Extrañas

Guillermo Arriaga

Fragmento

Título

Conservo claros los recuerdos de esa mañana como si recién acabasen de suceder y no varios años atrás, ese día mi madre ordenó a las criadas vestirme de negro, en cuanto amaneció mi padre me pidió acompañarlos, en el camino descubrí hacia dónde nos dirigíamos, al lugar prohibido, aquél donde ni yo ni mis hermanos, ni ninguno de los sirvientes, estábamos autorizados a ir: al cementerio del castillo, por boca de las cocineras y de las ayas había escuchado relatos estremecedores sobre fantasmas, sobre seres infernales con dientecillos filosos aguardando entre las tumbas, sobre fuegos fatuos en cuyas flamas se dibujaban los rostros de quienes se hallaban ahí enterrados, cuando se lo comenté a mi madre me regañó, «por eso no es bueno convivir con la servidumbre, te llena la cabeza de tonterías, en ese lugar descansan tus antepasados, debes venerarlo», lo acontecido esa mañana, a mis ocho años, aún hoy me causa angustia, fui a solas con mis padres, tomamos la senda hacia la colina, el silencio sólo era roto por el ruido del viento al rasgar los matojos, entre la niebla aparecieron las tumbas, deseé coger la mano de mi madre para sentirme protegido, fiel a su costumbre o más bien a la costumbre heredada desde tiempos inmemoriales, no me tocó ni una sola vez, hacerlo era signo de debilidad y nosotros pertenecíamos a una casta fuerte y dominante, avanzamos entre las sepulturas, en las lápidas venían labrados con cincel, en letras góticas, los nombres y las fechas de nacimiento y de muerte de quienes se hallaban allí enterrados, arribamos a un solar delimitado por una barda, mi padre abrió una pesada reja de hierro, «aquí reposan quienes han gobernado nuestra dinastía, sólo ellos y nadie más», dijo y apuntó hacia una losa carcomida, «acércate», ordenó, «ésta es la tumba de quien empezó nuestra estirpe», en la piedra se distinguían apenas la B, la R y la T de nuestro apellido, «Burton» y una fecha, 971, bajo dos metros de tierra se encontraba mi sanguinario ancestro, el guerrero fundador de un dominio extendido por siglos, recorrimos sepulcro por sepulcro, en cada uno mi padre me explicaba quiénes habían sido los hombres ahí sepultados, todos ellos patriarcas, primogénitos como lo era yo, al extremo del panteón nos detuvimos frente a dos profundas fosas, mi padre señaló una de ellas, «en ésa seré enterrado», se me encogió el estómago, no imaginaba la vida sin él, aún era joven y fuerte, luego indicó hacia el obscuro hoyo contiguo, «y ahí tú serás enterrado», de golpe me enfrenté a la ferocidad de mi propia muerte, apenas me desembarazaba de mi niñez y mis padres ya me confrontaban con mi fin, por años me acosó la imagen de esa boca desdentada y bruna donde mis despojos serían devorados para acompañar a perpetuidad a los demás legatarios de nuestro linaje, fue una vana angustia, al final esa huesa no terminó reservada para mí. El castillo, nuestro castillo, si a ese cascote de roca y de musgo era posible denominarlo como tal, se ubicaba en medio de una llanura, lo erigieron mis antepasados nueve siglos atrás, cuando éstos eran territorios tribales en vías de convertirse en naciones, la mayor parte del año la bruma cubría estas comarcas lúgubres y entre la niebla el castillo parecía un barco encallado, de esa construcción derruida mi familia logró rescatar trece habitaciones, las unía un largo corredor de techos caliginosos y húmedos con algunos muros derrumbados por entre los cuales penetraban la nieve y la lluvia, las paredes del salón principal las adornaban cuadros donde se relataban pasajes de nuestra casta, de niño me aterraba aquél en donde sendos mastines se alimentaban con trozos de cuerpos humanos, pies, brazos, piernas, restos de enemigos arrojados a canes descendientes de los traídos a estas tierras por las legiones romanas, quien pintó la obra hizo notar la fiereza de estos perros, los ojos desorbitados mientras engullían manos o deglutían entrañas, mas no todos los lienzos versaban sobre sangre y destrucción, había también retratos de mis ascendientes con un aura benévola, mentira, en la mayoría de ellos no había ni bondad ni munificencia, si algo caracterizó a mi antigua progenie fue la codicia, la venganza y la apropiación violenta de tierras, de almas y de cuerpos, barbaridad matizada hoy por los buenos modales y la falsa cortesía, desde niño fui educado en el «nosotros» versus «ellos», el «nosotros» denotaba pertenencia a un ambiguo clan unificado por la vaga noción de la sangre en común sólo abierto a miembros ajenos con el afán de no degenerar la descendencia por vínculos de parentesco y quienes, claro está, debían provenir de alcurnias tan poderosas como la nuestra, mi familia gozaba de una fortuna descomunal, ni siquiera un ejército de tenedores de libros podría calcular el monto ni tampoco topógrafos delimitar la extensión de nuestras propiedades, mi padre se rehusó a construir un castillo más confortable o más lujoso, el nuestro no era sólo una edificación sino un símbolo, mantener en pie ese morro ruinoso coadyuvaba a fabular la leyenda de nuestra prosapia, la de descender de indómitos combatientes tocados por la gracia de Dios, para someter a los pobladores bajo nuestra égida los alimentábamos con esa bazofia, anteponíamos la divinidad como justificante de nuestra privilegiada posición y escudábamos nuestros abusos en la «voluntad del Señor», quienes se rebelaron contra nosotros sufrieron represalias, ya no fue necesario descuartizarlos y lanzar los pedazos a los mastines, bastaba con quitarles los medios de subsistencia y enviarlos al destierro para empujarlos a la mendicidad y al deshonor, éramos sucesores de una cultura edificada a lo largo de siglos, como primogénito me veía obligado a preservar esos códigos impuestos de generación en generación, decepcionar a mi padre significaba decepcionar la silenciosa mirada de mis antepasados, mi presente fue esculpido en batallas míticas, en territorios arrebatados a sangre y fuego, en decapitaciones, en lodo, en caballos, en lanzas, en matrimonios arreglados, en pactos obscuros, no había nacido aún y ya pendían sobre mí expectativas, vigilancia, recelo, como hijo primogénito no sólo recibiría el título de conde, heredaría también la propiedad de miles de acres, la posesión de minas carboníferas, de cientos de cabezas de ganado vacuno, de cerdos y de ovejas, regiría la vida de decenas de habitantes, mis padres me enseñaron a fingir simpatía por nuestros campesinos y trabajadores, a pronunciar palabras pomposas para impresionarlos, a regalarles unos cuantos peniques en Navidad, a acariciar la cabeza llena de liendres de sus vástagos, a halagar la belleza de sus rubicundas y cariadas hijas para pasar entre ellos como un magnánimo señor, como parte de mi formación, al cumplir los quince años, mi padre me obligó a visitar todas las aldeas de Evergreen, «necesitas ser conocido desde ahora para ser respetado, no requerirás bajar de la carroza, bastará detenerte unos minutos frente a sus casas y saludarlos desde las ventanillas, te escoltarán los jinetes, estarán pendientes de ti para evitarte desaguisados», de ese fardo de responsabilidades quedaban exentos mis hermanos menores, Frank, Stewart y Lloyd, ellos recibirían monedas, joyas, quizás un pedazo de tierr

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