Advertencia
Lo que aprendieron por fin los románticos, después del fracaso de la Revolución Francesa, que prometió una Grecia sin esclavos y en realidad nos dejó en manos de los bancos y las corporaciones, es que no habrá revolución verdadera si no conquistamos para la humanidad el derecho a la creación, el derecho a la belleza y la posibilidad efectiva de celebrar el mundo inexplicable que nos fue dado.
Nunca como en esta época había vivido la humanidad una conspiración más vasta y monstruosa contra la naturaleza, contra la generosidad, contra el amor y contra la sencillez del vivir. Nuestros redentores nos han atrapado en la telaraña de las burocracias, en una red de laberintos insensibles, de manantiales envenenados, de ríos de escombros, de basuras que llenan la tierra y el mar y el espacio exterior. Y su mayor triunfo es que se hicieron dueños de nuestro tiempo, de nuestra libertad y de nuestra esperanza.
Ahora solo puedes soñar si pagas por ello, solo puedes pensar si lo haces en el formato que te entregan, y ya entendemos por fin lo que significa la frase: «Eso no lo permite el sistema». Nunca la respuesta fue a la vez tan fácil y tan difícil: si por todas partes nos asedia el peligro, solo en ese peligro podemos encontrar las claves de la salvación.
Este libro repite, recordando a Homero, que donde hay una cicatriz hay una historia. Que el corazón, esa víscera, es también una metáfora. Que cuando nos exigen triunfar y ser bellos y ser ricos y rezar de rodillas, mucha falta nos hace un hereje desdeñoso que nos enseñe a marchar en sentido contrario. Que no hay pintor que no sepa que un pincel también saca sangre, que la belleza es un arma, la felicidad una fortaleza y el amor una fuerza capaz de demoler imperios. Que cuando el mar de la vida está a punto de ahogarnos, cuánta falta nos hace un verso milagroso que nos ayude a convertirnos en un barco e irnos a jugar con las tempestades.
No había poder más abrumador que el del Imperio Romano. ¿Quién iba a imaginar que las palabras de un caminante en las orillas de un mar remoto, ante un grupo de gentes «de rudas manos y de oscuros nombres», terminarían teniendo más poder que los césares y que las legiones? ¿Qué pasaría si terminara siendo verdad, la verdad más profunda de este mundo, eso que nos pareció apenas una música hermosa, que es el amor el que mueve al sol y a las demás estrellas?
W.O. 2024
Donde hay una cicatriz hay una historia
Una de las primeras grandes historias de la literatura occidental es la historia de una cicatriz.
Ulises ha vuelto a su reino, y una diosa lo ha transfigurado en un mendigo viejo para que nadie lo reconozca antes de tiempo. Veinte años después de haber partido a la guerra llega al palacio, que ahora está invadido por sus enemigos, y antes de ser admitido en la sala de festines, lo llevan a las cocinas para que allí sea bañado y vestido, como lo exigen los rituales griegos de la hospitalidad. La vieja nodriza Euriclea está lavando los pies del anciano cuando ve una cicatriz en la pierna. Ella conoce esa cicatriz, ella misma ayudó a curar esa herida muchos años atrás: el rey ha regresado.
Homero abre entonces un paréntesis en el relato, como si abriera la herida para mostrarnos su origen, y nos cuenta cómo fue herido el muchacho cuando su abuelo lo llevó a la cacería de un jabalí, hace mucho tiempo. Así nos muestra una de las primeras verdades de la literatura: que donde hay una cicatriz, hay una historia. Una historia digna de ser contada.
Un famoso autor alemán, Erich Auerbach, ha dicho que, gracias a esa cicatriz, Homero inventó uno de los grandes recursos de la narración, el de hacer una pausa en el relato actual para ir a otro tiempo y remontar las causas de un hecho, eso que en la literatura y en el cine llamamos flashback, el destello del pasado.
En los tiempos recientes, uno de los mejores ejemplos de ese recurso es el relato «La forma de la espada», de Jorge Luis Borges, que empieza con la frase: «Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa», y que dedica todo el cuento a narrar cómo se produjo esa cicatriz. Lo más notable de ese relato es que donde creímos que solo nos estaban mostrando un hecho físico, el autor nos está haciendo más bien el dibujo de un alma; por eso, cuando el narrador termina de explicar cómo se hizo esa herida, sorprende a su interlocutor con esta frase final: «Y ahora desprécieme».
Ese es también uno de los recursos más frecuentes de los relatos de Las mil y una noches: mostrarnos una situación extraña del presente, y después llevarnos al pasado para explicarla. Tal vez no haya en toda la literatura un ejemplo más admirable que «La historia de Abdalá, el mendigo ciego, que solo recibía una limosna si iba acompañada de una bofetada».
Yo desde hace años he tratado de llamar la atención sobre uno de los más poderosos ejercicios de reconciliación que se hayan hecho en nuestra tierra, que es el interminable poema Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos. Ese poema en realidad debería llamarse «Las Indias maravillosas» y está más lleno de historias y de prodigios que Las mil y una noches.
Para sentir lo que era la atmósfera de la conquista de América en el siglo XVI, para entender a la vez el conflicto entre invasores e invadidos y la zozobra de sus días y sus noches, la vulnerabilidad de unos y de otros, las penurias y las destrezas de ambos, basta oírle decir a Juan de Castellanos que en una de las noches de aquella larga historia alguien encendió un pequeño fuego y al instante una flecha se le clavó en la mano.
Para advertir los hechos prodigiosos que abundaban en esas navegaciones, basta oírle contar que en el mar Caribe una ola súbita que golpeó un barco se llevó a una india que estaba en la cubierta, que la ola siguiente inesperadamente la trajo de regreso, y que en todo ese tiempo la mujer no soltó al hijito que llevaba en los brazos.
Un siglo de horrores y de crímenes pero también de abnegación y de milagros está en ese poema tan olvidado, ya difícil de leer por las malas costumbres de nuestra época, pero que es un tesoro para todo el que tenga sed del pasado real y de la memoria mágica de nuestra tierra. A veces a Juan de Castellanos le basta un detalle mínimo de la realidad para hacernos advertir, con la misma extraordinaria capacidad de observación con que Homero se fijaba en una cicatriz, la enormidad y la complejidad de un mundo.
Una noche, unos soldados españoles acamparon en una pradera, alzaron sus tiendas y se tendieron a descansar con las armas al alcance de sus manos, como solía pasar entonces, dejando un centinela que estuviera atento a los peligros. En la noche cerrada el centinela no vio ni oyó nada alarmante, hasta que de repente advirtió que su caballo levantaba dos veces las orejas. Dio la alarma enseguida, solo para descubrir que ya estaban rodeados por una muchedumbre de indios que habían ido ocupando la llanura, confundidos con la noche y más silenciosos que la niebla. El paso del silencio total al bullicio más impredecible concluye ese episodio, que no solo nos cuenta un hecho sino que nos describe un mundo.
Hay otra herida homérica que a mí me gusta recordar. En las batallas de la Ilíada los dioses participan en el tumulto del combate pero son invisibles para los humanos. Hay un momento en que a Diomedes se le aparece Palas Atenea y le dice que va a levantar el velo que cubre sus ojos humanos, para permitirle ver a los dioses que están participando en la batalla, con la intención de que el guerrero arroje su lanza contra Afrodita, que está luchando a favor del bando contrario. Diomedes le recuerda que está prohibido a los humanos atentar contra los dioses, que ese es el mayor crimen que pueda cometerse, pero Atenea le promete que lo protegerá del castigo y lo insta a atacar a la diosa.
La escena es memorable por su tensión dramática y por su poder visual: la lanza de Diomedes avanza por el campo de batalla, entre los combatientes y las polvaredas; en el último instante, la diosa advierte que alguien la ha visto y que la está atacando, y hace un movimiento para esquivar la hoja de bronce, pero no puede impedir que la lanza abra en su mano una herida por la que empieza a brotar ese icor del color de las perlas que tienen por sangre los dioses del Olimpo. Herida y aterrada por el crimen, Afrodita empieza a caer entre la multitud, entonces los cielos se abren y aparece la diosa Iris en un carro tirado por los caballos del dios de la guerra que desciende hasta la batalla, recoge a la diosa antes de que toque la tierra, y alza vuelo con ella hacia el Olimpo.
Para resaltar la gravedad de esos hechos, otro poeta antiguo, Propercio, escribió aquel verso:
Nuestros combates no han herido a ninguna deidad.
Sentía que las heridas y las cicatrices son cosas de humanos, pero que lo divino, el agua, la vegetación, el suelo fecundo, la luz bienhechora, el aire vivificante, el poder de las semillas, el amor, la generosidad, el mar, estaban a salvo.
Eso ya no podemos decirlo nosotros: eso podía decirlo Propercio hace dos mil años, y hasta podían decirlo Thoreau y Walt Whitman hace dos siglos, pero todo nos hace pensar hoy que nosotros sí hemos herido a los dioses. El agua, el clima, los jaguares, las abejas, los corales, el aire planetario viven bajo amenaza, nuestros combates están hiriendo cada vez más lo divino del mundo, y de esas heridas no sabemos si van a cicatrizar algún día.
Las heridas del cuerpo se cierran en las cicatrices, pero a las heridas de la memoria solo las cierra el relato.
Hoy nos invitan a hablar de las heridas que llenan a nuestro país, y siento que aquí tampoco podemos hablar en verdad de cicatrices, porque la realidad no ha cesado en su violencia. Violencia entre humanos y violencia también contra la naturaleza.
A veces esa violencia disminuye, hay iniciativas de paz y de reconciliación que reducen su intensidad, pero no logran hacernos sentir que el conflicto social esté superado, que ya no corremos el riesgo de que las violencias recomiencen. Los procesos son tan parciales que hasta la paz misma se vuelve motivo de discordia, como si no acabáramos de encontrar las claves de la convivencia, los secretos de una verdadera reconciliación.
Todavía el énfasis no está en el presente de oportunidades y de promesas que se debe abrir para todos, sino en el peso del pasado, en las deudas por cobrar, en el mucho mal que se ha hecho y con el que tantos quisieran ajustar cuentas. No creo e