
Prólogo
Aquella tarde, la ronda vigilando las murallas de Milindur, la ciudad minera más importante del Imperio de Yithia, estaba resultando soporífera. Después de que Ash los hubiese forzado a pujar por aquel grajo la noche anterior, la situación se había complicado más todavía. La próxima emperatriz del imperio llevaba a sus espaldas demasiados cargos que, como salieran a la luz, sentenciarían su vida. Y Cyndra Daebrin se había visto arrastrada a aquello.
No se lo reprochaba; admiraba el sentido de la justicia de la heredera. Era lo que le hacía falta a su raza, alguien dispuesta a poner la otra mejilla —en el caso de Ash, literalmente— en pos de buscar el cambio real y terminar con la Tercera Guerra, que llevaba vigente casi quinientos años. Si en tiempos de guerra Ashbree Aldair estaba demostrando tener mayor conciencia de la que su padre había tenido jamás, en tiempos de paz se convertiría en la mejor emperatriz que hubieran conocido. Solo esperaba que su estúpido plan suicida de colocar al pueblo de Yithia de parte de Ash surtiera efecto, y que ella contara con la oportunidad de liderar a su nación algún día.
Estaba deseando que su turno acabase para regresar al apartamento y poder hablar con su amiga. Ash se había quedado inquieta después de lo transcurrido la noche anterior. Cyndra no quería ni pensar en qué había pasado entre ella y el Efímero en las dos horas que habían tardado en orquestar el plan para sacarla sana y salva de la casa de variedades, convertida en taberna. Pero a juzgar por la intensa preocupación que había demostrado durante la mañana, Cyndra se esperaba lo peor.
Seredil se había encargado de sacarla de allí, reemplazándola dentro de la habitación de placer, con la intención de solicitar el traslado del preso a los calabozos antes de las seis horas que habían comprado con el dinero de la heredera. La puja había sido intensa y repugnante, y después de una semana compartiendo todo su tiempo libre con la conjuradora, Cyndra la conocía lo suficiente como para saber que sentía las manos sucias. Pero en cuanto les hubo contado quién era Ash en realidad, todo cambió.
Thabor y Seredil —además de ser esta última una ferviente devota de los dioses— se mantenían leales al imperio y, como tal, a la próxima emperatriz. Podían dar gracias por que fueran soldados con la misma ideología que ellas, de los que no justificaban las crueldades hacia sus enemigos solo por estar en bandos opuestos.
Entre Cyndra y Thabor habían conseguido sacar a Ash del local, pero en las horas siguientes, no recibieron noticias de la conjuradora, que se había quedado en la taberna. Y cuando llegó el alba, Thabor tuvo que marcharse para hacer su ronda de vigilancia en las murallas, donde esperaba encontrar a Seredil y hablar con ella. Y aunque a Cyndra le había tentado la idea de acompañarlo y ponerse al día cuanto antes, no quería dejar a Ash sola hasta que se hubiera asegurado de que no cometería ninguna estupidez. Ninguna más, porque llevaba una larga lista a su espalda.
Se había quedado con ella toda la mañana, intentando distraerla, pero su amiga no había pronunciado palabra. Una vez que hubo caído la tarde, Cyndra se había marchado para prepararse para su ronda de vigilancia. Tenía la esperanza de cruzarse con los conjuradores y hablar con ellos, sobre todo para pedirles que no dejaran a Ash sola. Un alivio que no sabía que necesitaba sentir la invadió cuando los encontró en las murallas, a punto de marcharse a casa. Seredil la saludó con una sonrisa cariñosa, pero sus ojos estaban enmarcados por unas profundas ojeras que denotaban que no había dormido en toda la noche.
—¿Qué tal está Ash? —le había preguntado Thabor nada más verla, cobijados bajo el alero de un tejado. La lluvia no les había dado tregua desde la tarde anterior, y parecía que Tisa, diosa de las tempestades, se había propuesto hundir Milindur.
—Ahora mismo parece una cáscara vacía. Y no lo entiendo. —Cyndra se frotó el cuello y alzó la vista al cielo, con la esperanza de ver alguna constelación entre los nubarrones de tormenta, a pesar de que aún no fuera de noche. Era algo que hacía por acto reflejo, porque el único que se le presentaba en el firmamento era Dalel, dios del destino—. ¿Qué pasó anoche?
Seredil suspiró y se recostó contra la pared del edificio, con su capa militar empapada. Se recolocó un mechón húmedo detrás de la oreja picuda y clavó la vista en la nada.
—Cuando entré… —Apartó la vista, azorada, y aquello no le gustó—. Ahí dentro olía a sexo.
Cyndra se quedó lívida y Thabor puso los ojos como platos. No podía creer que Ash hubiese sido tan inconsciente como para enrollarse con un elfo oscuro, con un Efímero, para mayor preocupación. Eso obviando que las sospechas de su amiga no fueran ciertas y no se tratase del mismísimo Rylen Valandur, Rey de los Elfos.
El enfado le invadió el cuerpo y tuvo que sacudírselo de encima como hacía con todo: apartándolo a un lado.
—No sé bien qué pasaría entre ellos —prosiguió la conjuradora—, pero creo que Ash podría haber cambiado de prioridades…
Seredil se cruzó de brazos con el rostro contraído por el pesar y Cyndra tuvo que apretar los puños. No le estaba resultando sencillo obviar la rabia.
—Estamos hablando de Ashbree Aldair —la reprendió Thabor—. ¿Dónde queda tu devoción ahora?
Su compañera lo fulminó con la mirada, quien se la sostuvo con estoicidad.
—No se ha ido a ninguna parte, Thabor. Sigue en el mismo sitio. Que la considere un regalo de la diosa no significa que comparta su decisión de tirarse a un elfo oscuro.
—¿Acaso tienen alguna enfermedad contagiosa? —prosiguió él, incansable.
—No, pero…
—¿Acostarse con ellos hace algún mal?
Cyndra los observaba de hito en hito, sorprendida por el carácter que estaba demostrando Thabor, tan sonriente por lo habitual.
Seredil suspiró y se frotó la cara con la mano.
—No, no es ninguna aberración. Pero son el enemigo.
—Y, aun así, nos ayudaste con la puja —apuntó Cyndra en tono conciliador.
Seredil la observó con los labios entreabiertos, sin saber qué decir. Cyndra también había pensado lo mismo, pero tras escuchar a Thabor, se había sentido mal al instante.
—Nunca has sido racista, Seredil. No empieces a serlo ahora.
La voz del conjurador sonó más seria y ambos compartieron una mirada larga con la que se hablaron sin pronunciar palabra.
—Tienes razón, lo siento. La falta de sueño me está alterando el juicio.
El modo en el que lo pronunció, cargado de arrepentimiento, hizo que Cyndra se calmase. Aquella fémina era buena hasta decir basta, tenía un corazón enorme y fiero, y encontrar en una situación comprometida con el enemigo a su emperatriz, a la que ella consideraba un milagro, no debía de ser fácil de gestionar.
—¿Qué pasó cuando nos fuimos? —le preguntó Cyndra para cambiar el rumbo de la conversación.
—Solicité el traslado a los calabozos, pero no me lo concedieron. Así que me quedé ahí con él toda la noche.
—¿Algo más?
La conjuradora negó con la cabeza y sus largos mechones rubios, recogidos en su coleta característica, se mecieron con el movimiento.
—Intenté sonsacarle algo. Le pregunté por Ash y por la emboscada, pero no pronunció palabra. Ni yo le hice nada ni él me lo hizo a mí. Y eso fue lo más extraño. Cuando se escapó del campamento en el camino a Milindur, yo misma lo doblegué al manejar la luz de sus grilletes de nácar… —Se tomó unos segundos para reordenar sus pensamientos y luego clavó la vista en los ojos azules de Cyndra—. Ese grajo es muy poderoso. Me costó manejar la luz para apartarlo de Ash entonces. No comprendo por qué no aprovechó la situación para deshacerse de mí e intentar huir.
Cyndra tragó saliva. Aunque le había asegurado a Ash que les había contado todo a Seredil y a Thabor, había omitido el detalle de que el grajo —o Ilian, según su amiga— era el Efímero que había estado a punto de terminar con todo el regimiento durante la emboscada y, de paso, secuestrar a la heredera. Cyndra seguía sin creerse la teoría de Ash de que su intención no era matarla, sino llevársela con vida. Aunque la realidad era que, de haber querido acabar con ella, podría haberlo hecho la noche anterior. Máxime si era verdad que se habían acostado juntos.
—Ya… —murmuró la tiradora en respuesta—. Sé que estaréis cansados, sobre todo tú —miró a la conjuradora—, pero ¿os importaría ir al apartamento de Ash y quedaros con ella? No… —Respiró hondo—. No me fío de lo que pueda hacer.
Los conjuradores intercambiaron un vistazo y Seredil se separó de la pared.
—Claro, sin problema —intervino Thabor—. Vamos a casa a asearnos y a comer algo y en un rato estamos con ella.
Cyndra quería gritarles que acudieran ya, al instante, pero no podía ser tan egoísta. Thabor y Seredil llevaban más de veinticuatro horas sin dormir ni pasar por casa, y había perdido la cuenta de cuándo habría sido la última vez que habían comido. Así que se obligó a respirar hondo y a asentir, con una sonrisa agradecida. No podía dejar que la paranoia se adueñara de su cuerpo. Ash estaría bien.
El varón de amplias espaldas miró a su amiga una última vez y echó a andar en dirección a su apartamento. Seredil se acercó a Cyndra y esta se replegó bajo su propia capa, mucho más seca que la de su compañera. La conjuradora alzó una mano y le recolocó un mechón blanco azulado tras el arco picudo de la oreja.
—¿Tú estás bien? —le preguntó Seredil en un susurro que le generó un escalofrío.
Asintió en respuesta, porque era lo que estaba acostumbrada a hacer. Cyndra Daebrin nunca admitía estar mal, nunca lloraba y nunca compartía sus problemas. Era un pilar de piedra sobre el que los demás se sostenían, y no podía empezar a derrumbarse ahora.
—Gracias…, por lo que hiciste anoche —reconoció en un murmullo.
Seredil negó con la cabeza y deslizó la mano por el brazo de la tiradora. Hacía una semana habría repudiado aquel gesto. Cyndra detestaba las muestras de afecto no solicitadas, pero algo estaba empezando a cambiar gracias a aquella conjuradora, con la que había conseguido abrirse y relajarse de un modo especial.
—Es nuestro deber proteger a la próxima emperatriz.
—¿Solo lo hiciste porque era tu deber? —Cyndra se tensó, con temor a lo que pudiera responder, y Seredil dejó caer el brazo a un lado.
—Una parte de mí, la que tiene miedo a la insubordinación, me dice que sí. —Deslizó la vista hacia la calle por la que se había ido Thabor—. Pero otra me grita que es hora del cambio. —Cuando devolvió su atención a Cyndra, lo hizo con determinación—. Llevamos demasiados años en el frente, haciendo la vista gorda ante las atrocidades porque es la imagen que nuestro propio emperador da. Pero si la próxima emperatriz es tan diferente, tan única… —Volvió a negar con la cabeza, con los hombros un poco hundidos—. Ella puede ser la verdadera esperanza de Yithia. La apoyaremos, te apoyaré. Hasta el final.
El corazón se le hinchó al escucharla, aunque no se permitió abrazarse a lo que esas palabras implicaban en realidad.
En su lugar, se quedó con lo referente a Ash. Seredil solo la conocía desde hacía medio mes y había pronunciado las mismas palabras que ella y que Lorinhan, el mentor de Ash, le repetían hasta la saciedad para alentarla a sobrevivir en su vida de mierda. Quizá sí que había llegado el momento del verdadero cambio y su plan de alzar al pueblo contra el emperador no fuera tan descabellado.
Seredil se despidió de ella con un beso en la mejilla y se marchó en la misma dirección que Thabor.
De camino a las murallas para su turno de vigilancia, Cyndra solo pudo pensar en cómo iba a cambiar el transcurso de la guerra ahora que habían descubierto que Ash podía recargar los cristales de luz que quedaban vacíos, las armas más poderosas para enfrentarse a los grajos. Ese descubrimiento suponía que la contienda podría recrudecerse y, por tanto, que muriera mucha más gente, aliados y enemigos. Una solución a sus problemas que terminaría de una vez por todas con la Tercera Guerra, que el Rey de los Elfos había iniciado casi quinientos años atrás al secuestrar a Ayrin Wenlion. Pero ¿estaría Ash dispuesta a pagar ese precio? ¿Lo estaba ella misma?
Con un suspiro, Cyndra apartó esos pensamientos y se centró en la guardia que llevaba un rato haciendo. Fue entonces cuando percibió cierto ajetreo intramuros. Aunque su misión era controlar el exterior, se giró hacia dentro para ver qué sucedía. La conmoción la golpeó con tanta fuerza que temió caerse del adarve.
—¿Comandante Gandriel? —preguntó con extrañeza.
Raudo, Arathor Gandriel, comandante de la Orden de los Espadachines y amigo de Ash, alzó la cabeza hacia ella. Cyndra se tensó, no solo por verlo allí, ataviado con su impoluta armadura de bronce, cuando sabía que lo habían destinado al oeste a cubrir los terrenos de Dortrid; sino porque tuvo el pálpito de que sucedía algo grave. Y no era el primer pálpito que sentía en los últimos días.
El comandante se había acercado al superior de Cyndra y estaban conversando. Sin perder tiempo, bajó de la muralla, se acercó a ellos y el teniente Calyene se despidió con un simple cabeceo. ¿Qué significaba aquello?
—Tienes que venir conmigo —le dijo Arathor, con voz autoritaria.
—¿Qué está pasando? —preguntó en su lugar con más brusquedad de la que debería.
Desde que aquel varón había entrado en la vida de su amiga, no había habido ni un solo día en el que no lo detestara. Nunca le había caído bien, sin explicación aparente. O había sido así hasta que tuvo un encontronazo con Ash en los baños de la casa de variedades de Kridia. Y le sentaba mal haber estado en lo cierto con respecto a aquel elfo por lo que eso suponía para su amiga.
—No hay tiempo que perder, tenemos que irnos —masculló, tenso.
—No pienso moverme de aquí hasta que me digas qué sucede. ¿Es por Ash? ¿Se encuentra bien?
El gesto serio de Arathor se relajó, aunque no lo suficiente como para que ella se calmase.
—Sí, está estupendamente. Y nos vamos ya. Puedes venir con nosotros o quedarte aquí.
Arathor echó a andar sin esperarla, y a Cyndra no le quedó más remedio que seguirlo.
—Van a casar a Ashbree con un berserker —soltó él de repente.
El rostro del comandante se había contraído por la furia; a ella se le desencajó la mandíbula. No era posible que Arcaron Aldair, sexto emperador de Yithia, hubiera vendido a su hija a un berserker, esa raza criada para la guerra con el cerebro del tamaño de un mosquito. Aunque… la había mandado al frente, que no era un destino mucho más halagüeño.
—Voy a sacarla de aquí —prosiguió con voz dura—. Puedes venir o quedarte.
El estómago de Cyndra se apretó en un nudo. Agradecía el gesto que el comandante iba a tener por Ash, pero eso no borraba los años de desconfianza. Sospechaba que detrás de sus palabras había algo más. Y, aun así, también le estaba brindando a ella la posibilidad de huir de todo. Si tomaba esa decisión, no habría marcha atrás. Escaparse de casa para acudir al frente era una cosa, pero desertar del ejército…
Iba a hacerlo. Le estaba dando vueltas en vano. Quizá fuera la oportunidad perfecta para orquestar un alzamiento desde las sombras. Aun sabiéndolo, su corazón se apretó un instante ante la perspectiva de dejar a Seredil atrás.
Se detuvieron en la puerta este, con la respiración acelerada. Desde ahí se veía a los soldados encargados de la taberna, a lo lejos, preparando el local para la juerga nocturna. Y sabía cuál sería el espectáculo de aquella noche: el mismo del anterior. Escogerían a un pobre desgraciado de entre los tres presos del calabozo y lo venderían por horas para que los soldados se desquitaran con sus enemigos de las formas más imaginativas y con total impunidad. Con la diferencia de que en aquella ocasión, Ash no estaría para salvarlos.
Miró a Arathor de soslayo, preguntándose si él se mantendría al tanto de aquellas prácticas. No le cupo ninguna duda de que sí.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó cuando llevaban un par de minutos sin moverse.
La noche ya había caído y empezaba a inquietarse. Si de verdad iban a fugarse, no era demasiado inteligente quedarse plantados a la vista de todos, soportando la lluvia torrencial que caía sobre sus hombros.
—Esperar a Ashbree.
—¿Qué?
Cyndra se giró para mirarlo, pero él tenía la vista clavada en la calle por la que esperaba que apareciera Ash.
—Hemos quedado aquí.
—¿Cómo que habéis quedado aquí?
—¿Acaso tienes cera en los oídos? —espetó, mordaz—. Ha ido a su apartamento a recoger sus pertenencias.
Cyndra lo observó con estupefacción.
—Mierda, Ash… —masculló ella antes de echar a correr.
Era imposible que su amiga le hubiera dedicado un solo pensamiento a recoger los cuatro bártulos que la habían acompañado al frente. De haber estado su violín entre sus pertenencias, sí, sin duda habría regresado. Pero no era así. Cyndra sabía perfectamente dónde encontrarla, y la idea le aterraba.
Arathor la seguía a la zaga, le preguntaba qué ocurría y le ordenaba que se detuviera para darle una explicación. Pero lo único que ella podía hacer era correr y correr mientras le rezaba a Dalel, a Laros o al dios que fuera para que Ash no estuviese haciendo lo que sospechaba.
Entró a tanta velocidad que ni se dio cuenta de que los guardias que custodiaban los calabozos se hallaban en el suelo inconscientes. Y cuando se plantó en medio del pasillo de la prisión, se quedó de piedra.
Todo sucedió en cuestión de cinco segundos y, aun así, a Cyndra le pareció que transcurrían minutos enteros.
—No vais a poder huir de mí —le decía un varón alto y fornido a Ash.
Era un grajo. Un puto grajo fuera de las celdas y sin grilletes de nácar endurecido. Y la confianza que desprendía…
—¡Ash! —gritó, desesperada y con el miedo mordiéndole los nervios.
El grajo se giró de medio lado, con curiosidad, y sonrió con desdén antes de que se le agriara el rostro al ver a quien apareció tras ella.
—Rylen, hay que largarse —apuntó uno de los presos.
«¿Ilian?».
Cyndra se echó a temblar al escuchar el nombre que había pronunciado el Efímero, pero no dudó ni un segundo antes de llevar la mano al muslo y empuñar la ballesta, que siempre tenía preparada.
—Bueno, pues se acabó la fiesta —suspiró el intruso.
El virote surcó el espacio y cruzó a través de ellos; se habían desvanecido frente a sus ojos, como polvo en un haz de luz.
Ash había errado en su suposición: Ilian no era el verdadero Rey de los Elfos, pero el varón que había secuestrado a la próxima emperatriz de Yithia sí.

1
Cyndra temió que las piernas le fallaran. A su lado, un desencajado Arathor contemplaba el espacio con horror. Se habían esfumado ante sus narices. En menos de un parpadeo habían desaparecido por completo, llevándose a los presos consigo. Cyndra ni siquiera tenía conocimiento de que los Efímeros fuesen capaces de teletransportarse.
—¿Qué…? —murmuró el comandante, estupefacto.
Era complicado explicar lo que habían presenciado.
Varios soldados, que los habían visto corriendo como si la vida les fuera en ello por media ciudad, entraron en tropel y les exigieron identificarse. No habían terminado de hablar cuando se percataron de que estaban completamente solos. Acto seguido, dieron la alarma de fuga y cundió el caos.
Cyndra se dejó arrastrar a uno de los cuarteles generales, acompañada de Arathor. Fue vagamente consciente de que el comandante daba alguna explicación, pero ella estaba tan consternada con lo que habían visto que no opuso resistencia.
Se habían llevado a Ash.
Se habían llevado a su hermana de batallas.
El corazón se le estrujó en el pecho y retuvo un quejido ahogado, desprovisto de lágrimas. Ni siquiera la herida que le habían abierto en el abdomen durante la emboscada le dolió tanto como la realidad del secuestro.
Empezó a dudar de que hubiera oído bien el nombre, incluso trató de convencerse de que seguro que existían otros mil Rylen. Pero su parte más perspicaz le gritaba que no se equivocaba. Había hablado con mucha autoridad, sus ropajes eran de los más finos y pulcros que había visto, y su porte regio… Rylen Valandur, Rey de los Elfos, se había infiltrado en la ciudad y había rescatado a sus soldados con una impunidad apabullante y, por el camino, había secuestrado a la heredera.
La historia se repetía.
Sentaron a Cyndra en una silla y la ataron a ella. Fue entonces cuando recobró la noción de lo que estaba sucediendo. Un soldado, agachado junto a ella, le desataba la ballesta del muslo y el cinto con los virotes. Después, le quitó la cuerda al arco y también se lo arrebató, así como las flechas del carcaj. Las gotas que la empapaban se desprendían de sus ropajes y caían sobre el suelo de madera en un tenso clic, clic.
Cyndra apretó los labios y miró a su alrededor. Se encontraba en una especie de despacho, del todo aséptico, aunque le recordaba al de Brelian Aldadriel, la teniente de Ash.
Miró por encima del hombro cuando el joven que la había atado salió, por si averiguaba algo más. Entre el resquicio abierto vio a más elfos, pero no había ni rastro de Arathor.
Cyndra maldijo por lo bajo y, casi desquiciada, forcejeó con las ataduras con tanta violencia que se las clavó antes de soltar un grito desesperado. Qué bien le habría venido disponer de fuerza inmortal para librarse de aquella situación, pero aún era demasiado joven. Estaba siendo patéticamente impulsiva. ¿Qué pensarían de ella cuando entraran y se la encontraran tan alterada? Que tenía mucho que ocultar, sin duda. Debía ralentizar la respiración y calmar el latido frenético de su corazón.
«No te quiebras».
«No te sometes».
«No te quiebras».
Se repitió su mantra una y otra vez, con los ojos cerrados y concentrada en tranquilizarse, porque estaba al borde de la hiperventilación. Había vivido situaciones mucho peores que aquella con el monstruo que tenía como progenitor. No debía dejar que el pánico la dominara cuando ni siquiera sabía qué estaba sucediendo con exactitud.
La puerta se abrió y Arathor se plantó frente a ella, con gesto preocupado. Aunque se alegraba de ver un rostro conocido, su presencia no la tranquilizaba.
—¿Qué está pasando? —inquirió ella en un susurro.
Frustrado, se frotó el rostro y se recostó contra el borde del escritorio frente a la silla de Cyndra.
—No lo sé. Estoy tan perdido como tú.
—Y una mierda. Eres comandante, así que no me vengas con milongas.
Él endureció el rostro y dejó caer los brazos a ambos lados. Por mucho que se conocieran, Arathor seguía siendo su superior. Por encima de él solo estaban su padre, general de las Órdenes, y el emperador, y más le valía no olvidarlo. Apretó los puños sobre los reposabrazos y se centró en serenarse.
—¿Podrías soltarme? —preguntó con voz sumisa, pasados unos segundos—. Se me está cortando la circulación.
La expresión del comandante se suavizó y suspiró despacio. A fin de cuentas, Cyndra era una cría en comparación. Era lógico que estuviese nerviosa, sobre todo después de lo que acababan de presenciar. Arathor desvió la vista hacia las ataduras y negó con la cabeza.
—No puedo.
—¿Y hay algo que puedas hacer por mí?
Le repugnó formular aquella cuestión porque estaba traicionando todo lo que siempre había pensado de él. Pero podría ser su único aliado, y esperaba que el cariño que ambos sentían por Ash jugase en su favor. Quizá, si apelaba a su parte sensible, intercediera por ella. Se tragaría todos sus escrúpulos si se libraba de aquella situación.
—Lo intentaré —concedió con cierta derrota—, aunque no prometo nada.
El comandante se tensó y clavó la vista en la puerta. Cyndra lo observó durante varios segundos más. Tenía los cabellos rubios y húmedos revueltos, como si se hubiese pasado las manos por ellos demasiadas veces, y las cejas fruncidas hacían que sus rasgos angulosos resultaran más afilados todavía. Era evidente que Arathor rezumaba preocupación, y solo esperaba que estuviese más consternado por el destino de Ash que por el suyo propio, porque hasta él tendría muchas cosas que explicar.
La puerta se abrió y escuchó varios pasos. Después, el chirrido de las bisagras al cerrarse y el chasquido de la madera. La teniente Brelian Aldadriel apareció frente a ella con los brazos en jarras y mirada furibunda. Iba acompañada de Wendal Calyene, el teniente de Cyndra en Milindur. Los tres la observaban sin pronunciar palabra, con distintos grados de enfado y decepción.
Cyndra empezó a sentirse incómoda, no solo por los últimos acontecimientos, sino porque la posición en la que estaba despertaba demasiados traumas. No quería sudar, no quería que su respiración se agitase ni que le dieran palpitaciones, pero el esfuerzo que tenía que hacer para controlar todo eso era demasiado. Sobre todo bajo el atento escrutinio de tres superiores.
«No te quiebras».
«No te sometes».
—Cyndra —la llamó Brelian, atrayendo su atención—, permíteme presentarte formalmente a Calari Laurencil, teniente del segundo regimiento de la Orden de los Asesinos.
La sangre se le heló en las venas al escuchar otras pisadas, apenas perceptibles por la ligereza con la que se movía. No le hizo falta mirarla siquiera para tener la certeza de que se trataba de la asesina que había visto a Ash en los calabozos, cuando se había colado allí el primer día en Milindur, y la que había orquestado la venta de presos de la noche anterior.
La elfa se colocó frente a ella, con una sonrisa de medio lado afilada, y la estudió de arriba abajo. Cyndra se maldijo y un nudo se apretó en su estómago. Era evidente por qué estaba esa fémina allí, pero involucrarse con asesinos nunca traía nada bueno.
—Creo que tú y yo, Daebrin, vamos a mantener una conversación de lo más interesante —rezongó la asesina con altivez, saboreando el momento.
No había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que aquella elfa era maestra en torturas, y Cyndra se planteó muy seriamente si sería capaz de soportar lo mismo que les habían hecho a los grajos en los últimos días. Ella había sufrido miles de infiernos, todos protagonizados por su progenitor, pero la tortura…
Haría todo lo posible por no perjudicar a Ash ni manchar su imagen, aunque ni ella misma tuviera del todo claro qué había pasado.
—Acabemos cuanto antes —murmuró Cyndra, con esa fiereza tan suya.
La asesina sonrió con mayor deleite y rodeó el escritorio para sentarse frente a ella, sin romper el contacto visual ni un solo segundo.
—¿Qué relación tenías con la espía Ashbree Aldair? —preguntó a bocajarro.
Cyndra ni se inmutó. Había pasado toda una vida escondiéndose detrás de una máscara, y un par de preguntas ridículas no iban a quebrar su impasibilidad.
—Ashbree Aldair no es la espía.
No entendía por qué sacaban aquel tema primero. Desde que los habían emboscado en el camino a Milindur, se había extendido el rumor de la existencia de un espía entre las tropas. Y no habían conseguido averiguar quién era. Pero había algo más importante que tratar: el secuestro de la próxima emperatriz.
—No me cabe ninguna duda de que la vas a proteger, así que no me hagas perder el t…
—Ashbree Aldair no es la espía —la interrumpió con dureza.
Algo se crispó en el rostro de la asesina, pero solo duró un instante. Cyndra sonrió de medio lado, divertida.
—Teniente Laurencil —intervino Arathor con esa voz autoritaria—, Ashbree Aldair no puede ser la espía.
—¿Estáis seguro de eso, comandante? —ronroneó Calari, sin despegar la vista de Cyndra. Algo en el modo de mirarla, como si fuera un felino enfrentándose a un ratón, le resultó familiar.
—Más que seguro. Ashbree Aldair ha crecido con contacto mínimo con el exterior. No hay forma alguna de que hubiera podido informar de la posición del regimiento ni de los movimientos tácticos.
Por no hablar de que Ash se había enterado de que la mandaban al frente apenas un par de horas antes de que partieran. Aquella acusación era ridícula.
—Creía que ya habíamos llegado a esa conclusión —apuntó Brelian, la teniente de Ash.
—Es evidente que algo se nos está escapando. —La asesina se recostó hacia atrás en su asiento y entrelazó las manos frente a sí—. ¿Por qué, si no, estaría Ashbree Aldair en los calabozos justo cuando iban a escapar?
Cyndra tragó saliva y le quedó claro que Calari Laurencil no había perdido detalle de ese gesto nimio.
—Cyndra —la llamó su teniente—, será mejor que cuentes lo que sepas. Por tu propio bien.
Reticente, deslizó la vista hacia él y arqueó una ceja.
—¿Por mi propio bien? —inquirió.
Los tres superiores intercambiaron una mirada y Cyndra observó a Arathor. El muy cabrón sabía de qué estaban hablando.
—Se presentarán cargos por traición contra ti —dijo Brelian.
No le hizo falta mirar a la asesina para saber que estaba sonriendo con satisfacción.
—¿Por… «traición»? —repitió.
Aquello era absurdo.
Wendal Calyene, su propio teniente, apretó las mandíbulas y asintió en un gesto solemne.
—Sabías de los planes de Ashbree Aldair. Por mucho que reconozcamos que ella no era la espía, es evidente que estaba relacionada con los presos de algún modo. Y que tú lo sabías. Y no informaste al respecto.
Cyndra soltó una risotada incrédula que pretendía que se creyeran.
—¿Os habéis oído? Hace apenas unos días que salí del hospital. —Un escalofrío le recorrió el cuerpo al recordar lo cerca que había estado de morir en la emboscada—. ¿De verdad me vais a acusar de traición cuando ni siquiera podría haberme dado tiempo a traicionar a nadie?
La teniente Brelian Aldadriel se cruzó de brazos.
Cyndra se había equivocado al pensar que Arathor podría ser un aliado potencial. Aquel varón le tenía el mismo desprecio que ella sentía por él, y si la había incluido en los planes de fuga, solo había sido por extensión. A juzgar por la mirada que compartieron, Arathor era muy consciente de que ella podía ponerle las cosas muy complicadas. Pero ¿le convenía realmente? ¿Qué obtendría a cambio si es que llegaban a creerla?
Tenía que poner a Brelian de su parte. La teniente la conocía desde joven. Por mucho que ella no la hubiera instruido, sí lo había hecho con Ash, y sabía que eran inseparables, uña y carne. Brelian, con los años, había terminado conociendo a Cyndra, al menos a la Cyndra divertida y dicharachera que se forzaba a ser.
—Ashbree Aldair te sacó del hospital —informó la asesina repasando unos documentos que ignoraba cómo había conseguido—. Imagino que para involucrarte en sus planes.
Rio de nuevo, y esa vez, a la teniente Laurencil le hizo menos gracia su impasibilidad.
—Vosotros sabéis por qué me sacó de allí.
Cyndra clavó la vista en Arathor y Brelian. Quizá la asesina no estaba informada de los dones de Ash, pero dos de los cuatro superiores que la observaban con distintas miradas sí.
—No lo hizo por eso —intercedió Brelian.
«Bien, está funcionando».
—¿Y por qué fue? —La voz de la asesina sonó afilada. No le gustaba que se le escaparan detalles, y menos cuando los demás los conocían.
—No tiene relevancia para este interrogatorio —añadió Arathor.
Calari apretó los dientes. Si el comandante de la Orden de los Espadachines decía que no tenía relevancia, ella no podía objetar. Al fin y al cabo, solo era teniente, estaba por debajo de él en el escalafón militar.
—Volvamos al tema de la fuga de los presos. —Cyndra y Calari se miraron con tal intensidad que podrían haber derretido hasta el gélido pico de El Colmillo, en Korkof—. ¿Cuál es tu relación con los sucesos?
—Ninguna.
—¿Y, entonces, qué hacías en los calabozos?
Cyndra hizo amago de hablar, pero calló. La asesina sonrió de nuevo. ¿No se cansaba de mostrar su deleite tan abiertamente? O quizá era una técnica amaestrada para sacar de quicio a los interrogados.
Era una pregunta complicada, porque si decía la verdad —que había ido en busca de Ash—, suscitaría más dudas, como por qué sabía que estaría allí y por qué la estaba buscando. Arathor se mostraba tenso, con los brazos cruzados ante el pecho y los labios apretados, sus inescrutables ojos verdes clavados en ella. Había sido el comandante quien la había excusado de las últimas horas de su turno hablando con su teniente. ¿Qué tenía de malo decir algo de verdad?
—Fui a buscarla.
—Ya, pero ¿por qué allí? ¿Cómo sabías dónde estaría?
—No lo sabía.
—¿Por qué allí? —La voz de la asesina se fue afilando con cada nueva insistencia.
No había forma de mentir sin que se diera cuenta, ni de seguir dando rodeos.
—Porque la heredera Aldair tiene un corazón que no le cabe en el pecho. Después de descubrir lo que se les hace a los grajos —escupió con desprecio y con mirada reprobatoria—, y a sabiendas de que nadie les iba a ofrecer curas, acudió a comprobar el estado de los presos.
Cyndra tenía la sospecha de que Ash había ido allí por un motivo muy diferente, y prefería no darle vueltas al asunto para no acabar diciendo algo que las perjudicara aún más. Sus palabras calaron en los cuatro superiores y el silencio se dilató. Estaban meditando si se creían esa excusa o no. Y parecía que el «sí» iba ganando.
—Entonces, confraternizaba con el enemigo —sentenció la asesina.
—No.
—Desobedeció órdenes de su superior.
—No había ninguna orden de que no se los curase.
—Anteriormente, se coló en los calabozos con mentiras. Poniendo palabras en boca de su teniente.
A eso no tenía objeción, porque era verdad.
—Sí, quería ver cómo se encontraban los presos. La teniente le había dado permiso en el campamento para curarlos.
—Eso no excusa que mintiera, Cyndra —apuntó Brelian—. Ni que haya dejado inconscientes a los guardias.
Para lo último no tenía respuesta, pero esperaba poder distraer la atención hablando sobre las mentiras de Ash.
—Conocéis a Ashbree, teniente. ¿Cuándo no ha usado su…? —Calló de golpe, consciente de que el poder de Ash no era de dominio público—. ¿Cuándo no ha intentado hacer lo posible por ayudar al prójimo?
—Y acudió rauda a ayudar a un Efímero.
—No.
La asesina guardó silencio y, de nuevo, en sus labios despuntó esa sonrisa suficiente.
Cyndra se dio cuenta, tarde, de que había respondido con demasiada rapidez. Lo último que ella sabía, oficialmente, era que el Efímero había muerto en el frente, a sus manos. Así se lo había comunicado a la teniente Aldadriel cuando le había preguntado al respecto en el hospital de Milindur, antes de que se enterase de todo lo que Ash había estado ocultando. Y su amiga le había contado que la teniente le había pedido que reconociera a los presos, por si alguno pudiera ser el Efímero del que Cyndra había informado —aunque hubiera asegurado haberlo matado—. Era evidente que Calari no había desechado esa opción tan fácilmente como el resto de sus superiores y había sacado el tema a colación para pillarla. Cyndra tendría que haber mostrado estupefacción, desconcierto o incomprensión. Pero estaba tan centrada en desmentir todo lo que Ash sí que había hecho que ni siquiera había pensado en lo que significaban esas palabras.
Brelian se tensó. Wendal miró a la asesina. Y Arathor clavó la vista en Cyndra, perplejo. Él parecía ser el único que ignoraba la existencia hipotética de un Efímero.
Cogió aire y se esforzó en calmarse, porque su corazón latía desbocado.
«No te quiebras, no te sometes».
Para su desgracia, se sentía demasiado inquieta. Sabía que la había cagado, y que las ataduras le hubieran dormido las manos y los pies no ayudaba a mantener la máscara de la indiferencia. Quería moverse para aliviar el hormigueo de sus extremidades, y eso solo serviría para denotar nerviosismo.
—Así que sabías que uno de ellos era un Efímero —prosiguió la asesina.
—No.
—Y que la heredera Aldair lo estaba ayudando.
—No.
—Y que ha participado en la fuga de los presos.
—¡La ha secuestrado el puto Rey de los Elfos!
Sus palabras se asentaron sobre los hombros de los presentes con la densidad del cemento endurecido. Había dos posibilidades: o bien Arathor no había informado al respecto, o el muy zopenco no había llegado a esa conclusión.
—Cuando llegamos —prosiguió—, un grajo tenía retenida a Ashbree, acorralada en el pasillo. No estaba confraternizando con ellos. El comandante la vio tan asustada como lo estábamos nosotros. Y uno de los presos llamó «Rylen» al intruso que se los llevó, envueltos en sombras.
—Rylen Valandur… —musitó la teniente Aldadriel.
—Sí. El mismísimo Rey de los Elfos, en carne y hueso, ha entrado en Milindur como si nada y se ha llevado a la heredera. Y estáis perdiendo el tiempo haciéndome preguntas estúpidas en lugar de poner el grito en el cielo. ¡La han secuestrado, joder!
Lo último lo pronunció con tanta rabia que se revolvió sobre la silla.
La asesina, cuya sonrisa había desaparecido por completo y se había visto reemplazada por un rictus serio, se cruzó de brazos con una leve arruga entre las cejas.
—Pues es evidente que sí que teníamos a un Efímero retenido —concluyó Calari. Cyndra apretó la mandíbula. Le daba la sensación de que no iba a poder librarse de esa suposición—. ¿Por qué iba a presentarse aquí el rey si no es para salvar a uno de los suyos?
—Hay muy pocos Efímeros… —comentó el teniente Calyene—. Tendría sentido que quisiera recuperar su poder.
Estaba jodida, muy jodida.
—Debemos informar del secuestro de la heredera —intervino Arathor, consternado por lo que eso significaba.
Estaba claro que no había sacado esa conclusión él solo. A Cyndra le sorprendía que hubiese llegado tan lejos en la escala militar con lo necio que era.
—Estoy de acuerdo —afirmó Calari. Apoyó las manos sobre la mesa y se incorporó para quedar un poco inclinada hacia delante—. Y estaréis de acuerdo conmigo en que, además de volcar todos los esfuerzos en rescatar a la heredera, hay que hacer algo más.
Los tres superiores intercambiaron una mirada que heló a Cyndra. Algo dentro de ella sabía qué iba a decir la asesina, de qué la iban a acusar.
—Cyndra Daebrin, quedas arrestada por traición al imperio y al emperador por ocultar la existencia de un Efímero. Por obstrucción de una investigación militar y por confabulación con el enemigo. Dichos cargos serán extendidos a Ashbree Aldair una vez que la rescatemos de su paradero hasta despejar cualquier duda de su involucración en los hechos.
Sin dar lugar a réplica, la asesina abandonó el despacho. Cyndra se quedó de piedra, con el corazón aporreándole el pecho y la respiración contenida.
Al menos podía dar gracias de que no la hubieran acusado de deserción, porque eso sí que habría supuesto su muerte inmediata. Ahora, al menos, disponía de los días de presidio y debate acerca de su juicio, si es que no la trasladaban a la capital para ello.
Estaba jodida.

2
Cuando habían ido a buscarla por trabajo, Calari había maldecido lo indecible. Casi le había pegado al pobre desgraciado que le había dado el aviso, pero, al parecer, había novedades con respecto al caso que estaba investigando. Y solo con oír eso se había puesto en pie de un respingo y había salido corriendo en dirección al cuartel que le había indicado el mensajero. Si había noticias frescas sobre el supuesto espía, no podía ser la última en enterarse.
Brelian y Wendal la recibieron a la entrada, acompañados del comandante Gandriel, responsable de la Orden de los Espadachines. No sabía qué hacía él allí, cuando Milindur no era su destino, pero si la situación había escalado hasta un superior con un rango como el suyo, aquello debía de ser serio.
Con diligencia, la pusieron al tanto de lo que había pasado con los grajos. Los hechos estaban un poco confusos, porque aunque el comandante lo había presenciado, no había dado demasiados detalles. Lo que le había quedado claro era que se habían esfumado envueltos en sombras. Y eso solo podía significar que, tal y como ella había sospechado, entre los presos sí que había habido un Efímero, por mucho que la teniente Aldadriel le hubiese asegurado que tenía el testimonio de la tiradora que lo abatió en combate y la confirmación de una tercera fuente.
Un Efímero era demasiado valioso como para dejarlo atrás. Y el modus operandi del rescate solo podía suponer recuperar un activo. Lo único que le quedaba era conseguir que el malnacido que hubiera estado colaborando con los grajos confirmara sus suposiciones y habría ganado. Lo demás no le importaba.
Y, benditos fueran los dioses, cuánto se alegró al ver quién era el interrogado. O, más bien, la interrogada.
Cyndra Daebrin le sostuvo la mirada con una fiereza que reconocía, y cada pregunta que le hizo le supo a gloria. La arrinconó hasta tenerla donde quería y, pum, había cometido un error. Había sido demasiado fácil y, aun así, le había generado un placer inmenso.
Por una vez en sus casi cien años de vida, los dioses habían sido benevolentes con ella y la habían bendecido con algo de suerte. Porque habían puesto a Cyndra Daebrin en su camino y no pensaba detenerse hasta que le hiciera pagar año a año.

3
Ashbree cayó de culo sobre un suelo mullido y sus manos se enterraron en pelaje suave. Sus ojos tardaron unos segundos en habituarse a la falta de oscuridad densa y asfixiante de las sombras, a pesar de que solo hubiera estado rodeada de esa negrura apenas un segundo. Jadeando, miró a su alrededor. Se encontraba dentro de una tienda militar sin iluminar, aunque al otro lado de las telas se intuían distintos puntos de luz que dotaban el interior de cierta claridad tenue. Por lo que distinguió, estaba bien amueblada, con una mesa amplia llena de papeles, una cama doble y un par de sillas regias, además de un sinfín de alfombras espesas que cubrían el suelo.
Y acuclillado frente a ella se encontraba el mismísimo Rey de los Elfos.
Había estado muy equivocada al pensar que Ilian podría ser el verdadero Rylen Valandur haciéndose pasar por otro para no delatarse. Había sido una necia. Aquel varón presentaba el porte regio de un verdadero rey, con los ropajes pulcros, el cabello corto y unos iris argénteos que parecían juzgarte con un simple parpadeo. Por no hablar de su belleza, con la que podría competir con los mismísimos dioses, e incluso inspirarles pavor a ellos si esbozaba esa sonrisa de suficiencia. Que iba dedicada a ella.
Ashbree se echó a temblar de forma irremediable, y aunque quería pensar que era por el frío que la atenazaba, por culpa de sus ropajes y su capa empapados por la lluvia de Milindur, sabía que no era ese el motivo. Y ni siquiera pudo poner distancia entre ellos cuando él alzó una mano y la tomó por el mentón para girarle un poco el rostro. La luna menguante que tenía marcada en la mejilla —cortesía del sanador que la había atacado en el campamento por haber defendido a los elfos oscuros— reclamó su atención; aquella figura formaba parte del escudo del Reino de Lykos: dos lunas puntiagudas enfrentadas por la panza y rodeadas de estrellas. Le sorprendió que el contacto áspero de sus dedos contra su piel no le desagradara. Y un nuevo estremecimiento le recorrió el cuerpo.
Su luz no había dejado de vibrar desde que él había aparecido en la celda. Con Ilian, la sensación de enroscarse con sus sombras apenas duraba unos segundos, porque el Efímero no podía usar su don con los grilletes de nácar endurecido. Pero nada contenía el poder del Rey de los Elfos y su luz parecía saberlo. Ya no le quedó ninguna duda de que lo que le dijo Ilian era mortalmente cierto: «Los opuestos se atraen. Lo afín acababa encontrándose». Porque él la había encontrado.
—Espero que hayáis disfrutado del paseo en sombras, dragona. —La miró fijamente, y Ashbree podría haberse perdido en el gris de sus ojos de no ser porque sentía el miedo muy presente—. Sobre todo porque ha sido el último.
El rey se levantó con lentitud y, entonces, Ashbree se dio cuenta de la presencia de Ilian, que la observaba con los brazos cruzados ante el pecho y gesto serio, sus cabellos revueltos de cualquier modo. Estando uno al lado del otro, se percató de que ambos eran impresionantemente apuestos, más de lo que creía posible, pero en los rasgos de Ilian había algo más crudo y salvaje. El Rey de los Elfos era pura gracilidad felina, aunque su belleza era igual de fiera.
—Ahora haz tu trabajo y mátala, Ilian.
El aludido suspiró y se frotó los ojos con una mano antes de deslizar la vista hasta ella, quien se echó a temblar. Las lágrimas que Ashbree sentía al borde no caían porque ni siquiera se atrevía a parpadear. El miedo se le atoró en la garganta y tenía la sensación de que en cualquier momento vomitaría, como le pasaba siempre que los nervios tomaban el control.
—No voy a matarla, Rylen —suspiró—. ¿Sabes quién es?
El Rey de los Elfos enarcó una ceja y se metió las manos en los bolsillos en un gesto de tanta indiferencia que el miedo se vio acompañado de la rabia. A aquel varón no podría importarle menos su vida, como si estuviese frente a un insecto insignificante, en lugar de ante la próxima emperatriz de Yithia.
—Precisamente por eso te estoy diciendo que la mates.
—No voy a hacerlo.
El monarca se crispó y entre sus cejas apareció una arruga apenas perceptible. Dio gracias por que Ilian se negara, pero ¿qué motivos podría haber para que su rey la quisiera muerta y él no? ¿Tendría algo que ver con lo que habían hecho la noche anterior en la intimidad de la habitación del placer? Un nuevo estremecimiento la recorrió al recordar esas manos grandes sobre su cuerpo y alzó la vista hacia él. Era imposible que aquello guardara relación, cuando simplemente se habían desfogado.
Sin embargo, si el rey la quería muerta…, ¿por qué Ilian no había acabado con ella en la emboscada? Había pensado que era porque querían secuestrarla, porque el Rey de los Elfos —fuera él o no— quería usarla a su favor, pero aquello desmontaba su teoría de un plumazo, porque ni siquiera deseaba matarla con sus propias manos; pretendía que lo hiciera su lacayo.
—¿Y para qué te pago si no es para que mates? —preguntó con sarcasmo—. Menudo asesino estás hecho.
«¿Asesino…?».
La sangre se le heló al comprender que había confraternizado con un asesino. Y una parte de ella se arrepentía de todas las veces que había estado cerca de Ilian, porque podría haberla matado de mil formas diferentes. Por todos los dioses, se había enrollado con él. Y le había soltado la cadena que le entrelazaba las manos entre sí… Había sido una inconsciente.
Hasta hacía unas semanas, para ella el concepto de «asesino» dentro de las Órdenes había tenido otro matiz. Había creído que era el cuerpo de élite dedicado a la inteligencia, a tareas de espionaje y, en muy contadas ocasiones, a aniquilar objetivos clave. Y aunque nunca se había sentido cómoda con esa parte de su ejército, comprendía que era necesario. Pero después de haberse cruzado con aquella asesina en Milindur, y de descubrir en qué otras numerosas tareas eran maestros, el significado había cambiado. Y si a eso le sumaba lo que sabía de los elfos oscuros…
Ashbree tragó saliva por inercia, aunque en realidad no tenía nada que tragar; sentía la boca más seca que los dos desiertos de Dundran.
—Mátala tú —respondió Ilian—. Eres tan asesino como yo.
El estómago se le retorció con violencia y percibió el amargor de la bilis en el fondo de la garganta. La cabeza empezó a darle vueltas y su respiración se agitó más todavía. El Rey de los Elfos también era asesino.
—Es peligrosa —prosiguió el monarca, incansable. Ilian no mutó el gesto en lo más mínimo.
—N-no soy peligrosa… —balbuceó en un intento absurdo de garantizar su supervivencia.
El soberano la miró y ella tembló de pavor.
—Aún —siseó él en su dirección.
—Es valiosa, Rylen. No puedes matarla así porque sí y lo sabes. Por eso no lo haces tú mismo.
Los ojos del Rey de los Elfos se deslizaron por el cuerpo de Ashbree, curiosos.
—En realidad, no vale nada para su padre. No nos serviría como moneda de cambio. —El corazón se le estrujó y Ashbree jadeó ante la veracidad de sus palabras—. Creo que la quiere tan muerta como yo.
—¿Cómo…? —balbuceó la heredera. Las palabras se ahogaron en su boca en cuanto volvió a mirarla con esa autoridad de la que parecía ser dueño y señor.
—¿Que cómo lo sé? —Ella tan solo pudo asentir—. He estado en vuestra cabeza demasiadas veces como para no saber cosas de vos.
Se quedó tan consternada que los temblores que le estaban dominando el cuerpo desaparecieron. Ante su estupefacción, los labios del Rey de los Elfos se curvaron en una sonrisa, a todas luces divertida.
—¿De verdad os creíais esa patraña de que hablabais con un pedazo de mi conciencia?
—No… —mintió en un susurro.
Siempre había tenido la sensación de que había algo más detrás del órgano de piedra al que hacía frente mes tras mes, por mucho que el consejo y los expertos afirmasen que no existía magia capaz de mantener la mente enlazada con un objeto. Pero la realidad era que nadie se había enfrentado a un corazón que hablara; nadie salvo ella. Todos habían creído que, cuando Ayrin Wenlion se lo arrancó del pecho, le había arrebatado un reflejo de su ser y nada más. Jamás imaginaron que su conciencia siguiera ligada a ese trozo de piedra, ni mucho menos que él pudiese hurgar en su propia mente.
—¿Entonces? —inquirió el Rey de los Elfos, alzando las cejas con interés. Se agachó frente a ella y, esa vez sí, Ashbree se arrastró hacia atrás para alejarse.
—Rylen, ya basta. —Ilian lo agarró por el hombro—. La estás asustando de verdad.
El Rey de los Elfos se incorporó de nuevo. Todo su lenguaje corporal cambió al instante: desaparecieron la rigidez de sus músculos, la fiereza en su mirada y el gesto adusto de su rostro. Todo en él, de repente, se tornó un ápice más amable, como si acabase de quitarse una máscara.
—Es muy divertido… —rezongó con un suspiro. Ilian negó con la cabeza.
«¿Era un juego?». Por la forma en la que se miraban ahora, con Ilian más relajado también, sin esa seriedad en el rostro… «Era un puto juego».
Una rabia desconocida se apoderó de su cuerpo y la llevó a ponerse en pie, por mucho que las piernas le siguieran temblando. Sentía su luz revuelta, deseosa de entrelazarse con él, pero ni siquiera ella se atrevía a salir a paliar el hambre. El Rey de los Elfos la observó, con una ceja enarcada y una sonrisa burlona en los labios. Ashbree apretó los puños con fuerza por la frustración.
—Sois deplorable… —musitó.
Ilian espetó una carcajada y el Rey de los Elfos alzó ambas cejas, sorprendido. Las mejillas de la heredera ardieron al instante.
—Sois un ser cruel y despiadado —prosiguió, mirándolo de arriba abajo con repulsión. Él se cruzó de brazos y su diversión mutó a seriedad, pero no la seriedad fatal previa.
—¿Habéis terminado ya?
—Debería daros vergüenza… —siseó. La garganta y los ojos le picaban de pura furia—. Sois un monstruo.
Él entrecerró los ojos con una amenaza. Ashbree se alegró de haberle golpeado en la fibra sensible; era lo mínimo que se merecía. Aquel varón era el causante de todas sus desgracias, perpetrador de masacres y responsable directo de la Tercera Guerra. ¿Era capaz de enfrentar a dos naciones en una guerra y no soportaba un par de insultos? Ashbree estuvo a punto de escupirle a la cara.
Se tragó la saliva cuando él acortó el espacio que los separaba de dos zancadas, visiblemente enfadado. El ambiente a su alrededor vibró de forma extraña y sintió que la oscuridad se acrecentaba. Ashbree reculó hasta que su espalda topó contra uno de los gruesos postes que sostenían la tienda y apoyó las manos sobre la superficie rugosa, temerosa de que el mareo que la abordó la tirara al suelo. La había acorralado, no tenía a dónde huir. Ashbree miró por encima del hombro del soberano y vio a Ilian serio, como si a él también le hubieran molestado sus palabras.
El regente se inclinó un poco hacia delante, para que sus rostros estuvieran algo más cerca, y ella alzó el mentón para salvar la distancia y mirarlo a los ojos. Aunque su cuerpo le pedía que se arrodillara y le implorara perdón, no pensaba darle la satisfacción de verla acobardada. Ella sería la séptima emperatriz de Yithia algún día, no hincaría la rodilla ante nadie. Como Cyndra le decía, ellas no se sometían. Y menos ante un ser que disfrutaba viendo el terror en los ojos de sus presas. Si decidía matarla después de su desplante, moriría con la cabeza bien alta. A fin de cuentas, no era el primer varón en su vida que intentaba doblegarla.
—Lleváis quince años tratando de aniquilarme solo porque la historia os ha dicho que yo soy el villano de este cuento —gruñó él con voz ronca. Su aliento cálido le rozó las mejillas y se le erizó la piel—. Y sí, puedo ser malo, deplorable y despiadado. —Despacio, alzó la mano para recolocarle un mechón detrás de la oreja picuda, tomándose la molestia de no rozársela. Aquel gesto iba cargado de un matiz que, después de lo que había compartido con Ilian la noche anterior, comprendía: las orejas eran una zona erógena para los elfos oscuros. Y aunque sus pieles ni se rozaron, ella tembló—. Pero, decidme, dragona, ¿quién es más monstruo?: ¿el que comete las atrocidades o quien se encargó de convertirlo en uno?
Lo último lo pronunció con una acritud que la traspasó y le arrebató la respiración. Con un movimiento ágil, se separó de ella y el aire renovado, al no tener ese cuerpo cálido sobre el suyo, la dejó con una sensación gélida.
—Llévatela de aquí, Ilian. No quiero verla. Si la matas, te lo agradeceré. —Miró por encima del hombro en dirección a Ashbree—. Si no la matas, la chica será responsabilidad tuya.
Ilian apretó los labios y respiró hondo antes de mirarla. Después, no supo si porque su terror era palpable, suavizó el gesto y le dedicó una sonrisa de medio lado, afable.
Por mucho que pareciera que el Rey de los Elfos le había perdonado la vida, Ashbree tenía la impresión de que su muerte solo se había retrasado.

4
En cuanto hubo dado dos pasos fuera de la tienda, Ashbree se dobló por la mitad y vomitó, incapaz de retenerlo más. El miedo y la tensión por enfrentarse al Rey de los Elfos tan abiertamente había terminado por revolver el parco contenido de su estómago. Ilian se crispó a su lado, pero no pudo importarle menos. A su alrededor, los murmullos de distintas conversaciones se acallaron y lo único que se escuchó fueron las toses violentas de Ashbree mientras se vaciaba por dentro.
Las lágrimas le picaban tras los párpados cerrados y la garganta le ardía como si hubiera ingerido fuego. Cuando se aseguró de que no le quedaba nada más que soltar, se irguió, todo lo digna que pudo y controlando la respiración, y se limpió la boca con el puño de la camisa.
Se encontraba rodeada por el ejército del Reino de Lykos, elfos oscuros de distintos tamaños y tonalidades marrones de piel, pelos oscuros y, sobre todo, miradas escrutadoras. Estaba en el corazón de las tropas enemigas, con infinidad de tiendas militares unas al lado de las otras.
Ashbree tragó saliva y agradeció que Ilian echara a andar por el pasillo creado por las filas de tiendas. No tuvo ni que dirigirse a ella para saber que debía seguirlo. El Efímero estaba tenso, miraba a algunos soldados con el mentón alzado y gesto serio, de superioridad absoluta. La heredera avanzó a grandes zancadas para seguir el ritmo rápido que llevaban sus piernas largas, que parecían volar sobre el suelo, con todos los ojos clavados en ella. No había ni un solo soldado que no detuviera sus tareas para verla caminar por el terreno embarrado.
Se sentía expuesta, juzgada y, sobre todo, amenazada, por mucho que ni uno solo de ellos hubiera abierto la boca. La consideraban una presencia non grata, y no era para menos. A pesar de lo que habían compartido, ahora ni siquiera se hallaba cómoda cerca del Efímero. Que resultaba que sí se llamaba Ilian, después de todo.
Desde que lo conocía, sus ideales hacia sus enemigos habían ido cambiando poco a poco hasta el punto de plantearse que los elfos oscuros no eran tan malos como siempre había creído. No obstante, el Rey de los Elfos la había secuestrado sin reparo alguno, e Ilian no parecía disconforme con que ella estuviera allí. Aquello fue un recordatorio doloroso de que seguían perteneciendo a bandos contrarios y que eran tan crueles como cualquier otro ser. Ella había sido amable con el Efímero, había tratado sus heridas, había evitado que el maestro de ceremonias acabara con él y había comprado las seis horas de esclavitud para que nadie le pusiera ni un dedo encima, porque las injusticias la ahogaban —o eso se decía—. Y él…
Con los labios apretados por lo mucho que le molestaba la actitud de Ilian, intentó memorizar el recorrido que estaban siguiendo, pero todo estaba demasiado oscuro y apenas si veía dónde ponía los pies. Cuando se detuvieron delante de otra tienda, más pequeña que la del rey pero de mayor tamaño que las de los soldados rasos, él apartó una de las solapas para ella y, con un gesto de la mano, la invitó a entrar. Ashbree dudó unos segundos e Ilian esperó, paciente, a pesar de que todos los soldados los estaban mirando.
A la heredera no le quedó más remedio que aceptar la invitación. Se detuvo a un lado, abrazándose la cintura. Por mucho que le hubiera plantado cara al Rey de los Elfos, seguía aterrada. Había sido un acto inconsciente fruto de la adrenalina, y le podría haber salido muy caro.
Ilian entró con una antorcha y prendió el brasero que había en el centro de la estancia. Después, volvió a salir. Le sorprendió que la dejara allí sola, aunque fueran unos segundos. Y no supo si eso la tranquilizaba o la incomodaba más. ¿Acaso no la consideraban una amenaza? Él había visto de lo que ella era capaz. ¿Eso no significaba nada?
Cuando regresó, se acercó al brasero y colocó las manos sobre el fuego para calentarlas. Los grilletes de nácar endurecido que se cerraban en sus muñecas brillaron con un fulgor especial. Ashbree había estado tan enfadada que ni siquiera había percibido que allí hacía mucho más frío que en Milindur, y no solo por lo empapada que seguía. ¿Tan al norte se encontraban?
Aprovechó el momento para observar su entorno. En aquella tienda no había ricas alfombras de pelaje, ni la cama era tan descomunal como la del rey. Lo que sí tenían en común era la mesa que, aunque menos robusta, también estaba atestada de papeles. Y sobre la madera destacaba un cuchillo muy tentador.
Incómoda con el silencio que se había formado entre ambos, Ashbree se frotó los brazos y se decidió a hablar.
—Gracias por haber intercedido por mí.
Eso debía concedérselo.
En Yithia, muy pocos se atreverían a desobedecer los designios del emperador. Si Arcaron Aldair dictaba una condena a muerte, el ejecutor tan solo se molestaba en preguntar de qué modo debía llevarla a cabo. E Ilian se había negado. Varias veces.
—No me las des. Tú has hecho más por mí. Me curaste, por ejemplo.
Que destacara eso sobre el resto de las cosas que había hecho por él le sugería que lo demás le pesaba demasiado dada su nueva situación.
El Efímero la miró de soslayo y volvió a clavar los ojos en el bailoteo hipnótico del fuego. A la luz de las llamas, con todas esas sombras misteriosas que se creaban, su rostro destacaba mucho más atractivo. Incluso a pesar de que sus facciones estuvieran maltratadas por la paliza que había tenido que darle con su luz la noche anterior, para que la tapadera que habían formado alrededor de la venta no se desmoronase. Ella misma también sentía el cuerpo pesado y amoratado en los mismos puntos en los que su don lo había tocado. No obstante, seguía siendo peligrosamente hermoso. Y en la intimidad de la tienda, su luz se revolvió y vibró de aquel modo que solo podía sugerir que quería enroscarse con sus sombras.
Pero no podía permitirlo.
—Sí, te curé. En contra de tu voluntad —respondió Ashbree en un murmullo.
Ahora que empezaba a calmarse —solo un poco—, el frío le acarició el cuerpo y comenzó a tiritar. Sus ropajes, además de estar empapados, eran demasiado finos para el Reino de Lykos. En cuanto se cruzaban las fronteras originales que dividieron ambas naciones durante el Siglo Cero, la temperatura cambiaba drásticamente y cada nación se anclaba en dos estaciones que rotaban cada seis meses: primavera y verano para Yithia; otoño e invierno para Lykos. Y ese frío solo podía sugerir que sus sospechas eran ciertas y que se encontraban al norte de la frontera. Aquel no era un puesto limítrofe a las puertas de Milindur, a la espera de encontrar el momento perfecto para reconquistar la ciudad.
—En contra de mi voluntad —le concedió él en tono amable. Incluso le pareció distinguir una leve sonrisa en los labios—. Pero hoy también has venido a liberarme.
Seguía dando vueltas alrededor de lo que había sucedido la noche anterior. Y no le extrañaba. Ella no le había contado nada a Cyndra por temor a su reacción, y supuso que para él debía de ser peor. Por la complicidad con la que se habían tratado, intuyó que Ilian tenía una relación estrecha con el rey. ¿Cómo iba a explicarle que se había enrollado con su enemiga?
Ilian se giró hacia ella y la observó. Ashbree se encogió un poco en el sitio. No era la primera vez que compartían aire, pero ella siempre había tenido las de ganar, el espacio dominado por completo. O, al menos, habían quedado en tablas, si se tenía en cuenta la noche anterior. En aquel momento, no obstante… En aquel momento estaba a merced de sus designios. Intentó aparentar indiferencia y se encogió de hombros.
—Y resultó que no necesitabas ayuda.
—Pero tú ya estabas allí —lo pronunció con tal certeza que Ashbree tuvo que tragar saliva—. Así que gracias.
Apartó la mirada, azorada. Había acudido al calabozo con una idea bien clara. Su conciencia no le permitía abandonarlos a su suerte sabiendo que, cuando dejaran de considerarlos útiles, después de todas las atrocidades que les habían hecho, los venderían como esclavos. Y ahora resultaba que ella era la rehén.
—Anda, ven aquí. —Ashbree alzó la vista. Ilian tenía la mano extendida hacia el brasero en una invitación paciente—. Prometo que no te morderé. A menos que quieras.
La sonrisa de medio lado que esbozó, cargada de pillería, parecía sincera, e hizo que sintiera un cosquilleo al recordar los mordiscos de la noche anterior. Con las mejillas incandescentes, Ashbree se atrevió a recorrer el espacio que los separaba para acercarse a las llamas y entrar en calor. Agradeció la calidez que la invadió en cuanto mantuvo las manos encima del fuego y casi suspiró de placer.
—Así que asesino, ¿eh? —comentó pasado un rato, intentando recuperar la extraña complicidad que habían mantenido hasta entonces. Él se limitó a asentir, los hombros tensos de nuevo—. ¿Te avergüenza?
—¿Qué? —Ilian giró el rostro para mirarla, con gesto de incomprensión—. No, por supuesto que no. Es un trabajo como otro cualquiera.
—Tanto como otro cualquiera… —rezongó ella, sin ser capaz de mirarlo.
—Sí, como otro cualquiera. Eres consciente de que la palabra «asesino» no significa que seamos los únicos que matamos, ¿no?
—No, claro, solo que lo hacéis con mayor maestría y deleite.
—«Deleite»… —Ilian rio por la nariz—. Realmente no tienes ni idea del mundo en el que vives, ¿verdad?
Contrariada, Ashbree lo miró. Sus numerosos pendientes brillaban ante la luz del fuego, y los grilletes de nácar que le rodeaban las muñecas resplandecían con mayor intensidad.
—¿A qué te refieres?
Ilian chasqueó la lengua y, para su desgracia, intuyó el piercing de la lengua que tanto placer le había dado la noche anterior.
—Nada, déjalo.
Estuvo tentada de replicar, pero no le pareció demasiado inteligente. En aquel momento se encontraba caminando por la cuerda floja. Su percepción de él le decía que aquel elfo oscuro era afable, aunque bien podría haber estado fingiendo —como creyó que hacía para ocultar que era el Rey de los Elfos—. Y ese pensamiento se le enquistó en el pecho, porque se descubrió deseando que no hubiera estado fingiendo todo el tiempo.
—Me diste tu verdadero nombre —dijo ella con indiferencia.
Él la miró de refilón.
—¿Por qué no iba a hacerlo, Ash?
La elfa hizo un mohín con los labios y rehuyó su mirada.
—No me pareció inteligente. De hecho… —Calló y se mordió el labio inferior. Él giró el rostro para observarla y las nuevas sombras sobre su rostro lo dotaron de mayor salvajismo—. Creía que eras el Rey de los Elfos.
Ilian se quedó atónito un segundo antes de soltar una carcajada que la sobresaltó. Y luego la reconfortó de forma inexplicable. Se decía que era la reacción de su luz a los opuestos, porque era muy peligroso pensar otra cosa.
—Rylen Valandur solo hay uno, y puedes dar gracias por que no fuera yo —respondió en tono jocoso.
—¿Por qué? —inquirió ella con una media sonrisa ante la diversión del Efímero.
—Porque… No sé. Rylen es Rylen. Ya lo conocerás.
La sonrisa desapareció del rostro de Ashbree y la seriedad se instaló en su pecho. Ella creía conocerlo un poco, lo mínimo después de quince años de hablar con él mes a mes. Y no quería conocerlo más, con eso tenía suficiente como para desear que desapareciera de la faz de Narendra.
—¿Sabes? Yo ya sabía quién eras. No necesitaba tu nombre.
Ashbree deslizó la vista hacia él y lo observó durante unos segundos, estupefacta.
—¿Lo supiste todo el tiempo? —Él asintió—. ¿Por eso no me mataste?
El Efímero cabeceó de un lado a otro.
—No te mentí. Me sorprendió volver a ver a una Efímera de Luz con mis propios ojos. Pero ya sabía que existías.
Ashbree se quedó de piedra y dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo.
—¿Cómo?
—Rylen me habla de ti.
Algo se removió en su interior al escucharlo. No parecía que le estuviese mintiendo. ¿Y para qué iba a hacerlo? Él estaba en su hogar, entre los suyos; él tenía el poder absoluto sobre ella.
—Ah… —fue lo único que pudo decir.
La certeza de que el rey sí que había hurgado en su mente todo lo que había querido y más se afianzó sobre sus hombros. ¿Qué más sabría el soberano?
Se frotó los brazos de nuevo para intentar alejarse de la sensación que le gritaba que habían violado su privacidad.
—¿Te incomoda?
—No —mintió.
—Ya… —Ilian deslizó la vista hacia el fuego—. Creo que mañana debería llevarte a hablar con él.
Fue el turno de Ashbree de soltar una carcajada, aunque, en su caso, un tanto desquiciada. Ilian la contempló con incredulidad; ella calló al instante. La risa le había salido de lo más profundo, un reflejo claro del miedo que le dio solo de pensar en enfrentarse a él de nuevo.
—Rylen no es un monstruo.
—Permíteme dudarlo.
—Tu padre sí que lo es.
A Ashbree se le secó la garganta y se miraron fijamente durante unos segundos demasiado largos en los que su corazón permaneció estático en su pecho.
—¿También sabes eso?
—Sé muchas cosas de ti, Ashbree Aldair.
—Y yo no sé nada de ti, Ilian…
—Aedil. —Ashbree asintió en respuesta—. ¿No me vas a decir «Un placer conocerte»? ¿Qué clase de modales os enseñan a los elfos de luz?
—No es ningún placer conocerte, Ilian Aedil —respondió, reprimiendo una sonrisa.
Él rio entre dientes y se llevó la mano al pecho, como si se lo hubieran atravesado con una flecha. La breve diversión desapareció rauda del rostro de la heredera. No podía olvidar que él era su enemigo, que hacía dos semanas Cyndra había estado a punto de matarlo. Y él de matar a su amiga. Suficiente tenía ya habiéndolo olvidado la noche anterior.
Ilian, consciente del cambio en el ambiente, dejó caer las manos a ambos lados del cuerpo.
—No me vas a quitar los trastos estos de nácar, ¿verdad? —Ella hizo un mohín con los labios y apartó la vista. Ni loca le iba a retirar las contenciones. Aunque la noche anterior no había dudado antes de quitarle la cadena que le había apresado las muñecas entre sí, ya no se sentía del todo segura en su compañía—. Lo imaginaba.
El Efímero suspiró y se alejó de ella en dirección a la salida de la tienda. Ashbree lo observó, atenta a sus movimientos.
—Te traeré un poco de comida y agua para asearte. Descansa, la tienda es tuya. —Ashbree asintió, con un nudo en la garganta por su amabilidad. Antes de atravesar las telas, se giró de nuevo hacia ella—. Ah, y por favor, por favor, no intentes escaparte. Aquí estás a salvo.
Asintió una vez más, porque no tenía palabras con las que responder, y lo observó mientras la abandonaba en la inmensidad de aquella tienda que, a todas luces, no era de un soldado raso ni de un teniente. Sin encadenarla. Sin amenazarla. Y, sobre todo, sin llevarse el cuchillo que descansaba sobre la mesa.

5
Convencer a Aldadriel y a Calyene de que él estaba donde debía estar fue más fácil de lo que esperaba. En sus planes no entraba encontrarse con ningún otro superior al margen del teniente de Cyndra, al que ya le había dicho que se hallaba allí para escoltar a la heredera a la capital. Brelian, no obstante, conocía a Arathor, y este había tenido que emplear sus dotes maestras para que no pensara que había dobles intenciones detrás de sus motivaciones para ir a buscar a Ashbree.
Sin embargo, convencerlos no lo libraba de sospechas, y menos cuando Cyndra Daebrin entraba en la ecuación. Arathor había esquivado la flecha que era la lengua viperina de la tiradora por muy poco. Si los nervios la hubieran dominado un ápice más, estaba convencido de que esa chiquilla habría dicho algo relacionado con su fuga frustrada. Y aunque no le hubiera costado ningún esfuerzo tacharla de mentirosa —puesto que tenía la misiva que informaba del traslado de la heredera hacia la capital y que Calyene ya había visto antes de que todo se torciera—, esa acusación, por insostenible que fuera, habría dejado una mancha en su expediente.
Se había considerado un completo imbécil por haber dudado de Ashbree cuando el emperador le sugirió que mentía con respecto a haberse quedado vacía después de enfrentarse al corazón de piedra, porque claramente había querido quitárselo de en medio para acordar su casamiento. Y ahora esa duda iba tomando fuerza una vez más. ¿Y si lo de la grieta en el órgano de piedra estaba relacionado de algún modo con los Efímeros?
Arathor no había querido creer lo que había visto en el calabozo. Pero en cuanto Cyndra lo había sugerido…, no había podido seguir huyendo de esa realidad. El mismísimo Rey de los Elfos se había infiltrado en el destacamento de Milindur ante las narices de cientos de soldados. ¿Cómo? Todo apuntaba a las sombras sinuosas que habían visto, a pesar de que nadie había tenido constancia, jamás, de que un Efímero pudiera viajar a través de la oscuridad. Y aquello sentaba un precedente aterrador.
Cyndra seguía negando su traición. Pero con cada nueva palabra que salía por su boca, resultaba más y más evidente que estaba mintiendo. Entre la teniente Aldadriel y el teniente Calyene desataron y esposaron a la tiradora, que se resistió, cada vez más desesperada.
Arathor, con rostro inexpresivo, apenas era consciente de lo que estaba diciendo. La conversación había desvelado tanta información que no sabía ni por dónde empezar a manejarla. No obstante, los siguió cuando los tenientes sacaron a Cyndra del cuartel. Calari los esperaba fuera, acompañada de varios asesinos más que los observaban con miradas afiladas y sonrisas mucho más puntiagudas.
No le gustaba aquella situación. Aunque no sentía aprecio por Cyndra, le resultaba inverosímil que hubiera confabulado con el enemigo. Cyndra era fiera, amaba a su nación y se había ganado una reputación bien merecida como tiradora. Era muy poco probable que hubiera cambiado de bando con semejante facilidad. Y saltaba a la legua que todos los implicados en aquella acusación opinaban igual que él, a juzgar por sus gestos adustos. Estaba claro que era un mero pretexto para desviar la atención de lo verdaderamente importante.
Unas voces que no reconoció lo alertaron y, acto seguido, ya tenía la espada derecha desenvainada. El resto de los soldados que los rodeaban respondieron de la misma manera, preparándose para un posible altercado. Cyndra se detuvo, a pesar de los empellones que Calari le propinaba para que siguiera andando rumbo a los calabozos.
—¡Cyndra!
Se trataba de una elfa esbelta y agraciada, de larga melena rubia recogida en una coleta, que observaba a la tiradora con desesperación, la capucha de la capa totalmente retirada. Apareció seguida por un robusto elfo con una sien rapada y cabello largo y casi blanco; su gesto era furibundo. Ambos estaban empapados y, a pesar de la lluvia torrencial, se detuvieron en mitad del camino. Varios soldados los interceptaron y les impidieron el paso. Cyndra se revolvió y se giró para mirar a los recién llegados.
—¡Cyndra! —seguía gritando ella.
—¡No la encontramos! —apuntó él.
—¡¿Qué está pasando?! —continuó ella.
Arathor se percató de que los ojos de la tiradora brillaban con intensidad. Se preguntó si aquel sería el día en el que, por fin, vería a la imperturbable Cyndra Daebrin llorar.
—¡La han secuestrado! —les informó.
—¡¿Qué?! —intervino el varón fornido.
—¡A Ashbree! ¡Han secuestrado a Ashbree Aldair!
—¡Cierra el pico, Daebrin!
Con la letalidad característica de los asesinos, Calari le propinó una patada en una corva y Cyndra perdió el pie. Hincó las rodillas sobre el pavimento adoquinado sin clemencia, pero no se quejó en lo más mínimo. Los recién llegados, no obstante, sí que se alteraron.
Arathor, como comandante y superior de mayor rango, tomó el control de la situación, porque su sentido de la rectitud le decía que aquello no era correcto. No importaba si no sentía ningún afecto por la tiradora, esta había supuesto un pilar importante para Ashbree. Había actuado como una amiga incondicional que no había dejado que se derrumbara cuando el emperador lo pagaba con ella. Aunque opuestos, ambos habían sido las dos caras de la moneda de la próxima emperatriz. Por eso, agarró a Cyndra por el brazo y la puso en pie, para que los asesinos no siguieran denigrándola con sus risas y burlas. Apenas pesaba y casi la empujó contra los soldados que la habían estado llevando a rastras.
—Lleváosla de aquí —ordenó con voz autoritaria.
Los soldados perdieron la diversión del rostro al escuchar su tono y se cuadraron de inmediato —obviando que su superior directa era Calari—, antes de obedecer.
—Hasta el final —murmuró la fémina, abrazando a la tiradora a pesar de todos los cuerpos que intentaban impedirlo.
Finalmente, los soldados consiguieron separarlas y tiraron de Cyndra, que seguía revolviéndose.
—Y vosotros, largaos si no queréis acabar encerrados por alteración del orden público y obstrucción a la autoridad.
La amenaza sobrevoló entre ellos y la recibieron con gestos duros. La elfa deslizó la vista hacia Cyndra, que seguía vociferando su inocencia. Por suerte, era inteligente y había dejado de pregonar la desaparición de Ashbree. Los ojos de la conjuradora se encontraron con los del comandante con tanta fiereza que la elfa podría haber desatado un incendio allí mismo.
—Tratáis de criminal a quien no debéis, comandante —aseveró ella.
Sin esperar una respuesta de su superior, la elfa se marchó por donde habían venido. El varón, por su parte, se quedó unos segundos más observando