La doble vida de Jesús

Enrique Serna

Fragmento

La doble vida de Jesús

I. Dorada medianía

Tonificado por el piar de los pájaros y el púrpura imperial de las buganvilias, al comenzar su diaria sesión de bicicleta fija, Jesús Pastrana se abandonó a las dulces divagaciones del futurismo político. Faltaba poco para que el Partido Acción Democrática eligiera candidato a la alcaldía de Cuernavaca, y él había llegado a la recta final de la contienda con grandes posibilidades de triunfo. A los 43 años, tras dos décadas de militancia en el PAD, creía tener méritos de sobra para obtener esa distinción, que otros políticos de familias prominentes habían alcanzado a una edad más temprana. Pero, ¿le harían justicia los miembros del comité directivo? ¿Pensarían en el bien de la ciudad o en su propia conveniencia? Los bribones que le declaraban su apoyo en las asambleas distritales no eran gente de fiar. Estamos con usted, licenciado Pastrana, su trabajo en la sindicatura ha sido excelente y el partido pide a gritos una renovación de cuadros, lo aclamaban, derretidos de admiración, pero al mismo tiempo coqueteaban con dos o tres candidatos más, para tener varias velas prendidas.

Cuidado, el desaliento mataba en embrión los mejores impulsos del alma. Obligado a recuperar la fe, incluso a costa del autoengaño, avizoró un futuro glorioso en el que ya no tendría que lidiar con politicastros aldeanos. La alcaldía podía catapultarlo a la gubernatura, después al senado, y si en esos cargos se desempeñaba con acierto y honestidad, podía soñar, ¿por qué no?, con la silla del águila, convertida en silla del buitre por tantas décadas de rapiña presidencial. Desde Los Pinos emprendería una cruzada para extirpar los tumores cancerígenos del país, cada vez más extendidos en todos los estratos sociales. Su programa político, modesto en apariencia, en realidad era tan ambicioso que lindaba con lo temerario: crear un verdadero Estado de derecho, retroceder el reloj de la historia a 1913 y hacer la revolución legalista que el asesinato de Madero dejó trunca.

Se trataba, simplemente, de aplicar la ley a rajatabla, por encima de cualquier interés personal o faccioso, aunque eso lo enemistara con los grandes beneficiarios de la corrupción: oligarcas y ex presidentes coludidos para explotar monopolios, banqueros que disfrutaban exenciones fiscales propias de una república bananera, líderes sindicales con jet privado y cuentas millonarias en Suiza, gobernadores que centuplicaban impunemente la deuda pública de sus estados, diputados y senadores al servicio de los grandes consorcios mediáticos, jefes policiacos y generales del ejército en estrecha cohabitación con el hampa. El país no podía levantar la cabeza mientras esa caterva de rufianes le chupara la sangre. Después de refundar la república podían venir las pugnas ideológicas: lo que no se podía era poner el techo del Estado antes de los cimientos. A pesar de sus esfuerzos por levantarse el ánimo, la tensión en las pantorrillas y la fatiga muscular lo incitaron a sopesar con tintes sombríos la gravedad del momento histórico. La descomposición del viejo sistema político había dejado grandes vacíos de poder que ahora llenaban los ejércitos criminales, pero los grandes capos del crimen organizado sólo se diferenciaban de las autoridades corruptas por delinquir abiertamente. La simulación legaloide, la trácala encubierta, la aplicación discrecional de la ley, le habían hecho un daño enorme al país. A temblar, sabandijas: por lo menos en Cuernavaca, su edénica impunidad tenía las horas contadas.

Para elevar la frecuencia cardiaca subió el control de tensión al número 5 y siguió pedaleando con un vigor más moral que físico. Hombre de hábitos inmutables, con una disciplina de monje tibetano, se mantenía en estupenda forma no por vanidad ni por presunción, sino por conciencia cívica. Necesitaba ser, como Cicerón, una columna de hierro para soportar lo que se avecinaba: presiones, amenazas, calumnias, zancadillas y golpes bajos. Si quería ser un místico del orden, primero tenía que implantarlo en su propio cuerpo. Ni el más puntilloso comité de salud pública podía ponerle un pero a su estilo de vida, ni a su exiguo patrimonio de pequeño ahorrador. Que los periodistas vinieran cuando quisieran a retratar su búngalo de una sola planta con techo de teja, el jardín comunitario podado con esmero y la pequeña piscina en forma de riñón, compartida con otras siete familias de modesto peculio. En materia de honradez aventajaba con creces a todos sus contendientes, un punto a su favor que la dirigencia del partido no podía ignorar. Mientras contemplaba a lo lejos la cumbre del Popo con su bufanda de nubes grises, aspiró profundamente el aire fresco de la mañana, un aire tan puro como los principios que había enarbolado contra viento y marea: probidad, transparencia en el gasto público, eficiencia administrativa, rendición de cuentas. Por ser un político moderado, alérgico a las utopías redentoras, desde la izquierda lo tildaban de neoliberal. Pero como México se había desbarrancado en la anarquía egoísta, en una especie de fascismo balcanizado y caótico, donde gobernaban de facto los hampones encumbrados que prostituían la impartición de justicia, ya fuera sembrando el terror o comprando a la autoridad, él sabía que en el fondo era un revolucionario.

—Vayan a darle un beso a papá —ordenó su esposa, Remedios, a sus dos hijos, que se aprestaban a salir a la escuela con el uniforme del colegio.

Maribel, pecosa y espigada, con largas piernas de gacela, pelo trigueño y ojillos pardos que irradiaban malicia, se parecía más a él, gracias a Dios en una versión mejorada, mientras que Juan Pablo, el menor, bautizado así en honor del Papa Peregrino, había heredado las facciones maternas: pómulos angulosos, boca pequeña, dientes frontales saltones y una nariz chata con la punta rojiza que le había valido en la escuela el mote de Rudolph, en alusión burlesca al reno de Santa Claus. Jesús se limpió el sudor de la cara para besarlos. Ambos le habían dado grandes satisfacciones: Juan Pablo acababa de ganar las olimpiadas de matemáticas de su escuela y su hija era campeona intercolegial de nado sincronizado en pareja. Remedios, en cambio, no se detuvo a besarlo y apenas le dirigió una mirada de soslayo. Los arrumacos entre los dos se habían acabado mucho tiempo atrás. Limpia de maquillaje, las magras carnes ocultas por unos pants muy holgados y el pelo castaño oscuro sujeto con una red, su ausencia de coquetería casi rayaba en el autoflagelo. Tenía los ojos empañados de hastío, como si la vida ya no pudiera ofrecerle ninguna sorpresa grata. Fanática del ejercicio, se pasaba la mitad de la mañana en el gimnasio, haciendo aerobics, yoga, body combat, y por las tardes tomaba cursos de sanación holística. Pero en vez de moldearle un cuerpazo, el ejercicio y la dieta macrobiótica la habían puesto enjuta como un faquir. Viéndola alejarse hacia el garage, con su afilado rostro de misionera en perpetuo ayuno, Jesús recordó que llevaban un largo mes sin coger. Ya le tocaba “cumplirle”, una obligación que postergaba semana a semana, como un deudor insolvente y reacio a declararse en quiebra.

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