Índice
Introducción
1. A las orillas del pueblo: in altepetl. Cuauhtotoatla: ¿nican altepetl?
José Luis Romero y Emmanuel Tepal Calvario
2. Del memoricidio a la memorialización oficial de la guerra sucia mexicana (1964-2023)
Adela Cedillo
3. Militarización, geopolítica y soberanía energética en tiempos de la 4T
Guadalupe Correa-Cabrera y Carlos Gutiérrez-Mannix
4. Dentro de Siglo xxi. Encerrada en el centro de detenciones de inmigración más grande de México (fragmento)
Belén Fernández
5. La guerra simulada en el desierto de lo real
Oswaldo Zavala
6. La constelación de buscadoras. Destello de justicia en la larga noche de la militarización en México
Dawn Marie Paley
7. En búsqueda del común. Reflexiones descoloniales en torno a lo político y la ética crítica zapatista
Mariana Mora
8. El régimen sensible de las luchas del futuro
Irmgard (Gardi) Emmelhainz
9. La transición que no fue
Rafael Lemus
10. La grandeza de México
María Minera
11. La lucha de Fidencio Aldama y Loma de Bácum contra los acuerdos imposibles
Beatriz Paz Jiménez
12. El litio mexicano fuera de la lógica mercantil. Iniciativa para su protección
Violeta Núñez
13. Historias comunales mixe-zoqueanas. Resistencias y temporalidades
Josefa Sánchez Contreras y Tajëëw Díaz Robles
14. Recuperar el lecho lacustre desde Atenco. Una contrahistoria del agua para la Cuenca de México
Al-Dabi Olvera Castillo
15. Contra la guerra. Apuntes para una contrahistoria desde el movimiento cultural en Ciudad Juárez
Willivaldo Delgadillo
Semblanzas de lxs autorxs
Introducción
Por Irmgard (Gardi) Emmelhainz
En México, el proyecto de Morena, que gobernó México entre 2018-2024, ha sido interpretado como la llegada tardía de la marea rosa sudamericana al país fronterizo con Estados Unidos. Si bien la elección de Andrés Manuel López Obrador no ocurrió luego de un ciclo importante de luchas populares como en otros países, como figura política, López Obrador detentó en los últimos 20 años el lugar simbólico de la oposición en México contra de los regímenes neoliberales. No obstante, el resultado de las elecciones de 2018 tuvo más que ver con el hartazgo hacia la corrupción y el voto en contra de los partidos responsables en México por 15 años de guerra neoliberal que con un programa posneoliberal. López Obrador, sin embargo, propuso romper con el neoliberalismo a través de reformas económicas para promover la igualdad redistribuyendo la riqueza e implementando proyectos de desarrollo económico a partir de medidas de austeridad, del offshoring, de la venta de materias primas en los mercados globales y de la reestatización de servicios clave. Nuestro gobierno de izquierda construyó una economía diseñada para incentivar el desarrollo “desde abajo”, basándose en la reestatización de la explotación y venta de los recursos naturales con una agenda centrada en la redistribución de las riquezas generadas a través de programas de bienestar social y bajo el lema de “primero los pobres”.
A muchos1 el discurso de López Obrador les ha resultado autoritario y antidemocrático, porque los procesos políticos del país parecieron estar centrados en la figura del presidente. El líder de la nación ha estado todos los días en contacto con “el pueblo” a través de una estrategia de comunicación que ha puesto en marcha una polarización maniquea entre lxs ciudadanxs a partir de la tensión entre los “fifís neoliberales” (de clase media y media alta) contra los “chairos del pueblo buenos” (la clase media baja y baja), excluyendo al uno por ciento o la oligarquía, que son los dueños de monopolios y contratos con el Estado. La polarización no sólo ha generado violencia e intensificado tensiones raciales y de clase preexistentes, sino que ha escamoteado los efectos del cambio climático traídos por la intensificación del extractivismo, la violación del derecho a la consulta previa a comunidades afectadas por megaproyectos de muerte y las políticas del régimen del presidente Andrés Manuel López Obrador que mantuvieron a la élite y a las estructuras capitalistas neoliberales intactas. La oposición —encarnada por el presidente— es la hegemonía y no permite disidencia, la cual ha sido sistemáticamente fulminada durante el sexenio con instrumentos como la hacienda, los linchamientos mediáticos, la muerte social y la muerte real.
Mientras que las políticas extractivistas del presidente López Obrador han ignorado la emergencia climática, podemos hablar de un giro a la derecha populista en el espectro político. Parte del problema es que, además de las comunidades en zonas rurales que sí están organizadas (por ejemplo, les defensores de la tierra perseguides y asesinades o las madres buscadoras de desaparecides), la mayoría de la sociedad está atomizada, la gente enojada, resentida, desorganizada, sobreviviendo de quincena en quincena, encarando al poder privado concentrado. Esto ha sido campo fértil para la polarización incendiada por los discursos cotidianos del presidente, que además han planteado los problemas del mundo como retos morales, como cuestión de recuperación de los valores perdidos y de que los ricos “se toquen el corazón”. En ese sentido, los discursos del presidente inauguraron una era fascista en México, en la que el discurso oficial se vacía de un movimiento de masa impulsado por una utopía. Se trata de un fascismo que contiene la fantasía racial del renacimiento nacional junto con la circulación frenética de un pseudodiscurso de clase enfocado en “el pueblo olvidado” o “los pobres”. Esta figura no es más que un simulacro racializado del proletariado, que, de hecho, se convierte en un obstáculo a la política de la defensa del territorio y de antagonismo a la hegemonía, y que esconde la violencia real que se vive en el país por la intensificación de la acumulación capitalista.
En el discurso oficial, la pobreza se considera como algo que se tiene que superar desde un punto de vista que no se cuestiona, diseminando la creencia de que el gobierno, al menos formalmente, y en sintonía con el capitalismo y la teología evangélica de la prosperidad, “es de los pobres”. Al llamarles “pobres” o “el pueblo”, se les da una denominación genérica que borra su origen junto con los procesos que les llevaron a su condición actual; son lo que Eliane Brum llama “deforestades”, aquelles que fueron desplazades habiendo sufrido un proceso de desarraigo, perdido territorio, agua, tierra, cultura, lazos y afectos, lxs empujadxs a las periferias y como mano de obra barata, lxs sujetxs de encarcelamiento o desaparición forzada.2
En ese sentido, los discursos polarizadores del presidente López Obrador, convertidos en el brand de Morena, se convirtieron en la solución de la élite a un régimen neoliberal confrontado con la amenaza de la sociedad civil, defensores del territorio y otros movimientos activos por todo el país; una solución basada en la captura y desvío de las energías de los deseos no realizados por una vida mejor. Es así como la figura del “pueblo” representa la nostalgia por la otra figura revolucionaria del obrero-campesino del siglo pasado, al tiempo que “los pobres” reaparecen como el emblema del subdesarrollo delante de una modernización extractivista, utópica y despolitizada, cuyas políticas están acelerando el cambio climático y las violencias territoriales y de género. A nivel discurso, “los pobres” o “el pueblo” funcionan como suplemento al vacío político de la izquierda de la clase obrera y le permiten al simulacro de colectivo abarcado en estas nociones empaparse de contenido psicosocial tóxico y de pasiones tristes.3
En este contexto, “el pueblo” es sujeto de represión, desaparición y explotación en continuidad con la guerra neoliberal iniciada por Felipe Calderón, y de encarcelamiento, bajas en cárceles federales administradas por el sector privado con una nueva ronda de inversionistas beneficiados por el actual gobierno.4 Al mismo tiempo, varios observadores han notado la vulnerabilidad del proceso electoral de 2024 frente al poder financiero, su penetración en el gobierno y la intimidación del crimen organizado que ha dado lugar a una violencia política sin precedentes, aunada, además de la pobreza y corrupción, a la violencia generada por el crimen organizado en diferentes sectores de la economía.5 Estos problemas urgentes están obviamente excluidos de la narrativa hegemónica que da la ilusión de que la violencia está bajo control, que las masacres son hechos aislados y exacerbados por la oposición y los “conservadores”.
Esta colección de ensayos responde al hecho de que, desde 2018, la libertad de expresión en México fue sustituida por la hegemonía de la comunicación oficial generadora de sus propias verdades, sumada a la persecución activa de periodistas e investigadores con el desmantelamiento de centros de investigación públicos, a la creación de “los comunicadores del pueblo”,6 a la desaparición de Notimex, a la aparición de granjas de bots acosando a usuarios en redes sociales por retar las declaraciones oficiales, y en diálogo con la publicación de un libro de texto de historia oficial. Como un ejercicio de escribir la historia cepillándola a contrapelo, abrazando el estado de emergencia por el cambio climático y el fascismo como norma histórica del presente en el que vivimos.7
Estos textos están delante no de las ruinas de la modernidad, sino de cara a la desaparición forzada y las olas de violencia imparables por todo el territorio, a la persecución de los migrantes que cruzan el país hacia el norte, a la intensificación y ubicuidad de las violencias de género, a la devastación medioambiental, a la privatización, a la intensificación del extractivismo, y en un contexto en el que la mayoría de la población se administra como sobrante bajo el término genérico de “los pobres”.
En ese tenor, José Luis Romero y Emmanuel Tepal Calvario se preguntan, desde la zona rural que habitan en Tlaxcala, dónde está el pueblo. Adela Cedillo cuestiona la instrumentalización de la memorialización de la guerra sucia en México por el actual régimen y enumera las cuentas que siguen pendientes. Guadalupe Correa-Cabrera y Carlos Gutiérrez-Mannix contribuyen con una extensa investigación sobre la militarización y soberanía energética de México. En su texto sobre la guerra contra el narcotráfico como una simulación, Oswaldo Zavala argumenta convincentemente que los cárteles son una ficción propagandística del gobierno. El reportaje periodístico entrelazado con una reflexión teórica de Dawn Marie Paley ofrece un panorama amplio sobre las colectivas de buscadoras de familiares desaparecides por la violencia de Estado en México. El texto de Mariana Mora lanza una mirada compleja a los procesos políticos del movimiento zapatista a lo largo de 30 años centrándose en su búsqueda del común. Yo contribuyo con un texto sobre la coyuntura estético-política de este momento en aras de imaginar el futuro. Rafael Lemus elucida la cuestión de la fallida transición de la democracia y cómo bajo los regímenes “neoliberales” previos sirvió para escamotear el autoritarismo. María Minera emprende una aguda crítica a la exposición Grandeza de México como un esfuerzo mal logrado por construir una nueva visión totalizadora de la cultura nacional. En su texto, Beatriz Paz Jiménez relata la lucha del defensor del territorio Fidencio Aldama y de Loma de Bácum. Retomamos un fragmento de la valiosa y controvertida investigación de Violeta Núñez sobre el litio mexicano y su comercialización. Presentamos la historia a contrapelo de Tajëëw Díaz Robles y Josefa Sánchez Contreras de la comunalidad mixe y zoque que lanzan una mirada a formas de resistencia vigentes de cara a la temporalidad de los procesos coloniales en curso. Al-Dabi Olvera Castillo aporta una crónica sobre la lucha de Atenco. Y, finalmente, Willivaldo Delgadillo escribe sobre las movilizaciones políticas desde Ciudad Juárez.
Ciudad de México, marzo de 2024
1 Según la nota de Gloria Reza publicada en Proceso sobre una mesa de diálogo titulada “La desilusión liberal: comprendiendo el descontento con la democracia”, en la que participaron Héctor Aguilar Camín, Enrique Krauze, Ana Laura Magaloni, Valeria Moy, Guillermo Sheridan y José Woldenberg, disponible en https://www.proceso.com.mx/nacional/2019/5/26/krauze-aguilar-camin-woldenberg-consideran-que-amlo-lleva-mexico-la-antidemocracia-225489.html.
2 Eliane Brum, Banzeiro Òkòtó. The Amazon as the Centre of the World, Nueva York, Graywolf Press, 2023.
3 Alberto Toscano, Late Fascism. Race, Capitalism and the Politics of Crisis, Londres/Nueva York, Verso, 2023.
4 Ver el reportaje de Claudia Villegas: “Perpetúa la 4T los cuestionados contratos carcelarios con el sector privado”, Proceso, marzo de 2024.
5 Ver el reportaje de Rafael Croda: “Sin voluntad política se diluye el blindaje electoral ante el narco”, Proceso, marzo de 2024.
6 Rodrigo Hernández López, “Comunicadores del pueblo lanzan manifiesto para emprender batalla contra la desinformación”, Proceso, 22 de marzo de 2022, https://www.proceso.com.mx/nacional/2022/3/22/comunicadores-del-pueblo-lanzan-manifiesto-para-emprender-batalla-contra-la-desinformacion-video-282975.html.
7 Ver Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, trad. Bolívar Echeverría, México, uam/Itaca, 2008, pp. 93-94.
1 A las orillas del pueblo: in altepetl. Cuauhtotoatla: ¿nican altepetl?
José Luis Romero
y Emmanuel Tepal Calvario
Altepetl suele traducirse como ‘pueblo’, es decir, aquella unidad básica de organización sociopolítica y territorial, con su respectiva dimensión simbólica. Se ha entendido como cierta unidad de gentes o colectividad humana que está presente y ejerce su dominio sobre un territorio específico. Así, pueblo ya manifiesta la presencia de un conjunto humano (pueblo reconocido como colectividad), unido territorialmente (pueblo reconocido en su extensión espacial); el territorio sobre el que cierta colectividad ejerce su dominio (para su propio desarrollo) posibilita la comprensión de la dimensión política-administrativa y la cultural delineadas en el pueblo, aquélla en cuanto organización, atención y cuidado colectivo, y ésta como ámbito que refleja y facilita la identificación o sentido de pertenencia colectiva.
El carácter simbólico del altepetl se manifiesta en sus propios componentes: yn atl (‘agua’), yn tepetl (‘montaña’). El cerro lleno de agua, la olla de la abundancia o el Tlallocan proyectan la misma montaña-agua en el nivel mítico —desencadenando las connotaciones religiosas o extrahumanas de sus elementos—, a partir del cual se da coherencia y sentido al mismo mantenimiento de los seres. Por otra parte, el altepetl puede representar el agua y la tierra (fértil) como elementos materiales básicos e indispensables para el asentamiento y la supervivencia de determinado grupo humano, es decir, para la reproducción de la vida, los quehaceres productivos, rituales, etcétera, propios del desenvolvimiento material y espiritual de cierto grupo en su devenir histórico.
La organización territorial del altepetl abrazaba los espacios agrícolas y elementos geográficos y naturales; aquél era extenso en sinergia con el orden natural. Además, podía agregar nuevas entidades, que pasaban a formar parte de éste, reflejando su expansión (y fortaleza política), como dar lugar a que otros altepehme se crearan. Así, la organización del altepetl puede entenderse como un asentamiento disperso y extendido, vinculado a su paisaje circundante, y facilitador de la creación de otros y la formación de confederaciones internas a su territorio mismo.1
En el periodo colonial el altepetl sufrió adaptaciones según el nuevo ordenamiento sociopolítico y territorial de los conquistadores/colonizadores. Así, el altepetl colonial puede entenderse desde los esquemas político-organizativos a los cuales se acomodó: bajo una organización centralizadora,2 subsumida a los poderes coloniales, con ciertos márgenes de maniobra para los nobles indígenas acomodados a la nueva realidad, y un sincretismo que facilitó la supervivencia de símbolos y prácticas “mesoamericanas”, aunque sobreponiendo las nuevas creencias y la moral de los conquistadores a los grupos indígenas, mestizos y afros.
El altepetl fue fragmentado mediante la encomienda. Luego ésta se ligó al sistema de reducciones y doctrina, que condensó la dispersión del altepetl en centros urbanos, con lo cual se crearon los pueblos de doctrinas y parroquias, organizados desde el centro urbano, ahora identificado como pueblo; las reducciones de mayor tamaño terminaron siendo los pueblos de indios, divididos en pueblos-cabeceras y pueblos-sujetos. En la primera mitad del siglo xvi los conquistadores buscaron organizar al altepetl bajo la figura político-administrativa del municipio español; no lo concretaron por la presencia de los calpollimeh, los nobles incorporados en los cabildos configuraron una organización municipal “mesoamericana-española” que favoreció, en ciertos casos, a las comunidades indígenas hasta el siglo xix.3
A mediados del siglo xvi, el modelo de congregaciones de pueblos reemplazó a la encomienda, lo que trajo beneficios a los colonizadores: los hacendados aprovecharon las tierras que los indígenas abandonaron al ser diezmada la población (delineando ya un virtual despojo), concentrados ahora cerca de haciendas, minas y centros urbanos. Esto implicó una mayor recaudación del tributo de las haciendas para la Corona. Pese a la explotación de la mano de obra indígena, el aprovechamiento de sus “servicios” y el descenso de su población, todavía en el siglo xviii los indígenas llegaban a emplear el concepto de altepetl y barrio, y no las formas administrativas coloniales como pueblo-cabecera y pueblo-sujeto.4
Tener al altepetl como concepto político (actual) podría resultar, a primera vista, una especie de anacronismo político o un anhelo lastimosamente tardío (casi un trauma) sobre un pasado idealizado, e incluso hipostasiar aquél como una “raíz originaria” latente en el devenir de la realidad “mesoamericana” misma. El intento de recuperación del altepetl no responde a ninguna de estas situaciones; al contrario, plantea la revisión crítica de éste y lo que se puede dinamizar para encauzar su despliegue previo o a la par de la misma revisión.5 Por ahora, se esboza un primer acercamiento a tal concepto, en su devenir dentro del contexto “mexicano”. Pero antes se apuntan algunas ideas sobre el pueblo y la nación para una mayor comprensión de la propuesta.
El pueblo puede relacionarse con el concepto de nación pese al riesgo de ser confundidos. No obstante, del conjunto humano unido en un territorio (pueblo), se une cierta(s) parte(s) bajo un todo civil-jurídico que conforma la nación; aquí su distinción y relación en el discurso político moderno del siglo xix. Así, aquellos que se unen bajo el régimen jurídico (Constitución) devienen en nación y, por ende, ejercen la soberanía según los mecanismos adecuados para ello (legitimidad de la autoridad o poder político y su respectivo gobierno); el pueblo queda paralelo o subsumido a la nación que expresa el nuevo Estado constituido. Los pueblos históricamente habrían de habérselas con aquel constructo político abstracto moderno.
En el xix la nación se vio como “el conjunto de ciudadanos cuya soberanía colectiva los constituía en un Estado que era su expresión política”.6 Eric Hobsbawm enfatiza la constitución del Estado (liberal) para comprender la dinámica que inventa a la nación: ve al Estado como artefacto que construye la nación y el respectivo nacionalismo (no al revés); un artefacto que, valiéndose de las culturas existentes, las transforma en tales (nación/es), bien por su invención o su aniquilamiento, sirviéndose para ello de sus respectivos precursores y campañas políticas de la “idea nacional” como de programas que fomentan el nacionalismo en las masas para buscar/lograr su respectivo apoyo.7
El Estado-nación fue la respuesta al desarrollo del capitalismo del siglo xix y parte del siglo xx. El desarrollo económico nacional (luego mundial) reflejaba la fortaleza y extensión de la “gran nación”. Lograr tal fortaleza exigió a la nación garantizarse un desarrollo viable económica y culturalmente. Potenciar el desarrollo económico y ampliar/consolidar la unidad era (¿es todavía?) el “ritual” de paso al concierto de las “grandes naciones”. El porvenir de los grupos étnicos o “naciones” menores ante el despliegue de la gran nación, unificadora social, seguía o bien la unión a aquélla por los posibles beneficios a obtener, sacrificando aquello que no se adaptase al progreso nacional, o bien desaparecían como irremediables “víctimas colectivas de las leyes del progreso”.8 La unidad nacional, según el caso, aceptaba su heterogeneidad, aprovechándose de ella para amplificar su grandeza, exaltar su folclor, construir sus paisajes pintorescos y reconstruir las culturas a su modo.
Tampoco debe olvidarse que la unidad económica e identidad cultural nacional (burguesa) abrazó desde sus inicios la exigencia de productividad solicitada a “sus individuos-ciudadanos” para hacer viable la vida capitalista; exigencia que, históricamente, se relacionó con la apariencia étnica, biológica —puntualmente el color de piel—, y la cultura de las “naciones” europeas, que terminó por consolidar la blanquitud como rasgo identitario y civilizatorio, acompañando a la nación.9 Así, la nación inventada por las élites y (nacientes) estructuras estatales traería consigo una condición racial dominante en la identidad y vida de las “naciones”, validando una única forma-canon cultural y, consecuentemente, poniendo en riesgo la pluralidad cultural y desarrollo de los pueblos desde sí y para sí mismos.
Si bien en su momento el Estado mexicano abrazó el mestizaje como rasgo racial de su unidad nacional, su desarrollo se orientó hacia la occidentalización de todos sus ámbitos y grupos que unía la nación; las élites blancas o blanqueadas lo ejemplificarían. El mestizaje pasó por el blanqueamiento de la vida de los diversos grupos, entendido como parte del “progreso” y “desarrollo” de la nación. La diversidad cultural no sólo serviría a la nación para jactarse de su grandeza, montando espectáculos, políticas y programas públicos con los pueblos, idealizándolos o ciñéndolos desde un oficialismo discursivo condescendiente. El darles “validez cultural” cumplía la función de su blanqueamiento, lo que facilitaba su mercantilización y consumo, detrás de los cuales operaba y opera el racismo, la discriminación y el clasismo hacia los pueblos.
El devenir de los pueblos no se limitó a una total pasividad respecto al proceso de invención de la nación mexicana. Antonio Annino ofrece un análisis del panorama político-administrativo y cultural en el que el(los) pueblo(s) se conducirá(n) en el naciente Estado-nación mexicano. En este contexto, el desafío del nuevo orden gubernamental fue “quitar el control de la ciudadanía liberal a los pueblos organizados alrededor de los municipios constitucionales desde antes de la Independencia”.10 Pueblos organizados y favorecidos ahora por el ayuntamiento liberal para hacerse cargo, entre otras cosas, de las tierras comunitarias y, según los casos, de la defensa de su soberanía y territorio.
Annino ofrece el caso de un documento de 1877 que suscriben 56 ciudadanos de pueblos-ayuntamientos de Guanajuato que buscaban defender lo “propio” ante el nuevo Estado. Los “representantes políticos” de los pueblos-ayuntamientos apelaban a un derecho territorial y manifestaban la idea de una nación indígena.11
Los pueblos buscaron justificar el derecho territorial recurriendo al derecho de gentes para decidir si el territorio conquistado, según su configuración política previa a la misma conquista, era dueño de sus derechos territoriales o no. La idea de la nación indígena, por su parte, refleja una propuesta política moderna que intenta legitimar su unidad aludiendo a sus “elementos antiguos”, además de potencializar de alguna manera lo “indígena” como concepto político más que identitario. Dicha nación buscaba cierta unidad bajo un “todo indígena” más allá de la pluralidad de comunidades o valiéndose de los lazos históricos y colectivos en función de la unidad buscada. La apelación al pasado hacía de la ocupación previa territorial un fuerte elemento histórico para legitimar la nación indígena y su derecho territorial. Pero la nación indígena no implicaba el planteamiento de un nuevo proyecto político general; buscaba fortalecer a los pueblos-ayuntamientos y su vida sociocultural e incluso religiosa.
Los pueblos fueron necesarios para gobernar o lograr el poder por parte de ciertos sectores político-económicos. Fue tal la importancia de los pueblos en la vida política mexicana del siglo xix y parte del xx que, de las áreas rurales, de los pueblos, los cambios políticos o de régimen se fortalecieron y se dinamizaron. Pero el capital político de aquéllos no frenó (situación impensable) la construcción del Estado-nación, que terminó por abrazar lo mestizo.
El ideal mestizo, gestado en las élites políticas desde el xix, logró materializarse en el Estado-nación posrevolucionario. En este contexto, los pueblos quedaron subsumidos o relegados (excluidos) del desarrollo material-económico, político-institucional y cultural centralizador del Estado-nación;12 los pueblos fueron sujetos al saqueo y a la explotación, o usados política y discursivamente como el antecedente vivo de un pasado “heroico” al que la nueva nación le hacía “justicia” y “mejoraba”, o ambos, según el caso y las necesidades de la “patria”; la ruralización, por ejemplo, quedó institucionalizada y depurada simbólicamente en gran medida con la reforma agraria y el indigenismo como política pública; el mundo rural, idealizado incluso como cierto pasado romántico nacional y, tiempo después, como el “pueblito” consumible.
La construcción étnico-racial (mestiza) de la nueva nación introdujo a los pueblos a dinámicas racistas, racializadoras, que favorecieron el etnocentrismo y racismo estructural de la nación, y al proyecto moderno-occidental y económico (finalmente, neoliberal) que terminó abrazando. Presos mayormente de una discriminación étnica y de clase, los pueblos se vieron obligados/presionados a abandonar sus identidades para devenir mestizos e ir logrando un blanqueamiento social y cultural nacional. Desde luego, hubo pueblos que se aferraron a sus propias dinámicas comunitarias e identidades, resistiendo en los márgenes posibles el proceder del Estado-nación. Las críticas al Estado-nación colonizador y racista de sus propios pueblos fue asentándose en la segunda mitad del siglo xx, por lo regular desde su “periferia”.
A finales del siglo xx, México, a raíz de suscribir el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit) en 1989, reconoció constitucionalmente su carácter pluriétnico y multicultural (1992). Así se abrió una vía hacia el reconocimiento y lucha de los pueblos por sus derechos colectivos, su autonomía y su libre determinación. Hace poco más de 30 años, al parecer, comenzó el abandono “formal” e institucional de la idea homogénea de nación imperante por al menos dos siglos. Los pueblos, ahora sujetos de dichos derechos, luchan (como ha solido pasar) por su reconocimiento, autonomía y autodeterminación efectiva en un escenario donde impera la marginación y la miseria, la violencia multidimensional en distintos contextos y grados… donde todavía deambula el “fantasma” de la gran nación que “ahora sí” ha de lograrse (transformarse), sin importar simular y aprovecharse de su “multiculturalidad” o “diversidad cultural”, así como de las estructuras económico-productivas, político-administrativas y las producciones discursivo-culturales que mejor le sirvan para aquello.
En dicho escenario pensar/recuperar, por ejemplo, la idea de nación indígena implicaría, de entrada, la revisión crítica de sus componentes a partir de las mismas realidades que propondría dicha idea (bien para buscar superarla, deslindarse de ella u otro caso). Así se esperaría, al menos, encauzar el reconocimiento y fortalecimiento de la autonomía, la búsqueda de una efectiva autodeterminación, la valoración y creación (continuidad o recuperación) de la propia cultura y formas de organización colectivas, etcétera. Pensar en la realización (más posible) de esta situación, o incluso el planteamiento de ésta, generaría ciertamente tensión con el Estado-nación por el hecho de concebir y buscar otra(s) “nación(es)” o cierta forma política en el constructo nacional-estatal.
Ante ello, cabría, tal vez, “negociar” entre nación-mexicana y naciones-pueblos (pero ¿en qué términos?, ¿respetando/reconociendo las lenguas-pueblos?, ¿garantizando realmente los intereses de las partes, sobre todo de los pueblos?, ¿acaso no tendría que revisarse el mismo concepto de negociación desde una recuperación efectiva de la “discusión”?) o volcarse y luchar sin más por la propia autodeterminación y formas socioculturales, sorteando las implicaciones y consecuencias en turno, y viéndoselas con los intereses de actores y poderes presentes y futuros, dejando a un lado el Estado mexicano, simbólicamente y en lo material, lo más posible; o contemporizar ambas, sumando demás alternativas no previstas o construidas en los procesos de desmontaje del sueño de la nación-Estado mexicana y de consolidación de otras formas políticas y de pensamiento de comunidades y pueblos.
Cuauhtotoatla es un pueblo nahua de Tlaxcala que en el transcurso de la época colonial y neocolonial (del Estado-nación mexicano) será conocido, nombrado, como San Pablo del Monte. El desarrollo histórico, material, ambiental, sociopolítico, territorial, cultural e incluso religioso del pueblo tendría que revisarse desde las dinámicas coloniales y neocoloniales de las que ha sido y es objeto. En este sentido, se han emprendido, sobre todo en el presente siglo, algunas investigaciones y trabajos sobre San Pablo del Monte/Cuauhtotoatla, ahondando en ciertos aspectos de él; además de esbozarse una incipiente reflexión crítica sobre “San Pablo del Monte” (y con ello Cuauhtotoatla) respecto a cómo se ha usado y reinventado según ciertos intereses, en su relación histórica y presente al contexto en el que ha estado y está inserto, en su dinámica con la ciudad de Puebla y la idea de ciudad como tal, etcétera.
San Pablo del Monte/Cuauhtotoatla contó, según las fuentes coloniales, con una organización sociopolítica-territorial cercana a la de un altepetl, que se transformó conforme a las nuevas realidades (territoriales, políticas) dominantes. En su momento, territorial y administrativamente, por ejemplo, fue pueblo sujeto de la cabecera de Ocotelulco; luego, parte de la organización de los pueblos de doctrinas y parroquias, probablemente un “pueblo de visita”, con un “centro” urbano colonial cada vez más fortalecido; reorganizado después, quizá una vez más, en función de su explotación bajo el sistema de haciendas implantado en su territorio (siglos xvi-xviii). Más adelante, subsumido en uno de los siete cuarteles —el cuarto, puntualmente— en que se dividió el partido de Tlaxcala, luego en su correspondiente partido y distrito de Zaragoza; y, seguidamente, organizado bajo el municipio-ayuntamiento liberal “popular”, con su respectiva cabecera (quizá, con ello, iba quedándose atrás el fantasma del pueblo sujeto) (siglos xviii-xix). Posteriormente, por su crecimiento poblacional e incipiente proceso urbano, será clasificado administrativamente como villa y finalmente abrazado a una ambigua idea de ciudad (siglos xx-xxi). Todos estos cambios —y no los únicos— son puntos de entrada para la revisión del devenir de San Pablo del Monte, las dinámicas a las cuales el pueblo ha estado sujeto y que ha reproducido según sus particularidades, desde la Colonia, pasando por la época de invención del Estado-nación mexicano y hasta la actualidad.
Según la antropóloga Sandra Acocal, actualmente no se sabe de manera concreta si San Pablo del Monte/Cuauhtotoatla es, al menos, un altepetl del Posclásico o si se trata de un altepetl colonial, de un pueblo fundado durante la Colonia. El futuro dictamen científico, con sustento material o documental “objetivo”, ha de esperarse (en el mundo académico) para fincar, o no, el altepetl en su temporalidad y “restos” materiales; no obstante, ello no implicaría como tal y de manera consecuente una búsqueda orientada a hacer justicia y revitalizar (“reinventar” críticamente) el altepetl desde sí y para sí, sorteando las dificultades político-gubernamentales, académicas, educativo-institucionales, etcétera, implicadas; construyendo el conocimiento y formas de vida que reflejen el devenir presente de aquél. Pero ¿para qué esperar una resolución objetiva que diga “sí fue altepetl”?, ¿para, ahora sí, pensar en su “rescate”, mientras el contexto actual de miseria, violencia, con preponderancia de intereses políticos bajos y mezquinos, racismo, clasismo, de destrucción del monte, de extracción-ventaprivatización del agua, de los saberes, está por aniquilar hasta la última sombra y memoria del altepetl? O ¿para qué esperar el dictamen y hacer/fantasear zonas arqueológicas y museos redituables-comerciales-consumibles?, ¿para traer a los académicos redentores del pasado y presente, a los agentes explotadores de la historia, la “cultura” y saberes de los pueblos?
Por ahora se cuenta con estudios antropológicos, etnográfico-lingüísticos, político-administrativos13 que arrojan ecos de un pasado prehispánico, “sincretizado” sin tensiones de gravedad por atend