Una perfecta equivocación (Seremos imperfectos 1)

Andrea Smith

Fragmento

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1

—¿A quién besarías, con quién te casarías y a quién matarías?

Me llevé un bocado de pan a la boca y mastiqué lentamente mientras la sonrisa de Heejin se ampliaba. Sus ojos estaban centrados en Carla, mientras esperaba a que ella respondiera. Y sin importarle lo más mínimo que estuviésemos en mitad del comedor y que el resto de los compañeros pudiese oírla, Carla dijo alto y claro:

—Eso es muy fácil. Besaría a Ezra, porque está como un tren. Me casaría contigo y mataría al profe de Gimnasia.

El ceño de Heejin se frunció mientras su sonrisa se desvanecía y su cuerpo se dejaba caer en el respaldo de la silla.

—Eso es trampa —se quejó—. Tienes que contestar como si fuese en serio.

A mi lado Isabella profirió una pequeña carcajada. Ella había dicho que se casaría conmigo, pero que sería un problema porque probablemente acabase matándome. Era mi mejor amiga, pero a veces nos queríamos tanto como nos odiábamos. Según mi tía, Isa y yo parecíamos más bien hermanas separadas al nacer que no mejores amigas.

Carla se encogió de hombros e insistió:

—Va en serio. Me casaría contigo porque cocinas muy bien y mataría al de Gimnasia porque siempre me hace correr dos vueltas de más.

Durante unos segundos pensé que Heejin volvería a replicar, porque la miraba fijamente, pero terminó por suspirar y volverse hacia mí.

—Está bien... ¿Y tú, Olivia?

Apreté los labios, pensativa. Aquel juego me parecía un poco tonto. No tenía intención de responder en público y arriesgarme a que Mateo Ford pudiese oírme. Si eso sucediese, tendría que esconderme para siempre bajo las mantas de mi cama. Porque si algo tenía claro, es que elegiría casarme con él.

—Yo también me casaría contigo —fue lo que respondí en su lugar.

Mi amiga se apartó el pelo castaño de la cara y me lanzó una de sus patatas fritas, molesta, mientras las demás nos echábamos a reír.

—Sois imposibles...

El timbre sonó y tuvimos que darnos prisa para terminar nuestro almuerzo antes de volver a las clases. Mientras corríamos por los pasillos, pensé en lo rápido que había pasado el tiempo. Hacía nada éramos unas niñas que comenzaban con miedo su primer día de instituto, y ahora ya estábamos en la recta final.

En menos de cinco meses nos graduaríamos, elegiríamos distintos caminos y tendríamos que acostumbrarnos a vivir separadas, sin vernos a diario.

Era incapaz de imaginar no estar con Isabella todos los días, o encontrar una nueva amiga con la que tener la misma amistad. Ella era irremplazable.

—Venga, ¡todos a sus sitios!

La profesora de Historia entró con paso ligero en el aula, y tomé asiento en primera fila al lado de Isabella mientras el resto de los compañeros revoloteaba a nuestro alrededor. Ella no veía bien pero se negaba a usar gafas, por lo que yo me sacrificaba y me sentaba en primera fila con ella para que pudiera ver la pizarra. Coloqué mi vieja mochila en el respaldo de la silla. Estaba bastante deslucida, tenía unos cuatro años, y la cremallera estaba algo rota, pero era de Taylor Swift y la había decorado con pins suyos. Solo por eso, me encantaba. Además, el material escolar es tremendamente caro y necesitaba ahorrar.

Con el rabillo del ojo vi a Ezra Johnson pasar a mi lado. Llevaba la chaqueta azul de nuestro equipo de fútbol y estaba bebiendo agua de un botellín.

Mierda, era tan guapo que mis ojos lo siguieron y giré la cabeza un poco hacia él para verlo mejor. Pero no fui la única. Allá donde Ezra caminara, miles de cabezas se volvían. No solo era el chico más guapo y popular del instituto. Tenía la media más alta de la clase y había liderado al equipo de fútbol hasta ganar el campeonato el curso pasado. Decían que le habían ofrecido varias becas para la universidad, incluso fuera del país.

—Se te va a caer la baba, ¿sabes? —susurró la voz de mi amiga a mi lado.

Isabella era inmune a los encantos de Ezra, y básicamente de cualquier otro chico, aunque una vez me admitió que sí le parecía guapo, pero no de su gusto.

Me volví para recriminarla, pero al hacerlo mi brazo se topó con su estuche y lo tiré al suelo.

Antes de que me diera tiempo a incorporarme, otra figura apareció delante de nuestro pupitre mientras la profesora de Historia nos daba el último aviso para colocarnos en nuestros sitios y abrir el cuaderno. Me dio tiempo a ver un mechón rubio desaparecer antes de que Mateo Ford se agachara y recogiera el estuche del suelo. Cuando se volvió hacia nosotras me miró con aquella sonrisa dulce que le llegaba directamente a los ojos, los más azules que había visto en mi vida.

Sentí cómo mi interior se calentaba y, muy probablemente, mis mejillas se volvían rojo incandescente. A mi lado Isabella tosió, pero él se limitó a mantener la sonrisa amable y decir:

—Creo que esto es tuyo.

Tragué saliva, buscando unas palabras que no me llegaban a los labios. ¿Era posible que se me hubiese parado el corazón?

Mateo Ford era mi amor platónico desde el primer año de instituto, desde ese día fatídico en el que se sentó a mi lado en el autobús de vuelta a casa y me pasó un pañuelo de papel para limpiarme los mocos y las lágrimas.

Efectivamente, no empecé el instituto con muy buen pie... Pero esa es otra historia.

—En realidad es mío —interrumpió Isabella, provocando que la conexión entre los ojos de Mateo y los míos finalmente se rompiera.

Él asintió y dejó el estuche en su pupitre. Después agarró con fuerza un asa de su mochila y volvió a mirarme.

—Nos vemos, Olivia.

Ay, Dios mío. Se acordaba de mi nombre.

—Claro, Mateo.

Mierda. ¿Había dicho eso?

Sí, lo había dicho.

¿Hasta qué punto podía ser patética?

Sin embargo, mientras Isabella soltaba una carcajada que intentó ocultar en vano con la mano, Mateo amplió la sonrisa y se despidió de mí antes de tomar sitio al fondo de la clase.

Iba a matar a mi amiga.

Me volví hacia ella con las mejillas más encendidas que antes y los dientes apretados.

—¡Ya te vale! —me quejé—. Deja de reírte.

—Claro, Olivia—se burló, llevándose una mano al corazón—. Lo que tú digas, Olivia.

Decidí ignorarla y saqué el cuaderno y el estuche de la mochila mientras la profesora de Historia encendía el proyector. Le encantaba ponernos documentales de sucesos históricos para dar las clases y la verdad es que así se me hacían bastante más amenas. Y en primera fila se veía genial.

—¡Teléfonos fuera! —nos advirtió.

Y es que varios compañeros de clase, incluida mi amiga, estaban mirando las pantallas de sus móviles. Sentí que el mío vibraba en el bolsillo y también lo saqué.

—¿Han hecho un chat grupal de todo el curso? —pregunté, confundida, mirando a Isabella.

Ella asintió y, como yo, continuó mirando la pantalla. Se llamaba «Los Increíbles». Pensé que tendríamos que cambiar el nombre del chat que Isabella, Carla, Heejin y yo teníamos juntas, porque se llamaba también «Las Increíbles». A principio de curso habíamos tenido una profesora suplente que no nos aguantaba. Según ella, éramos una clase increíblemente ruidosa e increíblemente desobediente. Entre nosotros comenzamos a usar la broma de que, sencillamente, éramos increíbles. Nos gustó como nombre para nuestro grupo de chat, pero se ve que al resto de la clase también le había parecido divertido.

Me metí para cotillear. A juzgar por los primeros mensajes, se trataba de un grupo para comenzar a organizar el viaje de fin de curso, al que en teoría iríamos todos. Nuestro último año antes de separarnos, la última vez que disfrutaríamos juntos, ¿no?

Solo esperaba que no escogieran un destino muy caro, o tendría que buscar un segundo trabajo en el que hacer horas extras para poder pagármelo.

Pronto los mensajes del chat cambiaron de tema.

—Mira, el viernes por la noche habrá una fiesta —leyó Isabella, lo suficientemente alto como para que yo la escuchara—. ¿Crees que podrás ir?

Me encogí de hombros y la señora Anderson alzó la voz, amenazando con quitarnos los teléfonos a todos. En realidad la pobre mujer tenía bastante paciencia con nosotros.

Una vez la clase estuvo en silencio y la tecnología guardada, comenzó a explicarnos de qué iría el documental... hasta que la puerta del aula se abrió de golpe.

Todas las cabezas se volvieron, pero a nadie le sorprendió encontrar allí a Jax DeLuca. A pesar de estar jugándose repetir curso, él siempre llegaba tarde a las clases, como si no le importara no terminar el instituto.

—Vaya, señor DeLuca —murmuró la profesora de Historia, cruzando los brazos—. Veo que por fin nos concede el honor de aparecer por la puerta... cinco minutos tarde.

La comisura derecha de los labios de Jax se elevó en una sonrisa un tanto presuntuosa y fanfarrona. Alzó una de sus cejas, la que tenía perforada con un pequeño piercing algo más oscuro que su cabello. Había oído decir que, además de en la ceja y en la oreja, también tenía uno en el pezón y otro en la po...

—Si quiere puedo irme —contestó con socarronería—. Sé perfectamente dónde está el camino a la sala de estudio.

Se me escapó un pequeño suspiro. ¿Qué demonios se suponía que ganaba faltando así el respeto a los profesores y retándolos?

Durante unos breves segundos, los ojos de Jax abandonaron a la profesora y fueron a parar justo sobre mí. Había oído mi suspiro.

Intenté fundirme con la silla, pero él no perdió la sonrisa juguetona y rápidamente dejó de prestarme atención para regresar a la señora Anderson.

—Apaga la luz y toma asiento —le pidió ella mientras apretaba un botón del proyector.

Jax parecía buscar sitio y, sorprendentemente, se disponía a obedecer, cuando Isabella se inclinó sobre mí y susurró:

—Estoy segura de que, si fuera por él, volvería a escaparse de casa de nuevo.

Corría el rumor de que el año pasado Jax se había ido de casa y por eso estuvo tanto tiempo sin venir a clase. Por el contrario, otro rumor apuntaba que había sido ingresado por sobredosis, pero la teoría de que se había escapado era mucho más popular. De hecho, fue por esas faltas de asistencia por las que se jugaba repetir este año, ya que arrastraba alguna asignatura.

Estaba asintiendo cuando Jax, en su camino, pasó por delante de nosotras. Me puse tensa en el momento en que sus ojos se volvieron de nuevo hacia mí, y nuestras miradas coincidieron.

Aparté rápidamente la mía, no sin antes notar que volvía a tener aquella sonrisa juguetona en los labios. Me dio un pequeño escalofrío. Aquel chico no me daba buenas vibraciones.

Entonces se quedó quieto, a la altura de mi asiento, y temí lo peor.

Maldición, ¿todo esto era porque había suspirado cuando le vi entrar tarde en clase?

Tragué saliva, negándome a volver el rostro hacia él y mirarlo, hasta que finalmente estiró el brazo y movió la silla del pupitre vacío que había detrás de mí para después sentarse.

Dejé salir el aire que había estado conteniendo muy despacio e intenté centrarme en las imágenes del documental que comenzaba a proyectarse, aunque no pudiese. En mi mente, no podía dejar de recordar aquel primer día de clases.

Jamás olvidaría lo que me hizo.

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2

Según Isabella todo el mundo lo había olvidado ya, y tampoco era algo tan grave. Sin embargo, para mí fue una de las peores humillaciones de mi vida.

Me daba igual que en aquel momento tuviese doce años y ahora diecisiete.

Me daba igual que los demás compañeros ya no se acordaran. Yo sí lo hacía. Y odiaría a Jax DeLuca para siempre.

Aquel primer día de clases fue difícil en muchos sentidos. Siempre había sido algo tímida, no me gustaba destacar, pero ansiaba hacer amigos y poder encontrar gente a la que abrirme.

Durante la primera hora, que fue para presentarnos ya que veníamos de diferentes colegios, terminé hablando con Isabella y Carla porque las tres habíamos llevado la misma mochila, de Taylor Swift, una cantante country que nos encantaba. Isa y yo habíamos ido juntas al colegio y ya sabíamos que usaríamos la misma, pero fue toda una sorpresa ver a otra niña más con ella.

Así, mientras todos nos reuníamos en pequeños grupos y comenzábamos a charlar, me percaté de que había un niño que continuaba sentado solo, mirando fijamente su teléfono móvil. Me dio algo de pena, y además estaba bastante cerca de nosotras, así que me alejé un poco del grupo para poder hablar con él.

Gran error, porque se trataba de Jax DeLuca.

—Hola —saludé—. ¿Cómo te llamas?

Sin apartar la mirada de la pantalla, su respuesta fue:

—Déjame en paz.

Fruncí el ceño, bastante confundida. ¿Acaso no le gustaba socializar? Pero entonces recordé lo que mi tía me decía muchas veces: para que alguien te cuente algo privado, necesitas decirle primero algo sobre ti. Imaginé que también valía con los nombres.

—Yo me llamo Olivia —probé, pero siguió guardando silencio—. Tu teléfono es el mismo que tiene Taylor Swift.

Pretendía ser un halago. Estaba bastante segura de que era un halago.

Sin embargo, cuando los ojos llameantes de aquel niño se volvieron hacia mí, cargados de cualquier cosa menos de amabilidad, me di cuenta de que aquello no iba a salir bien.

—Te dije que me dejaras en paz y... —comenzó a decir mientras se ponía en pie. Entonces su mirada se posó sobre mi frente y sus ojos brillaron con malicia—. ¿Qué es eso que tienes ahí?

Preocupada, me llevé una mano al pelo, donde él miraba tan fijamente. Se acercó un poco más y entrecerró los ojos, provistos de unas pestañas bastante envidiables.

—Tienes piojos —exclamó en voz alta.

Abrí la boca totalmente alarmada. Claro que no. Sabía que mentía, porque mi tía me había mirado el pelo al terminar el verano, solo por si las moscas.

Y él también sabía que era una mentira.

No obstante, eso no le hizo callar.

—¿Cómo has dicho que te llamabas? —continuó, alzando la voz y provocando que varios compañeros nos mirasen—. ¿Olivia?

Empecé a retroceder con lentitud mientras negaba con la cabeza, pero eso solo hizo que su sonrisa burlona se ampliara. Y entonces comenzó prácticamente a gritar:

—Vaya, ¡Olivia la Piojosa!

Las risas de mis compañeros comenzaron a oírse mientras las lágrimas se me arremolinaban en los ojos.

—¡Es mentira! —chillé.

Pero le dio igual y, antes de volver a sentarse y continuar mirando la pantalla de su teléfono, añadió:

—Te dije que no me molestaras, piojosa.

Me di la vuelta y regresé con Isabella y Carla, y les aclaré que no tenía piojos. Ellas me creyeron enseguida. Y, de hecho, entonces fue cuando Heejin apareció. Nos explicó que ella había ido a la escuela primaria con ese chico y que no le hiciera caso porque era muy raro. También nos dijo su nombre.

En aquella época Jax DeLuca era más bajito y enclenque que yo, todo lo contrario que ahora. No tenía aquel piercing en la ceja, y probablemente tampoco los demás.

Por su culpa estuvieron llamándome piojosa durante casi medio curso. Sabía que era simplemente un crío estúpido, pero me decidí a odiarlo para siempre.

Además, las pocas veces que se había dirigido a mí por tener que trabajar en un mismo grupo en clase, había seguido llamándome piojosa. Tuve suerte de que el resto de la clase no adoptara el mote mucho tiempo, pero no dejé de guardarle rencor. Jamás podría ser su amiga.

Cuando llegué a casa horas después tenía cinco llamadas perdidas de mi tía. Le había dicho que me quedaría en casa de Isabella para hacer los deberes, ya que ella tenía un ordenador bastante bueno y una conexión a internet más rápida que la nuestra, pero probablemente se le había olvidado. Además, ni siquiera se había puesto el sol cuando llegué. ¿Por qué se alteraba tanto?

A tía Jenna no le gustaba que llegara sola de noche, porque el edificio de apartamentos donde vivíamos estaba un poco alejado del centro de la ciudad. Y aunque era una población pequeña y podía recorrerla en mi bicicleta, seguía preocupándose.

Durante años me habló de su sueño de mudarse a una bonita casa con jardín, como la que tenía Isabella, pero con su sueldo de profesora de primaria no nos daba. Mi tía se había encargado de mí desde que podía recordar. Siempre fuimos nosotras dos contra el mundo, por lo que intentaba portarme lo mejor posible y no darle problemas.

No todas las tías se hubiesen hecho cargo de una niña de cinco años después de que se quedara huérfana.

Encadené mi bicicleta abajo, cerca de un camión de mudanzas. No era extraño ver uno por la zona. Muchos de nuestros vecinos solo estaban allí de paso, hasta que conseguían adquirir y arreglar una de esas bonitas casas con jardín.

Subí las escaleras prácticamente saltando y llegué al rellano del segundo piso. Entonces me di cuenta de que el camión de mudanzas estaba allí porque teníamos nuevos vecinos, y no porque alguno se fuera.

En realidad, los nuevos vecinos se mudaban al apartamento que había frente al nuestro.

Un hombre de unos cuarenta y tantos años, con el pelo oscuro salpicado de canas y una camisa de leñador con mangas remangadas, guiaba a otros dos que cargaban un armario sobre la espalda.

Si estaban trayendo muebles, es que se iban a quedar bastante, pensé.

Saludé al nuevo vecino con una sonrisa amable, como mi tía me había enseñado, y él me la devolvió. Luego saqué la llave y entré en casa.

El olor a carne guisada invadió todos mis sentidos nada más cerrar la puerta. Mi tía no era la mejor cocinera del mundo, pero sus guisos me encantaban. Después de lo que se había quejado por todos los exámenes que debía corregir, me extrañaba que hubiese sacado tiempo para cocinar. Imaginaba que tendríamos pizza fría para la cena, o que quizá descongelaríamos un táper.

—¡Ya estoy en casa! —exclamé, lanzando la mochila al suelo y yendo hacia la cocina.

El apartamento no era muy grande. Teníamos una estancia principal que era a la vez salón y recibidor, una cocina con lo básico, un baño en el que apenas te podías mover en la ducha, y dos habitaciones tamaño caja de cerillas. En la mía entraba la cama y un armario de milagro. Pero era mi hogar.

Nos habíamos mudado a aquel apartamento cuando empecé el instituto, porque quedaba a medio camino entre la escuela donde trabajaba mi tía y este. El anterior había sido más grande, porque era en el que había vivido con mis padres, pero la vida cambia y debemos adaptarnos a ella.

Mi tía estaba de espaldas a mí, rebuscando algo en la nevera. Pude ver su pelo recogido en una coleta alta, y todavía llevaba puesta la ropa de salir a la calle. Me extrañó, porque nunca se la ponía para cocinar.

—Qué bien huele —susurré.

Me acerqué al fuego y levanté la tapa para deleitarme con el puchero, pero entonces la mano de mi tía apareció de la nada y palmeó la mía, obligándome a soltar la tapa.

—Ni se te ocurra echar la zarpa —me amenazó, y entonces me percaté de que había un plato con pizza sobre la encimera—. Esto es para los nuevos vecinos, para darles la bienvenida.

Fruncí el ceño con un leve enfado mientras notaba que mi estómago se enfriaba. ¿Cómo que para los nuevos vecinos? ¿Y qué había de mí?

—¿Desde cuándo damos comida a los vecinos nuevos? —me quejé.

Tía Jenna tomó una cuchara de madera y revolvió el guiso, inundando aún más de su delicioso aroma la cocina. Y pensar que no podría probarlo...

—Es tradición, Olivia —me regañó, sin apenas mirarme—. Especialmente cuando se trata de un hombre soltero tan guapo.

Pensé en el señor que había visto en el rellano. ¿Guapo? Suponía que para su edad estaba bien. Pero no para mi tía. Aquel hombre parecía mayor que ella y no lo conocíamos de nada. Además, ¿para qué quería novio? Así estábamos bien.

—Esto ya está —susurró mientras apagaba el fuego y volvía a tapar bien la olla—. Venga, acompáñame a llevárselo. Estoy bastante segura de que con todo el ajetreo de la mudanza no han tenido tiempo de hacer la cena.

Me crucé de brazos, pero de todas formas la seguí. Eso sí, no quité mi cara de enfadada. Aunque, ¿había dicho «han tenido»? ¿En plural? ¿No mencionó que era soltero?

—Mientras esperaba a que llegaras le ayudé a subir un par de cajas —me explicó tía Jenna, atravesando nuestro diminuto salón—. Se llama Tony y tiene un hijo de tu edad, ¿sabes?

Oh, perfecto. Pues si ese chico era nuevo en la ciudad, esperaba que no tuviera demasiadas ilusiones con el instituto. Quitando el equipo de fútbol, si es que eso le gustaba, no tenía nada de especial.

Cuando salimos aún había un par de cajas en el suelo, pero la puerta estaba cerrada. Llamé al timbre, ya que mi tía sostenía la olla. Una parte de mí casi deseaba que nos invitaran a compartir la cena, porque me apetecía bastante más que la pizza fría.

Quién sabe, quizá tuviese suerte.

Pero cuando la puerta se abrió y ante nosotras aparecieron unos ojos burlones, adornados con un piercing en la ceja, supe que suerte era precisamente algo que no iba a tener.

Porque los nuevos vecinos no eran nuevos en la ciudad.

Y delante de mí estaba nada más y nada menos que el idiota de Jax DeLuca.

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3

Abrí la boca. La cerré. Y volví a abrirla y a cerrarla, sintiéndome como una auténtica tonta, aunque no me importaba. ¿Qué hacía él allí? De la misma forma, sus ojos estaban fijos en los míos, aunque en lugar de sorpresa había cierto matiz burlón en ellos.

—Tú debes de ser Jax —saludó mi tía, como si no se percatase de nada—. ¿Está tu padre? Os hemos traído esto para daros la bienvenida.

Jax dejó de mirarme para dirigirse a mi tía.

—¿Bienvenida a este lugar? —murmuró—. Hubiese sido mejor una malvenida.

La sonrisa de mi tía vaciló.

No le des importancia, tía Jenna. Es que Jax DeLuca es así de idiota siempre.

Pero entonces otra persona apareció por detrás. Un poco más bajo, pero con músculos más abultados, el señor al que había saludado antes en el pasillo.

Su padre.

—Jax, sé amable —le riñó, y después se volvió hacia mi tía—. Vaya, qué agradable sorpresa. Primero me ayudas a subir cajas, y ahora me traes la cena.

Observé que mi tía volvía a sonreír mientras decía:

—Oh, no es nada.

Mientras le pasaba la olla al hombre, yo me hice a un lado. Su lenguaje corporal me estaba dando a entender que nos invitaba a pasar. ¿Por qué? Ni loca entraba allí.

—Aquí hay mucho, ¿os gustaría a tu hija y a ti cenar con nosotros hoy? El apartamento está hecho un desastre, pero...

—¡Nos encantaría! —exclamó mi tía.

¡Y un cuerno!

—Soy su sobrina —informé, tratando de mantener mi voz serena—. Lo siento, pero yo no puedo, tengo mucho que estudiar.

Entonces Jax tuvo que intervenir... Imitando mi postura, él también se cruzó de brazos y alegó:

—¿Qué dices? Si hoy no nos han mandado apenas deberes.

Apreté los dientes y me negué a apartar los ojos de los suyos. Ojalá las miradas mataran. ¿Qué demonios pretendía? ¿Qué entrásemos a cenar con ellos?

Casi no nos habíamos hablado desde que insinuó que yo era una piojosa aquel primer día en el instituto. Probablemente ni se acordara. ¿A qué venía aquello? No éramos amigos, y dudaba que tuviese intenciones de empezar a serlo ahora. Lo más probable era que solo quisiera fastidiar.

—¿Os conocéis? —preguntó su padre.

—Vamos juntos a algunas clases —casi gruñí.

Ojalá no hubiera dicho nada.

—¡Vaya! —exclamó con una carcajada, a la que mi tía también se sumó—. Sí que es pequeña esta ciudad.

Y que lo digas...

Jax continuaba mirándome, y yo solo quería borrar esa sonrisa de burla de su cara e irme de allí, por lo que le espeté:

—Bueno, que tú no tengas que estudiar no quiere decir que a mí no me importe mi futuro.

—¡Olivia! —gritó mi tía a modo de riña, para luego volverse a Tony—. Lo siento, no suele ser así.

La sonrisa de Jax seguía clavada en su rostro. ¿Acaso había ensayado para mantenerla intacta?

Finalmente, fui yo quien rompió el contacto visual. A veces perder también es ganar, y conseguir irme de allí sería una gran victoria para mí.

—Tía, es en serio —insistí, aunque las dos sabíamos que era mentira—. Tengo que estudiar.

Cuando suspiró supe que había ganado.

—Está bien. Ve a casa. Tienes un táper con verduras en la nevera.

Alcé las cejas sin poder evitarlo. También tenía pizza fría en la encimera, si no recordaba mal. Pero no repliqué. Me bastaba saber que me estaba librando de cenar con aquellos nuevos vecinos.

Mi tía siguió a Tony al interior de su casa y yo me volví para irme. Pero Jax todavía seguía allí y, antes de que me diera la vuelta, dijo:

—¿Tanto miedo me tienes que no te atreves a entrar en mi casa?

Tomé aire, apreté los puños y me volví hacia él. Estábamos a menos de un metro de distancia.

—Sí, no sea que muerdas —repuse con mi mejor tono sarcástico.

Las cejas de Jax se alzaron unos centímetros, pero después bajó el rostro, acercándolo al mío, y susurró:

—Tranquila, piojosa. A ti te morderé flojito.

Me di la vuelta y me alejé de allí echando lava por los oídos, sin dignarme siquiera a replicarle. Podía escuchar perfectamente sus carcajadas de fondo en el rellano.

En cuanto entré en casa me encerré en la habitación, olvidándome de la pizza y dando un portazo. ¡Ese idiota...!

Tomé el teléfono móvil y escribí enseguida un mensaje a Isabella para contarle lo que había pasado. Podría haber utilizado el grupo donde estábamos todas, pero primero necesitaba desahogarme y sabía que ella me escucharía aunque empezara profiriendo miles de insultos.

Ni siquiera miré el chat grupal del curso. Había como doscientos mensajes nuevos. Seguramente sobre la fiesta del viernes.

Isabella

Pero ¿qué me estás contando? ¿Va en serio? ¿Tu vecino?

Aplasté la cabeza contra la almohada. Ojalá fuese todo una pesadilla. ¿Qué más podía salir mal aquel día?

Yo

Encima me llamó piojosa. Es tan... ¡agh!

Definitivamente, él sería la persona a la que mataría.

Isabella

Claro, porque te casarías con Mateo Ford, ¿verdad? ¿Y a quién besarías?

Sonreí un poco. Ella sí sabía cómo hacer que mi malhumor se rebajase unas décimas.

Tardé unos minutos en contestar, pensando bien cómo ponerlo, y dije:

Yo

Pues siguiendo con el juego, yo besaría también a Ezra Johnson, porque está cañón. Me casaría sin dudarlo con Mateo Ford. ¿Has visto lo guapo y simpático que es? Y, definitivamente, mataría a Jax DeLuca. Es la persona más idiota y narcisista que conozco.

Isabella

Muy bueno. Pero tienes que decírselo también a Carla y Heejin, que has sido la única que no ha contestado.

Pensé en ello. Sí, probablemente se reirían. Y se lo debía.

Coloqué el dedo sobre el mensaje y di a «Reenviar», para mandarlo al grupo en el que estábamos las cuatro. Así podríamos reírnos un rato y, de paso, les contaría lo sucedido con el imbécil de DeLuca.

Después salí a por la pizza. Se me había abierto un poco el apetito tras desahogarme con Isa. Me comí un par de trozos y calenté los últimos, porque el queso se había quedado muy duro.

Cuando regresé a mi habitación, cinco minutos después, encontré la pantalla de mi teléfono encendida con varios mensajes y llamadas perdidas de Isabella.

Pasé los ojos rápido por la mayoría de los mensajes, sin comprender. Los primeros que alcancé a leer eran del chat grupal de clase, en el que había de nuevo como doscientos mensajes más.

Lydia

LOL. ¿Va en serio?

Jason

Seguro que está borracha.

Anna

Son nuevas tácticas para ligar.

Eric

Yo también besaría a Ezra. Lo siento, tío. Sabes que es cierto.

Ezra

LOL. Me siento halagado.

Mateo

Olivia se ha equivocado, dejadla en paz.

Una idea comenzó a formarse en mi cabeza. No, no, no...

Salí y entré en el chat de Isabella, confirmando mis peores temores:

Isabella

Olivia, entra en el chat grupal rápido y borra el mensaje!!! Te has confundido de grupo porque se llaman casi igual.

Isabella

Rápido, ¡ya hay gente que lo ha leído!

Isabella

Olivia, has reenviado el mensaje al chat grupal del curso

La cabeza me dio vueltas y sentí que me mareaba mientras me sentaba en la cama. Con dedos temblorosos volví al chat del grupo e intenté buscar mi mensaje para eliminarlo, aunque el daño ya estaba hecho.

Un compañero había preguntado de qué estaban hablando porque había muchos mensajes, y cuatro personas mandaron una foto. Un pantallazo de mi mensaje.

Todo el mundo lo había leído y todos se habían dado cuenta.

Mateo Ford incluido.

Una notificación de un número desconocido apareció arriba, pero no me hacía falta tenerlo guardado para saber de quién se trataba.

Desconocido

¿Así que me matarías, Olivia James? ¿Tú y cuántos más?

Mierda.

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4

Isabella

Llego en dos minutos.

Suspiré y me apoyé contra la pared del edificio. Odiaba que mi amiga, o cualquier persona, utilizase el teléfono mientras conducía. Pero Isabella se había ofrecido a acercarme al instituto esa mañana, a pesar de que tenía que desviarse bastante para recogerme. Todo era para que no tuviera que ir en bici después de no haber pegado ojo durante la noche.

Aunque, en realidad, sospechaba que la verdadera razón era que sabía que si ella no me arrastraba hasta allí, no hubiese ido a clase.

No había salido de la cama desde que ocurrió el desastre, y mi tía me obligó a levantarme aquella mañana a base de pegarme con la almohada. Después se dio cuenta de que algo andaba mal, pero le dije que no pasaba nada.

Incluso llegó a preguntarle a Isabella, y por esa razón ella me escribió para decirme que vendría a por mí con la excusa de que hacía un día horrible y amenazaba lluvia.

Apenas dormí por la noche. Y es que, ¿cómo narices pude meter la pata de aquella manera tan desastrosa?

Solo tenía que fijarme bien a qué grupo enviar el mensaje. O, por lo menos, cerciorarme de que lo había hecho bien. Si lo hubiese borrado durante los primeros segundos, quizá...

—¡Buenos días, piojosa!

Todo mi cuerpo se tensó, y me alejé de la pared mientras mi cabeza se volvía con lentitud hacia él.

Allí, con los rizos oscuros despeinados y unas gafas de sol que nada pegaban con el día, estaba Jax DeLuca.

Tocando las narices, como siempre.

Lo ignoré, y volví a mirar la pantalla de mi teléfono. Como si de esa forma mágicamente Isabella me fuese a escribir que ya estaba aquí.

Obviamente, eso no pasó.

—No te veo muy habladora esta mañana —se jactó, acercándose un poco más a mí.

Sabía que solo estaba tratando de fastidiarme, pero no pude evitar volverme hacia él y fulminarlo con la mirada. No había tomado suficiente café como para compensar mi malestar a causa de la falta de sueño y, aunque no era técnicamente culpa suya, su presencia me molestaba.

—Anoche no contestaste a mi mensaje —añadió, apoyándose de costado contra la pared.

Tenía aquella sonrisa socarrona y juguetona en los labios. Estaba bastante segura de que por las noches practicaba frente al espejo.

Apreté los labios unos segundos y, con la barbilla alzada, respondí:

—No sé de qué mensaje hablas.

Su sonrisa se amplió. Se quitó las gafas de los ojos y bajó la mirada hacia mí. Quizá el sol de la mañana me confundía, pero ¿eran verdes? Siempre pensé que los tenía castaños.

—Desde luego, no del que enviaste tú diciendo que me matarías —se burló.

¿Qué me importaba a mí su color de ojos? Seguía siendo un idiota.

—Déjame en paz, ¿quieres?

Volví a mirar la pantalla, pero ni rastro de mi amiga.

Jax volvió a colocarse las gafas y comenzó a juguetear con sus llaves, balanceando las del coche.

—No, la verdad es que no —me retó.

Increíble.

—¿Por qué?

—Es divertido.

No tenía ni idea de a qué se refería pero, por suerte, Isabella finalmente apareció. Su coche llegó hasta donde estábamos, y yo corrí a la puerta del copiloto como si huyera de algo.

O más bien de alguien.

—¡Nos vemos en clase, piojosa! —Escuché su voz antes de cerrar de un portazo.

Isabella se volvió hacia mí con las cejas alzadas y cierta expresión de diversión en el rostro.

—¿Ese era Jax DeLuca?

—Sí —gemí mientras me ponía el cinturón—. Y arranca antes de que tenga pensamientos asesinos de atropellarlo.

Escuché la risa cantarina de mi amiga, y segundos después salíamos de allí. Apenas nos habíamos alejado unos metros de la urbanización cuando un coche oscuro nos adelantó, y al volverme vi a Jax DeLuca saludando con la mano.

Gruñí, pero Isabella no dijo nada. Tampoco mencionó el tema del mensaje, al menos no hasta que llegamos al instituto.

Una vez aparcó el coche y nos quitamos el cinturón, tomó mi mano impidiendo que saliera. Sus ojos buscaron los míos y vi seriedad en su mirada.

—Olivia, ¿estás bien? —preguntó.

Sabía a qué se refería. No solo a si estaba bien, sino también a si lo estaría. Por eso me tomé unos segundos antes de asentir.

No era ni la primera ni la última persona en enviar un mensaje al grupo equivocado. En unos días, una semana a lo sumo, todo el mundo lo habría olvidado.

Salimos del coche y caminamos con paso decidido hacia el instituto. Teníamos clase de Inglés, y al profesor no le gustaba que llegásemos tarde.

Mantuve la cabeza gacha durante buena parte del camino, como si de esa forma me pudiese mimetizar con el ambiente. Pero no funcionó.

Cuando pasamos por delante de los casilleros, Jason, del equipo de fútbol, me gritó si ya había conseguido besar a Ezra. Lo peor fue cuando añadió:

—Pero si lo prefieres, ¡yo también me ofrezco voluntario!

Quería morirme.

Isabella no dudó un segundo en volverse hacia él y gritar:

—¡Antes se besaría con un sapo, que será más agradable que tú!

Y juntas llegamos a la clase de Inglés.

Sin embargo, allí hubo más altercados. Un par de estudiantes se rieron cuando pasamos a su lado, y los cuchicheos iban en aumento, por no añadir las miradas.

Isa intentó prohibirme mirar el teléfono, pero fue inútil. Por mucho que lo intentase no podía aislarme del exterior, y acabé leyendo varios de los mensajes del grupo de chat de clase, en los que preguntaban si había ido a clase, si no se me caía la cara de vergüenza y si por casualidad Ezra o Mateo ya me habían visto.

Ojalá no lo hicieran.

Ojalá no me viesen nunca.

Ojalá pudiese meterme bajo las mantas de mi cama y fundirme con el colchón hasta que acabara el año. ¿Podía alegar una enfermedad y asistir a clase a distancia? Lo estaba empezando a considerar una muy buena opción.

Las bromas, risas y cuchicheos continuaron durante el resto de las clases, y Carla, Heejin e Isabella me instaron a salir a comer al patio. No era demasiado grande, pero como todavía estábamo

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