Tres meses (Meses a tu lado 3)

Fragmento

tres_meses-3

1

Kill Ross

Joder, qué dolor de cabeza.

Me estiré de forma perezosa y, tras unos segundos de hacer el vago, por fin abrí los ojos. Estaba en mi habitación, pero no recordaba haber llegado a ella ni haberme quitado la ropa… y mucho menos haberme traído a la chica que tenía al lado.

Me incorporé lentamente, mirándola. Estaba tumbada de cualquier manera, también desnuda, y con la cara hundida en la almohada. Lo único que alcanzaba a ver era el pelo teñido de rojo y las pecas sobre los hombros.

¿Quién coño era?

Tan discretamente como pude, me incliné y aparté uno de los mechones con la precisión de un cirujano.

De poco sirvió. De pronto, ella roncó con fuerza; yo, alarmado, le solté el mechón y traté de retroceder.

¿Resultado? Caída de culo ridícula y ruidosa en el suelo de mi dormitorio. Y, por consiguiente, que la chica levantara la cabeza de golpe.

Empezamos bien.

—¿Q-qué…? —quiso preguntar, tan confusa como yo.

Y entonces la reconocí. Oh, mierda. Era Terry.

La noche anterior habíamos tenido la reunión anual de antiguos compañeros de instituto, y Will me había convencido para que fuera. No sé cómo se sucedieron los hechos, pero debí de aburrirme de cojones, porque para terminar en una cama con Terry… Lo último que recordaba de ella en el instituto eran las carcajadas que soltó cuando, al darle mi primer beso —cursábamos tercero—, me metió la lengua tan hondo que me entraron arcadas. El resultado fue vomitarle en la alfombra de la habitación y, por descontado, varios años de burlas.

¿Y ahora estaba con ella? ¿En serio? ¿Qué tenía en la cabeza cuando le dije que viniera?

Por la cabeza, nada. Por el hígado, varias cosas.

Bueno, por una noche de borrachera tampoco pasaba nada.

Una noche, dice.

Malhumorado, volví a centrarme en Terry. La situación era un poco incómoda: yo, desnudo y tirado en el suelo; ella, desnuda y con el pelo aplastado por mi almohada. Me miraba confusa, como si no me ubicara del todo.

Lo que faltaba para humillarme del todo era que encima no me reconociera.

—¿Qué…? —repitió, y entonces se le iluminó el cerebrito—. Ah, no jodas… ¿Te has acostado conmigo?

—¿Y cómo sabes que no eres tú la que se ha acostado conmigo? —protesté.

—Porque yo no lo haría ni loca.

—¡Como si yo me muriera de ganas!

Terry se puso en pie y pasó por mi lado sin vergüenza alguna. Su ropa estaba esparcida por toda la habitación, mientras que yo solo conservaba un calcetín y lo llevaba mal puesto.

La viva imagen de una generación.

—Debió de ser un polvo lamentable —murmuró ella mientras—, porque ni lo noto.

—Fíjate si fue malo que no me acuerdo de nada…

Mientras se subía las bragas, Terry enarcó una ceja, con burla.

—¿Cómo vas a acordarte de todos los polvos que echas, Ross? Si no sabes hacer otra cosa.

—¡Sé hacer muchas cosas!

—¡Solo sabes hacer eso! ¡Y encima lo haces mal!

—¡Lo hago de muerte!

—Sí, porque me quiero morir… No me puedo creer que me hayas metido esa cosa que ha estado dentro de medio campus.

Me tapé el pajarillo con las manos. De pronto se sentía insultado.

—No he estado con medio campus —recalqué—. De hecho, no he estado con nadie del campus. Tengo ciertas normas, ¿sabes?

En realidad, solo tenía esa norma. Esa y la de llevar siempre condones encima. La primera, para no tener que cruzarme con nadie con quien hubiera follado —era incómodo de narices—, y la segunda, para prevenir posibles bebitos no deseados —que también eran incómodos de narices—.

—¿«Normas»? —repitió Terry, subiéndose el vestido—. No recuerdo que las aplicaras en el instituto con Maya, con Lizzy, con Stan, con Nana, con Vincent, con Mir, con…

—¡Vale, vale! —Yo también me puse en pie. A esas alturas, ya me sentía un poco ridículo ahí tirado en el suelo—. Ni que tú no te hubieras liado con nadie.

—Yo tenía estándares.

—Y yo también. Por eso te vomité encima en cuanto me be­saste.

Toma esa carta reversa.

Ofendida, Terry ahogó un grito y agarró el bolso con todas sus fuerzas.

—¡Que te follen!

—¡Ya te encargaste anoche! ¡Jódete, que lo hemos hecho!

Roja de rabia, salió de mi habitación. Pero yo no estaba conforme con ello, así que fui tras ella. Si me decía algo, no permitiría que se marchara sin que yo tuviera la última palabra. Quería ganar la discusión.

En el salón, mis compañeros de piso levantaron la cabeza para contemplar la escena. Sue estaba sentada en el sillón con su portátil mientras Will, sentado en uno de los sofás, miraba los apuntes. Hicieran lo que hiciesen, ninguno de los dos se molestó en disimular que estaban pendientes de cada palabra de la conversación.

Terry, por cierto, ya había llegado a la puerta. La abrió con todas sus fuerzas y se volvió hacia mí. Seguía tan roja como su pelo.

—¡No vuelvas a hablarme en tu vida!

—¡Como si tuviera muchas ganas de hacerlo! —vociferé yo también—. ¡Y ni se te ocurra cerrar de un portaz…!

Tarde. Acababa de hacerlo.

Me quedé mirando la entrada con irritación hasta que oí una risita mal disimulada. Sue sonreía a la pantalla de su portátil.

—¿Algo que decir? —le pregunté, irritado.

—Qué va.

—Curiosa escena —comentó Will.

—La misma que cada mañana —recalcó ella—. Solo que normalmente soy la única testigo.

Sue cursaba el tercer año de Psicología, y pasaba muchísimo tiempo en el piso preparando el trabajo que tendría que entregar antes de las prácticas. Lo que más le gustaba era que, de ese modo, nunca se perdía lo que sucedía en casa.

Todo lo que tenía de rara lo tenía de cotilla.

Todavía recordaba la primera vez que la había visto. Llevaba puesta la misma sudadera gigante y negra que de costumbre, pero su pelo corto y oscuro estaba suelto, y no atado en una coletita. Me había parecido una chica rarísima, y por eso mismo la había aceptado. No había peligro de acostarme con ella —no me tocaría ni con un palo, seamos sinceros— y, además, aportaría algo distinto a la casa.

Will, por otro lado, sí que pasaba poco tiempo por aquí. Obsesionado con estudiar y sacar buenas notas —cosas de gente lista que yo no entendía—, le gustaba pasar el día en la biblioteca con el resto de la gente responsable del campus.

Yo ni siquiera sabía dónde estaba.

A él no le hice entrevista. Nunca hizo falta. Nos conocíamos desde hacía tantos años que prácticamente éramos como hermanos. Habíamos acompañado los buenos y malos momentos de la vida del otro, y me gustaba pensar que así seguiría siendo por el resto de nuestras vidas.

A veces me preguntaba por qué alguien tan genial como Will quería compartir el tiempo con alguien tan desastre como yo. Quizá era simplemente para tener una distracción de vez en cuando.

También recordaba la primera vez que lo había visto; cabeza rapada, piel oscura, ojos grandes y serenos, cuerpo larguirucho… Lo primero que pensé fue que tenía que hacerme amigo suyo para que, en los partidos de baloncesto durante el recreo, se metiera en mi equipo. ¿Quién habría dicho que aquello se transformaría en una amistad para toda la vida?

—Así que cada noche te traes a alguien —observó Will, sacándome de mis ensoñaciones.

Puse los brazos en jarras. No dejaría que me avergonzaran.

—Estoy soltero y tengo ganas de divertirme, ¿qué problema hay?

—Mis horas de sueño son el problema —intervino Sue, indignada—. ¿Es que antes de salir enciendes el radar para encontrar a la gente más ruidosa del local?

—No es que sean chillones, es que yo los hago chillar. Cuando quieras te lo enseño.

Como respuesta, simuló una arcada.

—No finjas que nunca lo has pensado —añadí.

—Lo único que pienso es que estoy harta de verte en tu traje de nacimiento. ¿Puedes hacer el favor de sacarte el calcetín del pie y ponértelo en el tubo de escape?

Extrañado, bajé la mirada. ¿Qué…?

Ups. Me había olvidado de vestirme.

Alarmado, me tapé con las manos y me apresuré a volver a la habitación. Los oí riéndose, pero me dio igual. Seguía con resaca, y mi habitación estaba hecha un asco. Tan solo fui capaz de ponerme los calzoncillos y tirarme sobre el colchón a ver la vida pasar. La cabeza me dolía demasiado como para considerar algo más.

No sé cuánto tiempo había trascurrido cuando Will llamó a la puerta de la habitación. No esperó respuesta para asomarse.

—Buenos días, princesita —bromeó.

—Vete a la mierda.

—Mejor me voy a casa de mi padre, que hemos quedado en que lo ayudaría con unas cuantas cosas —dijo con una sonrisa—. Necesito un pequeño favor, tío.

—Más te vale que no implique levantarse de la cama.

—Va a ser que sí. Alguien debe llevar las cosas de Naya a la residencia. Me dejó la llave para que lo hiciera yo, y no puedo. Necesito que vayas tú.

—Supongo que la opción de preguntárselo a Sue está descar­tada.

—Ni siquiera me la he planteado. ¿Puedes hacerlo, por favor?

Ojalá me lo hubiera pedido cualquier otra persona, porque no habría tenido problema en decirle que no.

Peeero… era Will. Así que no me quedó otra.

Comí algo, me vestí y arreglé el desastre de habitación, bajé al garaje y cogí la maleta del coche de Will para meterla en el mío. De camino a la residencia, no dejé de bostezar y de frotarme los ojos. Puto sol. Cómo molestaba. Ya podría haber alguna nube por ahí, jodiéndole el día a la gente feliz.

Si había algo peor que la resaca era tenerla en una sala llena de gente. La entrada de la residencia estaba atestada de coches aparcados en doble fila, gente despidiéndose y muchas muchas lágrimas. No entendía nada. ¿Los padres no se alegraban de que sus hijos se fueran de casa para estudiar? Así tendrían más espacio.

Es que no todos son tan sensibles como tú.

Admito que soy la clase de persona que pone la oreja para escuchar los dramas de los demás, así que estuve cotilleando todas las escenas con las que me crucé mientras arrastraba la maleta —pesadísima, por cierto— de Naya.

—¡Pórtate bien! ¡Y recuerda que el número de emergencias es…! —decía una persona muy dramática.

—¿Estás segura de que lo llevas todo? Mira que si tenemos que volver… —decía uno que miraba ansiosamente la hora.

—Ni siquiera estoy segura de entender qué implica eso de… tener una relación abierta —decía otra, y sonaba a que pronto no tendría relación, ya fuera abierta o cerrada.

—¿Qué número de habitación era? —preguntaba la chica ansiosa que había junto a la entrada.

En ese punto dejé de cotillear porque me detuve para subir la maleta por los escalones de la residencia. La recepción, tal como había sospechado, estaba abarrotada. Todo el mundo charlaba, subía y bajaba escaleras, miraba folletos de la universidad, jugueteaba con las llaves… y ahí estaba Chris, hermano de Naya y cuñado de mi mejor amigo. Sumamente agobiado, se deshacía tan rápido como podía de todo el mundo. Aunque, a decir verdad, siempre parecía un poco ansioso.

En cuanto me vio, frunció los labios con disgusto al tiempo que los míos dibujaban una sonrisita maligna.

—¡Chrissy! —exclamé.

—¡No me llames Chrissy!

Ah, el placer de molestar a alguien. Pocas cosas alcanzaban ese nivel.

—Vale, Chrissy. —Mientras él gruñía, levanté la maleta lila para enseñársela—. Necesito subir a la habitación de tu hermana, pero no sé cuál es.

Pero con Chris las cosas nunca resultaban tan fáciles.

—El primer día solo pueden subir familiares.

—¡Si somos como una familia!

—En ese «como» se incluyen las normas de la residencia. No puedes subir.

—Venga, ¿qué habitación es?

—Es la treinta y tres, pero de verdad que no puedes subir. Si mi jefa se entera…

—Le diré que soy su primo segundo de Suecia. ¿Qué más da?

Chris suspiró con pesadez, como hacía cada vez que estaba a punto de ceder.

—Naya no querría que subieras tú —recalcó.

—¿Y por qué no?

—¡Porque no quiere que molestes a su compañera de habitación! ¡Y a mí me da miedo que te presentes aquí para verla!

—Puedes estar tranquilo, no iba a hacerlo.

—¡Eso mismo dijiste respecto a Lana!

—Y aún tengo pesadillas. ¿Quién es la chica nueva?

—No lo sé.

—Vamos, seguro que lo has mirado.

—¡Solo por encima! —admitió, rojo de vergüenza—. Pero porque es mi hermana pequeña y quiero saber con quién le toca, ¿eh? Y la chica parece… Uy, creo que es esa de ahí.

De eso nada. No le dejaría desviar el tema de conversación. Iba a subir la jodida maleta y luego regresaría a casa para hibernar en paz.

—Bueno, voy para arriba —declaré.

—No puedo dejarte subir, Ross. El primer día está prohibido que entre nadie que no sea un familiar. En especial, un chico. Y lo sabes.

Yo lo sabía, y él sabía que me importaba un bledo.

Tablas.

—Y lo sabes —lo imité en un tono irritante.

—¿Puedes tomarme en serio por una vez en tu vida?

—¿Puedes tú no discriminarme por una vez en tu vida?

—Ross, es una residencia femenina.

—Gracias, no me había dado cuenta.

—… y tú no me pareces una chica.

—Tú tampoco lo pareces y veo que trabajas aquí.

Chrissy empezó a agitar los brazos, como cada vez que se estresaba.

—¡Yo soy un trabajador competente y profesional que…!

Y, tras una conversación tan aburrida como todas las que teníamos cuando se enfadaba por mi culpa, sugirió que lo hiciera Will. Casi me reí en su cara.

—¿De verdad crees que estaría aquí si Will hubiera podido venir? —mascullé.

—La verdad es que no.

—Eres muy hábil.

—¿Y por qué no ha podido venir?

—Porque nuestro querido Will está muy ocupado y se cree que tengo cara de chico de los recados.

—¿Y es más importante lo que sea que esté haciendo que su novia?

—¿Y a mí qué me importa? Mira, me he despertado hace veinte minutos. He dormido dos horas. O incluso menos. La cosa es que me muero de sueño. Y esta maleta pesa más que mi vida. Y tengo mucha mucha hambre, Chrissy. Lo único que me interesa es irme de aquí para poder comerme la pizza fría que me sobró anoche y dormir hasta dentro de diez años. —Me apoyé en el mostrador, enarcando una ceja—. ¿Me vas a dejar subir la maleta de Naya para que cada uno siga con su vida o vas a seguir insistiendo en que no lo haga?

Finalmente, Chrissy salió de su cuadrícula de normas y perfección.

—Está bien. Pero ¡márchate enseguida, que si te ven…!

—Si yo soy muy discreto, ya me conoces.

Cuando le guiñé un ojo, Chrissy enrojeció un poco y señaló a la chica que había estado esperando un rato a mi lado.

—Tengo mucho trabajo, Ross, así que si me disculpas…

—El hombre ocupado.

Cuando se puso a hablar con la siguiente, me encaminé a las escaleras. O más bien pensé en hacerlo. Porque, mientras me volvía, la compañera de Naya pasó por mi lado. Me rozó el brazo con el suyo, pero creo que ni se dio cuenta. Daba igual. Sirvió para que la mirara.

Y vaya si la miré.

Se había apoyado con los codos en el mostrador. Era un poco bajita, porque yo llegaba de sobra, pero ella estaba casi de puntillas para apoyarse bien. Tenía la maleta —mucho más pequeña que la de Naya— al lado y una mochila de color rojo chillón colgada de los hombros.

Por algún motivo, primero de todo me fijé en que, mientras hablaba, no dejaba de colocarse un mechón de pelo tras la oreja. Quizá estaba nerviosa, quizá era una manía, pero me quedé mirando el gesto más tiempo del estrictamente necesario.

La actitud de Chrissy cambió totalmente con ella, así que supuse que le había caído bien. Incluso sonreía, un hecho histórico. Ella tensó un poco los hombros bajo el jersey color mostaza, pero supuse que se debía a los nervios. Bajé un poco más la mirada, interesado. Tenía las curvas muy marcadas, y supuse que llevaba esos pantalones anchos para disimularlas. Una parte de mí deseó que hubiera optado por una falda, y así poder verla mejor, pero estaba muy contento con las vistas. Especialmente con las de su culito redondo y respingón.

Ha desaparecido el dolor de cabeza, ¿eh?

Me obligué a mí mismo a volverme hacia las escaleras. Era la compañera de Naya y, sobre todo, estaba en el campus. No incumpliría una norma, para dos que tenía…

Saqué la llave del bolsillo y subí el primer peldaño. Sin embargo, ahí me detuve, y desconocía el por qué. O, mejor dicho, lo sabía a la perfección. Miré por encima del hombro, la chica seguía apoyada en el mostrador.

Verás como se entere Naya…

¡Hablar con ella no le haría daño a nadie!

Eso dices antes de cada maldad.

Con una sonrisa malvada, me guardé la llave en el bolsillo.

Llegué justo a tiempo para ver que Chrissy dejaba la otra copia en la mano de la chica nueva.

—Déjame la llave —le exigí—. Tu hermana no está.

No me dejes la llave, Chrissy.

—¿Y dónde está?

—Oye, es tu hermana, no la mía. Deberías saberlo mejor que yo.

—No tengo otra copia de la llave, Ross.

No me la dejes. Vamos, Chrissy, haz algo bien.

Por su cara, deduje que no iba a ayudarme. Así que tuve que arriesgar el plan a un todo o nada.

—Muy bien —sonreí—. Pues sus cosas se quedarán en el pasillo, a merced de ladrones de bragas y cotillas de maletas.

Vi por el rabillo del ojo que la chica agachaba la cabeza para disimular una sonrisa. Tuve que contenerme para no esbozar otra, de orgullo. Iba por buen camino.

E-es decir…, no es que me interesara ir por buen camino. Era, simplemente, el espíritu de querer ganar.

Ajá.

—Puedes esperar un momento a que termine de hacerle la presentación individual a Jennifer —sugirió Chris, y la señaló— y luego ella te abrirá la puerta. Si no te importa, claro —añadió, mirándola.

Te quiero, Chrissy.

La dueña de mi nuevo nombre favorito me miró con curiosidad, así que me permití el lujo de hacer lo mismo. Tenía una cara común pero bonita: nariz respingona, ojos marrones, labios rosados y piel olivácea. Su cabello castaño, que le llegaba por los hombros, estaba un poco despeinado por el viento de fuera. Y, sin dejar de mirarme, se colocó el mismo mechón de antes tras la oreja.

Fue ella quien rompió el contacto visual para mirar a Chrissy, aunque yo seguí observándola unos segundos más sin darme cuenta.

Seguía esperando una respuesta al asunto de la llave, por cierto. Ella dudó un momento.

Di que sí. Di que sí. Di que sí, vamos.

—Eh… —empezó.

¡Di que síííííí!

—No hay problema.

Tuve que contenerme para no verbalizar el salto mortal que acababa de dar mi conciencia a modo de celebración.

—Mira —dije, obligándome a sonreír a Chrissy—, un poco de simpatía, para variar.

Chris pasó de mí y empezó con la presentación que hacía cada año a las novatas. Admito que desconecté un poco. Me centré en uno de los pósteres de seguridad de las paredes, porque como continuara mirándola a ella empezaría a darle mal rollo.

—Si necesitas algo —siguió él—, me llamo Chris y soy…

—El que se encarga de que no entren chicos sin permiso —murmuré—. O, al menos, lo intenta.

Mis palabras surtieron el efecto deseado. La mirada de ojos castaños de Jennifer volvió a mí y, por un instante, me pareció que iba a sonreír.

Pero el idiota de Chris tuvo que volver a hablar.

Ya no te quiero tanto, Chrissy.

—… el encargado de mantener la paz en esta residencia —me corrigió él, y volví a perder toda la atención de la personita que tenía al lado—. Me alojo en la habitación uno. Es la primera puerta del primer piso. Si necesitas algo pasadas las doce de la noche, me encontrarás ahí.

—Y si no, lo encontrarás jugando al Candy Crush aquí —añadí.

Nunca me he alegrado tanto de una decisión como lo hice en ese momento por haber escondido la llave. Pues esa vez sí que me miró. Y, además, me dedicó una pequeña sonrisa.

Chris volvió a hablar, pero no le presté la más mínima atención. Podría haber caído un rayo a mi lado, y mi atención no se habría desviado. Ella sí que lo escuchaba, y atentamente, quería que Chris no se sintiera ignorado. Parecía buena persona.

Vaya, entonces yo no le caería muy bien. Seguro que le iban más los tipos como Will, que se asemejaban más a ella. Yo no. Yo solo sabía molestar.

Sin embargo, seguiría intentando que se fijara en mí, claro. Aunque fuera solo en el trayecto del mostrador a la habitación.

—La seguridad es lo primero —oí que decía Chris—. Regalo de la facultad. Solo uno.

En cuanto vi que se le teñían las mejillas de rosa pálido, volví la cabeza para ver qué le enseñaba. Una cesta de condones.

Interesante reacción.

—Yo te recomiendo los de fresa —le dijo Chris—. Es el sabor más solicitado.

—¿A ver? —murmuré, rebuscando en la cestita.

En cuanto vio que cogía todos los que podía, él dio un respingo.

—¡Solo uno!

Agarré uno cualquiera. Multifruta. El suyo era de mora. Vaya mierda, ya había probado los dos.

Ella, por cierto, enrojeció todavía más al meterse el condón en el bolsillo. Casi parecía que no sabía qué hacer con él. Si el problema era ese, estaba más que dispuesto a enseñarle cómo se usaban.

O lo estaría si no fuera la compañera de Naya, claro. Porque lo era. Y porque no intentaría absolutamente nada.

Chris se despidió de nosotros, y Jennifer dio un respingo cuando él chilló para que pasara la siguiente. Yo ya le estaba dando el tercer repaso consecutivo. Me consideraría más pervertido de lo que era en realidad. Tenía que controlarme un poco.

Vale, lo mejor sería hablar. Así me distraería.

—Entonces… ¿tienes la llave?

Ella carraspeó y me enseñó la palma de la mano. Se mordía las uñas. No sé por qué me fijé en ese detalle.

Tuve que reprimir una sonrisa maligna al ver la copia exacta de la llave que seguía en mi bolsillo.

—A no ser que me haya engañado —bromeó—, la tengo.

Oh, así que teníamos un poco de sentido del humor, ¿eh?

—Genial, vamos, te ayudaré.

Levanté su maleta con ganas —aunque tenía más ganas de llevarla a ella, la verdad— y la seguí hacia las escaleras. No pesaba ni la mitad que la de Naya, que seguía en mi otra mano. Jennifer subió tras de mí y, por un momento, me arrepentí de haber dejado que se pusiera ella detrás; me perdía las vistas panorámicas. Y me conformé con darle un último repaso mientras se peleaba con el cerrojo de la habitación.

En cuanto abrió, comprobé que era una mierda, igual que lo había sido la de Lana en su momento. No me cupo ninguna duda de que se sentía decepcionada. La pobre intentó disimularlo, pero sus ojos eran demasiado expresivos.

—Bueno —forzó una sonrisa—. No está tan mal.

Me miraba como si esperara mi confirmación. Normalmente, como primer impulso habría soltado un comentario que la devolviera a la realidad. Sin embargo, fui incapaz de arruinarle el primer día, especialmente cuando me miró con esos ojos castaños y apenados.

—Al menos, no es un basurero —murmuré, sin saber qué más decirle.

Empujé ambas maletas hasta que quedaron entre las dos camas individuales. Jennifer me echó una mano y, en cuanto estuvieron colocadas, contempló la de su compañera con inseguridad.

—¿Conoces a la chica que dormirá ahí? —me preguntó inocentemente.

Parecía que su pregunta iba en serio, así que no supe si soltarle una respuesta irónica. De hecho, me pareció extrañamente tierna. No había mucha ternura en mi vida, así que me dejó un poco descolocado.

—¿Yo? No. —Conseguí recomponerme—. Es que me gusta transportar maletas de desconocidos. Es la pasión de mi vida.

Igual que mirar el culo a las dueñas de esas maletas.

—Es la novia de mi mejor amigo —añadí al ver que agachaba la cabeza y enrojecía por enésima vez. De pronto, me sentía culpable—. Se llama Naya.

Y será tu peor pesadilla.

—¿Y es…? —Otra vez, el mechón de pelo—. ¿Es simpática?

—Bueno, lo es cuando le interesa serlo. También puede llegar a ser muy persuasiva.

—¿Qué quieres decir?

—Ya lo entenderás cuando te veas a ti misma haciendo cosas que no te apetecían hacer porque ella ha conseguido convencerte.

Me miraba como un corderillo asustado. Madre mía, Naya iba a destrozarla.

Mejor ella que yo, que ya había dado un paso en su dirección sin darme cuenta. Tragué saliva —de pronto me sentía tenso—, miré la puerta. Sí, quizá lo mejor era marcharme. No quería arriesgar más las cosas, bastante tensa había dejado ya la cuerda.

—Bueno…, si me disculpas, mi trabajo de transportista ha concluido.

Jennifer me sonrió con cierta ternura. Me gustó bastante más de lo que habría llegado a admitir.

—Sí, claro, gracias por ayudarme con la maleta.

—Un placer.

Demasiado placer.

Y quise añadir algo. Quise decir algo que la hiciera reír o para que, al menos, no se olvidara de mí a los cinco minutos, pero no se me ocurrió nada. Por primera vez en mucho tiempo, me quedé en blanco. Y, tras mirarla un instante más, no me quedó otra que marcharme.

tres_meses-4

2

El bueno, el feo y el puerco rojo

—¿Te encuentras bien? —me preguntó Sue.

Miré el móvil, cansado. Me había hablado una chica que, al parecer, había conocido unas noches atrás. Ni siquiera me acordaba de ella, pero tras mirar un rato su foto de perfil, no me pareció un mal plan. Además, no tenía mucho más que hacer. Bueno, Will iba a traer a Naya para cenar, pero no me interesaba quedarme a verlos.

Ross: Te paso a buscar dentro de una hora.

Chica del bar cuyo nombre no recuerdo: Genial

—¿Por qué no iba a estar bien? —respondí por fin a Sue.

Acababa de sentarse en el sillón, se había traído una cerveza.

—Porque sigues aquí —recalcó—. ¿No tienes una cita? ¿Tus días de libertinaje han llegado a su fin?

—Ya te gustaría. He quedado dentro de una hora.

—Era demasiado bonito para ser cierto…

—¿Estás celosa, Sue? Ya sabes que solo tienes que decirlo y…

—Lo único que te pido —me interrumpió, señalándome con un dedito— es que no hagas ruido. Ni tú, ni tu estúpida cita. Estoy hasta los ovarios de no poder dormir por tu culpa.

—Sabes que hay una cosita llamada tapones para los oídos, ¿no?

—Sabes que hay una cosita llamada hotel, ¿no?

—¿Y tú qué? —desvié un poco el tema—. ¿Te quedas para la reunión de la parejita? Tan solo se besuquearán y pasarán de nosotros.

Sue se encogió de hombros, poco interesada.

—No tengo nada más que hacer.

—Pues yo pienso desaparecer en cuanto crucen la puerta…

—¿En serio? —Ella agudizó su mirada de investigadora—. Pensé que te quedarías solo por curiosidad.

Lo había mencionado mientras yo me ponía en pie para ir a cambiarme. Por supuesto, me senté de golpe. La miré con la misma intensidad que me dedicaba ella.

—Explícate.

—¿Qué me das a cambio?

—¡No puedes dejar el chisme al aire de ese modo! ¡Es ilegal!

—Tienes suerte de encontrarme de buen humor —aseguró—. La compañera de habitación de Naya viene con ellos.

Mi cerebro tardó tres segundos exactos en visualizar a la chica de ese mediodía.

A ver, esa mañana no había hecho nada. ¡Me había portado de maravilla! ¡Había sido un amigo excelente! Pero, claro…, si me la traían directamente a casa… ¿en serio pretendían que no lo intentara?

—¿No tenías que prepararte para tu cita? —preguntó Sue sin borrar la expresión de interés.

La puerta se abrió justo en ese momento y me giré en redondo, encantado.

—¡Por fin! Me estaba muriendo de hambre.

—Yo también me alegro de verte de nuevo —dijo Naya desde la entrada.

Lo que me interesaba era mirar a la chica que había justo a su lado, claramente nerviosa, pero disimulé un poco y me centré en Naya.

—Genial —ironicé—, hemos pasado de la tranquilidad absoluta a tener que escuchar gritos en estéreo todo el día.

Ella puso los brazos en jarras, ofendida.

—Si yo nunca me enfado.

—¿Y quién ha hablado de enfadarse?

Joder, cuando se ponían a hacerlo eran insoportables.

Will me lanzó su chaqueta para acallarme, y yo la lancé al sillón, junto a Sue. Ella pasó de todo el mundo y simplemente abrió su bolsita de comida.

Jennifer se había cambiado de jersey, por cierto. Era un poco más estrecho que el anterior, pero le quedaba igual de bien.

—Veo que aún no has salido corriendo —le comenté.

—No la asustes —me advirtió Naya, ya irritada pese a que acababa de llegar—. Es mi compañera de habitación. Y quiero que siga siéndolo.

La aludida me miró con sorpresa. Mierda.

—¿Qué insinúas? —pregunté a Naya.

—Que eres un pesado —remarcó, sujetando a su amiga—. Ven, siéntate con nosotros.

La cabrona se la llevó al otro sofá y la alejó de mí lo máximo posible. No estaba de acuerdo con esa distribución, pero tuve que aguantarme.

Bueno, si no podía acercarme a ella, habría que atraer su atención.

—Acaba de llegar y ya me está insultando —le dije a Will.

Él sonrió, pero a Naya no le hizo ninguna gracia.

—No la asustes —me repitió esta.

Jennifer me miró en busca de algo que pudiera espantarla. Mierda. No quería asustarla tan rápidamente. Habría que desviar el tema. Y con urgencia.

—¡Yo no asusto a nadie! Además, si quiere vivir contigo, tendrá que saber que tú y Will sois como un combo. Aguantar a uno implica aguantar al otro.

Jennifer dio un respingo, alarmada, entonces intervino:

—¿Qué?

Misión de distracción: completada con éxito.

—Cuando no puedas dormir ninguna noche de la maldita semana por el ruido que hacen, ya volveremos a tener esta conversación.

Will vio que su novia se enfadaba, y, como siempre, decidió poner paz al asunto:

—Déjalo, Jenna. Todos hemos aprendido a ignorarlo.

Naya se apresuró a tomar la delantera de nuevo, también como siempre. Le gustaba llevar la voz cantante. Nos presentó a Sue y a mí. Mientras que la primera no se molestó en levantar la cabeza, yo me aseguré de dedicarle mi mejor sonrisa a su compañera de habitación.

—¿Ross? —repitió. Podría acostumbrarme a que dijera mi apellido todas las veces que quisiera—. ¿Es el diminutivo de algo?

Una parte de mí se sintió un poco incómoda cuando pensé en mi padre, así que bajé la mirada a los palillos que estaba desha­ciendo.

—Es mi apellido —murmuré—. Me llamo Jack Ross, pero todo el mundo me llama Ross.

—Su padre también se llama Jack —le aclaró Will.

Sí, y no dejaría que me llamaran como a ese gilipollas.

—Y yo dije que, como me llamaran Jack Ross júnior, me cortaría las venas —concluí.

Ella sonrió.

Pequeñas victorias.

Y se puso a hablar de su pueblo y de no sé qué sobre las universidades mientras yo intentaba participar y, a la vez, mandaba un mensaje a mi cita para decirle que habría que posponer la velada. Estaba ocupado. Y lo que —esperaba— me mantendría ocupado decía en aquel momento que tenía una relación abierta con su novio; recordé entonces la conversación que había escuchado ese mediodía.

—No sé si se lo ha inventado él —murmuró Jenna—, pero dice que es cuando dos personas se quieren, pero pueden acostarse con otras.

En mitad de la conversación había aprovechado la oportunidad y la había situado a mi lado, por lo que ahora la tenía sentadita junto a mí. Le miré disimuladamente las rodillas. También se había cambiado de pantalones. Esos eran más estrechos.

—Nunca entenderé la vida en pareja —comenté. Entonces vio que la miraba, así que tuve que improvisar—: ¿Te vas a comer todo eso?

—Todo tuyo.

Incluso me sonrió. No se había dado cuenta de nada. Era demasiado inocente.

Mientras recogía el plato con una sonrisita, Naya me crucificó con la mirada desde el otro lado del salón. En cuanto su amiga se fuera, me caería una bronca preciosa.

—Me gusta esta chica —le dije para irritarla.

Will debió de percibir sus ganas de matarme, porque se apresuró a intervenir:

—Igual deberíamos intentarlo nosotros, cariño —bromeó—. Ya sabes, eso de acostarnos con otros.

Aproveché que estaban ocupados y miré el móvil. La chica me estaba llamando de todo por dejarla plantada. Tampoco podía culparla. Finalmente, decidí dejar de responderle por un rato. Ya le contestaría cuando se hubiera desahogado.

Y entonces Jenna se pegó un poco más a mí. La miré, y me decepcionó un poco ver que se debía a que Sue le acababa de arrancar un cojín de la mano.

—Pedir perdón no soluciona nada —espetó esta de malas maneras.

Oh, había intentado tocar sus cosas. No había mayor error en la vida que tocar las cosas de Sue. Pasaba de todo el mundo, sí, pero ese era su límite. Era mejor no cruzarlo.

—No te lo tomes como algo personal —sugerí a Jenna—. Está así de loca con todo el mundo.

Sue me miró con mala cara.

—No estoy loca, idiota.

—Vale, vale. Entonces no estás loca. Solo estás mal de la azotea.

Me sacó el dedo corazón, pero pasé de ella. Acababa de darme cuenta de que Jenna contemplaba con incomodidad a la parejita. Habían empezado con el besuqueo y, lógicamente, no prestaban atención a nadie más.

Así que… ¡por fin había llegado mi momento de brillar!

Suerte, maestro.

—¿Y si vamos arriba y pasamos de estos dos? —le pregunté.

—Yo también existo —comentó Sue, aunque tampoco parecía muy afectada.

—¿Y quieres venirte arriba?

—Antes prefiero la muerte.

—Pues eso. ¿Te vienes?

Eso último lo había repetido mirando a Jenna, y me resultó obvio que dudaba.

Venga, di que sí. Di que sí.

—Sí, vamos —accedió finalmente.

—Menos mal que hay alguien que no es aburrido.

Tenía muchas más ganas que habitualmente de subir a la azotea. Prácticamente salí de casa dando saltos. Jenna me seguía con una sonrisa que se le borró en cuanto me acerqué a la ventana del final del pasillo. La abrí y le hice un gesto, pero no se movió.

—¿Qué haces? —preguntó—. Hace frío.

—Tenemos que pasar por aquí. Vamos, te ayudaré.

—¿Ayudarme? ¿A qué?

—A saltarla. Mira.

A modo de demostración, abrí un poco más la ventana para que se asomara. Al ver la escalera de incendios, por lo menos se calmó un poco.

—¿Vamos a subir por ahí?

—Es seguro. O, al menos, nadie se ha matado en lo que llevamos viviendo aquí.

—Con mi suerte, seguro que yo soy la primera.

Jenna suspiró; finalmente, aceptó mi mano para que la ayudara a pasar. Aterrizó torpemente al otro lado y me esperó. En cuanto estuve junto a ella, empujé la ventana para que no se cerrara, y le hice un gesto para que subiera.

Esa vez no se libraría de ir delante. Sonreí con malicia.

En cuanto llegamos arriba, arqueó las cejas. Le gustó nuestro pequeño chiringuito. Al llegar al piso, Will y yo habíamos subido unas sillitas plegables para poder fumar sin que Sue nos lanzara objetos punzantes a la cabeza. Con el tiempo, también habíamos dejado ahí unas mantas y una nevera portátil donde guardábamos las mejores cervezas.

—No está mal, ¿eh? —le comenté.

En cuanto se metió las manos en los bolsillos traseros, me apresuré a pasar por su lado, no quería mirarlo. Mierda, ¿qué tenía?, ¿catorce años? Debía centrarme un poco.

—¿Qué hacéis cuando llueve? —quiso saber.

Ocupé una de las sillas plegables, y ella se sentó en la otra.

—Correr a esconderlo todo.

—¿Y si no llegáis a tiempo?

—Entonces esperamos a que se seque. ¿Tienes sed?

Jenna me sonrió —¡bien!— y aceptó la cerveza que había sacado de la nevera portátil. Le dio un sorbo pequeño y miró alrededor con curiosidad.

—¿A vuestros vecinos no les importa que tengáis esto aquí?

Sinceramente, me daba absolutamente igual la existencia de los vecinos. Ella se había estirado y ahora su pierna rozaba la mía. Y lo peor no era que yo me hubiera puesto nervioso, sino que ella no parecía haberse dado cuenta.

Tuve que aclararme la garganta antes de responder:

—Nunca sube nadie.

¿Cómo le pueden quedar tan bien unos vaqueros?

—¿Y cuál es el plan si alguna vez suben?

¿O un jersey?

—El plan A es invitarlos a una cerveza y que se unan a nosotros.

Tengo que mandar una carta de agradecimiento a la empresa que ha fabricado esos pantalones.

—¿Y el plan B?

Mierda, hora de volver a la conversación. Intenté disimular levantando la cerveza, como si hiciera un brindis.

—Tirarlos por la azotea. No puede haber testigos del crimen.

El resultado fue perfecto: se echó a reír. Música para mis oídos.

—Pues es un sitio precioso —aseguró, dando otro sorbo a la cerveza—. Quitando las fábricas abandonadas del fondo.

—Si imaginas que son bosques, parece más bonito.

Sonrió de nuevo, y yo volví a ponerme nervioso. Me encendí un cigarrillo, solo para tener una distracción, y fui fumándolo a medida que avanzaba la conversación.

Me pareció bastante más interesante de lo que había esperado. Resultaba que nuestra querida Jenna no solo tenía novio —algo que ya me suponía un problema—, sino que encima era un capullo integral. Fácil de librarse de él. Aunque tampoco es que me interesara, claro. Era la compañera de habitación de Naya. No había que olvidarlo.

También descubrí otros atributos muy interesantes, como que solía tocar el triángulo —muy glamuroso—, que había hecho ballet pero lo había dejado —tampoco parecía muy apenada—, que en el instituto no había sido muy popular —se le notaba— y, lo más interesante: tenía un total de cero aficiones. No leía libros, no tenía hobbies…

—No me gusta mucho el cine.

En cuanto lo soltó, oí cómo se rompía mi corazón. Adiós a la perfección que había manejado hasta ese momento. Podía perdonarlo todo menos eso.

—¿Y qué haces para vivir? —le pregunté, olvidándome de usar un tono que disimulara mi sorpresa—. ¿Escuchar música? ¿Jugar al dominó? ¿Mirar paredes?

—No me gusta el dominó, las paredes no son mi punto fuerte y la música no está mal, pero soy muy selectiva, así que no escucho demasiada.

Seguía sin poder creerlo y debía de manifestárseme en el rostro, porque ella no dejaba de sonreír.

Bueno, por lo menos se lo estaba pasando bien. Menos es nada.

—¿Y se puede saber qué te gusta? —quise saber.

—¡Muchas cosas!

—¿Por ejemplo…?

—Pues… me gustaba bailar ballet. Hasta que mi madre bañó en café a mi profesora.

Ya no sabía si reírme o llorar. ¿De qué galaxia había salido esa chica? ¿Qué hacía para divertirse?

—¿Y ahora?

—Me gusta ver los realities de la tele. Sobre todo, si se pelean mucho.

Bueno, está claro que la perfección no existe.

Tenía tantas cosas por decir que me callé por unos instantes; finalmente, le pregunté de nuevo sobre lo que más me interesaba:

—Vale, volvamos al tema de las películas. ¿No has visto ninguna película? Eso es imposible.

—Claro que he visto alguna —protestó, airada.

Gracias.

—Menos mal. Ya te daba por perdida. ¿Cuántas?

—He visto Buscando a Nemo.

Retiro el «gracias».

—La cumbre del cine de cultura —murmuré.

—Es que a mi novio no le gusta el cine.

Oh, tenía que estar bromeando.

—No te estoy preguntando lo que le gusta a tu novio, te estoy preguntando lo que te gusta a ti.

Quizá lo solté con cierta brusquedad, pues se quedó en completo silencio. Llegué a pensar que la había ofendido, pero entonces me di cuenta de que no estaba enfadada, sino sorprendida y confusa, como si aquello la hubiera pillado desprevenida.

Al cabo de unos instantes, carraspeó y fingió que no había pasado nada. Y, sobre todo, que aquella frase no le había afectado en absoluto.

—¡Es que me aburren las películas! —protestó—. Son tan largas, con todos esos diálogos larguísimos y esos planos interminables…

Solo con eso ya se me olvidó su reacción anterior. Respiré hondo. Muy hondo.

No seas cabrón.

Me sentía tentado a serlo.

—Será porque no las ves bien —conseguí mascullar.

—¿Se pueden ver mal?

—Pues claro que sí. A ver, ¿no has visto nada de Disney?

—Sí.

Gracias.

—¿Cuál?

—Buscando a Nemo.

Lo reitero.

—Ni siquiera estoy seguro de que eso sea de Disney.

—Entonces, no.

—Madre mía.

—¿Qué?

—Madre mía, pequeño saltamontes.

—¡Deja de decir «madre mía» y respóndeme! —protestó, divertida—. ¿Qué tiene de malo?

¡Todo!

—No has tenido infancia.

—Claro que la he tenido. Solo que… en casa poníamos deportes por mis hermanos, no veía muchas películas.

—¡No veías ninguna!

—¡Vi la de Nemo!

—Es que no entiendo cómo has podido pasar por la vida sin ver películas como…, yo qué sé…, ¿El rey león?

—No me suena.

Continuamos con la conversación, pero solo recuerdo los cortocircuitos en mi cerebro. No me lo podía creer, ¡estaba ante un espécimen no descubierto de la raza humana! ¡No había visto ninguna película de Disney!, ¡no me lo podía creer!

Vale, a la mierda el plan de ligármela. En la escala de cosas importantes en la vida, el cine estaba muy por encima de echar un polvo con la compañera de habitación de Naya.

Siempre tan romántico.

—Soy muy feliz así —aseguró la pobre ilusa.

—No, no lo eres. Lo serás dentro de una hora y media, cuando terminemos de ver El rey león.

Sin dejar que protestara, salí disparado hacia las escaleras. Oí sus pasos apresurados tras de mí.

Que las películas le aburrían… Qué pecado.

En el salón, encontramos a Naya y a Will metiéndose mano. La primera me miró con sospecha, pero en cuanto descubrió que Jenna no había visto la película, supo que mi intención no era otra que culturizarla un poco.

Entré en mi habitación como un rayo, y Jenna cerró tras de sí. Mientras ella miraba alrededor, lancé la libreta de apuntes a un lado para hacerme con el portátil.

—Prepárate para que cambie tu vida —mascullé.

Ella no le dio mucha importancia. Estaba mirando mis pósteres con curiosidad.

A ver, quizá no era la habitación más glamurosa del mundo, estaba repleta de referencias de películas, pero reflejaba a la perfección lo que me gustaba, y eso era lo importante.

Nunca me había importado que a la gente no le gustara mi dormitorio, pero de pronto me creaba un poco de inseguridad que ella no lo aprobara. La miré de soslayo. Necesitaba decir algo. Me estaba poniendo nervioso.

—Puedes quitarte las botas.

—¿Cuál es esta de la espadita china? —preguntó mientras lo hacía.

¡¿Espadita china?!

Por el amor de Tarantino…

—No es una espadita china, lista —recalqué, ofendido—. Es una katana. Y las katanas son japonesas.

—Oh, perdóneme usted. ¿Y qué película es?

—Kill Bill. De Tarantino. Un clásico. Y una de mis favoritas.

—Tampoco la he visto.

Y yo tampoco me la imaginaba viéndola.

—Me lo imaginaba.

—¿Y si la vemos? Ahora tengo curiosidad.

—Te recomiendo empezar tu inmersión cinéfila por Disney, que es más suave. No creo que estés psicológicamente preparada para Tarantino.

Jenna siguió husmeando mientras yo buscaba la película. Por la cara que puso, deduje que mi habitación tampoco le desagradaba tanto, así que me relajé un poco.

Al menos, hasta que me preguntó:

—¿Te gusta el baloncesto?

Habían pasado años y aún me tensaba cada vez que alguien me hablaba de ese estúpido deporte. Me revolví, un poco incómodo, como si la cicatriz de la espalda me hubiera mandado una señal de alerta.

—Me gustaba. —Forcé una sonrisa—. Ahora me aburre.

—Parece que eras bueno.

Tuve que poner toda mi intención para que no se me borrara la sonrisa.

—Sigo siéndolo.

—¿Y humilde?

Eso sí que me dibujó una sonrisa real.

—Eso no lo he sido nunca. Ven. Ya tengo la película.

Me hice un poco al lado para dejarle espacio. Menuda diferencia con esa mañana: Terry me había lanzado una almohada a la cabeza. Ella se la acomodó tras la espalda y movió un poco el portátil para que también yo pudiera ver bien. El detalle me gustó.

Creo que no me enteré de la película, pero daba igual, porque me la sabía de memoria. Mi atención estaba más centrada en observar sus reacciones; si no eran suficientemente expresivas, me sentía ofendido y fruncía el ceño mirando la pantalla; si lo eran demasiado, sospechaba que solo fingía para que yo no me ofendiera. No llegué a determinar cuál de ambas me sentaba peor, solo sabía que, de haber estado Will en mi habitación, se habría partido el culo conmigo.

En cuanto se cerró la última escena y empezaron los créditos, volví la cabeza hacia ella. Necesitaba una reacción final.

—¿Y bien?

—Mmm…, no ha estado mal.

Casi me dio un ataquito.

—¡¿Que no ha estado mal?! Acabas de ver mi infancia en una hora y media, ¡¿y tu conclusión es que no ha estado mal?!

Jenna intentaba no reírse con todas sus fuerzas.

—A ver… Sí, vale, me ha gustado. La música está bien. Los personajes son divertidos… Sí, me ha gustado.

—Sabía que no podrías resistirte a los encantos de Simba.

Otro día ya intentaría que no se resistiera a los míos.

—Pues el que más me ha gustado ha sido Pumba.

Como no quería que se fuera todavía, me puse a buscar otra película mientras le respondía:

—¿Pumba? ¿Por qué?

—No lo sé. Me ha parecido muy tierno.

—¿Tierno en el sentido de que te lo comerías o en el sentido de ternura?

Pareció muy alarmada, cosa que me hizo sonreír.

—Dios mío, en el sentido de ternura. Comerse a Pumba sería como… pisar una flor en peligro de extinción.

—Qué profunda. Quizá sí tengas espíritu poeta, después de todo.

—Lo dudo mucho.

Quiso quedarse un rato más conmigo, y no sé por qué me alegró tanto que lo hiciera. Después de todo, estaba claro que no sucedería nada más. No estaba interesada. Y, sorprendentemente, yo tampoco. Por primera vez en la historia, hacía algo sin ningún interés oculto. Tenerla ahí sentada, mirando películas conmigo… me parecía suficiente.

En algún momento me preguntó por mis estudios, y en cuanto le dije que quería ser director de cine, se interesó por ello; no mucha gente lo hacía.

—Oh. —Se quedó pensativa un momento—. Ahora entiendo tu indignación al saber que solo había visto una película. Y lo de las paredes. Supongo que el coche de las pegatinas es tuyo.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos