
Un día alguien tiró junto a ella un trapo de piso. El trapo se le enredó en la cabeza como una bufanda. O como una media de lana. O como el turbante de Arafat.
“¡Qué asquete!”, pensó la escoba.
Y el trapo, que estaba sucio pero no era zonzo, la oyó.
—Por lo menos te acompaño y te abrigo —le dijo.
—Tengo frío no —dijo ella—, aburrida pero estoy, cuento un contame, dale.
Pero el trapo no entendió, porque la escoba trabucaba las palabras al estar con la cabeza para abajo. Además, no recordaba ningún cuento.
La familia de la casa era buena gente pero no tenía ganas de ocuparse del patio. Los chicos prometían baldearlo cada verano y después se iban a los videojuegos.
Un domingo se fueron todos al Zoológico, y entonces entraron dos ladrones. Cargados con el televisor, la licuadora, una lata de galletitas, un par de zapatillas y el reloj de cucú, quisieron escapar por el patio.
Cuando los vio, la escoba se cayó del susto, con tal puntería que un ladrón tropezó con ella

y se rompió el coco. El trapo dio un salto y se le enredó al otro ladrón en la cabeza, que asustado empezó a disparar tiros a la bartola.
Al oír el tiroteo, el vigilante de la esquina se despertó y entró corriendo en la casa, después de abrir la puerta de un patadón inútil, porque ya los cacos la habían forzado.
Se agarró el pie golpeado y saltando en una pierna llegó al patio, empuñó la escoba y de un buen escobazo en la mano del asaltante hizo volar el arma, que cayó patinando hasta chocar con una maceta petisa. ¡Poiiiing!
De la maceta colgaba un helecho grande como una peluca de gigante.
El policía esposó a los ladrones y los llevó presos, a la vista de todos los vecinos, que aplaudieron como en el teatro y revolearon camisetas.
Los presos declararon que habían sido atacados por una escoba asesina y un trapo feroz.
Esto lo supo la familia cuando encontró su televisor y sobre todo su reloj de cucú despanzurrados por ahí, como otras basuras.
Entonces vieron lo sucio que estaba ese pobre patio y a pesar de que ya oscurecía se pusieron a baldear con alma y vida. Los chicos terminaron

bailando con la escoba y al trapo lo colgaron, limpito, de un alambre, donde se hamacó hasta hartarse.
La tortuga Manuelita, que estaba durmiendo a pata suelta bajo el helecho, despertó sobresaltada y se desveló para el resto del invierno.
No quiso saber nada más de ese patio ni de esa maceta ni de ese helecho ni de esa escoba ni de ese trapo de piso ni de esos ladrones ni de ese vigilante ni de ese reloj de cucú ni de esos pelos de gatiperro.
¡Mucho menos de los carozos de banana!
Y decidió irse a recorrer el mundo.

El barco
Este era un barco que zarpaba rumbo al Turkestán. El capitán era un rico mercader (o un empresario, como se dice ahora), que llevaba una carga muy valiosa: ochocientos barriles de pis de gato.
En Turkestán, iba a venderlo para convertirlo, reciclado y destilado, en la famosa colonia para bebés Babypuf.
Los marineros estaban todos en cubierta, respirando hondo, porque el olor les daba dolor de cabeza, de nariz, de codos, de dedo gordo.
—¡A trabajar, vagonetas! —les gritaba el capitán.
Entonces pusieron en marcha el barco, mientras los peces se desmayaban a su paso y las gaviotas volaban bien alto, tapándose el pico.

Para colmo, en ese barco también viajaban el primer ministro del Principado de Paponia, el embajador de la República de Menefrego, el vicecanciller de la Federación Truchimedia, todos con sus respectivas esposas.
Muy elegantes ellas y ellos, ya que habían ido al puerto directamente después de una función de gala en el teatro de la Fresca Viruta.
Encerrados en sus cabinas, tirándose de los pelos, tenían la impresión de haberse equivocado de barco, pero ya era tarde.
Protestaban y pataleaban, bañándose en perfume y pegando mordiscos a jabones de violeta, lavanda y rosa mosqueta. Para qué decir los millones de pompas irisadas que fabricaron.
Así pasó un tiempo y llegaron a mar abierto. El oleaje era fuerte y en el zamarreo algunos barriles empezaron a desarmarse y derramar su contenido.
—¡A trabajar, vagonetas! —gritó el capitán—. ¡Levanten inmediatamente ese tesoro líquido!
Levantaron lo que pudieron, con una aspiradora especial fabricada en Taiwán con bambú, plastilina, tubitos de naranjada, varillas de paraguas y chicle escupido, todo con un motor a pedal.


—¡Junten hasta la última gota de esa preciosa mercadería! ¡Bastante me costó tener sentados a 25.000 gatos siameses en pelelas de cristal, durante siete años y tres meses!
Y los marineros, con las narices tapadas con cachos de soga y esponjas en la boca, trataban de respirar por las orejas.
Siguieron pasando la aspiradora hasta el último resuello y hasta juntar la última gota del principal ingrediente de Babypuf, la colonia de los bebés narigones.
Los importantes pasajeros (o pasajeros VIP, como se dice ahora) no aguantaron más y pidieron un bote salvavidas. Salieron remando a toda máquina, y supongo que todavía siguen respirando la fresca brisa del mar y tomando fotos que saldrán muy movidas.
Manuelita, que viajaba en la cocina donde al menos había olor a sopa, tampoco aguantó más y se bajó en la primera isla que vio.

La isla
Esta era una isla desierta que en el medio no tenía una palmera, tenía un obelisco.
Resulta que una vez, el gobierno de la Argentina decidió mudar la Capital bien lejos, donde no molestaran el tráfico ni los chicos pedigüeños, pero no le alcanzó la plata más que para levantar otro obelisco, que allí quedó, rodeado de plantuchas de mala muerte.
Un pobre pingüino, que había errado el rumbo, en vez de llegar a una orilla helada, llegó a ese islote caluroso, que parecía freírse al solazo. Se abanicó un poco con los bracitos y se remojó la cabeza en una esquina de ola. Después se acurrucó a la sombra del obelisco.

¿Dónde había quedado su familia, su mamá, su papá, hermanos, primos, cuñados, bisabuela, consuegros, tíos gordos y novias de sus tíos? Los separó una ola más alta que el obelisco, y allí seguía el pobre pájaro bobo, sintiéndose tan solo que se puso a llorar.
Su llanto formó un charco tan grande que le nació un pescadito, se lo comió y se sintió mejor, pero no mucho.
A esa isla llegó nadando Manuelita, y fue a curiosear el obelisco. El pingüino se escondió y la espió con un poco de desprecio, porque él era más alto y porque esa desconocida no era de su misma especie. ¡Faltaba más!
Manuelita, intrigada, dio varias vueltas alrededor del monumento, sin ver al pingüino, que seguía jugando a las escondidas. El sol empezó a caerse al agua, allá lejos, y el agua empezó a parecer licuado de melón.
Y entonces, ya mareados, chocaron y se miraron frente a frente. Mejor dicho, él la miró desde arriba.
—Manuelita, presente —saludó ella.
—Patachata, glurp... —dijo él, orgulloso como si hubiera acabado de hac