No digas nada

Fragmento

No digas nada

Prólogo a la edición 2024

No digas nada: una vida de Charly García se publicó por primera vez en octubre de 1997. Se convirtió en un best seller fulminante para alegría del autor y del biografiado, que declaró públicamente sentirse representado. Los fanáticos del músico lo leyeron varias veces, lo disfrutaron enormemente y anduvieron “con el libro bajo el brazo por la vida”, cosa que García, con sorpresa, me comentó en su momento. Luego de la quinta edición, se procedió a la sexta, de bolsillo, que actualizaba los hechos a 2007, diez años después de la publicación original. Dos ediciones más tarde, el libro estaba nuevamente agotado, de manera que en 2013 accedí a que se hiciera una octava, la que tiene tapa plateada, un color muy simbólico en la obra de García. Pero no quise actualizarla. Hacía cuatro años que yo me había alejado de la intimidad de Charly, esa que permitió que No digas nada fuera un libro único; una fuente de la cual abrevaron muchísimos otros libros, sitios de internet, canales de YouTube, tuiteros, blogueros y otros bichos que vagaban por ahí. Sin embargo, agregué un nuevo texto llamado Souvenir, en el que intenté explicar mi alejamiento y mi posición de aquel momento con respecto a García.

Esta nueva edición actualizada de No digas nada consigna los acontecimientos de relevancia sucedidos en la vida del artista hasta mayo de 2024, y decidí que era hora de hacerlo cuando me percaté de que el libro original había cumplido un cuarto de siglo y que mucha gente todavía seguía demandándolo. Durante el trabajo de actualización comprobé varias cosas. Una de ellas es que hubo muchas vicisitudes en torno a la vida pública y privada de Charly García, más de las que podría haber supuesto cuando me puse a trabajar en el período 2008-2024. Lo que también me quedó claro es que mi punto de vista con respecto a Charly ha seguido cambiando: la distancia ayuda a enfocar mejor las cosas. Y eso crea un problema insoluble para el autor: no se puede mantener el mismo tono de cercanía que posibilitó el libro original. Hay cosas que en la cotidianidad y la emergencia se ven de una manera, y que a la distancia y con la cabeza serena se observan de un modo diferente. Es parte de la religión.

¿Y qué hay de la relación personal? En estas nuevas páginas cuento con el mayor detalle posible mi acompañamiento en el período de recuperación que transcurrió en la chacra de Palito Ortega, donde estuve de cuerpo presente, y también los motivos que llevaron a que un día decidiera irme de su lado, poco antes del Concierto Subacuático en Vélez Sarsfield. Decisión de la que no me arrepiento en absoluto: quise quedarme pero me fui. Y estuve en lo correcto. No elegí el momento, pero Charly ya tenía su vida encarrilada y mi ausencia no iba a causar zozobra en él. Tiempo después, en Uruguay, le preguntaron en una conferencia de prensa sobre mi libro, pero eligió hablar sobre mí. “Mirá, él estuvo cerca, él estuvo. Ahora te voy a dar un dato de Sergio Marchi: lo único que come es milanesas con puré (risas). No puede comer otra cosa. Ahora me odia, me parece. Sí, sí, sí. Se hizo fan de Spinetta”. Si bien el “menú Marchi” es bife con puré, acepté la broma pero puedo aclarar ahora que nunca lo odié, y que siempre fui fan de Spinetta, Pappo, Cerati y muchos otros artistas. Fue el mismo Charly el que me dijo que “la mejor posición posible es la de fan”. Lo que sucede es que cuando uno está escribiendo un libro, el apego debe ser a la verdad y hay que evitar que el fanatismo la nuble. Me pasó en la primera parte de No digas nada; menos en la actualización de 2007, y menos en esta. No se trata de cariño, ni de revancha o desprecio hacia Charly, todo lo contrario: creo que la mejor manera de ser amigo de alguien es no mintiéndole.

Cuando me fui de su lado lo anuncié en Facebook con un texto muy tenue y amable que hasta dejaba la puerta entornada. ¿Pero odiarlo? Jamás. Un enojo fundamentado está muy lejos de ese sentimiento llamado odio. Los que me odiaron fueron algunos de los que integraron sus posteriores entornos, sobre todo Mecha Iñigo. ¿Por qué? Porque en su momento, cuando dijo que quería tener hijos con Charly yo sostuve que era una chica con un plan. Y no me equivoqué. Solamente que el plan había sido urdido por Charly más allá de los que Mecha pudiera haber pensado. Ahora es ella la que está atrapada. El viejo truco de andar por la sombra: la novia como rehén. García tiene un campo gravitacional que altera cualquier trayectoria calculada.

Mecha logró muchas cosas al lado de Charly y en esa cercanía se centra su existencia. No soy quien para juzgarla, ni me interesa. Recuerdo el agresivo mensaje privado por Twitter (ahora X) que me envió su madre en los días calientes (lo tengo guardado), y también las burlas de Mecha ante una opinión que publiqué en mi muro de Facebook. “¿Marchi? ¡Marchitado!”. Me recordó las cargadas de la escuela primaria. Luego, las distintas productoras me fueron negando la entrada a sus conciertos y hasta estuve excluido de la jornada de festejos de sus 70 años, que incluía una mesa con todos los que escribieron libros sobre García, por pedido expreso de Mecha. Lo mismo sucedió en su BIOS, donde querían contar conmigo pero Mecha no lo permitió. No me quejo. Su proscripción me enaltece. Que viva la rivalidad, como canta el propio Charly en un tema de Random.

En 2016, me lo encontré al mismísimo artista en Boris, un reducto que ya no existe, cuando el INAMU invitó a músicos y periodistas a celebrar el rescate del material de Music Hall, sello quebrado que tuvo bajo contrato a Serú Girán, Miguel Mateos, León Gieco, Miguel Cantilo y otros artistas. Cuando lo vi venir en silla de ruedas, le hice una reverencia y lo saludé con buena onda.

—Vos estás siendo muy malo conmigo últimamente —me reprochó.

—¿Cómo puedo ser malo con vos si no te veo desde hace siete años? —fue mi respuesta—. ¿Querés que hablemos?

—¿Ahora?

—No, cuando vos quieras.

—Hablá con Mecha.

Era el modo de mandarme al muere y lo supe enseguida. Igual saludé a Mecha ese día y le pedí disculpas si algo de lo que yo había escrito la había ofendido. “Qué bueno que lo puedas ver”, me dijo y hablamos de algún problema de salud que tenía, ante lo que le ofrecí recomendaciones de especialistas si necesitaba. Charly me miró con cara de culo todo el tiempo que duró aquel encuentro de músicos, autoridades y periodistas, lo que quedó inmortalizado en mi iPad, una de cuyas fotos aparece en este nuevo volumen.

En otra ocasión Mecha me envió un mail porque escribí en algún lado que no me gustaba la foto de tapa de Rolling Stone que le había hecho Nora Lezano, aclarando que no criticaba la foto sino la imagen de loco que daba Charly en ella sosteniendo a un gato negro, que resultó ser de Mecha y que convive con ellos en Coronel Díaz. “¿Vos te querías comprar un perro?”, cantó el artista en su tema “Gato de metal”. Ironías de la vida. Al toque apareció el mail de Mecha: “Dice Charly que por qué no te mirás al espejo. Cuidate vos la imagen”. Dudo que Charly haya visto mi Facebook alguna vez: Mecha hace ventriloquia con Charly. Nora dejó de dirigirme la palabra por años. Y así funciona hoy el mundo García, donde Mecha es la que prende y la que apaga la luz, porque el propio Charly lo quiso así y él está feliz con esa situación, aunque de vez en cuando reniegue. Yo le escribí a ella una sola vez para decirle que quería invitar a Charly a participar de Ruido de magia, la biografía oficial de Luis Alberto Spinetta, que tuve el honor de escribir, por pedido expreso de la familia de Luis, y aclarando que si yo era obstáculo, él podía hablar con otro periodista: no me iba a poner en medio de la historia, ni tampoco tenía necesidad de verlo. Fueron dos mails que tuvieron el eco de los grillos en la noche. No insistí cuando hice la biografía de Gustavo Cerati.

Mi relación personal con Charly ha quedado atrás pero este libro es parte de la historia de ambos y merecía una actualización, aunque el punto de vista hoy se sitúe lejos de la mirada original: ya no soy la persona de veinticinco años atrás; observo las cosas, las situaciones y las canciones desde otro lugar. Tuve el privilegio de ser su amigo durante un buen tiempo y tengo el honor de haber escrito este libro. Nada me impide seguir disfrutando de su música cuando me apetece, ni el encuentro con amigos y amigas de aquellos años, donde lo celebramos a la vez que nos preocupamos ante cualquier percance de salud y le deseamos lo mejor. Todos lo queremos mucho y bien.

Supongo que esta canción durará por siempre, porque la obra de Charly está ahí y él también. Al momento de escribir este prólogo, García se dispone a cumplir 73 años, una cifra que hubiéramos estimado imposible en los 90, cuando las papas siempre estaban calientes. Hace no mucho, le mandé un beso por medio de un amigo en común que lo sigue viendo cuando se puede. “Charly recibió tu beso con una sonrisa”, fue la respuesta que me llegó. Con eso, para mí es suficiente.

El lector de esta edición 2024 de No digas nada encontrará que hay prólogos que desaparecieron simplemente por una cuestión narrativa, para que el relato fluya sin inconvenientes. Continúo vistiendo la camiseta del afecto para con Charly, pero ya lejos de su hechizo veo las cosas diferentes, con menos distorsión y con la experiencia que te dan los años. No me confunda, señor, por favor. Yo solo soy uno más bajo el sol. Y el astro rey de estas páginas es Charly García.

SERGIO MARCHI

Mayo de 2024

—Al Maestro, con cariño.

—A Gabriela, con amor.

—A mis padres, que no pudieron verlo terminado.

—A los aliados.

—To The Boss.

—Al recuerdo de mi querido alumno Sergio Miri (edición 2024).

—A la memoria de María Gabriela Epumer y Carlos García López (edición 2024).

Vida privada me suena a privación de vida.

Me encanta mi vida pública.

¿La intimidad? Cuando estoy cagando en el baño.

CHARLY GARCÍA. Enero, 1997. En su hogar.

Prefacio

Todo se construye y se destruye tan rápidamente/

Que no puedo dejar de sonreír.

CHARLY GARCÍA, “PARTE DE LA RELIGIÓN”, 1987.

Descubrí el rock en 1974 cuando tenía once años. Una tarde de sábado que jamás olvidaré, vi por Sábados de súper acción la película Help de Los Beatles, y a partir de ese momento mi vida cambió radicalmente. Algo se despertó en mi sangre y nunca volví a ser el de antes. Sentí una instantánea identificación con ese “socorro” que Los Beatles cantaban rodeados de nieve y cagándose de risa. ¿De qué se reían mientras pedían auxilio? Creo que de mí. Ellos parecían ser la respuesta a un propio pedido de ayuda del que no tuve conciencia hasta varios años más tarde. Jamás lo había formulado, pero ellos escucharon y me respondieron con una música que supo meterse allí donde no había palabras.

Los Beatles vinieron al rescate en un momento jodido, cobrándose un mínimo precio: me hicieron dejar atrás lo que había escuchado hasta ese momento, cosas como Donald y su tema “Tiritando”. Por algún lado quedaron las astillas de una guitarra criolla que destruí saltándole encima por la impotencia de no saber tocarla y la poca paciencia para aprender. La colección de discos de “Alta Tensión” y los bailes de malikibú, balcón a balcón, con mis vecinas del séptimo, también se perdieron en el frenesí de los compases de “I saw her standing there”. Incluso mis deberes de escolar pasaron a un segundo plano, como un requisito a cumplir para poder dedicarme a investigar esa nueva fascinación, tan sobrenatural e irresistible como fueron los discos de rock.

Mis maestros de escuela no podían comprender a qué obedecía ese ruido que yo hacía en la chapa del banco de colegio donde se guardaban los útiles. Esa costumbre se convirtió en la manera más primal de expresar algo que no podía decirse de otro modo. Apenas pude familiarizarme con ese universo nuevo que llegaba de la mano de Los Beatles, comencé a practicar ese barullo infernal queriendo ser como Ringo Starr: un baterista. Hasta hoy sigo haciendo ese ruido sobre mesas, baterías o mis piernas. No quiero ni puedo evitarlo: me sale de las tripas y logra brindarme un estado de satisfacción que aumenta si hay una buena canción e instrumentos verdaderos de por medio.

Ese ruido y la pasión por el rock and roll me llevaron muy lejos, a lugares y situaciones que jamás podría haber previsto y este libro es una de ellas. Sin embargo, durante la adolescencia se convirtieron en el refugio que me protegería de un mundo cotidiano que me resultaba francamente insoportable y hostil. Tras completar la colección de Los Beatles y aprender todos los redobles de Ringo, la discoteca fue habitada por nuevos inquilinos como los Rolling Stones, Who, Emerson Lake & Palmer y Yes, seguidos de muchos otros.

Un año más tarde, entrando a mi casa después del colegio, escuché que mis vecinos del sexto piso ponían el tocadiscos a todo volumen y cantaban... en castellano. Eran apenas mayores, pero yo no comprendía qué era eso que cantaban con tan profunda emoción y aun menos el idioma que, si bien era castellano, me resultaba francamente extraño en un contexto de rock. ¿Por qué les gustaba tanto? ¿Qué había despertado en ellos? ¿En castellano? ¿Era eso rock?

Sí, era rock: se trataba de Sui Generis y mis vecinos eran, como tantos otros adolescentes, fanáticos. Adiós Sui Generis fue el primer disco de rock nacional que se acomodó junto a Beatles, Rolling y otros intérpretes. La banda que integraba junto a otros pibes del barrio, cuyo modesto equipamiento consistía en una guitarra acústica, una criolla con cuatro cuerdas como bajo y una silla a modo de batería, decidió cambiar el inglés que inventamos a través de la fonética beatle, a un rudimentario pero sincero castellano.

Ariel Torrone, cantante de aquella banda, fue quien me llevó a mi primer concierto de rock en 1977: el Festival del Amor, convocado por un tal Charly García, pianista y amigo, según rezaba la firma de los afiches. Me pareció que ese flaco de bigotes a dos colores, alto y con lentes, escribía canciones que tenían que ver conmigo, sin saber muy bien por qué. Desde ese 11 de noviembre de 1977, descubrí el sabor de la libertad y nació en mí una rebeldía que me iba a ayudar a crecer y a entender ciertas cosas.

Nunca más los asaltos o los bailes barriales: desde entonces mis fines de semana transcurrieron en recitales, propios y ajenos. Me dediqué a tocar y a ver cómo tocaban otros. La escritura llegó a los 16, y mis primeras críticas en una revista subterránea fueron sobre Serú Girán. Nuevamente Charly García aparecía en mi vida. Vi casi todos los conciertos del cuarteto, desde el debut en el bochornoso “Festival para la genética humana”, hasta la despedida de Pedro Aznar en Obras el 6 de marzo de 1982.

La parábola de Serú Girán ha sido uno de los hechos más importantes de mi adolescencia; yo también fui un jovencito indignado por el sonido de mierda del debut de la banda, en un Luna Park a beneficio, pero no arrojé las pilas: las necesitaba para grabar las nuevas canciones de García. Serú Girán era un grupo al que valía la pena seguir: tenía buenas canciones y músicos excelentes que conocían tanto la belleza de la melodía como el frenesí rítmico que te llena de testosterona.

A los 20, ya en el periodismo, seguí de manera profesional los conciertos de Charly García, y comencé a conocer por medio de reportajes a todos los protagonistas del rock nacional: Lerner, Porchetto, Lebón, Baglietto, Suéter, Yorio, Spinetta, Mestre, Aznar, Los Twist, Pappo, Los Abuelos de la Nada y muchos otros. Paradójicamente, Charly fue al último que conocí; no me sentía especialmente fanatizado por su música o su personalidad, aunque ambas me gustaban y mucho.

Mi primera entrevista con Charly García la hice en su casa junto a Eduardo de la Puente, en diciembre de 1984, apenas editado Piano Bar. Fue una nota que duró una hora y media y de la que salimos muy contentos con los resultados: García siempre fue un tipo muy piola para entrevistar, y su predisposición a la charla hizo que nuestro trabajo resultara de lo más sencillo y divertido. No era un reportaje más. Pero en ese momento, yo no lo sabía.

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Entre esa primera nota de diciembre de 1984 y su llamado para hacer un libro juntos en septiembre de 1993, Charly y yo nos encontramos varias veces por motivos profesionales o por obra de la casualidad. En las entrevistas siempre nos cagamos de risa: su humor corrosivo nunca falla. Comenté muchos de sus discos y de sus conciertos para diferentes medios; supongo que habrá leído alguno de esos artículos, aunque jamás me hizo ninguna referencia al respecto.

Tal vez hayan sido los encuentros fortuitos los que más influencia tuvieron en nuestra relación. En 1985 coincidimos en la casa de Andrés Calamaro, tras una cena de amigos, y terminamos todos en La Esquina del Sol viendo a Fito Páez y Juan Carlos Baglietto. Dos años más tarde me lo encontré en una playa de Río de Janeiro, y tuvo la gentileza de invitarme a una de las sesiones de grabación de Parte de la religión.

Poco tiempo después, Elizabeth Vernaci tuvo un programa diario en FM Continental (Cuento 105), que carecía de producción periodística. Con varios colegas decidimos hacerle la gamba a la Negra aunque no hubiera dinero de por medio y realizamos algunas notas para el programa. Lalo Mir, su productor general, distribuyó las tareas. A mí me tocó entrevistar —¡oh, casualidad!— a Charly en la sala de ensayo de la calle Humboldt.

—¿Vos venís por el programa de Lalo? Pasá y sentate sobre ese ánvil al lado del piano que ahora comenzamos a ensayar. Detrás mío hay un barcito: servite lo que quieras y ponete cómodo —me recibió Charly en persona.

El tipo no sólo me franqueaba el acceso a la nota, sino que me invitaba a presenciar el ensayo sentado junto a él, cerca de aquella tentadora mesita a sus espaldas. La generosidad de Charly se me reveló en esa larga noche que para mí terminó a las cinco de la mañana y para ellos muchos días después. Interrumpió el ensayo por la mitad para la entrevista y él hizo la nota; tomó el grabador, indagó a sus músicos, les pidió que hicieran sonar algunos efectos para revelar trucos del show y además me ofreció que grabara directamente de la consola algunas cositas para que tuviera más material. Esas cositas fueron una versión de “Something” de Los Beatles, “Slow Down” de Larry Williams, dos tomas de “La balsa” (una la cortó por la mitad para hacer otra mejor), “Jugo de tomate frío”, y otras dos tomas de “Bancate ese defecto”. ¿Podía pedir algo más? Definitivamente, no. Pero algo increíble me sucedió aquella noche: Fernando Samalea, su baterista, me pidió que lo reemplazara diez minutos mientras llamaba a su novia por teléfono. Lo miré a Charly, como pidiéndole permiso, y no hubo objeción alguna.

Abrumado por la responsabilidad, me senté en la batería, marqué cuatro y comencé a tocar con la banda. Increíblemente, todo salió bien, y no desentoné como baterista fortuito en aquella formación que tenía a “nenes” como Fernando Lupano, El Negro García López, Fabián Quintiero y Alfi Martins. Charly parecía más sorprendido que yo, e incluso, cuando escuchamos la grabación, tuvo palabras de elogio por mi performance. Esto era demasiado: no sólo me fui de allí con un material formidable para una nota, sino que había tenido el alto honor de tocar con Charly García, sin salir mal parado.

Seamos francos: mi intervención en todos estos sucesos fue la de alguien que se limita a seguir lo que va sucediendo. Si alguien era merecedor de algún laurel, era Charly, que me permitió lucirme. Y lo hizo de onda, porque sí o porque estaba de buen humor aquella noche. O quizá le caí simpático: dos semanas más tarde recibí una invitación personal para irme de gira con él a su primera presentación en Rosario.

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Con el correr del tiempo se fueron dando más casualidades. Recuerdo otra noche en Prix D’ Ami, donde terminé tocando la batería junto a Charly en guitarra, Rinaldo Raffanelli en el bajo, Claudio Gabis en otra guitarra y Moris como voz líder. Samalea, muchacho generoso, me cedió los palillos para tocar “Sábado a la noche”, el último bis de aquella velada. Cuando abandoné el escenario, caí en brazos de García, completamente emocionado.

—Loco, ¡estuviste bárbaro! Desde ahora en adelante sólo voy a leer tus notas —me dijo, mientras me abrazaba una y otra vez, riendo.

Más tarde, en 1988, creo, coincidimos en una fiesta que se hizo en un palacete de la avenida Callao. El lugar era lujoso, como si fuera una joyería que decide abrir sus puertas a los vagabundos del rock. Yo entré de colado, con Tito Losavio, formalmente invitado. En el balcón, me encontré con Miguel Ríos, el rockero español. Subiendo las escaleras, en una habitación que parecía ser de alguna doncella del Medioevo, apareció Charly, un tanto sacado.

—Sentate a la batería, comenzá a hacer un ritmo, que yo ya bajo —me ordenó.

Cinco minutos más tarde estábamos zapando en formato de trío con Charly en bajo y Tito en guitarra. García estaba enloquecido y en cada tema se acercaba más al suelo. La última canción, “It’s So Hard”, de John Lennon, la hizo directamente acostado.

Otra noche, en 1992, salí con una señorita que me gustaba mucho. La mano no venía muy clara y la noche se tornó cada vez más confusa. Fuimos al Roxy a ver a Os Paralamas Do Sucesso, quienes hicieron un show formidable. Buscando la comodidad y la oportunidad de los sillones del VIP, nos dirigimos al piso superior. Miré el escenario desde arriba, divisando a Charly con la guitarra y a Pedro Aznar con el bajo. En la batería no había nadie. Le dije a la chica que me disculpara un momento y me precipité sobre el instrumento. No había romance que me hiciera perder esa chance: una mitad de Serú Girán que necesita un baterista. ¡Qué suerte que no vino Moro!

García tenía un pedo como para cinco, pero igual hicimos un set de 40 minutos con temas de Beatles y Rolling. Hacer base con Aznar era tan fácil y placentero como conducir un auto nuevo por una ruta recién inaugurada. Charly tocaba la guitarra automáticamente supongo, porque su cuerpo ya no le respondía. Paulatinamente iba perdiendo la posición vertical, se inclinaba como la torre de Pisa, para finalmente derrumbarse sobre el público que lo devolvía al escenario. No sé si el improvisado show fue bueno, pero yo caminaba sobre nubes cuando terminamos y fui a buscar a la chica. Además, supuse que la performance la habría sorprendido lo suficiente como para que la conquista fuera una mera cuestión de maniobras.

Me equivoqué: la chica se fue del lugar apenas terminó la zapada. Esa noche, la decepción no fue tan amarga.

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Pasaron más de trece años del primer encuentro y hoy mi vida se encuentra particularmente ligada a la de Charly García. Jamás supuse que Charly García y yo pudiéramos hacernos amigos; sin embargo, así sucedió. La pasión mutua por la música permitió que nos encontráramos en la vida: el rock and roll hizo de puente mágico sobre todas las cosas que podrían poner una distancia incalculable entre dos personas con vivencias muy diferentes. Creo que a través de los encuentros musicales nos fuimos conociendo más allá de las profesiones y lugares de pertenencia.

Tal vez por eso, en septiembre de 1993, por medio de un amigo común, Charly me propuso que hiciéramos un libro y creo que a partir de pasar mucho tiempo juntos se creó un vínculo entre nosotros. Por una cantidad de cosas que saldrán a la luz en estas páginas, Charly no logró el tiempo necesario ni la tranquilidad requerida para involucrarse en este proyecto, en el que contribuyó con charlas y permitiéndome el acceso a su intimidad, algo que jamás podré pagarle ni aunque me hiciera millonario. Este libro no pretende ser una biografía; su ambición es mucho más modesta: narrar una serie de sucesos transcurridos en distintos tiempos y lugares que tienen en común la impronta genial que genera Charly a su paso. Que cada cual se haga la película que más le guste.

El lector sabrá encontrar el sentido más conveniente y descubrir algunos detalles de ficción, unos pocos enmascaramientos pudorosos que no alteran la esencia de los acontecimientos. Es importante aclarar que ésta tampoco es la mirada oficial de su historia, ya que salvo la lectura de unos borradores muy diferentes, Charly me dejó escribir con libertad y sin ningún tipo de censura. Este libro solamente intenta hacer justicia con la vida y la carrera de uno de los artistas más sorprendentes de la historia del rock argentino.

La idea es poder mostrar varios aspectos de una fascinante personalidad rescatando cosas que pasan al olvido con la velocidad con que los acontecimientos se suceden unos a otros: su honestidad a rajatabla, su excelente calidad como persona, su inteligencia, su humor y por sobre todo, su genio, esa rara capacidad que Charly tiene para hacer crecer una flor en el medio del desierto.

Se han escrito y dicho millones de cosas sobre Charly García, lo que hace y lo que le pasa. Algunas son falsas, otras verdaderas. Este libro se basa en la premisa de que nadie está autorizado a ser juez de otro, aunque a menudo juzgue los acontecimientos desde mi propia perspectiva, cayendo en una contradicción tan evidente como inevitable. También invoco la parcialidad de contar todo esto teniendo puesta la camiseta del afecto. Sepa el lector disculpar las distorsiones del caso.

SERGIO MARCHI

1. ÁNGELES Y PREDICADORES

Simplemente llamame Lucifer, porque

ando necesitando cierto freno.

JAGGER - RICHARDS.

La sala de ensayo de Charly García queda allá donde Palermo se hace más anciano que nunca. Todavía sobrevive la vieja fisonomía barrial en esas dos casas remodeladas y convertidas en una, que incluyen una pileta. En algún momento fue un lugar coqueto en donde imperaba un cierto orden sobre los objetos. Después las cosas le hicieron una toma de judo al orden y se acabó la paz.

Todo era diferente en 1993. En la sala de estar, los visitantes aguardaban el pasaporte que les permitiera ingresar al interior. Cecilia —que se iría poco después— y Laura —que aguantaría hasta 1995—, secretarias de El Artista, siempre estaban para recibir a la gente; eran como una aduana femenina y gentil que oficiaba de filtro para que García pudiera crear en paz. Se trataba de un lugar sobrio, con un touch de elegancia que se reflejaba en el marco y el vidrio que protegían el rostro de Miles Davis, fotografiado por Anton Corbijn. Los dos ambientes del frente eran sendas oficinas: la más chica estaba ocupada por Laura y Cecilia y la que daba a la calle, bastante amplia, era el despacho de Charly. Bah, lo sigue siendo, aunque al día de hoy no es mucho lo que lo ocupa. Antes sí: recuerdo que allí hacía los reportajes, reuniones con sus músicos, y que nos hemos quedado conversando hasta cualquier hora sobre cualquier cosa.

Una vez traspuestas las oficinas del frente, se llega a un cuadrado que tiene tres salidas: la que corresponde a una cocina que no se usa, salvo como improvisado bar; la que da al baño y la que pasa a la sala propiamente dicha. El baño supo ser una paquetería, iluminado con unos tubos fluorescentes muy finitos que abrazaban el contorno del espejo. Higiénico y funcional, estaba ocupado por una pequeña población de frasquitos de sales eternamente vacíos.

La sala misma era un lugar que parecía no terminar nunca. Para tener una idea de su superficie, habrá que pensar en las dimensiones de una pista de patinaje estándar, pero siempre fue imposible deslizarse sobre ruedas.

Ayer, la gravedad estaba perversamente alterada por el sonido; hoy, la gobierna el caos y la eterna movilidad de los objetos, en permanente rebeldía. En el fondo hay una pileta de natación. Frente a ella surge un minúsculo complejo edilicio que en realidad es como una casa adicional de dos plantas, que sobrevivió la reforma y que aún conserva la exacta arquitectura que un tano albañil supo otorgarle al construirla.

Durante algunos años, La Bruja Suárez vivió en la parte de abajo. Bruja es un armoniquista amigo de Charly que se instaló allí, en una suerte de departamentito con cocina, living, baño y habitación. El lugar pide a gritos una mano de pintura. Arriba hay una habitación amplia y actualmente vacía que podría haber sido ocupada por Charly. Por lo menos, ésa fue una idea que corrió por un tiempo: que Charly viviera allí, en su sala de ensayo. Pero es prácticamente imposible que se decida a abandonar su departamento de Coronel Díaz y Santa Fe. “Me gusta el ruido y tener el shopping enfrente”, diría a quien le propusiera mudarse.

De tanto vivir en esa esquina, su oído absoluto llegó a la conclusión de que el 80% de las bocinas de los autos están afinadas en si. García siempre estuvo intrigado por el hecho. Debe ser difícil tener oído absoluto, andar por la vida sabiendo qué nota es cada uno de los ruidos que escuchamos, albergar esa sintonía finísima de significados ocultos para la mayoría de los mortales. A veces, cuando el ruido y la vida lo superan, Charly se pone las manos en los oídos, como buscando la salvación en el silencio.

Pero fue en su sala de ensayo donde me citó por el asunto del libro.

—Bienvenido a este trabajo, Sergio. Espero que no sea muy sacrificado —fueron sus primeras palabras, seguidas de un fraternal abrazo.

Agradecí, le dije que lo del sacrificio lo veríamos con el andar y me quedé por allí escuchando cómo fluía la música. Charly tenía una remera con la cara del Gato Félix, propiedad de su hijo Miguel. García llegó a un insólito trato con su hijo: “Podés usar mis camisas, pero no mires a las chicas”, le propuso medio en broma, medio en serio. Desde los teclados dirigía a su banda en la que estaban Fabián Quintiero, Fernando Samalea, Fernando Lupano y María Gabriela Epumer. En aquel momento, se preparaban para salir a tocar por los barrios, aprovechando cines del conurbano bonaerense que pudieran servir como teatros. El Zorrito Quintiero oficiaba como eventual manager.

Si bien aquellos eran tiempos tranquilos, para Charly se trataba de momentos decisivos: estaba cerrando una época de su vida y de su carrera, para inaugurar un nuevo capítulo. “La hija de la Lágrima”, título para una futura ópera-rock, ya rondaba por su cabeza y era una promesa para su público. La reunión de Serú Girán en River, a diez años de la separación original, no fue un acontecimiento del todo feliz y en esa época era tan sólo un recuerdo más. Ya era pasado al igual que 1992 y aquel verano feroz de Punta del Este.

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No era muy común que el cantante Donald estuviera en la calle a esas horas de la madrugada. Una de sus hijas había ido a un baile en la casa de una amiga y como buen padre la fue a buscar. Ya estaban por volver a casa, cuando distinguieron un tumulto, que a lo lejos se confundía con las luces de Punta del Este. Precavido, cerró las puertas. Y lo bien que hizo: una turba se dirigía rumbo al automóvil. Donald trató de entender la situación: un tipo alto y flaco que corría como loco era perseguido por una muchedumbre. Estaba por arrancar e irse, cuando su hija le pegó el grito de alerta.

—¡Charly! ¡Papá, es Charly! Abrile la puerta que lo corren —gritó ella.

Efectivamente, era Charly que llegó muy agitado al automóvil. Donald le abrió las puertas, puso primera y salieron carpiendo justo a tiempo para evitar el linchamiento. Atrás quedaron las furiosas bestias. La hija de Donald no lo podía creer, ni él tampoco. Trató de saber qué era lo que había acontecido pero el relato de Charly no le brindó demasiadas precisiones. Dejó a su hija en casa y se ofreció a alcanzar a García hasta su lugar de residencia.

—Donald: cantá Pinocho —le pidió Charly en el camino de vuelta a su departamento.

Era una petición rara, ya que “Pinocho” fue el único hit de los Maky Mak’s, un efímero grupo de su hermano Buddy Mc Cluskey. Donald tuvo varios éxitos como los inolvidables “Tiritando”, “Compañeros” y “Scababadí-bidú”, el primer reggae argentino, pero Charly lo asociaba con el tema de Buddy. Tuvo que hacer un esfuerzo para recordar la canción. Se puso a cantar y enseguida García se animó con los coros. “No sabés las armonías que hacía”, me contó Donald tiempo más tarde. Lo dejó en su hogar, Charly agradeció, y al día siguiente fue a ver el show de Donald. Lógicamente, terminaron tocando juntos.

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La persecución fue algo constante en aquel paso de Charly por Punta del Este: lo persiguieron las chicas, después los amigos de las chicas, los dealers, los dueños de los pubs y los hoteles, los fotógrafos, los periodistas, y finalmente la policía y las autoridades uruguayas. Fue declarado “persona no grata” y casi deportado de Punta del Este. Charly definió aquel veraneo como “la resaca después de la borrachera de Serú Girán”.

“Lo de Punta del Este fue todo un delirio —resume Zoca, quien llegó a la ciudad balnearia alarmada por la situación—. Charly me llamó para que viniera. Tenía un departamento en José Ignacio, estaba con Miguel, su hijo, y no andaba del todo bien. Se cortó la pierna con una ventana y hubo que llamar a un médico. Fue al hospital, le hicieron una curación y salió caminando. Pero después Charly dijo que le habían dado morfina. No sé de dónde lo sacó”.

El que quiso llevárselo de Uruguay fue el pastor Carlos Novelli. Pero García no quería ir a su granja de rehabilitación en la localidad de Diego Gaynor. Charly no tenía la menor intención de iniciar tratamiento alguno; sólo pretendía que lo dejaran tranquilo. Cuando las papas quemaron accedió a ir a “Gloria Gaynor”, tal su bautismo del establecimiento, para escaparse de Uruguay y la prensa. Lo que siguió después fue un bochorno: Novelli fletó un micro especial para llevar a los periodistas a la granja, a visitar a la nueva atracción del lugar. Charly, que se resistía a convertirse en punto de interés turístico, se las tomó a los pocos días. No eran las vacaciones que Novelli prometió y encima se sentía controlado. “Una noche me despierto y veo a un pelotudo que me está vigilando en la oscuridad. Loco ¿qué soy? ¿Un mono?”. Llamó a su hijo, que lo rescató a bordo de un remise.

El escándalo siguió en Buenos Aires. Novelli no se daba por vencido y lo iba a buscar a su casa con un tal Patiño, psicólogo del establecimiento, para seguir con un supuesto tratamiento que tuvo el peor de los comienzos. Con el correr del tiempo y a medida que la situación adquiría características patéticas, Novelli llegó a convencerse de que Charly era el diablo y procedió a hacerle un exorcismo. A él le pareció divertido y, no sin asombro, se sometió a tal práctica. Novelli rezaba, mascullaba cosas en latín y daba vueltas a su alrededor, invocando la presencia del Maligno. García se hartó rápidamente.

—¿Quién eres? —le preguntó Novelli, completamente en trance.

—¡Soy el diablo! —contestó Charly, impostando la voz.

Novelli lo duchó en agua bendita hasta que García lo sacó carpiendo de su departamento. Todo fue una locura hasta que Charly se fue a Nueva York. No volvió a ver a Carlos Novelli, que murió pocos meses después del encuentro. Charly se sintió apenado cuando se enteró.

— • —

De esa clase de cosas se recuperaba Charly a fines de 1993. En la pierna le quedó una cicatriz, como recuerdo de aquellos días esteños, pero pudo recobrar la tranquilidad. Habiéndose sacado de encima el peso de la reunión de Serú Girán y los efectos colaterales posteriores, García estaba listo para ponerle el punto final a toda esa etapa. “Tiene que ver con una visión que tengo de mis ciclos. Para mí, Filosofía barata y zapatos de goma se acabó: agotó un ciclo que puede llegar a volver, pero es como que hubo tantas cosas...”, dijo Charly tratando de definir aquel momento.

El cierre se iba a hacer oficial en diciembre de 1993 en Ferro. Era un buen momento para hacerlo. Filosofía barata y zapatos de goma fue editado en 1990 y de alguna manera marcó un punto de inflexión en la carrera de Charly. Sus primeros tres discos como solista, Yendo de la cama al living, Clics modernos y Piano Bar, fueron tres obras maestras en las que Charly marcó rumbos que después seguirían otros artistas, sin que ninguno pudiera arrimársele de verdad. Aunque siempre tuvo tantos detractores como fanáticos, Charly era inalcanzable en esa época. Su música despedía luz, desparpajo, originalidad, atrevimiento. No se cansaba de llenar estadios y de presentar espectáculos de vanguardia que elevarían el estándar del resto de los músicos, actitud que se inició con Serú Girán.

Después vino otra etapa iniciada en 1987 con Parte de la religión, la que se prolongó a través de Cómo conseguir chicas, y Filosofía barata y zapatos de goma, buenos discos que profundizaron un estilo maduro y convenientemente asentado. Tras ellos, diversos proyectos e inconvenientes ocuparon el tiempo de Charly y agregaron un poco de confusión en una carrera, hasta ese momento, inmaculada e imposible de pasar por alto. En 1991, una internación de tres meses en una clínica psiquiátrica “para gente que está un poco nerviosa”, amenazó la concreción del segundo disco de Tango, su grupo fantasma con Pedro Aznar que en esa ocasión planeaba incluir a Gustavo Cerati. Se iba a llamar Tango 3, pero los proyectos de Soda Stéreo hicieron que Gustavo no pudiera ser de la partida. Así las cosas, Charly y Pedro cambiaron de número y compusieron Tango 4.

Más tarde apareció el proyecto de la reunión de Serú Girán que ocupó todo 1992. Un disco en estudio, una gira de cuatro shows, dos de ellos en River y un disco doble en vivo que terminó de mezclarse en 1993. Los conciertos dejaron mucho que desear; Charly parecía haber perdido el interés sobre el escenario y saboteó, quizá sin darse cuenta, el mágico momento del reencuentro. La cara de culo de David Lebón mostraba su mala onda con todo el asunto. Pedro Aznar cometió errores infantiles, habló demasiado intentando explicar lo inexplicable y no pudo sustraerse al caos que generó Charly, quien arrastró a sus compañeros en su derrape. Ni siquiera Oscar Moro fue el mecanismo de relojería de las épocas doradas. Las más de cien mil personas que fueron a los shows en River sintieron que, esta vez en serio, el sueño había terminado. La reunión se asemejó peligrosamente a una pesadilla.

Una vez concluidos los compromisos de Serú Girán, Charly quedó libre para retomar su carrera solista, pero para que ésta pudiera avanzar había que cerrar un capítulo. Qué mejor que cerrarlo en Ferro, tocando todos los temas para que la gente los recordara, los disfrutara y los cantara y Charly pudiera ponerlos a un costado para dedicarse a inaugurar una tercera etapa.

En ese momento tan particular estaba inmerso García cuando nos juntamos en su sala a conversar de todo esto.

Se te ve en un momento intenso.

—Un momento intenso, y de llegar... Porque te dicen que la Argentina tiene un techo. Bueno, ¡bang!, volemos el techo a la mierda. Lo que hacemos no es para vendérselo a los americanos, aunque bien podríamos intentarlo. Te doy un ejemplo. Tocamos la semana pasada en Los Ángeles, y después del show, la gente salió a la calle, me contaron, y empezó una pelea: los colombianos contra los mexicanos, los mexicanos contra los argentinos. Todos adueñándose de mi persona como si fuera un partido de fútbol. Y eso, justamente, es lo que yo no quiero hacer. No es mi proyecto ser el padre del rock, ni de nadie. Sé que durante épocas estuve tirando mi data inconscientemente, jugándome las bolas, o delirantemente. Explicar eso me parece estúpido; me gusta mucho más documentarlo para que la gente encuentre la explicación.

¿Cómo sería eso?

—Sería un antivideoclip; en un clip se muestra la canción, lo que le pasa al tipo y es un plomo, generalmente es una redundancia de la canción que hace que el tema sea peor. Es más piola tirar datos, señales, cañitas voladoras, pálidas y que la gente en su mente, en su racionalidad, en su espiritualidad, rellene lo que falta.

Quiero hacer un libro divertido y que también desmitifique. Porque leí algunos reportajes viejos donde yo tiraba ciertas pautas. Por ejemplo: “Si esta sociedad no cambia, es imposible que la música cambie”. Cosas así, que tenían que ver con una ideología. Parece ser que esas ideologías han pasado de moda, pero no han pasado de moda para mí. Hay una cosa que tiene el artista, o el artesano. De repente me decían: “está la dictadura, no podés decir eso”, y yo lo decía de alguna manera. Ahora te dicen que se acabó el comunismo. ¿Y qué? Yo puedo ser comunista si quiero. Que algo se haya terminado en el mundo no quiere decir que se haya terminado para mí. O que no haya elaborado mis ideas y que las pueda tirar de alguna manera.

Entonces, como parece que respuestas no hay, todo el mundo dice “bueno, pero yo hago preguntas”. Eso es lo corriente y es bastante certero también. Pero a mí me gustaría poder dar algunas respuestas.

¿A qué te referís cuando hablás de respuestas? ¿Cuáles son las preguntas?

—¿Puede un chico en Argentina dedicarse a lo que quiere? ¿Tiene que echarle la culpa al establishment que no lo deja? ¿Tiene que jugarse? ¿Hasta qué punto? ¿Hasta el punto de morirse por su ideal? Yo tengo algunas respuestas para eso...

Creo que la pregunta se resume en cuál es el límite. ¿Hay una frontera? ¿Cuál es?

—Según algunos hay una frontera, según otros no hay fronteras. Yo creo en la frontera: es la imaginación de uno, la propia inteligencia para plantear una respuesta de un modo que pueda ser entendida por gente que a uno le interesa, y no entendida por gente que a uno no le interesa y que puede llegar al punto de matarte. Eso yo nunca lo tuve conscientemente, siempre fue una mano medio intuitiva. ¿Por qué García zafó? Ésa sería otra pregunta. Porque puede hacer lo que quiere, supuestamente, y también no tan supuestamente. Porque si yo quisiera tener un ejército, bueno, eso sería una suposición... pero dentro de lo poco que yo hago, que son canciones, shows o simplemente tocar...

Sin embargo, eso que vos llamás poco te cuesta bastante. Quizás no ahora, pero en la época de la dictadura... era arriesgado.

—Ahora soy consciente de lo que me puede llegar a pasar. En un momento no lo era, porque ante tanta negrura nosotros estábamos en otra. Digo estábamos y en esto lo incluyo a Spinetta, Nito Mestre y algunos más... No era que no nos dábamos cuenta, pero era tal el opuesto... Se dijo tanto que nosotros éramos la resistencia. Eso surgió más de la gente que de nosotros. Nuestra resistencia era vestirnos de mujer. Elaborándolo ahora, fue como que los tipos se despistaron, no nos pudieron agarrar. No nos pudieron poner una etiqueta de comunista o de cualquier cosa.

En todo caso, vos tenías una etiqueta de artista.

—Sí, pero esa etiqueta siempre es jodida, en cualquier momento.

¿Por qué?

—Tener la etiqueta de artista es como si tuvieras una marca que te descalificara.

Al contrario: es una marca que te enaltece.

—Bueno, pero el artista es tan culposo, sensible y vulnerable... En la época progresiva, Charly García hacía música comercial. En ese entonces me hacían unas preguntas terribles; cosas con otros músicos (esa supuesta rivalidad con Spinetta), como si a mí me hubieran inventado. Tener éxito te trae culpa. Yo tuve mucho éxito en algún momento y se me denigró por eso. Yo lo siento y lo sentí. Cuando hice Clics modernos, me dijeron que me había vendido a Fiorucci; no entendieron la ironía. Cosas así, me han pasado miles.

— • —

Algunos rockeros son como viejas que se escandalizan por cualquier cosa. Charly, un humorista nato, ha tenido que salir a explicar millones de veces varias de sus mejores bromas. Él no fue ni el primero ni el último músico de rock en aceptar la ayuda de un sponsor para alivianar los costos de sus recitales. En todo caso, fue el primero en hacerlo abiertamente cuando los jeans Fiorucci auspiciaron su primer show en Ferro, el 25 de diciembre de 1982. Un espectáculo costoso y sin precedentes en nuestro país, con una escenografía diseñada por Renata Schussheim que, al fin del concierto, se destruía mientras Charly tocaba “No bombardeen Buenos Aires”.

Se lo criticó ferozmente por el hecho de aceptar un sponsor al igual que por cantar “no bombardeen Barrio Norte”, sin entender la ironía de la situación ni la representación de un personaje, lo que equivale a no comprender el arte. Se dijo, una vez más, que Charly García se había vendido al establishment al aceptar la publicidad en su concierto, afirmación ridícula por donde se la mire ya que la mera utilización del dinero es, de por sí, una transa con un sistema cuya máxima autoridad está representada por un papel verde con la cara de George Washington. O de José de San Martín, para el caso.

No era nada nuevo: desde que Sui Generis editó Vida en 1972, Charly tuvo que vérselas con los dinosaurios.

2. OJOS DE VIDEOTAPE

Hay un lugar al que puedo ir/ cuando estoy bajoneado, cuando estoy triste/ y es mi mente/ y allí no hay tiempo/ cuando estoy solo.

THE BEATLES (LENNON-MC CARTNEY), “THERE’S A PLACE”.

Carlos Alberto García nació el 23 de octubre de 1951. Fue anotado como García Moreno, pero en 1995 decidió cambiar el García Moreno por el García Lange, tomado de su abuela Maurine (Mauricia) Lange, por el cual se identifica con una prosapia familiar que tiene una tradición de genialidad. Charly siempre menciona que su abuelo paterno hizo el puerto de la ciudad de Buenos Aires y el torreón de Mar del Plata y que su padre era físico y matemático. Lejos de la exageración, la historia es verídica y la teoría genética parecería encontrar una ratificación en sus cualidades musicales, propias de un genio, y en la inteligencia de su hijo Miguel Ángel, un bocho de la computación con una marcada sensibilidad artística.

Charly siempre dice que Carmen, su madre, no recuerda a qué hora nació. “No sé —suele comentar ácidamente—, creo que estaba muy ocupada con otras cosas”. Pero Carmen sí que se acuerda, o por lo menos otorga un dato preciso: Carlitos nació a las 12.50. Su signo astrológico es Escorpio, aunque su carta natal indica que todos los planetas estaban, a la hora exacta de su nacimiento, alineados en Libra. Por lo tanto, García tiene características de ambos signos, y a veces dice que es de Libra, simplemente porque su máximo ídolo, John Lennon, también lo era. Gente que sabe asegura que Charly es de Libra.

Sin embargo, a la hora de la verdad, Charly García está amparado por la fortaleza de los escorpiones, un signo que provee de una protección especial a los nacidos en él. Una de sus mayores características es la resurrección; cuando parece que el escorpión está definitivamente abatido, ése es el momento en que se recupera. Esto lo he presenciado en Charly no una sino decenas de veces. En varios momentos de su vida, Charly corrió riesgos mortales. Al día siguiente, inevitablemente, uno contemplaba atónito la recuperación. En este preciso instante no sé por cuánto tiempo más vivirá García pero —y deseo estar en lo cierto— creo que él es del tipo que nos va a enterrar a todos los saludables del planeta.

Carlitos García era un niño hermosísimo. Distintas fotos familiares nos lo muestran como un bebé robusto y con una simpática serenidad en su rostro. Primogénito, gozó de la exclusividad de los mimos paternos hasta que llegó su hermano Enrique, a los dos años. Después arribarían a la familia Daniel y Josi.

Carlos Alberto García Lange a mediados de la década del 50.

Por no ir a la exposición “Rock Nacional: 30 años”, Charly se perdió de ver una fotografía suya en una balanza con su madre que asombró a todos los que se pararon a darle un vistazo. Parece que hay gente que no cree que Charly García haya sido niño alguna vez.

Carlos Jaime García Lange, papá de Charly o Carlitos, venía de una familia adinerada, por lo que sus hijos estaban destinados a crecer en un hogar donde los problemas económicos no existían. Es más: cada uno llegó a tener su propia habitación, su niñera personal, un cuarto de juegos y otro de costura para Carmen. Sin embargo, en ese hogar no había una ostentación de dinero ni pretensiones de realeza, aunque don Carlos Jaime portara sangre azul: Lange Van Domcelaar.

Premonitoriamente quizá, sus padres le hicieron un regalo a Carlitos cuando aún no había cumplido los tres años: un pianito de juguete. Como todo niño, lo inspeccionó, lo aporreó y finalmente comenzó a jugar con él. Un buen día Carmen escuchó una melodía, como de cajita de música. Fue a averiguar el origen del ruido y se encontró con que Charly iba tocando una por una las teclitas, creando algo parecido a una melodía.

Entonces, un pensamiento se instaló en la mente de sus padres: quizás el chico tuviera alguna clase de talento musical, una predisposición natural para la música. Carmen estaba segura y su marido trataba de no darle demasiado vuelo a su locura, propensa a cobrar alas ante el menor estímulo. Finalmente decidieron hacer una prueba con el piano de un vecino. Llevaron a su hijo y lo sentaron enfrente del instrumento. Charly se quedó quieto un rato, pero pronto descubrió que esa cosa enfrente de él funcionaba igual que su juguete a pesar de su enorme escala. Naturalmente, comenzó a tocar como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.

Sus padres no podían creerlo, ni mucho menos el vecino. Charly era un niño prodigio de casi tres años, con un instintivo conocimiento musical que le venía desde algún lugar imposible de detectar. Era un milagro o algo que se le parecía muchísimo. Pronto comenzarían sus clases de piano. A los milagros había que ayudarlos.

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Carlitos García comenzó sus estudios de música en el Conservatorio Thibaud Piazzini en el año 1956 con la profesora Julieta Sandoval. Había entre sus compañeros más niñas que niños, cada uno con cierto grado de aptitud y algunos troncos de esos a los que las madres los envían a estudiar piano porque era algo bien visto en esa época. La primera actuación de Charly García en público de la que existe testimonio data del sábado 6 de octubre de 1956, a las seis de la tarde. Como se puede ver en el programa, Carlitos Alberto García Moreno interpretó dos piezas, una de ellas anónima y la otra una canción de su profesora. Todo parecía ir muy bien y Charly progresó rápidamente. No fue el único de esos conciertos. En alguno de ellos ya se vería su propia impronta: en el medio de interpretaciones de Chopin, el compositor clásico favorito de Charly, el niño comenzó a tocar sus melodías propias. Nadie se dio cuenta, salvo su profesora. Repetiría el truco varias veces a lo largo de su corta carrera como músico clásico. Julieta Sandoval era una profesora de las de antes. Amorosa, pero sumamente estricta a la hora de los deberes y la educación que según ella debía tener todo futuro concertista. Charly recuerda muy bien esos tiempos.

“Yo tocaba música clásica todo el tiempo, y la música popular me daba asco, no entendía nada. Tocaba Chopin, Bach y hasta prendía las velas. Venían los vecinos, y me querían cortar los brazos. Comencé a componer cuando cumplí los nueve años; ahí salieron las primeras cosas que tenían que ver con lo que yo escuchaba en ese momento, y obviamente era muy derivativo. Más tarde quise componer en serio pero mi maestra, que era una divina aunque muy aferrada al catolicismo y a la música clásica, me hizo sentir que no había lugar para mí en eso (lo clásico). Que podía, sí, ser un buen concertista, pero no un creador. Y ahí es cuando llegan Los Beatles”.

Pero mucho antes del arribo de Los Beatles, en el hogar de Charly pasaron cosas que habrían de marcarlo de por vida.

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A mediados de la década del 50, viajar a Europa era casi una utopía. No eran tan habituales los viajes en avión como ahora, y era mucho más económico hacer la travesía en barco. Los padres de Charly decidieron realizarlo antes de tener más hijos. Ya había nacido Enrique, el hermano de Charly. Era una buena oportunidad, Carmen consiguió los pasajes, la situación económica de la familia era aún muy sólida y había con quien dejar a los chicos.

Charly no había cumplido aún los 5 cuando sus padres viajaron. Las distintas versiones familiares disienten acerca de si los chicos se quedaron con su abuela, con una tía poco paciente y propensa a la paliza, o con sus respectivas niñeras. Lo cierto es que Charly sintió muy dolorosa y negativamente la ausencia de sus padres. Incluso en momentos en que está mal, Charly recuerda esa época angustiante de su vida. “Me dejaron con dos boludas y el piano”, supo decir más de una vez. Fue el piano lo que lo salvó, a esa edad en que las heridas marcan para siempre a un niño que después, de adulto, podrá o no resolver esas cuestiones que quedan en su inconsciente.

Charly encontró dos cosas: el clavo y la cruz. Por un lado, se aferró al piano con todas sus fuerzas, y gracias a él pudo soportar el estar tanto tiempo alejado de sus padres. Pero su cuerpo acusó el efecto desarrollando vitíligo, una enfermedad de la piel que se origina, entre otras cosas, a raíz de trastornos nerviosos. A Charly le dejó la mitad de la cara blanca. La crisis actual de Charly García no se inició por la fama, las presiones del éxito y la vida disipada, aunque todo esto la haya profundizado terriblemente. Su origen debemos buscarlo en ese momento de su vida en que se sintió como Cristo en la cruz, preguntándose por qué sus padres lo habían abandonado. En “Say No More” hay pistas que conducen inevitablemente a aquellos momentos.

Por el cariño inmenso que aún hoy siente por su padre (y por su madre, aunque no lo reconozca), intenta creer que la culpa es de otra gente. El día en que Clarín publicó la crónica de su recital del 23 de octubre de 1996, con el que festejó su cumpleaños número 45, Charly se puso completamente furioso. Dejó un mensaje urgente en mi contestador en el que hablaba de Mercedes Sosa, de que el show no debía seguir. Me pedía que, si yo estaba allí, fuera para su casa o le mandara una señal.

Cuando llegué, Charly estaba enardecido. La palabra “patético”, referida a su show, lo sacó de quicio. Aceptó que le pusiera una mano en el hombro y lo llevara a su habitación para conversar. Utilicé la táctica del grabador, al que le habló gritando, como si tuviera vida propia y fuera su peor enemigo. De repente paraba, y volvía a comenzar. Estuvimos unas tres horas y Charly se fue calmando paulatinamente. Él quería que yo publicara esas barbaridades en el diario; yo le dije que lo iba a intentar, pese a que sabía que tal cosa era imposible. Días más tarde, me agradeció que no lo hubiera hecho.

Las barbaridades no eran, para nada, mentira: muchas de las cosas que Charly dijo ese día tenían un sentido real y la fuerza de la verdad desnudando la hipocresía. Alguien de afuera hubiera pensado en llamar al manicomio. Pero una de las tantas cosas que dijo aquella tarde fue referida a su problema de la cara blanca. Fue pura asociación libre.

“Por ejemplo, que todos los que vinieron al Ópera se pongan en la puerta del teatro. Algo lindo tengo que mostrar, loco. Me quedan dos: o irme porque esto es una locura, y uno que trata de hacer las cosas bien está impedidísimo porque todavía se creyeron a los peronistas y todas esas pelotudeces. ¿Entendés loco? Empecemos por ahí. Evita, todo eso, ¿están locos o qué? ¿Por qué no se hacen comunistas o algo? ¿Vos entendés cuál es? Son mentiras, loco. Yo tengo la mitad de la cara blanca ¿sabés por qué? Porque cuando se murió Evita, mi viejo no tenía un catzo que ver con nada. No puso un cordoncito en la fábrica, y por ese detalle a mí se me volvió la mitad de la cara blanca. Mi viejo y yo ¿qué carajo tenemos que ver con Perón y todo eso? Y yo la defiendo a Evita, porque cuando vino Madonna a casa, yo le dije ‘Get a real job’. Los diarios no sirven para nada”.

Días felices. Carlos Jaime García Lange y su primogénito Carlitos.

La verdad es que, cuando volvieron sus padres, se encontraron con que su hijo Carlitos tenía la mitad decolorada. Lo del cordoncito fue anterior.

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El papá de Charly era uno de los dueños de la primera fábrica de fórmica del país. Cuando murió Evita, él no puso el crespón negro de rigor con que los trabajadores despedían a la venerada dirigente política. En épocas del peronismo, ese detalle era obligatorio y a partir de esa omisión, Carlos Jaime comenzó a ser perseguido por las autoridades justicialistas. Ésa es una de las explicaciones que surgen acerca de lo que motivó aquel viaje a Europa: persecución política. Ese crespón negro fue como una señal ominosa que marcaría el rumbo de la situación familiar de los García.

Cuando Josi, la hermana menor de Charly, habla de su padre, lo hace con el mismo respeto y admiración con que Charly y mucha otra gente lo recuerda. “Mi viejo era un tipo con un humor tremendo. Siempre muy sobrio, nunca un mocasín, pero dentro de esa estructura tenía un vuelo tremendo. Era muy inteligente y muy sensible. Aparentemente era el más cuerdo de la tierra, pero si profundizabas un poco estaba loco como un tomate. Fue un tipo que nació en la opulencia, en una casa que era un delirio, súper gigante, con mucha herencia de familia, y hermanos y hermanas como la tía Carmelucha, que es una diosa. El tío Chucho era pintor e hizo todos los cuadros del puerto de la ciudad de Buenos Aires. Mi viejo era como un dandi de Caballito, muy pintón, onda David Niven.

”Papá era daltónico, confundía los colores, y a lo mejor salía a la calle vestido de verde, creyendo que era marrón. Un día salió y le gritaron ¡loro! Él se dio cuenta de que el gris y el azul eran lo seguro. Él era un tipo al que vos le dabas un disco de tango, la posibilidad de cantarlo, un vaso de vino, un partido de truco, y era feliz; no necesitaba nada más.

”Escribió libros de física y química. Arreglaba todo; una vez reparó el auto cambiando la correa del motor y reemplazándola con un cinturón. Dejó trunca la carrera de Ingeniería, y después hizo todo lo posible: tuvo la fábrica de fórmica, una de camisetas, hizo libretos de radio, hasta que mis viejos se gastaron toda la plata. Viajaron a Europa, compraron mil cosas, acciones que después no valían nada: lo estafaron. A partir de ahí llegó a una gran depresión y comenzó a dar clases de física y matemática arengado por sus amigos, a los que conocía de primer grado y siguió viendo hasta su muerte”.

La relación entre Charly y su padre es crucial para entender por qué hoy pasan algunas de las cosas que pasan. El asunto es que desde la vuelta de los padres de Europa, las cosas comenzaron a empeorar notoriamente. Inés Raimondo, viuda de Enrique, hermano de Charly, me contó una tarde que la fábrica de fórmica tuvo que cerrar porque uno de los socios de Carlos Jaime García Lange se mandó una cagada y se vino a pique el negocio. Tuvieron que vender una propiedad en Paso del Rey y Carmen debió salir a trabajar para sostener a su familia.

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La infancia de Charly transcurrió entre la escuela primaria, las clases de piano y los ejercicios correspondientes. Un señor llamado Guillermo Otero, que dijo ser vecino suyo en esos tiempos, aseguró que cuando él practicaba “se caían los cuadros de mi casa”. Charly afirma que jamás durmió de chico, y que nadie se convierte en profesor de piano a los doce años si duerme. Tal vez fuera porque tenía sueños espantosos de los que se despertaba con la culpa de quien comete un crimen. Carlitos no había hecho nada, pero no podía evitar esa sensación horrorosa.

Lo que sucedía era simple: se sentía reprimido por una educación que tenía como base la culpa y el castigo. La prédica católica de Julieta Sandoval se hacía sentir. Por suerte, Carlitos era un chico inquieto y tenaz lector desde los cinco años. Su madre, incluso, se sorprendía con los razonamientos de su hijo mayor que parecían los de un grande. “De chico —recuerda Charly—, me gustaban, principalmente, tres temas: los dinosaurios, los planetas y los mitos griegos”. Un poco más tarde se interesó por los mitos de la religión católica, y después fue un apasionado lector de Homero, devorándose La Ilíada y La Odisea. Esos libros lo llevaron por otros mundos, menos angustiantes para un niño.

Le costaba conciliar la noción del sacrificio que le imponía su profesora, la rigidez del cristianismo y otros dogmas, con la libertad de los sonidos musicales. Esas contradicciones se hicieron carne en la mente de Carlitos, que creció sintiendo que tenía dentro de sí un ángel y un demonio. Suponer por eso que Charly García es un esquizofrénico es equivocarse por completo. Pero es verdad que le resultó un proceso difícil el comprender cómo suceden las cosas en el mundo y lo distinto que es lo ideal de lo real.

Carmen Moreno comenzó a trabajar fuerte en radio, como productora de “Folklorísimo”, un programa muy exitoso en donde distintas estrellas de la canción telúrica se convirtieron en invitados estables. Carmen les habló a todos de su hijo, y no exageraba cuando decía que era un Mozart de nuestros tiempos. Eso lo comprobó Mercedes Sosa, un día en la casa de los García Moreno, al escuchar tocar a Carlitos y comentarle por lo bajo a Ariel Ramírez: “Este chico es como Chopin”.

Otro de los que se sorprendieron fue Eduardo Falú, quien descubrió que lo de Carlitos iba más allá de un talento natural para la música. Una noche, en un show producido por Carmen, se puso a ejecutar la guitarra para probar sonido. A poco de tocar se escucha una vocecita:

—El maestro tiene una cuerda desafinada —le dice Carlitos a su madre, que no pudo evitar que Falú escuchara.

—A ver ¿qué es lo que dice el chango? —se acerca Falú, divertido.

—Nada, Eduardo. Le pareció que había una cuerda desafinada —intentó zafar Carmen.

—¿Ah sí? ¿Cuál es? —insiste Falú.

—Ésta —le responde Charly señalando la quinta cuerda.

El maestro hace vibrar el la y comprueba que, efectivamente, está desafinada. Así todos descubren que Carlitos tenía oído absoluto, una capacidad con la que nace solamente una persona entre cada millón.

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Carlitos creció tratando de conciliar el mundo ideal del arte elevado que él aprendía en piano, con lo que veía todos los días. A los doce años se recibió de profesor de teoría y solfeo. Pero poco tiempo antes había encontrado la válvula liberadora más importante de su corta existencia. Fue una canción, un sonido, un llamado de la sangre.

Corría el año 1964, el sonido de Los Beatles comenzaba a llegar a la Argentina, y había captado el oído inquieto de Carlitos. Allí acabaron los sueños de sus padres, de tener un concertista en la familia. En ese instante terminó aquel futuro de un auditorio en el que señores de sonrisa y frac aplauden un concierto de música clásica. Fue como si el mundo comenzara a rotar al revés, como si todas las certezas de su educación volaran por los aires en una explosión de sonido.

“Cuando escuché a Los Beatles —evoca entusiasmado—, me volví loco: pensaba que era música marciana. Música clásica de Marte. Enseguida comprendí el mensaje: ‘tocamos nuestros instrumentos, hacemos nuestras canciones y somos jóvenes’. Para mi época y mi formación, eso era muy raro. No se suponía que los jóvenes hicieran canciones y cantaran. Lo primero que escuché de ellos fue ‘There’s a place’. Me di cuenta de lo que pasaba con las cuartas y un par de cosas interesantes más. Y ahí, ¡kaboooom!, acabó mi carrera de músico clásico”.

Muere un concertista de piano. Nace una estrella de rock and roll.

3. NO SOY UN EXTRAÑO

¿Te gustaría saber cuál es el gran drama de mi vida? Que he puesto mi genio en vivir y en mis obras sólo el talento.

OSCAR WILDE.

Sui Generis iba a ser el grupo que, en 1972, patearía el tablero del rock nacional. Ni Charly García ni Nito Mestre tenían la menor idea de que el éxito los esperaba a la vuelta de la esquina. Lo cierto es que su disco debut, Vida, vendió la friolera de 80 mil unidades (cifra impresionante para el mercado de aquellos tiempos), produciendo un cisma.

En primer lugar, no se parecían a nada de lo que había habido hasta aquel entonces. No encajaban en ninguno de los nichos en los que el rock se había encorsetado. Eran jóvenes, no muy agraciados, frescos y ligeramente ingenuos. Tuvieron un suceso fulminante y pronto se consagraron como uno de los grupos más populares en la historia del rock nacional en una meteórica carrera que apenas duró tres años en su etapa profesional. Lo que llevó a pensar que si tenía cuatro patas, ladraba y movía la cola, debía ser un perro: rápidamente se los etiquetó como comerciales. Esa prematura condena produjo en Charly una herida que aún hoy le causa algunas molestias.

¿Qué fue lo que provocó esta reacción antediluviana ante un recién llegado que debería haber sido recibido con todos los honores? Básicamente, celos y envidia. Había que ser muy ciego para no darse cuenta de que Sui Generis tenía un talento verdadero y de que Charly García estaba destinado a ser un compositor importante, no sólo del rock sino de la historia de la música argentina. Era, además, un pianista que cualquiera de los músicos que lo verduguearon al límite de la ofensa hubiera deseado tener en su banda. Sui Generis poseía un carisma peculiar; se los veía como desvalidos, pero con la gente de su lado eran imbatibles. Habría que hablar con Pierre Bayona (“¡el auténtico Broadway Danny Rose!”, como lo llama Charly), que fue el primero en darse cuenta y se convirtió en el manager de Sui Generis.

No por nada, Billy Bond, hoy un productor en San Pablo, declaró para MTV a fines de 1996: “Charly García es un músico de la puta madre”. El Bondo comprendió rápidamente, en 1972, quién era Charly García y lo hizo tocar en La Pesada del Rock and Roll, cagándose en los prejuicios de mucha gente de su sector que tuvo que hacer caso a lo obvio: tenían ante sus narices a un pianista único que tocaba rock and roll como los dioses. García era como un Jerry Lee Lewis, o un Little Richard, pero componía canciones adolescentes y elaboradas con delicadeza que esos retrógrados, en su pretendida dureza, rechazaban. Bond se iba a encargar de que el pibe curtiera y aprendiera. “Blanditos, pero decentes”, sentenció Bond. Charly pensaba diferente.

—Eso de “blando” era un prejuicio estúpido. En esa época estaban James Taylor y Elton John y decir que eso era blando... no sé. Yo tenía esa información. James Taylor no era blando: un drogadicto que hace canciones melódicas no es blando. O Elton John. En cuanto lo escuché me dije: ah, entonces puedo tocar el piano yo también. Yo, hasta entonces, para tocar rock usaba la guitarra eléctrica y ahí vi que en el piano también se puede hacer rock. Uno puede tocar con diez Marshall y ser un blando, o tocar con una guitarra acústica y ser re-duro.

En otra noche, en otro lugar y en otro tiempo (Palais Rosso, 1985) Luca Prodan hablaba de Sid Vicious que, según él, era un tarado al que hubiéramos echado a los diez minutos. “Man, yo te doy una guitarrita y vos solo, con tu voz y eso, haceme latir acá” —dijo golpeándose el pecho a la altura del corazón. En distintas épocas, Prodan y García pensaban lo mismo a pesar de ser tan diferentes.

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“Yo lo adoro a Charly”, asegura Litto Nebbia. “Lo respeto mucho porque es un tipo completamente original. Cuando debutaron con Sui Generis, fue como teloneros en un recital con mi grupo Huinca. En esa época eran cinco. Después lo invité a Charly a un programa de radio que yo tenía y tocamos los dos juntos al aire. Cuando Sui Generis editó Confesiones de invierno, me acercaron dos temas para que yo tocara el piano y arreglara otro; no se hizo porque con el tipo de la compañía en donde ellos grababan nos odiamos y prácticamente les prohibió que grabaran conmigo. Conocí la carrera de Sui Generis por los discos. Cuando lo conocí a Charly, él vino a mi casa de Olivos. Estaba por firmar el contrato. Era muy flaquito, muy sano, ingenuo. Y yo, que siempre fui muy peleador, le di mucha máquina”.

Luis Alberto Spinetta siempre fue muy prudente con respecto a sus declaraciones sobre Charly García. Tal vez por esa característica suya, no quiso hablar para este libro. Hubiera sido interesante saber qué le pasó a él por la cabeza cuando en 1972 apareció Sui Generis. En ese momento, Luis estaba en su etapa de rock pesado con Pescado Rabioso y supongo que le debe haber causado una extraña sensación descubrir a Nito y Charly tocando con el pianito y la flauta y causando tanto escombro. Pero Luis no es fanático ni tonto y se debe haber dado cuenta de que algo acontecía allí. Según le comentó a Eduardo Berti para su libro Crónicas e iluminaciones: “La música de Sui Generis nunca me gustó. Me pareció siempre una música carente de swing. Al lado de la de Almendra me parecía algo tipo María Elena Walsh, pero a partir de ‘Tango en segunda’ y de la propuesta de La Máquina de Hacer Pájaros y Serú Girán me fui acercando, me empezó a gustar cada vez más su música y hoy pienso que (Charly) es un verdadero monstruo de la canción de acá y de todos lados. Un compositor increíble”.

Otro que no duda sobre lo que representa Charly García es Fito Páez. “Charly García es uno de los compositores del siglo —asegura el rosarino—. La música más importante que atravesó este siglo en Argentina fue el tango, el folklore en otra instancia, y la otra música fue el rock. En este punto, Charly inventa una nueva manera de contar el mundo pop, renovándolo, refrescándolo y dándole gravedad y gracia. Antes estuvieron Manal, Los Gatos, Almendra, pero es Charly el que instala la idea pop en la gente. Esto es innegable. Lo ha hecho con una gracia muy divina y con una originalidad única. Tiene años de su vida componiendo canciones a lo Dylan, a lo Lennon, a la altura de los grandes del pop que él admira mucho. Y todo eso con un color local que es muy lindo. Charly es un tipo que ha mirado este lugar del mundo como nadie. Ha sacado unas fotos de los argentinos que son increíbles. No hay estrategia en esto: él es un artista. Esto se puede decir de muy poca gente”. Por muchas otras conversaciones off the record que hemos tenido sobre el tema a lo largo de los años, me consta que Páez no dice esto para quedar bien. “Odio de mi parte hacia él, no hay, ni público ni privado —aclara—. Es un tipo que está siempre en mi boca y en la de nuestros amigos, pero bien. Para quererlo, alabarlo, mimarlo y abrazarlo. Charly es un personaje muy especial. Yo ni siquiera creo que él tenga una cosa de odio para conmigo, a pesar de que hace cuatro años que no nos vemos. De verdad, te lo digo. Mucha gente que está a nuestro alrededor arma este tipo de tensiones. Pero no hay conflicto ni enfrentamiento. Eso es el afuera, un afuera dañino y muy hijo de puta”.

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León Gieco fue otro de los que se dieron cuenta al toque de quién era Charly García y enseguida lo reconoció como a uno de su mismo palo. Un agitado mediodía de 1996, García me comentó que él consideraba a León como un amigo del alma. Sabe positivamente que Gieco va a estar siempre a su lado y en cualquier circunstancia en que él solicite su presencia. También advirtió esa lealtad desde el primer momento: entre tantos cuchillos que pasaban como salutación al recién llegado al rock, Charly pudo percibir la mirada alentadora de León.

—León, ¿cómo conociste a Charly?

—Lo vi por primera vez en el estudio de Pepe Netto. Con Miguel y Eugenio organizábamos recitales en diferentes teatros y hacíamos canjes con músicos de otros lados. Un día organizamos un concierto en el teatro Luz y Fuerza y contratamos a Sui Generis para que fueran soportes. Primero tocaban ellos y después nosotros, que éramos los auténticos dueños de la pelota. Aparecieron todos los Sui Generis —eran como seis— con el gordo Pierre, personaje mítico, que me dijo que no podían empezar ellos porque les faltaba el tecladista y no sabían dónde estaba. Entonces tuvimos que salir a tocar primero, con Miguel y Eugenio y, al toque que terminamos, apareció Charly. Cazamos enseguida que se había escondido para asegurarse la actuación central. Con el tiempo, llego a la conclusión de que Charly siempre hizo lo mismo: él siempre cerró los espectáculos todas las veces que nos fuimos de gira. Maneja esa actitud desde el vamos.

Tu primera impresión de Charly, entonces, no debe haber sido del todo favorable.

—No, sí que fue favorable. En esa actuación, los Sui Generis eran una banda: Nito, Charly y cuatro más. Lo escuché tocar a García e inmediatamente pensé que ese tipo era un genio. Y eran chicos todavía. En un rock, Charly comenzó a tocar con las manos y con las patas: con el talón tocaba las partes agudas del piano. El director del teatro me vino a buscar a la butaca y me quería matar.

“Sacame a este hijo de puta de acá, porque yo suspendo todo”, me encaró muy enfurecido. “Lo voy a matar, me está arruinando el piano”.

“No te lo está rompiendo” quise calmarlo. “¿No te das cuenta de que este tipo es un genio? ¡Mirá cómo está tocando! Además, yo no me puedo subir al escenario: en estos momentos es de ellos. Andá vos y enfrentá a la gente, a ver qué te dicen”.

“No, el que lo tiene que sacar del escenario sos vos”.

“Disculpame, flaco: yo soy músico, no policía”.

Ahí pensé lo bueno que sería armar una banda y que el tecladista fuera Charly. Súper iluso, yo. De todos modos, me terminé dando el gusto: mi tercer disco, El fantasma de Canterville, lo presentamos en el teatro Odeón con Charly en teclados, Nito en voces y flauta, Alfredo Toth en bajo, Oscar Moro en batería y Rodolfo Gorosito en guitarra. Yo era del campo, pero no pelotudo.

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Sui Generis entró al circuito del rock nacional de la mano de Pierre Bayona, quien se encargó de apretar los botones exactos. Primero convenció a Jorge Álvarez, que había fundado junto con otros jóvenes el legendario sello Mandioca y que en 1972 era el director de Talent, etiqueta rockera de Microfón. Álvarez tardó en asimilar el concepto de Sui Generis, pero mientras el hombre captaba, Pierre ayudaba a que Nito y Charly comenzaran a codearse con el ambiente.

Es así como Charly realiza su primera grabación para Cristo Rock, el disco debut de un pibe de Mercedes: Raúl Porchetto. Charly tocaba muy bien piano y órgano. A raíz de esa grabación, Billy Bond lo convocó para La Pesada del Rock and Roll, grupo con el que hizo una gira por el interior. Según lo recuerdan algu

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