Fearless (Saga Powerless 3)

Lauren Roberts
Lauren Roberts

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Existen pocos motivos para que dos personas envueltas en capas se reúnan en mitad de la noche.

A nadie sorprenderá saber que la lista es tan breve como inapropiada.

Para algunos es el amor. Para la mayoría es el deseo.

Deseo de dinero. Deseo de un objetivo. Deseo de venganza.

Pero, en algunos casos, el amor es lo que ha provocado estos deseos. O, mejor dicho, la pérdida del amor.

Estos sentimientos encontrados son extraños, y también suelen ser trágicos.

Hay un hombre apoyado contra la pared; la capucha oculta su expresión estoica.

Lleva así largos minutos, aunque una ola repentina de impaciencia parece sacudirlo. Cada mirada desconfiada es un peso más sobre los hombros que ciñe la capa. Porque, enterrada en lo más profundo de esa capucha, hay una mente que le grita que siga adelante, y ahoga una voz mucho más amable que le dice que se vaya, una voz que lo llena de dolor. Pero sigue apoyado contra la pared como si necesitara agarrarse a este momento, a esta decisión, antes de hundirse de manera inevitable bajo sus consecuencias.

La luz de la luna se cuela entre las piedras caídas, entre los escombros del callejón. Sin saber por qué, eso lo pone nervioso, como si los rayos blancos se arrastraran hacia él.

Sí, prefiere mil veces el sol a su escalofriante contraria.

La figura envuelta en la capa se yergue de repente al ver una sombra que se aproxima. Se detiene ante él y cobra la forma de algo más tangible, mortal. Se miran, aunque las capuchas impiden cualquier indicio que los identifique.

—¿Sabes lo que has de hacer?

La segunda figura encapuchada tiene una voz como el oro, suave, rica. Ha practicado la habilidad de tejer las palabras para darles una forma mucho más hermosa que el significado que conllevan.

—Hasta cierto punto —responde el primer hombre.

Cambia de postura, sus botas gastadas se mueven sobre el empedrado desigual, la mente sigue gritando para ahogar la otra voz que le dice que huya, que no tome esta decisión fatal.

—Muy bien. —La segunda sombra se mete una mano en el bolsillo—. Espero que no falles.

—No puedo prometer nada.

Extrae la mano de la capa y saca al aire una pesada bolsa de monedas.

—Con esto debería bastar para todos.

El primero coge la bolsa y traga saliva ante el peso de la plata.

—Sí, bastará.

—Pero necesito que parezca real, ¿entendido? —El primero ha bajado la voz—. Haz que te crea.

La voz del primero es un susurro.

—Así será.

La batalla que tiene lugar en su mente es atronadora, pero ha aprendido a hacer caso omiso del ruido constante del caos. Porque nada lo puede salvar de su destino. Ni siquiera la voz dulce, persuasiva.

El otro desconocido asiente una vez con gesto seco y empieza a alejarse hacia las sombras que se arremolinan.

—¿Por qué quieres esto?

La curiosidad ha hecho que se le escape la pregunta. Espera la respuesta con la bolsa apretada contra el pecho para sentir su seguridad tangible.

Las sombras parecen moverse, acercarse para escuchar. La respuesta del hombre que ha vuelto la cabeza es breve.

—Todo acto brutal nace del amor.

Solo el hecho de entender eso une a los aliados más improbables. Pese a las capuchas, pese a las sombras, los dos desconocidos nunca se habían sentido tan expuestos.

Capítulo 1. Paedyn

Una gota de sangre cae en el suelo y mancha el mármol prístino bajo mis piernas temblorosas.

Contemplo la mancha roja mientras me zumban los oídos y se me nubla la vista.

«Miel. No es más que miel».

El río rojo me corre por la pierna en una corriente tan veloz que hace que me tambalee. O puede que sea porque comprender el destino que me aguarda ha hecho que la sala del trono dé vueltas como el anillo de acero que tengo en el pulgar. Miro el suelo pulido y parpadeo al ver el reflejo de lo que queda de esta chica. Tiene la cara llena de suciedad, los ojos aterrados ante un futuro que no había previsto y nunca vio venir. El pelo plateado le cae sobre los hombros, tan pálido como la cara sudorosa a la que está pegado. Se mece como quien lleva los zapatos de un ser querido. Sus manos están esposadas a la espalda y la sangre le corre por la piel lacerada.

Está atormentada. Está destrozada.

Está a punto de prometerse.

«Pero no puede ser verdad. Yo se lo arrebaté todo. Me va a matar. Me tiene que matar».

De pronto, la presión en el pecho es excesiva, el aliento se me atasca en la garganta junto con el torrente de palabras que me estoy tragando. Porque la muerte es el destino para el que me he preparado toda la vida, el destino que merezco. Lo noto en las yemas de los dedos sucios que nunca podré lavar de la sangre ajena, en la V que llevo grabada sobre el corazón palpitante y que me marca como débil.

La muerte ha sido la única constante en mi vida; es una vieja amiga que afila cada secreto oscuro que guardo para convertirlo en un arma. Me llama débil y yo oigo vulgar. Me dice que estoy perdida y yo solo oigo una promesa. Es la mano que buscan mis dedos ensangrentados porque encuentro consuelo en su inminencia.

Ahora solo me queda el zumbido en los oídos y el silencio ensordecedor de lo desconocido.

—Paedyn.

Me pongo rígida al mismo tiempo que lo hacen las figuras que se ciernen sobre mí. Podría haberme llamado traidora, asesina. Vulgar. Podría haber dicho que debilito a nuestro reino de élites. Así me conoce ahora esta corte. Son los insultos que escupió todo Ilya mientras me conducían hacia su rey. Son el resumen de la insignificancia de mi breve existencia.

Alzo la vista del dibujo que mi sangre ha trazado en el suelo.

«Miel. No es más que miel».

Solo veo zapatos brillantes, negros, que se funden con pantalones también oscuros. Subo los ojos por el tejido de calidad, por las costuras que ocultan un cuerpo fuerte. Consigo seguir alzando la vista para llegar hasta la hebilla del corazón y la caja que ofrece inocente en la palma de la mano. Sé lo que hay en el interior de terciopelo, lo veo centellear con el rabillo del ojo. Y no lo miro, como si con eso pudiera evitar que los grilletes brillantes me abrazaran el dedo.

Más arriba está la camisa arrugada. Veo cada botón hasta que llego con los ojos a la garganta, al cuello que la rodea. Aún no lo he mirado a la cara desde que pronunció la frase.

«Vas a ser mi esposa».

Es como si hubiera caído de lleno otra vez en las Pruebas, y en el juego igual de difícil que las envolvía. Entonces no soportaba mirarlo porque solo veía en sus ojos los del rey. Pero maté al hombre que veía reflejado en la mirada verde de su hijo. Edric Azer ya solo me persigue en los recuerdos fragmentados, en el corazón roto que me dejó. Yo me encargué de eso.

Pero no consigo mirar a este Kitt.

Me arde la garganta.

Puede que creara algo mucho peor que su padre.

—Paedyn. —La voz es sorprendentemente dulce y me recuerda a los tiempos en los que eso no me parecía sorprendente—. Mírame.

No es la primera vez que repite esas palabras cuando no quería mirarlo a los ojos. Pero ahora es mucho más lo que me hace apartar la vista, un pasado aún más atroz que el parecido con el rey que ordenó matar a mi padre. Hay traición. Hay dolor. Y los reyes que escriben la historia rara vez la olvidan.

Pero ese tinte de familiaridad en la voz me hace levantar la barbilla, mirar más arriba del arrugado cuello de la camisa, a los ojos.

Verdes. Como siempre fueron, como siempre serán. Me mira, lo miro. Una criminal sin padre, un hijo que siempre quiso complacer al suyo. Como fuimos, como nunca dejaremos de ser.

Y, por primera vez desde la batalla en la Arena, nos vemos de verdad el uno al otro.

Se le agitan los labios en algo tan siniestro que no se puede llamar sonrisa, tan dulce que no se puede llamar ira. Como si se cubriera con una máscara imponente.

—La futura reina de Ilya no inclina la cabeza ante nadie.

Se me seca la boca al oírlo mientras la corte entera se inclina hacia delante para escuchar también. La incredulidad es palpable, se mezcla con la nube de confusión colectiva que pende sobre nosotros. Docenas de ojos se me clavan en la piel. Están contemplando a la nueva versión de la Salvadora de Plata, la que se ha cortado aquello que le dio el título. El pelo corto no consigue ocultar el quebranto de mi cuerpo, tan evidente.

La corte me mira boquiabierta, tratan de entender algo por mi aspecto. Soy una mental, pero a la vez no lo soy. Una vulgar que consiguió sobrevivir a las Pruebas de la Purga, que cometió alta traición y mató a su rey, y pese a todo ahí está, ante ellos, todavía viva.

Y entonces oigo el susurro de la muerte que me habla desde el rincón más oscuro de mi mente. La parte de mí que ha aceptado el destino inminente desde el momento en que supe lo que significaba carecer de poderes en este reino. Ahora dice que soy la reina, y yo solo oigo risas.

Porque puede ser un destino peor que la propia muerte.

—Quítale las esposas —ordena el rey con tranquilidad.

Se me corta el aliento ante el roce de sus manos encallecidas contra la piel.

«Kai».

Vuelvo la cabeza sin poder contenerme. Incapaz de concentrarme en nada que no sea la necesidad arrasadora de mirarlo.

Pero no encuentro sus ojos grises. No, es una mirada parda, turbia, de odio patente. No son los ojos que busco esté donde esté, entre la gente. No son los ojos que han contado todas las pecas de mi nariz, todos los estremecimientos de mi cuerpo.

Tiemblo al respirar ante el imperial que me quitó sin ningún cuidado el grillete del tobillo en el campo de amapolas. Es el responsable de cada gota de sangre corrompida que ensucia este suelo de mármol. Sus movimientos son tan bruscos como las manos que tiran de la cadena que me sujeta las muñecas y me desgarran más la piel.

Se me llenan los ojos de lágrimas y parpadeo para contenerlas. Sacudo la cabeza para desafiar a la creciente debilidad que me invade y me muerdo el labio tembloroso que la delata. Recorro la estancia con los ojos, me estremezco de dolor mientras lo busco. Paseo la mirada frenética por los rostros desconocidos.

Se acabó fingir. Se acabó esconderse. Se acabó todo lo que no sea él, nosotros, en este momento en que lo necesito.

Pero no está por ninguna parte. Y, por primera vez desde que robé aquellas monedas de plata en Saqueo, me siento completamente sola.

La cerradura hace clic. Las esposas se abren.

Caen al suelo, tintinean contra la piedra, se manchan de sangre. El sonido retumba en el recargado salón del trono, suena a irrevocabilidad. Suena al precio de la libertad.

—Así mejor.

Aparto la vista de la gente que me mira boquiabierta para encontrarme ante la sonrisa amable del rey. Me froto las muñecas laceradas mientras Kitt me tiende la otra mano, la mano en que no lleva la cajita negra que quiero evitar. Parpadeo al ver la palma, el gesto de buena voluntad. Es un simple gesto que separa a la traidora de la futura reina.

Por fin miro al rey, que asiente una sola vez, con ademán tranquilizador. Pero en su mirada también se lee un recordatorio: mi opinión no cuenta.

Así que, cuando mi mano sucia de tierra roza la suya con manchas de tinta, permito que me atraiga hacia él.

¿Le estará costando lo indecible sujetar esa mano que clavó una espada en el pecho de su amado padre? ¿Y qué no le costará entonces deslizar un anillo en el dedo que se manchó con su sangre? Como si respondiera a mis preguntas, me da un apretón delicado. Es un acto que pretende reconfortarme, pero me alarma más que cualquier amenaza.

—Los ilynos creímos hace muchas décadas que habíamos vencido a la plaga. —La voz de Kitt se deja oír en todo el salón del trono, deliberada, dominante, con esa seguridad que sé que aprendió de su padre—. Sí, nuestros poderes son un don de la plaga, pero a su vez le escupen a la cara. Porque los élites salimos más fuertes de la enfermedad que iba a matarnos. Los élites protegimos nuestro reino debilitado de los invasores que querían conquistarlo. Los élites demostramos nuestra fuerza en los Juegos de la Purga.

La estancia se llena de murmullos de aprobación, hay una oleada de gestos de asentimiento. Me muerdo la lengua. La rabia me tiñe las mejillas de rojo. No soy más que una vulgar que los entretiene, un ejemplo de debilidad. Me han puesto en un pedestal para que me toqueteen, me degraden, me avergüencen.

—Pero los élites no fuimos los únicos que sobrevivieron a la plaga, ¿verdad?

La pregunta hace que la ira se me enfríe en la lengua y se me vuelva a secar la boca. El tiempo parece ralentizarse cuando me vuelvo hacia él y me agarro a las implicaciones no declaradas.

—No. También sobrevivieron los vulgares —continúa con calma—. Los ilynos que consiguieron salvarse, pero no obtuvieron poderes. Y, tras años de coexistencia con los élites, fueron perseguidos y expulsados por carecer de ellos.

Me suda la palma de la mano contra la suya. Me pongo rígida, aunque aún no sé si estoy esperando la sentencia o la salvación.

El rey, el Kitt al que yo conocía, recorre su corte con esos ojos verdes. El pelo rubio asoma bajo la corona de oro, le brilla como un halo sobre la cabeza. Cuando vuelve a hablar es con deliberación, con calma. Como si lo hubiera practicado.

—Y, si queremos que nuestro reino siga siendo grande, tenemos que recibir en él de nuevo a los vulgares.

Se me doblan las rodillas, pero Kitt me sostiene. Es como si lo hubiera visto venir cuando me ha cogido la mano para que no me derrumbara al oírlo. A mi alrededor, los rostros se vuelven borrosos; los labios se mueven, se alzan las manos en ademán de protesta. Pero no oigo nada, no veo nada, no sé nada que no sea este momento y la esperanza que conlleva para todos.

Kitt sigue hablando por encima del rugido de la gente, del zumbido que me llena los oídos.

—A su debido tiempo daré respuesta a todo lo que os preocupa. Pero, para tranquilizaros, haré un breve resumen. Desde que ocupé el trono de mi padre, he comprendido que Ilya se encuentra en un estado trágico que no hace más que empeorar. Estas últimas semanas he aprendido muchas cosas que no sabía sobre nuestro reino. —Inclina la cabeza hacia una figura entre la gente—. Calum fue mi prisionero. Era un líder de la Resistencia, pensé que era un radical.

Se me para un momento el corazón y busco con la mirada hasta que…

Ahí está, entre la gente. Primero veo el pelo rubio claro, y luego los ojos azules, alerta. Calum ve que lo miro y asiente. Aprieto los labios para no sonreír como desearía. Lo que hago es imaginar la gratitud que siento, porque sé que leerá el torbellino de pensamientos de mi mente.

Kitt sigue hablando y se impone a los murmullos del salón del trono.

—Pero, cuanto más lo interrogaba por sus actos de traición, más me enseñaba sobre mi propio reino. Las décadas de aislamiento han reducido mucho nuestros recursos. Dentro de las fronteras ya no hay sitio para el creciente número de los que viven en los barrios bajos, y todos los informes indican que estamos agotando las fuentes de alimentación de manera alarmante.

El rey sigue desgranando la situación terrible de Ilya como si se hubiera pasado cada momento desde que hui estudiando la lista de fracasos que heredó de su padre. Me viene a la mente el momento en las Brasas en que escupí a los pies de Kai la verdad sobre la fragilidad del reino. Me he pasado toda la vida en los barrios bajos, entre el hacinamiento y el hambre. No me sorprende que los informes hablen de esa escasez que conozco de primera mano.

—Dor y Tando no comercian con su ganado, sus cosechas ni sus conocimientos para adaptarse a las Brasas. —Kitt pasea la vista por la gente asombrada—. Sin ellos, no podemos expandirnos, no podemos comer. Las aguas de Izram, el Bajío, son cada vez más traicioneras. Hasta los peces se alejan de nuestras orillas. —Alza la voz, solemne, y yo me agarro a cada palabra—. Si no abrimos las fronteras y permitimos que los vulgares vuelvan a vivir entre nosotros será el fin de este reino de élites.

Estalla el griterío, pero el rey lo silencia con solo la razón.

—Las ciudades que nos rodean no comerciarán con nosotros si seguimos siendo una sociedad de élites. Cuando mi padre inició la purga, hace tres décadas, Ilya cortó relaciones con Dor, Tando e Izram. Ellos perdieron nuestros recursos, y nosotros los suyos, y no será fácil recuperar esta relación rota. Esos reinos no sienten ningún aprecio hacia los élites.

Una calidez me invade el pecho. Es un sentimiento tan ajeno que casi no lo reconozco: esperanza. Pero he presenciado la animosidad de Dor, he compartido su desprecio hacia los élites, no porque posean poderes, sino por cómo tratan a los que carecen de ellos. Y, tras décadas de arrogancia, hará falta un gesto importante para que Ilya consiga la paz.

Me vuelvo a tambalear.

El gesto importante soy yo.

Me siento mareada, aturdida ante el destino que se abre ante mí. Como vulgar, mi gran sueño ha sido siempre una Ilya unida. Un hogar, un lugar donde ya no tuviera que fingir ser lo que no soy para seguir con vida. Pero hay una parte de mí escéptica, combativa, que me dice que eso no es lo que quiere Kitt. No es posible. Su padre hizo todo lo que estuvo en su mano por erradicar a los vulgares.

—En cuanto a Paedyn Gray… —El sonido de mi nombre me sobresalta y me trae de vuelta a la desconcertante realidad—. Su traición no es lo que parece. Nuestra unión servirá como ofrenda de paz a los reinos que nos rodean. Esta muestra de confianza hará que los vulgares vuelvan a Ilya y nuestros vecinos comercien de nuevo con los élites. —Kitt sonríe con los labios apretados—. Nuestro matrimonio marcará el inicio de mi reinado y la Ilya más fuerte de la historia.

Desgrano cada palabra, sílaba por sílaba, para entenderlo todo. Y se vuelve hacia mí, y de pronto todos los pensamientos se me borran cuando saca el anillo de la cajita forrada de terciopelo. Hay un momento vertiginoso en que creo que me oye tragar saliva, en que va a ver el pánico que me llena los ojos.

Y, entonces, su mirada se dulcifica, y me veo reflejada en los suyos.

Todos los temores, todo el miedo. Él también los siente, y más. Porque ese anillo que le tiembla en la mano representa aquello que le enseñaron a odiar. Pero está haciendo lo que he visto, va contra los deseos de su adorado padre para salvar al reino.

Así que permito que alce mi mano entre nosotros. Dejo que me vea acceder y barrer todos los temores. Ahora me toca a mí marcar la diferencia, como siempre soñé, aunque los motivos del rey no sean los míos. Él solo quiere salvar al reino haciendo lo que haya que hacer, mientras que yo le tiendo la mano solo por una Ilya unida.

Soy el sacrificio por el que han sufrido y han muerto los vulgares.

Soy el poder del que carecen.

El anillo tiembla al rozarme la uña rota. Me mira para pedirme permiso sin palabras.

Cada momento de mi vida ha llevado a este. A este instante de valor.

Asiento, y me pone el anillo en el dedo.

Capítulo 2. Kai

Creía que sabía lo que era la tortura hasta que le puso el anillo en el dedo.

No, la tortura es tangible, y brilla sobre su piel bronceada.

Miro sin parpadear el símbolo que mi hermano le ha deslizado en el dedo. Es vinculante. Es infinito. Es mi perdición.

Casi se me escapa la risa entre los labios entumecidos. No es que no me haya dicho muchas veces que iba a acabar conmigo, que iba a ser mi fin. Ella es lo más destructivo que he deseado jamás, pero lo que va a acabar conmigo es ese anillo con un diamante.

Veo a Paedyn por los huecos que se abren entre la gente, como haré el resto de mi vida. Tendré que pasar mis días a su servicio, nunca a su lado. A su sombra, sin que me vea. Enamorado de la chica ante la que me incliné mucho antes de que se convirtiera en mi reina.

Kitt se aparta a un lado para que la corte vea a su prometida. El pelo corto le roza los hombros cada vez que mueve la cabeza. La plata acaricia su piel bronceada, roza la cicatriz de su cuello hasta brillar como el filo de una espada. Sus ojos azules recorren a los congregados, buscando, veloces, inseguros.

Doy un paso para ocultarme tras una columna de mármol, de las muchas que rodean la estancia, para esquivar, quizá por primera vez, esa mirada penetrante. Siempre he deseado ahogarme en esos ojos como el océano. Pero ahora no podría si ella no es el ancla con la que me hundo.

Llueven las preguntas, todas con un filo acusador. Me oculto en medio del caos y escucho mientras la corte pone en palabras la confusión que yo mismo siento. Esto era lo último que esperaba de labios de Kitt. Y ni siquiera se molestó en decírmelo antes.

Trato de relajar el cuello, casi noto cómo la máscara de indiferencia del ejecutor se funde con la rabia que me hierve por dentro. Los poderes de todos los presentes me están ahogando, me suplican que les dé rienda suelta. La ira es una emoción demasiado peligrosa, no debo sentirla. Me embota los sentidos e incrementa mi habilidad de portador hasta que todo se reduce al poder que me palpita bajo la piel.

Pero no puedo culpar a nadie. Esto se lo he hecho yo, a ella, a nosotros, a cada momento que he dedicado a soñar que Paedyn sería el centro del siguiente.

Soy el monstruo que le ha dado caza. Soy la bestia que la ha traído a este destino. Y seré mucho peor cuando ya no trate de ser digno de ella.

Un hombre grita junto a mi oreja, agita la mano de manera tan detestable que se me pasa por la cabeza la posibilidad de rompérsela. O, mejor aún, cogeré su habilidad de llamarada y le abrasaré la lengua dentro de la boca.

Por suerte para él, la voz de Kitt se impone a los gritos antes de que yo haga ninguna tontería.

—Pronto se celebrará una reunión formal y responderé a vuestras preguntas. Después, anunciaré el compromiso a los reinos vecinos.

«El compromiso».

Siento como si el suelo se hundiera bajo mis pies. ¿Por qué no pudimos quedarnos en aquel campo de amapolas? Si hubiera querido ser mi reina, me habría pasado el resto de mi vida tejiéndole diademas de flores. Mi reina. No la de Kitt. No la de Ilya. La mía.

La miro, sigo cada uno de sus movimientos. Kitt despide a la corte, interrumpe todas las conversaciones con un solo movimiento de la mano. En ese momento, en ese ademán, veo a nuestro padre. Es como si fuera él quien se ha presentado ante la corte, y Kitt no fuese más que su sombra.

Este no es el rey del que me despedí hace quince días.

Este rey es controlado, tranquilo, consciente de cada uno de sus movimientos.

Pero, como siempre, se me van los ojos hacia Paedyn. Está cruzando la estancia, muy erguida, rígida, con los ojos fijos al frente, clavados en la doncella que la espera junto a las enormes puertas, aún a varios metros. Las burlas la persiguen entre la gente. Docenas de rostros asqueados se acercan a ella, cada vez con más osadía. Y ya me estoy aproximando antes de que un hombre le corte el paso.

Se inclina hacia ella para murmurar sus comentarios crueles, y la saliva que se le escapa de la boca y le humedece las pecas no me pasa desapercibida. Aparto al hombre de un empujón tan fuerte que me pregunto en un rincón de mi mente si he permitido que aflorara el poder de un fornido. Ha sido un acto precipitado que me ha puesto entre Paedyn y el tipo que es obvio que quiere morir. Doy un paso hacia él y hago caso omiso de las exclamaciones de los que nos rodean ante la escena que he montado. Porque no me importa lo más mínimo lo que opine de mí esta corte. Y mi reputación ya no puede ser peor.

—Como te atrevas a respirar cerca de ella otra vez, será lo último que hagas. —Mi voz es un rugido.

—No.

La voz de Paedyn atraviesa todos los pensamientos enloquecidos, me baña como si solo su presencia fuera todo el alivio que necesito. Se sitúa junto a mí, clava los ojos en el hombre, que se ha puesto muy pálido.

—No —repite con voz letal—. Yo seré quien se asegure de que la próxima palabra que digas para insultarme a mí o a los míos sea también la última que salga de tu boca. Yo, una vulgar, acabaré con tu vida de élite.

Lo mira fijamente, con una cualidad formidable que de pronto parece parte de su esencia. El repentino silencio que se hace en el salón del trono me retumba en los oídos. Todos los ojos están clavados en ella, todas las bocas se han quedado abiertas al oírla.

Mi futura reina acaba de dictar su primer decreto.

Ese maldito anillo se le va a caer del dedo de tanto como le tiemblan las manos.

La sigo cuando atraviesa las dobles puertas para escapar del sofocante salón del trono, de la corte chismosa que queda atrás. Acelera el paso por los lujosos pasillos y casi no puedo ni imaginarme lo fuera de lugar que estamos entre la ornamentación color esmeralda. El ejecutor, medio desnudo y lleno de vendas, y la prometida del rey, ensangrentada y cubierta por una capa de mugre.

—Paedyn —la llamo, y aumento las zancadas.

Solo consigo que acelere el paso para doblar otra esquina. Suspiro y lo intento de nuevo.

—Espera, Pae.

Se detiene de golpe. Temblorosa. Pese a la distancia, veo cómo se le estremecen los hombros, oigo su respiración trabajosa. Apoya una mano contra la pared para recuperar el equilibrio. Voy a llamarla de nuevo por su nombre cuando un enjambre de gente sale al pasillo que he dejado atrás.

«Mierda».

Tengo que pensar deprisa, tengo que sacar a Paedyn de aquí antes de que la corte entera vea a su futura reina tratando de coger aire en el pasillo. Bien sabe la plaga que atribuirían el pánico a su sangre débil, vulgar.

Veo una puerta al lado del lugar donde Paedyn está a punto de derrumbarse y hago lo único que puedo hacer.

—Vamos allá —murmuro antes de agarrarla por las piernas y echármela al hombro.

Así consigo captar su atención. Es como si hubiera despertado a una fiera dormida.

—¿Qué demonios…? —Forcejea y me clava las uñas en la piel desnuda de la espalda—. ¡Bájame ahora mismo!

Voy hacia la puerta, seguido por una marea de voces.

—Me tienta la idea, pero ahora mismo estoy muy ocupado salvándote el culo. —No ve la sonrisa burlona que me baila en los labios, pero estoy seguro de que me la oye en la voz—. Hablando de culos, ¿qué tal las vistas desde ahí, Gray?

—Repugnantes —masculla.

Abro la puerta de golpe y entro.

—Eres consciente de que veo cómo se te mueve el pie izquierdo, ¿verdad?

Gruñe algo incoherente como respuesta a la extremidad que la traiciona y está a punto de darse un golpe en la cabeza contra la puerta que cierro tras nosotros.

Es un espacio reducido, invadido por la oscuridad.

La deposito en el suelo con delicadeza y siento su aliento que me cosquillea en la piel caliente. Mis manos se demoran sobre su cuerpo. Los dedos encallecidos pasan por la tela fina de la camisa cuando bajo las palmas hacia las caderas. En la oscuridad no veo su forma, así que tengo que conformarme con sentir cada centímetro de ella.

—¿Dónde estamos? —pregunta con una voz entrecortada que me da ganas de agarrarla con más fuerza.

—Parece un armario escobero en desuso —susurro—. No podía permitir que la corte entera viera cómo se derrumbaba su futura reina, ¿verdad? —Lo he dicho casi bromeando, pero las palabras me han salido amargas, hirientes—. Oye. —Trato de cambiar el tono. Le tiro del borde de la camisa para atraerla contra mí—. Di algo.

Siento los latidos acelerados de su corazón contra mi pecho. Se ha disuelto la distracción que he creado para ella. Vuelve a desmoronarse, la voz se le rompe junto con la imagen compuesta que trata de dar.

—No puedo… No puedo hacer esto. No quiero hacerlo. —Siento cómo niega con la cabeza—. Estaba preparada para morir. Estaba preparada para que fueras lo último que viera, y ahora…

—No lo digas. —La voz me sale ahogada, la interrumpo antes de que ponga en palabras mis propios miedos—. No lo habría permitido. Te prometí que iba a arreglar esto, y lo haré.

—¿Arreglar esto? —Su risa es poco más que un gemido—. Ya no es un asunto de vida o muerte, Kai. Esto es… —Se interrumpe y sé que se está tocando el anillo con dedos temblorosos—. Esto es hasta que la muerte nos separe.

Vuelve la rabia, otra vez me invade en oleadas. Porque ella iba a ser mi muerte, no la vida para otro. A ella iba a adorarla en esta vida, y me iba a arrastrar a la siguiente. Pero ahora está ligada a un rey, y yo no soy más que su asesino.

Le busco las manos, desesperada por sostenerlas tanto como sea posible.

—Concéntrate en este anillo —le suplico, y hago girar el aro que lleva en el pulgar—. En el de tu padre, no en el de mi hermano. Dale vueltas como haces siempre hasta que se me ocurra qué hacer. Distráete como puedas.

Siento que deja escapar un resoplido débil.

—Pero no fue de mi padre. —Le tiembla la voz bajo el peso de cada palabra—. Todo lo que creía saber de mi vida es mentira. ¿Y ahora tengo que vivir con alguien que pensé que quería verme muerta?

Niego con la cabeza sin saber cómo ayudarla a hacer frente al descubrimiento repentino de cómo llegó a ser hija de Adam Gray. No por la sangre, sino por el azar, tras un abandono. No sé cómo ayudarla en este momento de confusión, de dolor.

—No entiendo nada —sigue, precipitada—. Debería estar muerta. En este reino de plaga todo el mundo quiere verme muerta, no en el trono. —Suspira hacia las sombras, siento su aliento sobre la piel—. Pero Kitt tiene razón. Los reinos no se abrirán al comercio con Ilya a menos que vuelva a recibir a los vulgares. Ya viste cómo detestaban a los élites en Dor. —Siento cómo niega con la cabeza—. Nadie desea tanto como yo una Ilya unida, aunque el rey lo haga forzado, pero…

—Pero los élites no van a aceptar con tanta facilidad a una reina vulgar —termino su frase—. Ni siquiera quieren que haya vulgares viviendo libres y reconocidos.

Hay un instante de silencio antes de que vuelva a entreabrir para hablar esos labios que no veo, pero cuya forma tengo grabada a fuego en la mente.

—Pensé que Kitt estaba destrozado. Pensé que estaba triste y furioso. —Un suspiro entrecortado—. Pensé que te iba a mandar que me mataras nada más poner el pie en el salón del trono.

—Yo también lo pensaba —murmuro—. Y estaba preparado para decepcionarlo.

—Kai… —El dolor de su voz se me clava dentro.

—Pae. No tenía ni idea de lo que había planeado. —Me paso los dedos sucios por los mechones revueltos de pelo—. No he sabido mucho sobre los problemas de Ilya, y eso que he pasado más tiempo en los barrios bajos que nadie de este castillo. Tú confirmaste mis sospechas en las Brasas, la falta de comida, el hacinamiento. Pero no sabía que la situación era tan grave.

Noto cómo le da vueltas al anillo del pulgar.

—Me dijiste que, cuando saliste de aquí, no era él mismo —aventura Paedyn con voz suave—. Que la tristeza lo consumía, que corrían rumores de que se había vuelto loco. ¿Qué ha cambiado?

—No lo sé. —Vuelvo a recordar los papeles dispersos sobre la mesa, las manos sucias de tinta que los movían de un lado a otro—. No lo sé.

La oscuridad habla por nosotros durante un largo momento, se hace más densa a nuestro alrededor, nos llena los oídos de un zumbido sordo hasta que tiro otra vez del borde de la camisa. Se funde contra mi cuerpo y es un alivio. Pero entonces vuelve a hablar.

—No sé si sobreviviré a esto —admite en un susurro.

—Has sobrevivido a cosas mucho peores —le recuerdo con firmeza—. Además, no me parece que tuvieras ningún problema para encargarte de ese tipo en el salón del trono.

—Tú tampoco —replica, y me imagino sin lugar a dudas la expresión firme con la que acompaña las palabras—. No me hace falta que pelees por mí.

—Ay, querida, ya lo sé —susurro—. Pero voy a ser tu ejecutor, así que vete acostumbrando.

Sacude la cabeza y el gesto es casi implorante.

—No soy la reina de nadie.

—¿Tú crees? —Le busco la mejilla con los dedos y los paso por la pendiente delicada de su nariz—. Entonces es que sabes el poder que tienes sobre mí.

—Se te olvida que no tengo poderes, príncipe.

Sus palabras tienen filo, como si el aliento se le hubiera transformado en una navaja contra mi cuello.

—Entonces, serás mi debilidad.

—Sabes que estoy prometida a tu hermano —susurra con los labios peligrosamente cerca de los míos.

Trago saliva y consigo hablar con voz firme.

—Por ahora.

—Para siempre. —Resopla con fuerza—. No hay manera de escapar. Si lo que ha dicho Kitt es verdad, el futuro de Ilya y de los vulgares depende de esto.

Inclino la cara hasta apoyar la frente contra la suya.

—Soy demasiado egoísta para permitir que te me escapes.

—Tendrás que fingir.

Le paso el pulgar por el labio inferior.

—Entonces ¿tendré que arrastrarte a un armario cada vez que quiera tocarte?

Estoy jugando con ella, trato de no sentir el sabor amargo de cada palabra que pronuncio. Me niego a permitir que este sea su destino, pero el miedo me atenaza, se me enrosca en el pecho, aunque bromee. Porque, si de verdad va a pertenecer a Kitt, voy a pasarme el resto de mi vida llorándola.

Así que la distraigo. Esquivo. La deseo más que nunca por si es la última vez.

Casi oigo la sonrisa débil que le tiñe la voz.

—La idea es que no me toques, y punto.

—Pero me lo podrías ordenar —sugiero—. Así estaría obedeciendo tus órdenes.

Se le escapa la risa y trato de memorizar el sonido.

Me echa los brazos al cuello. ¿Se abrazará así a él?

Roza mi nariz con la suya, y ruego en silencio que nunca lo haga en la de otro.

Sus labios apenas han rozado los míos cuando la puerta se abre de golpe.

Capítulo 3. Paedyn

—No era lo que parecía.

Un suspiro. Un asentimiento que le sacude el moño desaliñado.

—Como ya he dicho, no sé lo que parecía porque no vi nada.

—¡Ellie! —exclamo, exasperada—. Sabes muy bien lo que viste.

Se mete un mechón de pelo detrás de la oreja como si con eso no fuera a verle la sonrisa que se le dibuja en los labios.

—Fui a coger una escoba y eso fue todo lo que hice.

Como para subrayar tanta inocencia, coge la escoba y echa a andar pasillo abajo, y yo la sigo.

Doy las gracias por el paso vivo que marca, que convierte los rostros en borrones al pasar y me pinta las mejillas de rosa. En mi mente repito una y otra vez el momento en que se abrió la puerta para dejar a la vista al ejecutor y a su futura reina, abrazados en la oscuridad. Nos separamos de un salto, pero no antes de que nos vieran los ojos castaños de Ellie.

Y, pese a todo, una sonrisa me baila en las comisuras de los labios. Me la cubro con una mano antes de que se haga más amplia. Porque, cuanto más pienso en ese momento mortificante, más divertido me parece. Mi vida entera se ha hecho añicos, y yo tengo los trozos rotos en la palma de la mano y no puedo hacer más que reírme. No me atrevo a mirarme en el espejo porque lo que me devuelve la mirada es un mosaico de todos los errores, todas las tragedias que llevo dibujadas en la piel, y la sombra amenazante de las que están por venir.

Sin poder. Sin padre. Sin Adena. Tenía que luchar por sobrevivir a eso, y aun así era el anillo que llevaba en el dedo lo que podía matarme.

Se me escapa una risa ahogada y suena tan fuerte que Ellie vuelve la cabeza para mirarme con preocupación. La sigo a ciegas por el castillo en que pensé que iba a estar prisionera. Jugueteo con la intrincada joya que me une a otra persona. El anillo centellea a la luz, inofensivo como una palabra que la lengua cruel aún no ha afilado.

Pensé que me vería en cualquier sitio menos en un trono. En una mazmorra. Bajo una espada, sin duda.

Porque los vulgares no reinan. Se esconden.

La gravedad de la situación pesa sobre mí de nuevo cuando doblamos otra esquina. Los criados nos miran. Los imperiales hacen muecas de desprecio. La risa se me muere en la garganta. La felicidad se diluye a la vista de mi futuro.

Porque soy el objeto mismo de la debilidad. Soy la persona que toda Ilya desprecia. Si me ponen en un pedestal, aunque sea para salvar al reino, me derribarán de buena gana.

Ellie se detiene bruscamente ante una puerta y casi me atravieso con el palo de la escoba que lleva en las manos. Me obligo a volver al presente, y entro tras ella en la habitación inmaculada.

Solo tengo que dar dos pasos para comprender que, desde luego, no es la misma donde me alojé durante las Pruebas. No. Ante mí se extiende un lujo con el que no había ni soñado.

Casi tropiezo en el suelo mullido mientras miro con los ojos muy abiertos el dormitorio más grande que he visto en mi vida. Las complejas molduras suben por la pared más lejana para envolver las ventanas en forma de arco. Una luz cálida se cuela dentro y los rayos de sol acarician la alfombra verde como si trataran de llegar hasta mí.

La cama ocupa casi toda la pared de la derecha, con una colcha de adornos florales bajo un enorme dosel. Hay un escritorio, una cómoda, un armario, alfombras por todas partes, todo blanco y mucho más grande de lo que me podía imaginar.

Me vuelvo para mirar a Ellie.

—¿De quién es esta habitación y por qué la estoy ensuciando?

Aprieta los labios en una sonrisa tensa.

—Son las habitaciones de la reina, claro. Bueno, las nuevas. El recuerdo de su difunta majestad, la reina Iris, aún vive en sus estancias. —Esas palabras hacen que se me encoja el estómago y me ponga pálida—. Aquí vas a vivir. Espero que todo te parezca… satisfactorio.

—Satis… —Respiro hondo sin siquiera acabar la palabra, confusa—. Ellie, no ha pasado tanto tiempo, no puedes haberte olvidado de que todo lo que hay en este castillo está muy por encima de lo que acostumbro.

Me dedica una sonrisa más astuta de lo que la creía capaz.

—Sí, recuerdo que el día que nos conocimos me informaste de cómo habías salido de la basura.

Me trago la repentina tristeza que me producen sus palabras y consigo sonreír.

Me duele de pronto el pecho al pensar en nuestro fuerte. En el santuario que Adena y yo nos construimos en los barrios bajos. Se me revuelve el estómago al recordar que lo comparé con la basura. Seguro que es lo que parece a simple vista… y por eso nos sirvió de refugio durante tantos años.

Ahora estará desierto, vacío sin el calor de Adena, oscuro sin su luz.

De pronto vuelvo a ver el sol y la arena y el cuerpo roto, ensangrentado, en mi regazo. Parpadeo para reprimir el recuerdo, me obligo a olvidar su último aliento jadeante, las patadas retumbantes de los ilynos sedientos de sangre en la Arena.

—¿Paedyn?

—¿Eh? —Vuelvo a la realidad y me encuentro ante la expresión preocupada en los rasgos dulces de Ellie. No me había dado cuenta de que estaba con la vista perdida en el suelo—. Sí, claro, todo… satisfactorio.

Carraspeo para aclararme la garganta y avanzo un paso más hacia el centro de la habitación. Hago caso omiso de lo que me imagino que es un baño exquisito, a la izquierda, y veo algo mucho más tentador hacia donde dirigirme.

Llego al balcón en cuestión de segundos. Vuelvo la cabeza para sonreír a Ellie y abro las puertas de cristal para asomarme al amplio saliente de piedra.

El aire fresco me pasa los dedos por el pelo mientras absorbo el esplendor que me rodea. Desde esta altura, la belleza de los jardines es abrumadora. Las hileras de flores se entrelazan multicolores en torno a los senderos circulares empedrados. La fuente en que salpiqué a Kitt está en el centro…

«Kitt».

No fue más que eso para mí durante aquellas Pruebas. El príncipe, sí, y un calco de su padre, en la apariencia. Pero también fue mi amigo. Un amigo al que traicioné. Un amigo que daba por hecho que iba a querer matarme por aquello y por mucho más.

Pero, ahora, él es mucho más. Primero, amigo; luego, enemigo; ahora, mi futuro.

Siento un escalofrío al pensar en las implicaciones. Me doy media vuelta y entro de nuevo en mis habitaciones, en las habitaciones de la reina, solo para encontrarme con Ellie esperando, paciente.

Cierro las puertas del balcón y me apoyo contra ellas con una despreocupación que en modo alguno siento, que no he sentido desde hace mucho.

—¿Dónde está la reina? O sea…, la reina madre, la viuda.

Hago una mueca, pero ya se me han escapado las palabras. Ellie, que es un tesoro, me responde antes de que tenga tiempo de empeorar las cosas con explicaciones.

—Se ha trasladado al ala oeste del castillo. Allí está la enfermería —me aclara en voz baja—. Pero, aunque no se encontrara enferma, ya no ocuparía estas estancias. Son las habitaciones de la reina y…

Me apoyo contra las puertas para conservar el equilibrio.

—Y yo seré la reina.

—Exacto. —Se esfuerza por sonreír—. Es para mí un honor ser tu doncella. Si me aceptas, claro.

Se me escapa una risa exasperada, y es agradable. Me sienta bien sentir que algo me sacude el cuerpo y no es dolor, dejar escapar un sonido que no sea un sollozo.

—Si de verdad llego a ser reina, Ellie, no tendrás que volver a trabajar un solo día en tu vida.

—Me gusta trabajar. Así tengo algo que hacer —admite con timidez—. Además, quiero servirte.

Se me escapa otra risa, esta más hiriente que la anterior.

—¿De verdad? ¿Con todo lo que ha pasado? —Doy unos pasos hacia ella—. Ya habrás oído los rumores. Puede que hasta la verdad.

—Seguro que tenías motivos —dice en voz baja, y trata de no mirarme.

La respuesta es sorprendente, y también la oleada de alivio que siento. Trago saliva, asustada de mi propia pregunta.

—¿Por qué no me odias, como el resto de Ilya?

Me mira durante un largo momento de silencio.

—El resto de Ilya no te conoce.

—¿Y tú sí? —pregunto tal vez con cierta precipitación.

—Mejor que la mayoría. Cuando eres la doncella de una persona, aprendes mucho de ella. —Se dirige hacia el tocador, saca el taburete y me indica que me acerque con una palmadita en el tejido lujoso—. Ven aquí, deja que te limpie un poco.

Obedezco, rígida, insegura. Sentarme en el asiento mullido es como volver al pasado, a un pasado en que mi única preocupación era sobrevivir a las Pruebas y a la sangre vulgar que me corre por las venas. Tiempos más sencillos, antes de unirme a la Resistencia y clavarle una espada en el pecho al rey corrupto.

Y esta es la recompensa. Una corona en la cabeza y un reino que quiere mi sangre.

—Te has cortado el pelo —comenta Ellie, interrogante.

Moja un paño con agua caliente y empieza a limpiarme la sangre reseca que me salpica la piel.

No respondo hasta que comienza a centrarse en una mancha más testaruda que las demás, en la barbilla.

—Empezaba a ser difícil huir con la melena tan larga.

Le digo eso en lugar de la patética verdad. Porque prefiero no recordar la sensación de la sangre en el pelo, tan espantosa que le supliqué a Kai que me lo cortara. Porque aún palidezco al verla, al sentirla en mis manos criminales. Porque aún tengo miedo de verla manar del cuerpo de una persona a la que quiera. Aunque me quedan muy pocas, y eso en cierto modo es un alivio.

Veo que coge unas tijeritas.

—¿Quieres que te iguale las puntas? Las llevas muy irregulares.

—¡No! —replico—. Gracias —añado con voz más amable—. Déjalo así.

Ellie asiente, estoy segura de que se muere por saber el motivo. Y, si me lo hubiera preguntado, se lo habría dicho. Habría admitido por qué me aferro a ese corte desigual.

Es como el flequillo que siempre le dejaba a Adena.

Los mechones de plata escalonados me recuerdan a las largas noches en el Fuerte, cuando le intentaba igualar el flequillo a Adena sin más testigos que las estrellas. Se reía ante las cosquillas cuando le hacía una línea torcida en el pelo. Y luego llegaban las carcajadas, y nos echábamos la culpa la una a la otra por el espantoso resultado.

Ya nunca volvería a tener ese privilegio. Así que me aferraba a ella en las puntas de mis mechones.

—¿Cómo fue la huida por las Brasas? —me pregunta por fin Ellie con los ojos muy abiertos.

—Solitaria —murmuro—. Aterradora.

Ellie asiente despacio, me recoge un mechón detrás de la oreja.

—Te queda bien el pelo con este largo. Y me alegro de que hayas vuelto sana y salva.

—Gracias. No sé quién se llevó una sorpresa mayor, si la corte o yo.

—Sí, ya me he enterado. —Casi le veo la mueca en la voz—. Y la verdad es que el personal tampoco se lo ha tomado muy bien.

—Me imagino. —Se me escapa un gemido—. No me extrañaría que el personal de la cocina me envenenara antes del fin de semana.

Ellie niega con la cabeza sin dejar de pasarme el paño por la piel.

—Qué va, no se atreverán, ahora que el rey ha exigido que seas su esposa.

«Ha exigido».

Son palabras que nunca me imaginé en el caso de Kitt. En cambio, con su hermano… Sé muy bien lo que es la exigencia del ejecutor. Y me he entregado a ella.

—Vaya, eso me… tranquiliza —susurro.

—Ahora está mucho mejor —añade en voz baja mientras me mira la cicatriz que me baja por el cuello. Me cuesta lo indecible no encogerme bajo el peso de su evidente preocupación. Por suerte, sigue hablando—. Después de la coronación casi no se dejaba ver. Estaba siempre a solas, encerrado en su despacho. —Se inclina hacia delante y baja la voz como si no fuéramos las únicas presentes en la habitación—. Tiraba la comida por la ventana. Unos criados se encontraron con el montón de restos en el patio.

»Era de esperar, claro —sigue con un suspiro—. Estaba dominado por la tristeza por lo de su padre. —Me mira a los ojos un instante y se apresura a seguir—. Y es obvio que las visitas de Calum ayudan a su majestad. Así ha sabido lo que pasa en el reino gracias a alguien que lo vivió directamente, no por unos informes.

Asiento al tiempo que trato de colocar las piezas de este rompecabezas desconcertante.

—Así que Calum iba a verlo, en el estudio…

—Bueno, al principio no —corrige—. Se pasó muchos días en las mazmorras. A saber qué plagas le hicieron. Pero me imagino que Kitt vio algo en él y decidió hablar de manera más civilizada. —Ellie se encoge de hombros—. La verdad, es lo único que nosotros, los del personal, sabemos sobre el tema.

Nunca he estado tan conmocionada y tan poco sorprendida a la vez. Una contradicción de ese nivel era la única respuesta lógica ante lo sucedido en mi vida durante la última hora. Porque había puesto esperanzas en Kitt, pero nunca pensé que de verdad fuera a hacer unos cambios que iban en contra de todo lo que le había hecho creer su padre. Y al parecer estaba en lo cierto. No es que este rey quiera una Ilya unida, es que quiere salvar el reino como sea.

Eso casi me da valor para sonreír, porque al menos es un comienzo.

Kitt tiene todo el derecho a odiarme porque maté al tirano de su padre, pero me necesita. Juntos, podemos salvar al reino, y no solo de la ruina. Podemos liberarlo de la segregación que durante décadas ha marcado sus tierras. Edric ya no está aquí para seguir contando mentiras a su hijo, para aprovechar su necesidad insaciable de aprobación, y puede que Kitt consiga pensar con claridad.

Y, si Calum lo aconseja, lo ayuda a ver de verdad su reino, puede que haya esperanza. Su elocuencia, junto con su manera de escuchar, es lo que hace tan convincente al leementes. O puede que utilice esa habilidad para estudiar nuestros pensamientos, para analizar cómo nos sentimos y pensar antes de decir exactamente lo que tenemos que oír.

Miro en dirección a la cama, al suelo, donde están mis únicas posesiones. Seguro que un criado desganado ha tenido que traerme la sucia bolsa. Pero lo que me muero por enseñar a Calum es el diario. Y también a Kitt.

El recuerdo de mi padre hace que me cueste tragar saliva. El extraño. El hombre que conocí es únicamente una hebra en el ovillo de la verdad, y apenas empiezo a desenredarlo. Hasta hace poco, Adam Gray solo era un padre, un curandero que me enseñó a sobrevivir, a observar, a entrenarme. Luego, lo vi morir. Y ese momento devastador hizo que me precipitara a una vida de la que pensé que no podría sobrevivir.

Mi padre era el líder de la Resistencia. Solo que, según el diario, no era mi padre.

Llevo demasiado rato inmersa en mis pensamientos, así que vuelvo a concentrarme en Ellie.

—¿Y el resto de los miembros de la Resistencia? Doy por hecho que cogieron prisioneros a algunos…

Sacude la cabeza con gesto solemne.

—Lo único que sé es que también acabaron en las mazmorras. Pero eso fue después de la última Prueba, y ha pasado mucho tiempo desde…

No termina la frase, con lo que deja a mi imaginación todas las formas brutales en las que han podido morir. ¿Cuántos miembros de la Resistencia, muchos vulgares y unos pocos élites que los apoyaban, cayeron prisioneros tras la batalla de la Arena? ¿Cuántos murieron de manera brutal porque todo se hundió en una revuelta que llevaban años planeando?

Me levanto y me aparto de Ellie.

—Tengo que hablar con Kitt…, con el rey. —Me aclaro la garganta—. Y con Calum.

Me mira, espantada.

—¡No será con esas pintas! —Solo tarda unos segundos en volver a su papel—. O sea, has hecho un viaje muy largo y tienes que descansar…

—Creía que iba a morir hace horas —la interrumpo con voz tranquila—. Daba por hecho que me clavarían una espada en cuanto entrara en el salón del trono. Pero no ha sido así, y pienso averiguar por qué. —Bajo la voz y adopto un tono mucho más solemne—. Puede que no me quede mucho tiempo de vida; no lo voy a desperdiciar descansando.

—De acuerdo —accede Ellie—. Nada de descansar. Pero, antes de que te vean por el castillo, tienes que bañarte.

Claro. Ahora mi vida entera depende de las apariencias.

Asiento, incapaz de concentrarme en nada que no sea la sangre reseca que tengo por toda la piel. Será un alivio quitarse todo rastro de la traidora que huyó para salvar la vida. De cada gota de sangre, sudor y lágrimas derramadas durante este viaje.

Va hacia el baño, y de pronto me vuelvo hacia ella.

—¿Qué sabes de Lenny? Lo vi durante el…, el viaje, pero luego nos separamos.

—Claro. La verdad es que… —Aparta la mirada y entorno los ojos—. Pues está aquí.

—¿Qué? —Casi me atraganto—. ¿Dónde?

Se acerca a mí, y con cada paso se le sacude el moño de pelo castaño.

—Te lo diré cuando te bañes.

—Ellie…

—Mi señora. —Arquea la ceja para poner el énfasis en el tratamiento.

—Vale. —Suelto un bufido y de nuevo voy hacia el baño. Miro hacia atrás con una mezcla de alegría falsa y sincera—. Pero solo porque la sangre seca que llevo bajo las uñas me está volviendo loca.

Capítulo 4. Paedyn

El agua me gotea por las puntas del pelo corto, se desliza por la plata como si fuera acero fundido.

Me he frotado cada centímetro de piel, y he invertido aun más tiempo en limpiarme bajo las uñas y en lavar los cortes que tengo en la piel. Hasta que no he salido del agua del baño, que ya empezaba a enfriarse, Ellie no me ha dado las noticias.

Solamente he tardado unos momentos de rabia en ponerme unos pantalones de tela fina y una camisa a juego y en ir hacia la puerta. Ellie ha tenido la sensatez de no cruzarse en mi camino y solo se me ha acercado lo justo para sonreír como si se disculpara y ofrecerme unos zapatos cómodos. Es lo que llevo puesto cuando recorro a zancadas el pasillo y la seda me acaricia las ampollas de los pies.

Casi no distingo los rostros al pasar, pero en ningún momento aparto la vista de la puerta que me espera al final del corredor. Lo veo apoyado contra ella, todo aburrimiento mientras se mira las botas pulidas.

Tarda unos segundos en alzar la vista al oír mis pisadas con el poder de híper. El pelo rojo le resalta contra el uniforme imperial que viste. La máscara blanca le cubre la mitad del rostro, pero veo los ojos castaños que se abren mucho al mirarme. Y las comisuras se le llenan de arrugas, mezcla de alegría y alivio.

Se yergue y me tiende los brazos.

—¡Princesa! Me alegro de ver que has vuelto de una pieza a…

Le doy un empujón en el pecho protegido del uniforme para lanzarlo contra la pared. Mi voz es un gruñido grave del que no sabía que era capaz.

—¿Qué leches, Lenny…?

—¡Eeeh! —Alza las manos con gesto de inocencia—. Oye, si es porque te perdí en Dor, te juro que iba a volver del revés esa ciudad con tal de encontrarte…

—Sabes muy bien que no me refiero a eso.

No es el comportamiento más adecuado para una futura reina, pero mi reputación no puede empeorar. Me dirijo hacia la puerta y…

Lenny me cierra el paso.

—Aparta —digo, mordiendo las palabras.

—Vaya, mira quién se está acostumbrando a dar órdenes —responde, y no se mueve ni un centímetro.

Dejo escapar un bufido.

—Quítate de mi camino, Lenny.

—Lo siento, princesa. —Sacude la cabeza, comprensivo—. Sabes que no puedo.

Lo empujo a un lado.

—Déjame entrar.

—Paedyn, por favor. Respira hondo…

—Lo prometí. —De pronto, se me han llenado los ojos de lágrimas—. Prometí vengar a Adena. —Otro empujón, pero ya con menos fuerza—. Déjame entrar en esta habitación, Lenny.

La compasión le suaviza la mirada, se le refleja en los rasgos como las pecas que le salpican la piel.

—Tengo órdenes estrictas del rey de no permitir que la veas —susurra—. Lo siento. Lo siento, de verdad.

De pronto me siento entumecida, como si los pensamientos y las sensaciones que experimento ya no fueran míos. Le suelto el uniforme y aparto la mano de su pecho.

—En la última Prueba, Blair le clavó una rama a Adena. —La voz me suena lejana, como si hablara otra persona—. Y la voy a matar.

Lenny me sujeta, titubeante. Me coge por los hombros para que no me tambalee.

—Te entiendo. Te entiendo, de verdad. —Respira hondo—. Pero no puedes matarla mientras yo la vigilo, y Kitt sabe que no me matarás a mí para llegar hasta ella. O eso espero —añade con cierto escepticismo.

Se me escapa un ruido que parece un bufido. Claro, Kitt sabía que iría a por Blair por lo que le hizo a Adena. Por lo que me hizo a mí. Ha sido muy inteligente al poner a Lenny a vigilarla. Sabe el cariño que le tengo… y lo ha utilizado contra mí.

—No podrás protegerla siempre.

—Y, cuando no la proteja, hazle lo que quieras —dice con voz pausada—. Aunque te recomiendo que no te precipites.

—No me estoy precipitando. —Tengo llamas en los ojos—. Lo único que me ha hecho seguir adelante es la esperanza de matarla. Así que lo he pensado mucho, te lo garantizo.

—Paedyn… —Sacude la cabeza, agitando los mechones rojos—. Eso era antes. Antes de que estuvieras prometida al rey.

Hago una mueca al oírlo y noto de repente el peso del anillo en el dedo. Se pasa una mano por la cara antes de inclinarse hacia mí.

—Ya no puedes andar por ahí matando a nadie.

—¿«Ya no»? —Es su turno de hacer una mueca al oír el dolor en mi voz—. Nunca he querido matar a nadie. No he hecho más que defenderme. Ella, en cambio… —Señalo la puerta—. Ella tiene la culpa de que me haya convertido en esto.

—Lo sé —dice con voz amable, y me rodea con un brazo—. Lo sé, princesa. Y lo siento mucho.

Me dejo abrazar por él, lo estrecho con fuerza, con la cara contra el uniforme. El olor a almidón me pica en la nariz.

—Tengo miedo, Lenny —reconozco con la voz amortiguada.

—Se te permite tener miedo. Lo sabes, ¿no? —Baja la cabeza y me apoya la barbilla en el pelo—. Esto nadie se lo esperaba. Pero estoy aquí para ayudarte en todo lo que pueda.

Levanto la vista. De pronto, estoy preocupada.

—¿Por qué has vuelto? ¿Qué pasa con tu madre? ¿Y los mezclas? ¿Y Finn, y Leena?

—Todos están bien —me tranquiliza Lenny—. Mi madre necesitaba ayuda, así que Finn y Leena se han quedado con ella. Además, allí están a salvo. —Se aparta un poco y me mira con su picardía habitual—. He venido por ti, princesa. Y no pensé que me lo pagarías tirándome contra la pared, la verdad. En fin, la violencia es una de tus maneras de decir «te quiero».

Sonrío, reconfortada ante todo lo que ha hecho por dar conmigo.

—Pensé que no ibas a volver a Ilya.

—Cuando al ejecutor y a ti os capturaron en la base de los mezclas, no sabíamos ni por dónde empezar a buscarte. —Empieza a ir de un lado a otro—. Así que, aunque te parezca mentira, mi madre, Leena y Finn me convencieron de que sería más útil aquí, en el castillo, que dando vueltas por Dor. —Mira en dirección al pasillo, a los imperiales que lo vigilan, y baja la voz—. Imaginamos que acabarías aquí tarde o temprano, y nadie sabe que soy miembro de la Resistencia. No llegué a la Arena porque estaba guiando a la gente por los túneles.

»Y Calum tiene la confianza del rey, y consiguió que recuperara mi rango como imperial. —Sonríe, y es imposible no ver el brillo triunfal en sus ojos—. Así que estoy aquí para ayudar en todo lo que pueda. A ti, a Ilya y a Calum.

Asiento. Sonrío. Trato de recuperar la compostura para que no me tiemble la voz.

—Me alegro. Puede que necesite que me apartes de aquí a la fuerza.

Se le borra la sonrisa.

—Ya sé que es duro. Pero estamos muy cerca del objetivo, Pae. Tenemos en la punta de los dedos todo por lo que ha luchado siempre la Resistencia, aunque no hayamos llegado aquí de la manera que pensábamos. Y sé que no querías casarte, ni ser la reina, pero… —Traga saliva—. Pero estás viva, Paedyn. Y llegué a pensar que no estaría aquí a tiempo de verte con vida de nuevo.

Se me escapa una carcajada que me sorprende a mí tanto como a él. La mirada de desconcierto no hace más que provocarme otra.

—Parece que soy inmortal, ¿eh? —Me seco una lágrima—. ¿Qué me dijiste que era?

Veo el momento exacto en que recuerda y se le ilumina la cara.

—Una cucaracha. —Se echa a reír y niega con la cabeza—. Eres como una puñetera cucaracha, princesa.

Capítulo 5. Kai

He ensayado esta reunión, he repetido y practicado las palabras una y otra vez.

Es la conversación que llevo en la cabeza y que me ha hecho recorrer el camino que tan bien conozco hacia su estudio. El que perteneció a nuestro padre antes de ser del hermano que ahora se parece a él.

O tal vez no. Tal vez no se asemeje en absoluto al hombre que yo detestaba.

No sé qué pensar tras la declaración de Kitt en el salón del trono. Y por eso he acudido ante la puerta de madera. A buscar respuestas.

Llamo, tres golpes con los nudillos, y giro el picaporte para entrar. El reducido espacio está abarrotado, es sofocante como el sótano donde el ejecutor se reunió con su Salvadora de Plata. Recorro con los ojos el estudio, las cuatro paredes que encierran tanto de mi pasado. Las brasas agonizan en el lecho de la chimenea, emiten un brillo tenue con los últimos restos de calor. Hay tres sillones ante el fuego, uno de ellos de cuero, gastado, que captura mi atención durante un segundo de más.

Carraspeo para aclararme la garganta antes de dirigirme hacia el gran escritorio en el centro de la estancia. Kitt tiene la cabeza inclinada sobre el pergamino que agarra con los dedos. No levanta la vista hasta que me acerco.

—Hola, hermano.

Parpadeo ante el tono afectuoso. Es muy diferente de la voz del hombre al que dejé aquí antes de partir en busca de la asesina de nuestro padre. Pero no tengo delante a ese hombre destruido, enloquecido, objeto de los chismorreos del reino. Es una persona completamente diferente.

—Hola, Kitt —respondo, pausado—. Te veo… bien.

Suelta una risita y deja los papeles a un lado.

—La verdad, he estado peor. Como ya sabes. —Su mirada es la que conozco, y lleva un atisbo de la sonrisa que tan a menudo me dedicaba—. Siento haber estado tan… distante. Antes de que te marcharas, digo. Pero el duelo ha pasado. Siento como si me hubieran quitado una carga, no sé si me explico. —Sacude la cabeza, el pelo rubio—. Estas últimas semanas he aprendido mucho.

Asiento, sin saber bien qué decir.

—Me alegro de que estés mejor.

—Vuelvo a ser yo mismo —añade con una sonrisa—. Ah, y esto… —Busca entre los pergaminos hasta dar con algo—. Esto es tuyo.

Lo deposita en el único trocito de madera que se muestra bajo el manto de papeles. Veo mi anillo de ejecutor, con el emblema grabado. Dos leones, uno a cada lado de un estandarte con una A, el sello de la familia, el símbolo de nuestra fuerza.

Y ojalá viera solo eso.

Pero no, veo también todas las cosas que he hecho como ejecutor, que han hecho todos los ejecutores que me precedieron en nombre de ese emblema. Cada gota de sangre derramada para conseguir el poder de la familia. Cada orden que he obedecido porque ese estandarte me obliga de por vida.

Pero me lo pongo en el dedo, siento el mordisco frío del metal contra la piel. Flexiono la mano. El anillo lleva dentro décadas de muerte que ahora me ciñen la piel, y no me atrevo ni a titubear.

—Así que me he ganado recuperarlo —murmuro sin apartar la vista del emblema.

Se encoge de hombros.

—Claro, me la has traído.

—Claro.

«Y no hay nada que lamente más».

—Tengo que reconocerlo, Kai. —Se acomoda en la silla; es otro movimiento que solía hacer nuestro padre—. No estaba seguro de que Paedyn fuera a llegar aquí.

Es difícil leer entre líneas cuando las líneas están borrosas. Ya no sé si hablo con mi hermano o con el rey en que se ha convertido.

—Te preocupaba que fuera cosa mía —digo con calma lo que él no ha querido poner en palabras.

Se le tiñe la sonrisa de cierta tristeza.

—Pensé que tal vez la dejarías escapar.

—¿Por qué no me dijiste qué plan tenías para ella?

La pregunta se me escapa en un tono mucho más brusco del que tenía ensayado. Parpadea, sorprendido por un momento, antes de recuperar esta nueva compostura que exhibe.

—Porque ni yo sabía lo que iba a hacer. Lo decidí cuando empecé a escuchar los consejos de Calum. Cuando encontré los informes, del puño y letra de nuestro padre.

—Así que Calum te dijo que te casaras con ella —hablo en voz baja. Letal—. ¿Y por qué demonios lo estás escuchando?

—Porque me ha abierto los ojos a muchas cosas —responde Kitt—. De pronto, me he visto en el papel de rey, lleno de dolor y de rabia. Y, cuando Calum me contó lo que de verdad estaba pasando en los barrios bajos, me di cuenta de lo poco que sabía sobre mi propio reino. —Tiene la respiración agitada, pero habla con calma—. De modo que sí, escuché. Y aprendí. Y, por primera vez en mi vida, llegué a conclusiones yo solo. Puedes pensar que estoy loco, como dice todo el reino, pero…

—No creo que estés loco —lo interrumpo sin alzar la voz—. Creo que tienes razón. Si Ilya corre peligro, estás haciendo lo que debes hacer para salvarnos. La verdad… —Ahogo una carcajada—. Los vulgares deberían volver al reino, aunque no hiciera falta para nuestra supervivencia. Yo también he descubierto unas cuantas cosas durante el viaje. Como que nos han contado muchas mentiras, y quién lo hizo.

Kitt va a decir algo, pero sigo hablando.

—No he venido a conversar de política ni del reino de élites que nuestro padre construyó sobre décadas de mentiras. —Pongo las manos en el escritorio y me inclino sobre la madera gastada—. He venido a hablar de ella.

Se pone de pie, despacio, con lo que nuestros ojos quedan más o menos a la misma altura.

—Cuidado, hermano.

—¿Una boda, Kitt? —Casi estoy gritando, sacudo la cabeza—. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—Porque no tengo más opción —replica, rígido.

—¡Eres el rey! —Esta vez sí grito—. Tú siempre tienes alguna opción. Tú siempre puedes elegir, no como el resto de nosotros.

—Muy bien, ¿quieres saber cuál era la opción? —Su voz está cargada de desafío; no queda ni rastro del rey calmado que me he encontrado al llegar—. La otra opción era matarla. Eso pensaba hacer. ¿Qué te parece? ¿Contento?

Nos miramos, solo se oye el sonido de nuestra respiración acelerada. La conmoción me ha dejado boquiabierto, el terror me atenaza el pecho. Lo que ha dicho me paraliza casi tanto como lo que no ha dicho y pende en el aire entre nosotros. Porque si hay algo peor que su muerte sería que me obligara a mí a matarla.

—Si no me caso con ella, la tengo que matar —dice Kitt, me está suplicando que lo comprenda—. Ha matado a nuestro padre, Kai. Pero, si es mi esposa, puede ayudar a la salvación de Ilya. —Se apoya en el escritorio para dar más peso a cada palabra—. Es un acuerdo mutuamente beneficioso. Yo la protegeré. Tergiversaré los hechos, lo que pasó entre nuestro padre y ella. Y, a cambio, será mi símbolo de paz para los otros reinos.

Me paso una mano por el pelo. No sé cuándo he empezado a ir de un lado a otro de la habitación, pero no paro de caminar por la alfombra gastada. Se me escapa una carcajada amarga, no soy capaz de contenerla.

—Por favor, ayúdame a entenderlo, porque, cuando me marché, estabas rabioso, ibas a ordenarme que le clavara una espada en el pecho. —Lo miro a los ojos—. ¿Qué ha cambiado?

—Todo —susurra en voz tan baja que me hace arrepentirme de haber sido tan brusco—. Ha cambiado todo. Yo era un hijo que lloraba al padre que creía amar. Ahora entiendo que era obsesión, porque el amor no es una emoción que aprendiera de él. Pero, sin él que me guiara, solo sentía amargura, ansia de venganza, inseguridad. —Toma aliento—. Lloré. Aprendí. Recuperé la cordura. Y tienes razón, no soy el muchacho enloquecido del que te despediste. Soy el rey.

Sus palabras me golpean como un puñetazo en el pecho, con tanta fuerza que me dejan sin respiración.

—¿Y qué ha sido del chico que habría hecho cualquier cosa por complacer a su padre? Porque esta decisión va contra todo lo que él quería para Ilya, aunque sea el camino para salvarla.

Respira hondo, pero no me mira a los ojos.

—A nuestro padre solo le importaba erradicar a los vulgares, no fortalecer el reino. Se ocultaba bajo la sociedad de élites que creó, pero Ilya nunca ha estado tan débil. Ahora veo lo estrecho de miras que era. —Por fin, Kitt dirige la vista hacia mí, y es una mirada firme—. Y yo quiero que este reino sea grande de verdad.

Asiento muy despacio. El fervor de Kitt se deja ver en cada palabra ahora que ya no lo ahoga nuestro padre. Es admirable cuánto ama al reino, lo decidido que está a devolverle la grandeza. Y me invade el orgullo, no tanto por el rey como por el niño que solo deseaba la aprobación. Ahora lleva la corona de nuestro padre, pero ha dejado de lado sus caprichos.

Me obligo a respirar para calmarme.

Pensar en mi padre es peligroso, porque me lleva a pensar en ella.

Las palabras se me escapan de los rincones más profundos de la mente, son poco más que un susurro.

—¿No la odias?

Para mi sorpresa, hace un esfuerzo por sonreír. Es un gesto ínfimo, pero quiere compartirlo conmigo.

—¿Y tú?

Nos miramos y, por pri

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