminación de imágenes del cuerpo mutilado de Ingrid Escamilla. El 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer, colectivas de madres y de víctimas de feminicidio y desaparecides, grupos luchando por legalizar el aborto, contingentes de luchadores por los derechos sexuales y morras enmascaradas y encapuchadas se reunieron en las calles de la capital de México y otras ciudades, creando una masa interseccional verde y violeta de varios cientos de miles de mujeres feministas. A pesar de que edificios y monumentos a lo largo de la marcha fueron fortificados, las demostraciones del 8 de marzo dejaron como saldo ventanas, cámaras de seguridad, un camión de bomberos rotos; edificios pintados, una confrontación con la policía, la puerta del Palacio Nacional incendiada, brasieres colgados en las rejas de la Catedral y muchas más acciones simbólicas y directas ejecutadas por las morras enmascaradas, incluyendo bombas de colores y la destrucción de una sucursal de Starbucks. Al día siguiente muchas hicimos una huelga productiva, reproductiva y de consumo.
El número de los feminicidios en México, y su aparición amarillista en medios masivos de comunicación y redes sociales, está directamente relacionado a la ola reciente de explosiones de furia femenina, el tsunami manifestado en marchas, demostraciones, actos de vandalismo contra monumentos oficiales, infraestructura de Estado y negocios, y desde 2020, la ocupación de edificios del Estado y universitarios. La ola masiva feminista está siendo azuzada por la furia, indignación y miedo de las mujeres. Como lo planteó Marina Azahua, las mujeres nos estamos juntando a gritar porque estamos siendo asesinadas, nos estamos rebelando en contra del patriarcado, reconociendo colectivamente el daño, expresando un grito de guerra que ha sido hasta ahora un grito ahogado con el sentimiento de muerte en las entrañas. Lo que ocurre es que nos están matando.1
Los orígenes del actual tsunami mexicano —que es plural y no tiene demandas políticas, solo el significante en común de las mujeres como víctimas de violencia heteropatriarcal sancionada y perpetuada por el Estado— pueden datarse en abril de 2019, cuando el movimiento #MeToo llegó a México para concatenarse con acusaciones en campos como #MeTooAcademia, #MeTooCine, #MeTooLiteratura, y denunciar abusos de poder y acoso sexual. Pocos meses después, la noticia de la violación de una joven en la Ciudad de México llevó a un grupo considerable de mujeres a rayar el Monumento a la Independencia en Reforma. Las mujeres también destrozaron una parada de microbús y le prendieron fuego a una estación de policía. Cuando las feministas comenzaron a usar acción directa, “fuimos todas” se convirtió en consigna y eslogan.
Luego, un grupo de estudiantes mujeres autodenominadas morras (de la expresión morra castrosa, o chica que siempre se queja de algo; “castrosa” queriendo decir “castrante”) ocuparon las facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias Políticas de la UNAM. Buscaban lograr la expulsión de depredadores sexuales del campus. Llegaron a tomar 13 edificios en la universidad, otros edificios en otras escuelas y facultades por todo el país. En 2019, las feministas radicales incendiaron el Tribunal de Justicia del estado de Sonora. Yesenia Zamudio, una de las líderes del movimiento “Ni Una Menos”, cuya hija fue asesinada en 2016, declaró: “¡Tengo derecho a quemar y a romper! No le voy a pedir permiso a nadie porque yo estoy rompiendo por mi hija. Y la que quiera quemar que queme; y la que no, que no estorbe”.
En el imaginario mexicano del siglo XX, las mujeres que participaron en las luchas sociales fueron las “adelitas” o “coronelas”. Durante la Revolución mexicana, las mujeres fueron secuestradas de sus hogares y forzadas a acompañar a los soldados para darles placer y ocuparse de las tareas reproductivas, inclusive enterrar a los muertos. Aunque algunas adelitas llegaron a ser respetadas como “generalas”, ellas usualmente se perciben como testigos de los logros masculinos y obstáculos en la marcha de los hombres hacia la modernidad. En la década de 1960, cuando florecieron los movimientos guerrilleros en América Latina, las guerrilleras reportaron que el movimiento reprodujo los patrones tóxicos del heteropatriarcado. Para las mujeres militantes, su condición de género era vivida como limitante y obstáculo para el trabajo político. Vivieron en su propia carne la incompatibilidad fundamental entre las luchas revolucionarias y el feminismo, en la que la causa de las mujeres resultó secundaria, o incluso descartada, por percibirse como una preocupación burguesa y que distraía a las militantes de la causa universal y superior del socialismo.
El movimiento feminista no es nuevo en México. En los noventa en Ciudad Juárez surgieron colectivos luchando para denunciar y visibilizar el feminicidio, buscando a mujeres desaparecidas o sus cuerpos y exigiendo justicia. En las puertas del neoliberalismo, México se convirtió en la cuna del feminicidio. Una década antes, las feministas habían empezado a militar para organizarse y exigir derechos igualitarios a nivel legislativo. El surgimiento del reciente tsunami feminista mexicano ha sido, en parte, debido a la silenciosa pero ahora ya abierta indolencia del Estado con relación a los problemas y demandas de las mujeres.
Ahora nuestras historias son públicas. El debate global que surgió a raíz del movimiento #MeToo desató acusaciones de abuso y acoso sexual por todo el mundo (con paréntesis en Hollywood y Francia), se centró en la libertad de los hombres y mujeres de entrar en juegos de poder y de seducción, en argumentos como que el “acoso a mujeres” es una instancia de quid pro quo en la que una mujer se beneficia en el campo laboral poniendo a trabajar sus atributos físicos y sexuales. El #MeToo ha sido cuestionado también por ser demasiado pudoroso. Aquí la cuestión es que necesitamos hacer conciencia de la distinción entre depredación, abuso y libertinaje. En febrero de 2019, la hermosa actriz francesa Adèle Haenel abandonó indignada la ceremonia de los Premios César cuando se anunció a Roman Polanski como ganador de la categoría de mejor director por su película An Officer and a Spy (2019). Solo unos pocos aplaudieron, mientras Haenel acusaba al mundo de cine francés de premiar a un abusador. Resulta irónico que a Polanski le hayan dado un premio por una película sobre la persecución injusta, prejuiciada y racista contra un judío (Alfred Dreyfus) en la Francia del siglo XIX. En una entrevista con Mediapart, Haenel contó la historia detrás de su acusación de abuso a Christophe Ruggia, el director de su primera película, que hizo cuando tenía 14 años. En la entrevista, Haenel concluye que la diferencia entre depredación y libertinaje se encuentra en el hecho de que el abuso inocula odio a sí mismas en las mujeres, llevándonos a la autodestrucción. Porque es posible que los hombres deriven placer de la depredación. El problema es que la depredación se puede afianzar como una medida normativa que rija el comportamiento entre hombres y mujeres. Además, cuando hablamos de abuso sexual como una forma masculina de gozo a través de la depredación, necesitamos poner también sobre la mesa que las sociedades occidentales están erigidas en la depredación a la naturaleza, a los pueblos originarios y a sus tierras. Por eso, la violencia contra las mujeres no tiene que ver con casos aislados que salen a la luz: la violencia de género implica a toda la sociedad, cultura, sistemas de vida, formas de subsistencia. El deseo de conectarnos y de estar juntxs, que se exacerbó en la incertidumbre del distanciamiento social para contener la pandemia del covid-19, necesita encauzarse en darle continuidad al movimiento donde nos quedamos el 9 de marzo de 2020. Estamos hablando en voz alta, realizando acciones simbólicas, entrando en huelga. Y todo mundo nos tiene que escuchar. Debemos continuar la lucha, aunque el virus haya transformado la acción de hablar en voz alta en un riesgo.
A principios de 2019, en nombre de la austeridad y recentralización de los servicios sociales semiprivatizados, el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador disminuyó el subsidio de las guarderías de Estado y eliminó el de las ONG que operaban como refugios para víctimas de la violencia de género. En su lugar, el gobierno empezó a repartir 1 600 pesos bimestrales a madres de hijos de las edades de 1 a 6 años, y sugirió que los abuelos se ocuparan de sus nietos. Para las feministas, la medida fue considerada una política populista en contra de los intereses de las mujeres. Los refugios no han sido reabiertos. En sus mañaneras, el presidente ha descartado al tsunami feminista por considerarlo una provocación orquestada por infiltrados conservadores y opositores del régimen, y ha declarado: “Se victimizan a ellas mismas y nos acusan de ser autoritarios”, y en un desliz freudiano dijo: “Aceptar la violencia es en contra del feminismo/(¿feminidad?)”.
Sin embargo, para las feministas del tsunami, la “patria” asesina. Vandalizar el “patrimonio nacional” es externalizar y vengarse de la violencia a la que las mujeres son sujetas todos los días. “El Estado opresor es un macho violador” es una estrofa del canto Un violador en tu camino del colectivo feminista chileno Las Tesis. El canto señala con el dedo las estructuras de poder patriarcal y al Estado como su guardián. La canción acusa a jueces, policías, políticos, al presidente por cometer o por fallar en impedir la violación. El hecho de que se haya cantado y bailado Un violador en tu camino de Washington a Estambul, de Nueva Delhi a París, señalando con el dedo edificios de gobierno, tribunales de justicia, las Trump Towers, etcétera, pone en evidencia que la violencia sistémica contra las mujeres se está intensificando por todo el mundo. Dos mil diecinueve, por ejemplo, es el año en el que en Francia se reconoció colectivamente el problema de la violencia doméstica, dando lugar a marchas por las calles para protestar contra la violencia sexual y sexista.
Pero las morras encapuchadas, enmascaradas y vestidas de negro son propias de México, quienes protestan destruyendo infraestructura pública y corporativa, cantando que van a quemarlo todo y aventando cocteles molotov a edificios corporativos y del gobierno. Tal vez las podamos comparar con las protestas de Femen, el colectivo ucraniano fundado en 2008, cuyas activistas protestaban topless con eslóganes escritos en sus cuerpos, en el sentido de que ambos grupos ejecutan acciones diseñadas para hacerse virales en los medios masivos y redes sociales como actos de contrainformación. Sin embargo, la acción directa y técnicas anarquistas de las morras son particulares de ellas. Para las morras, la clase no es un tema, y tampoco están luchando activamente por la participación política. Ellas claman que la agresión que expresan es proporcional a la violencia a la que están expuestas todos los días. Como víctimas de violencia de género, sus máscaras y actos violentos las empoderan. Muchas de ellas tienen menos de 25 años, son clase media o trabajadora y se mueven en transporte público. Asociadas informalmente con el feminismo (como una etiqueta que una decide llevar, no relacionadas a un movimiento organizado), sus acciones directas no están siendo apoyadas por feministas académicas o institucionales, quienes creen que no aportan mucho a la lucha de las mujeres. Una acción de las morras fue la ocupación espontánea del edificio de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) en la calle República de Cuba en la Ciudad de México, lo cual desató acciones análogas por el país, muchas de ellas reprimidas violentamente.
El 2 de septiembre de 2020, activistas y anarquistas ocuparon la sede de la CNDH luego de que Érika Martínez y Marcela Alemán tuvieron una junta con la presidenta de la comisión, Rosario Ibarra Piedra. Martínez y Alemán buscaban respuestas sobre el caso del hijo de 22 años de Alemán, asesinado en 2019, y sobre la violación de la hija de Martínez, de 4 años. Al sentir que no obtenían respuestas, al terminar su junta con la directora, ambas mujeres se rehusaron a irse y convocaron a grupos activistas para que las apoyaran. Miembros de colectivos feministas comenzaron a llegar: entre otros, Bloque Negro y Ni Una Menos, y después de redactar y leer una lista de 36 demandas, entraron pacíficamente al edificio. Las ocupantes intervinieron los retratos de héroes nacionales colgados en los muros, escribieron eslóganes feministas y pintaron murales en las paredes. Cinco meses más tarde, unas 10 mujeres continuaban viviendo en la okupa. Habían transformado la sede de la CNDH en la Casa Refugio República de Cuba, un lugar seguro para mujeres víctimas de abuso de género y doméstico. Al principio de la ocupación, varias divisiones ocurrieron: Ni Una Menos se fue debido a desacuerdos sobre la estrategia política y distribución de donaciones; las mujeres transgénero estuvieron presentes desde el principio, pero Bloque Negro se declaró TERF (feministas radicales que excluyen a mujeres trans), así que los grupos LGBTQ+ retiraron su apoyo. Las miembras del Bloque Negro decidieron quedarse indefinidamente en el edificio de la CNDH, hasta que toda violencia contra las mujeres sea erradicada en México.