Prólogo
a la edición de bolsillo
¿Categorías de la vida religiosa para explicar la historia política e intelectual de América Latina? A más de un crítico le pareció extraña o hasta inadmisible esa utilización. Y no es casual: el marxismo ortodoxo y el vulgar (mucho más extendido entre nosotros) permeó desde los años sesenta a la academia latinoamericana hasta volverla miope a teorías y métodos de explicación histórica más variados y plurales, más reales.
Uno de esos métodos es el creado por Max Weber. Cuando en El Colegio de México, en los remotísimos años setenta, leí por primera vez Economía y sociedad y La ética protestante y el espíritu del capitalismo quedé cautivado por la luz que arrojaba la sociología de la religión sobre la historia. El análisis del carisma, figura o tipo fundamental en la historia y la fenomenología de las religiones, lo era tanto o más transferido a la política, como es evidente por el devastador impacto de ese tipo de liderazgos en las tragedias del siglo XX. Weber, por otra parte, nunca negó la determinante económica en el destino de las sociedades, pero su concepto de vocación, aplicado desde el calvinismo al llamado salvífico del trabajo, resultaba tan convincente como la importancia estructural de la economía. Por eso Marx y Weber son ahora como Aristóteles y Platón: clásicos indisputados.
Estos dos temas weberianos inspiraron mi libro Redentores. Ideas y poder en América Latina. La figura del líder carismático aparece encarnada en personajes del mundo intelectual, literario, social y político que pueden parecer muy disímbolos entre sí pero que tienen en común la pretensión (sincera, muchas veces) de ser ellos mismos portadores de un carisma salvador o de ser los apóstoles de quienes lo poseen. Pero ¿cuál era su evangelio?
Nuestra América, como la llamó Martí, tiene una matriz cultural católica que, si bien fue más pronunciada en algunos países que en otros, sobrevivió siglos a su implantación y desarrollo colonial. Sobre la ética de esa matriz católica surgió el espíritu del mesianismo iberoamericano cuya historia moderna admite dividirse en un antes y un después que puede sonar sacrílego, pero es penosamente real: antes de la Revolución cubana y después de la Revolución cubana.
Los primeros redentores intelectuales y políticos de nuestro continente (Martí, Rodó, Vasconcelos) tuvieron ideales diversos, todos asumidos con religiosa devoción: respectivamente, la edificación de un republicanismo bolivariano, una aristocracia del espíritu, un mestizaje que hiciera de América el futuro del mundo, la “raza cósmica”. El hecho (ese sí “cósmico”) de la Revolución rusa marcó –transfigurado por su peculiar religiosidad– el original indigenismo marxista de José Carlos Mariátegui. Y esa misma Revolución hechizó por décadas al más notable escritor mexicano, Octavio Paz, haciéndole creer que era la aurora de la humanidad, aurora que terminó, en sus propias palabras, en una “pira sangrienta”.
Como no podía ser menos, también el otro totalitarismo del siglo XX, el fascismo, ejerció su fascinación religiosa: sin él no se explica la atracción carismática de Juan Domingo Perón sobre las masas (mito encarnado hasta el día de hoy) ni el culto por Evita, una santa laica que trascenderá los siglos. ¿No era ya, este elenco, prueba suficiente de la orientación carismática y la gravitación religiosa en nuestra vida intelectual y política?
Si esto era claro antes de la Revolución cubana, lo fue mucho más a partir de aquel 1 de enero de 1959 en que una figura cristológica, Fidel Castro, bajó de la sierra, no para morir crucificado sino para reencarnar al redentor de nuestra América. La vida, el pensamiento, la creación, la literatura, las hazañas, los delirios de los personajes restantes de esta obra responden, de una u otra forma, a ese hecho central de la historia latinoamericana.
Ante todo, el Che Guevara, canonizado por la iglesia universal de izquierda, ícono posmoderno, más cristológico que Castro, aunque en la realidad haya sido, en sus propias palabras, una “máquina de matar”.
Las vidas de nuestros dos grandes novelistas, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, fueron en un principio paralelas, cuando se entregaron a la promesa redentora de aquella malograda revolución. Y paralela siguió siendo su gloria literaria, pero desde los años setenta, moral y políticamente, sus vidas se volvieron perpendiculares: uno puso su pluma al servicio del poder, en particular del caudillo Fidel Castro; otro ejerció la más severa crítica del poder, comenzando por el poder de Fidel Castro. Dos obras cumbre que analizo en Redentores evidencian, a mi juicio, ese contraste radical: el erotismo del poder en El otoño del patriarca, la disección quirúrgica del poder en La fiesta del Chivo.
Dos redentores olvidados aparecen en este libro: el obispo Samuel Ruiz y el subcomandante Marcos: espíritu y espada del Movimiento Zapatista. El olvido no es razón para suprimirlos del elenco, porque su trayectoria es típica de una convergencia de largo aliento: la teología de la liberación y el “advenimiento” de la Revolución cubana.
Finalmente, Hugo Chávez, el redentor posmoderno por antonomasia, el que encarnó al “socialismo del siglo XXI”, el que buscó heredar el legado de Castro, el que hizo todo lo posible para que Venezuela navegara en el mismo “mar de la felicidad” que Cuba. Lo logró, para desgracia de su pueblo.
Un redentor incendiario faltó en el elenco, Andrés Manuel López Obrador. No lo incluí entonces porque el ensayo crítico que le dediqué en 2006, “El mesías tropical”, apareció en otras ediciones, en particular en El pueblo soy yo. De entonces acá, otro redentor ha aparecido en Centroamérica, Nayib Bukele, temible por el culto a la muerte con que quiere erradicar el culto a la muerte.
Una ausencia mayor es evidente: el redentor cuya sombra sigue impidiendo que su desdichada isla –bañada de luz– conozca la luz elemental de la verdad, la justicia, la libertad. Y no solo la luz, el pan mismo de cada día. Murió de viejo, murió en su cama, como Stalin; y como Stalin sigue dictando con su negra mitología la historia de América Latina.
Redentores. ¿Por qué no titulé el libro Falsos redentores? La historia judía que aprendí de niño abunda en esos personajes que anunciaron la llegada de la era mesiánica y precipitaron el apocalipsis. También en la historia cristiana abundan esos personajes religiosos que trastocan hasta el paroxismo la vida del pueblo creyente. Pero me pareció que el adjetivo sobraba. “Ponle Redentores”, me dijo Mario Vargas Llosa la mañana en que le narré el contenido. Y así quedó. Redentores, la historia biográfica del carisma y la religión aplicados torcidamente a la historia y la política.