Sex-On

Raquel Graña

Fragmento

1. 2 de agosto

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2 de agosto: Eider vuelve a aparecer en mi vida

Alma

—¡¡Alma!! ¡¡Ven a desayunar!! —grita mi madre desde la cocina. ¡Qué manía, hablar desde una habitación a otra, a grito pelado! ¡Ni que estuviera sorda!

Termino de ducharme y bajo las escaleras corriendo. Vivo en una casa de dos plantas, de color blanco y de piedra, rodeada de árboles con pocas viviendas alrededor. Es bonita, aunque queda muy a desmano del centro y de mis amigas, por lo que me quejo bastante. ¿No podrían haber elegido otro sitio?

En la mesa ya están sentados mi madre y mi hermano, Breixo. Mi padre está terminando de servir los zumos. Los sábados desayunamos siempre en familia, aprovechando que no hay tanto ajetreo como el resto de la semana.

—¿Quieres tortitas? —me dice mi padre.

—No, gracias, prefiero fruta y chocolate con avena —respondo, muy seria.

—¿Qué te pasa hoy? —pregunta mi madre.

—Nada, me he levantado un poco mal y tampoco me ayuda que me grites cuando estoy en la ducha —digo haciendo una mueca para que se dé cuenta de que debe cambiar. A veces siento que soy una extraterrestre y que los adultos no me comprenden.

Me siento a la mesa, me sirvo trocitos de piña, plátano y manzana y comienzo a comer sin muchas ganas.

—¿Qué vais a hacer esta tarde? —pregunta mi padre.

—Yo voy al parque, quedé con Julio y Aitor para hacer skate —responde resuelto mi hermano.

Mientras se enzarzan en una conversación sobre las últimas piruetas conseguidas por mi hermano, reviso el WhatsApp para ver si Bea o Clara me han escrito. ¡Ahí están!

—Alma, ya sabes que no me gustan los teléfonos cuando estamos reunidos en la mesa.

—¡Qué pesada, mamá! ¡Ya lo dejo! —digo suspirando—. Esta tarde vamos a la playa, seguramente me llevaré un bocadillo y comeré allí. —Mis padres me miran; ¿por qué tienen esa manía de hacerme sentir incómoda en situaciones normales?—. ¿Qué pasa? —pregunto.

—Ni siquiera nos has preguntado si nos parece bien —responde mi padre.

—¡Vamos, papá! ¡Que es verano! He sacado buenas notas y aprobado todo, como siempre —recalco, molesta.

—Tienes catorce años, las notas y el curso son tu responsabilidad, como la de tu madre y la mía lo es trabajar. Así que, por favor, pregúntanos si te damos permiso. —Pongo los ojos en blanco.

—Carlos, no pasa nada, que vaya a la playa, se divierta y disfrute del verano. Bastante ha tenido con el cambio de primaria a secundaria, y el próximo año entra en tercero de la ESO, tendrá que esforzarse más. —¡Mamá al rescate! Siempre tan oportuna.

Mi padre suspira y no añade nada más. Así que terminamos el desayuno tranquilamente, hablando de lo de siempre: las clases de yoga de mamá en casa, el trabajo de papá en el banco o el campamento de verano al que irá Breixo en unos días.

Subo a mi habitación, enciendo Skype y llamo a Bea.

—¿Vamos a la playa esta tarde? —pregunto.

Bea es rubita con pelo liso, muy fino. Tiene los ojos muy grandes, de color avellana, pecas por toda la cara y su complexión es alta y normalita, como la mía, ni muy ancha ni muy delgada. Yo, por el contrario, tengo el pelo castaño oscuro, ondulado; mis ojos son verdes, heredados de mi abuela Luisa, y no soy demasiado alta.

—¡Sí, claro! Además, ¿sabes a quién he visto esta mañana en el Meigas? —dice Bea, y una media sonrisa pícara enciende su cara.

El Meigas es una cafetería a la que nos gusta mucho ir de mañana y de tarde, tienen una variedad enorme de infusiones, cafés, batidos y helados.

—Si no me lo dices, no lo sé. ¿Desde cuándo soy adivina? —respondo un poco molesta.

—Bueno, no necesitas saber más.

«¿Así? ¿Así me va a dejar? ¿Con la pregunta en mi cabeza todo el tiempo?», pienso. Pongo cara de enfadada a ver si se relaja un poco y suelta prenda.

—Que no, Alma, no necesitas más información —insiste Bea—. ¿Quedamos a la una y media en mi casa? Mi madre va a hacer los bocadillos vegetales que tanto te gustan, con huevo, canónigos, tomate y mahonesa.

—Hmmm... —es lo que obtiene como respuesta; no se merece más.

—¡Venga! Te espero aquí, ¡nos vemos luego, bombón! ¡Un besote! —Me lanza un beso a través de la pantalla y se desconecta.

¡Qué manía de dejarme a medias! ¿En serio no voy a resolver el misterio hasta que la vea?

—¡Ufff! —resoplo.

Voy a prepararme para la clase de yoga de mi madre. Las clases las da en casa, en la planta baja. Hemos habilitado un espacio muy grande en el que caben veinte personas. Es como mi refugio; gracias a su decoración agradable, parece que estás en un hogar. En una pared hay una cortina de luces led, un añadido que propuse y que mi madre aceptó con gran ilusión. En la esquina derecha delantera hay una fuente gigante en forma de Buda que aporta un sonido relajante, y en la otra, una enorme lámpara de sal. Mi madre dice que ayuda a regular las energías y limpiar el ambiente.

Bajo, ya están llegando a la clase las primeras «yoguis», como las llama mi madre. Cogen una esterilla, la colocan en su lugar de siempre y mi madre comienza a encender incienso. Mientras van llegando, se ponen a hablar de su día a día y se sirven un poquito de la infusión relajante que siempre preparamos por la mañana. Una mezcla secreta de hierbas. Mi madre es reacia a revelar su composición, ¡ni que fuera la fórmula de la Coca-Cola!

Cuidamos al máximo los detalles. Ellas entran por una puerta externa que da acceso a la sala, que tiene una gran cristalera y donde, enfrente, hay una mesita con varias teteras calientes, que se sirven en un pequeño vaso de cristal decorado con flores.

Cuando llega la hora, pongo música relajante y comenzamos la práctica de ese día, dedicada a trabajar la feminidad y el despertar consciente.

Sin darme cuenta, la hora y media pasa superrápido y ya me tengo que cambiar para ir a la playa. ¡Qué emoción! ¿Qué me tendrá que contar Bea?

Salgo de casa con la mochila y en veinte minutos me planto en su puerta. Llamo. Me abre con una sonrisa de oreja a oreja, como de costumbre. Ella siempre está feliz y su felicidad se me contagia.

—¡Hola, A! ¿Qué tal en yoga? ¡Vamos a coger los bocadillos y salimos pitando! —exclama.

—Sí, sí, perfecto, pero ¿me puedes decir a quién has visto esta mañana? —pregunto—. La intriga me está matando, odio que me hagas estas cosas.

—Ya lo verás, ¡venga, corre!

Cogemos los bocadillos y nos vamos a la playa de Area Grande, que queda a diez minutos de su casa.

Cuando llegamos, Clara ya nos está esperando, bronceándose al sol. Nos guiña un ojo mientras nos vamos acercando.

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