Mal de altura

Gonzalo Maier

Fragmento

MAL DE ALTURA

Me puse un chaleco de lana y salí a detener la revolución. Era una tarea ingrata e inesperada —algo exagerada, si me preguntan—, que me obligaba a jugar un papel reaccionario que nunca pensé que me tocaría. Había imaginado otros, por supuesto: el de escritor maldito, el de profesor buena onda, el de inútil redomado e incluso el de anarquista de biblioteca, que eran los que tenía más a mano. Si en estas cosas se pudiera elegir me habría gustado ser filántropo ruso o futbolista brasileño, pero me tocó lo que me tocó: estudiar filosofía durante el cambio de siglo, escribir un par de papers que tuvieron menos lectores de los que esperaba e improvisar sobre la marcha. Esa improvisación se tradujo en parejas, una hipoteca, trabajos sueltos y otros amarrados, y una vida que juraba que adivinaría cómo sería y para dónde iría, pero al final, y como suele pasar en estos casos, porque de otro modo sería aburridísimo, hizo lo que quiso.

No estaba mal. De hecho, el mensaje me pilló comiendo un ceviche de reineta y tomando una cerveza helada en un peruano de Providencia. Hubo un tiempo en el que iba seguido a ese local, sobre todo después de clases, o por las noches, con un grupo de amigos, por lo general alumnos de doctorado y más de algún aspirante a catedrático, que se terminó deshaciendo como tantas otras cosas, incluidas las revistas que fundamos y nuestra confianza ciega en las humanidades. Estaba en ese local, decía, con la decana de mi facultad, que también era mi jefa y, al mismo tiempo, mi amiga desde tiempos inmemoriales, que comía una causa limeña, celebrando algo que en realidad no teníamos que celebrar, cuando entró el mensaje volando desde el ciberespacio derechito hasta mi celular: Echaurren estaba en un centro de esquí, en la cordillera, encerrado con un fusil en una mano y con un libro de ética en la otra.

Al comienzo pensé que esa descripción era un arrebato poético, una especie de metáfora medio gruesa sobre la decadencia de la academia o de la filosofía, pero después de tomar un sorbo de cerveza y pensarlo otra vez, me pareció de lo más plausible. En Cuesta Nevada, en una cabaña bien calefaccionada, linda, candidata a aparecer en una revista de decoración, una de esas con vistas a montañas blancas, Echaurren estaba encerrado y dispuesto a echar a andar su rebelión.

Era extraño, por decir lo menos, querer cambiar las cosas a la fuerza —para algo son los fusiles— y, al mismo tiempo, encerrarse en una cabaña y pedir a gritos hablar con un profesor de filosofía, pero en ese momento me pareció de lo más normal. Imagino que a él también.Tomé un último sorbo de cerveza, suspiré algo resignado y le dije a la decana que me tenía que ir corriendo, que pasaría a su oficina al día siguiente o subsiguiente —ya tendríamos tiempo de decidirlo y de seguir festejando el fin de las clases de ética— porque algo urgente me llamaba.

Echaurren quería hablar conmigo —esto no se lo dije, claro— y yo también quería hablar con él, aunque yo no tenía apuros ni un fusil. Ni siquiera tenía llaves de un auto, porque no manejaba, y si quería subir a la cordillera a esas horas lo tendría que hacer en uber. Hubiera preferido encontrármelo donde siempre, pero ya no sé si ese siempre sigue siendo siempre, o más bien un antes.A ver si me explico:

Cuando lo conocí, yo llevaba seis años trabajando en una de esas universidades que están en la cordillera. Quedaba arriba, casi en el límite —legal, físico, acaso imaginario— para construir. En un momento las universidades se fueron a la montaña, a los barrios de la clase alta, como si el país del progreso se encaramara en los cerros, como si la obligación siempre fuera abandonar el centro, salir corriendo del pasado, aunque la respuesta oficial era que allí había espacio.Y claro que lo había; al comienzo apenas se veían casas y calles. Mi campus, tal como varios otros, quedaba lejos. Qué sé yo, por lo menos a una hora y media en micro de donde vivía.

Y una tarde cualquiera de esa vida montañosa, una de tantas, cuando estaba a punto de irme para la casa, entró la decana a mi oficina y se sentó en la silla que por lo general usaban los estudiantes que venían a mendigar notas o plazos. Afuera ya estaba oscuro, y las luces de las casas parecían puntitos lejanos y brillantes sobre un manto negro que se extendía a nuestros pies. No era raro que conversáramos de cualquier cosa, sobre todo de amigos en común o conocidos. «Te quiero pedir un favor, Sócrates», dijo esa vez, con una cara de chiste muy evidente, como si estuviera conteniendo con esfuerzo una carcajada, y me contó que Alcalde y Echaurren vendrían durante seis meses a tomar clases de ética. Imagino que hice una mueca como si no entendiera nada. «Alcalde y Echaurren, los financistas de las campañas políticas, los de las noticias; al final los condenaron a ir a clases de ética. Las quieren tomar acá. No sabemos cómo cobrarles ni cuánto, pero te lo pagaremos aparte».

Dije que sí porque no sé decir que no. En realidad, sí sé, pero no a ella. No me lo pedía por mis méritos académicos o docentes —nunca había hecho un curso de Ética, sin ir más lejos—, sino por ser de confianza. Ese era mi trabajo: ser confiable. En todos los lugares se necesitan tipos así, que puedan guardar secretos, callarse, hacer lo que hay que hacer sin bulla ni escándalos. Es tan sencillo como tener muy claro a quién se le debe fidelidad y a quién no. Y hace muchos años, incluso antes de llegar a la montaña, lo descubrí y supe que esa podía ser mi vocación secreta o incluso mi especialización filosófica: el discretismo.

Acepté, entonces.

El fallo de la Corte Suprema, además de una multa simbólica, decía que los condenados por cohecho e influencia indebida debían ir a clases de ética durante seis meses. No especificaba dónde ni con quién ni bajo qué perspectiva teórica. La justicia tiene una idea rara de la ética, pero seguro que los filósofos también tienen una idea antojadiza de la justicia. El asunto provocó una suerte de batahola en las redes sociales y en los diarios a la que nunca presté mucha atención, pero cuando los medios olvidaron todo y debían comenzar las clases, fue mi turno. Me limité a organizar el programa como un seminario más porque siempre lo hacía de ese modo. Cada clase leeríamos un texto y lo comentaríamos. Sería como un paseo por la ética hecho a la medida, que es como seguramente ellos comprarían sus trajes y sus casas en la playa. Alcalde terminó yéndose a otra universidad cordillerana —se pelearon por culpa del juicio y no se quisieron ver más, ni siquiera en los pasillos de la facultad— y yo me quedé con el que sería mi único y fiel alumno durante ese semestre, Juan Agustín Echaurren y Patrón. Claro que faltaba para que fuera fiel —y para que dejara de serlo—, en ese momento era solo un prospecto de aprendiz que aparecía en mi vida, mientras la decana desaparecía por un pasillo muy bien iluminado, pese a estar vacío.

En el restaurante peruano me eché un par de esos pancitos de anís redondos y esponjosos en el bolsillo —«para el camino», pensé—, pedí un uber caro —quería un auto grande para llegar hasta allá arriba más o menos seguro— que, después de unos minutos, frenó en el frontis del local. Apenas me senté en el asiento del pasajero el chofer miró el destino e hizo un chiste que no entendí. No me quedó claro si era sobre la cordillera o los esquiadores o una mancha rebelde de salsa huancaína que tenía en la camisa.

Tenía

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