La suerte del bufón

Robin Hobb

Fragmento

Título

1

Lagartos

A veces parece injusto que los sucesos que tuvieron lugar hace mucho tiempo puedan adelantarse al paso de los años, hundir sus garras en nuestra vida y retorcer todo cuanto acontezca después. Aunque tal vez esa sea la verdadera justicia: somos la suma de cuanto hemos hecho y de cuanto se nos ha hecho a nosotros. No existe modo alguno de huir de esa realidad, para nadie.

Así, las cosas que el bufón me había dicho se combinaron con aquellas que había callado. El resultado fue la traición que cometí contra él. Sin embargo, creía que actuaba en su beneficio, y también en el mío. Había predicho que si viajábamos a la isla de Aslevjal él moriría, con lo cual la muerte podría intentar devorarme de nuevo. Prometió que haría cuanto estuviera en su mano para cerciorarse de que yo sobreviviera, pues así lo requería el intrincado plan con el que pretendía cambiar el futuro. Pero dado que todavía recordaba demasiado bien mi última refriega con la muerte, sus promesas me parecieron más inquietantes que tranquilizadoras. También me informó con despreocupación de que una vez que arribásemos a la isla yo tendría que elegir entre nuestra amistad y mi lealtad para con el príncipe Dedicado.

Quizá podría haber escogido una de las opciones y conservar la entereza de ánimo, aunque lo dudo. Las dos alternativas me apesadumbraban y no me veía con fuerzas para soportar la suma de ambas.

Por lo tanto, acudí a Chade. Le conté lo que el bufón me había dicho. Mi antiguo mentor decidió entonces que cuando zarpásemos rumbo a las Islas del Margen, el bufón no nos acompañaría.

La primavera había llegado al castillo de Torre del Alce. El lúgubre edificio de piedra negra permanecía sospechosamente agazapado sobre los abruptos precipicios que se erigían frente a la ciudad, pero en las sinuosas colinas que se extendían por detrás de la fortaleza la hierba reverdecía con optimismo entre el pasto pardusco que quedaba del año anterior. Los bosques desnudos estaban moteados por las diminutas hojas verdes que comenzaban a desplegarse entre el ramaje. Los montículos de quelpos muertos que se formaban en invierno a lo largo de las playas cenicientas que bordeaban el pie de los acantilados habían sido arrastrados por las mareas. Las aves migratorias habían vuelto y su canto bullía desafiante entre las colinas boscosas y a lo largo de las playas donde las aves marinas contendían por ocupar los mejores puestos de anidamiento que los acantilados les ofrecían. La primavera había invadido incluso los pasillos sombríos y las cámaras de techos altos del castillo, ya que una abundancia de ramas nevadas de brotes y de flores prematuras embellecía todos los rincones y enmarcaba las entradas de las salas.

Los vientos, que ahora soplaban más cálidos, parecieron arras­trar mi pesadumbre consigo. Ninguno de mis problemas y preocupaciones había terminado de desaparecer, pero la primavera puede aplacar multitud de temores. Mi condición física había mejorado; me sentía más lozano que cuando tenía veinte años. No solo estaba recuperando el volumen y los músculos, sino que de pronto poseía el cuerpo que tendría un hombre de mi edad que se encontrara en buena forma. El severo proceso de curación al que me sometió el inexperto destacamento había hecho desaparecer también las viejas heridas. Ya no quedaba rastro alguno de los daños que sufrí a manos de Galeno mientras este me enseñaba a Habilitar, de las lesiones que conservaba de mi época de guerrero ni de las marcadas cicatrices que tenía a consecuencia de la tortura que se me infligió en las mazmorras de Regio. Apenas si padecía dolores de cabeza, no se me nublaba la vista cuando me cansaba ni se me agarrotaba el cuerpo a consecuencia del frío de la madrugada. Ahora habitaba en el cuerpo de un animal sano y fuerte. Pocas cosas resultan tan vigorizadoras como un estado de salud óptimo en una despejada mañana de primavera.

Me hallaba en lo alto de una torre contemplando el mar en retirada. A mis espaldas, una hilera de cubos llenos de tierra recién abonada sostenía un conjunto de árboles frutales engalanados de flores blancas y rosáceas. De un grupo de macetas más pequeñas brotaba una red de parras cargadas de yemas crecientes. Las largas hojas verdes de los bulbos se alzaban como exploradores enviados a probar el aire. Algunos de los tiestos solo contenían tallos desnudos y pardos, aunque la promesa estaba ahí, todas las plantas a la espera de que los días se tornaran más cálidos. Entre las macetas había dispuestas con ingenio diversas estatuas, así como varios bancos que invitaban a descansar en ellos. Unas velas protegidas aguardaban la llegada de las apacibles noches estivales para espantar la oscuridad con su resplandor. La reina Kettricken había acondicionado el Jardín de la Reina a fin de devolverle su antiguo esplendor. Este refugio elevado era su dominio particular. La sencillez que lo caracterizaba en la actualidad reflejaba sus raíces montañesas, aunque su existencia se debía a una antiquísima tradición de Torre del Alce.

Di una vuelta con paso impaciente por el camino que circundaba el vergel y me obligué a detenerme. El muchacho no se estaba retrasando. Yo había llegado con demasiada antelación. Que los minutos se me hicieran eternos no era culpa suya. La emoción guerreaba con la reticencia mientras esperaba a mantener mi primer encuentro en privado con Vencejo, el hijo de Burrich. Mi reina me había encomendado que lo instruyera en las letras y las armas. La tarea me aterraba. El muchacho no solo portaba la Maña, sino que además no cabía duda alguna de su testarudez. Estos dos aspectos, combinados con su inteligencia, podían meterlo en muchos problemas. La reina había decretado que los Mañosos debían ser tratados con respeto, aunque muchos seguían convencidos de que la mejor forma de curar la magia de las bestias consistía en recurrir a la soga, el puñal y la hoguera.

Entendía por qué la reina me había confiado la formación de Vencejo. Su padre, Burrich, lo echó de casa al ver que el muchacho se negaba a renunciar a la Maña. Sin embargo, dedicó varios años a educarme cuando yo no era más que un crío abandonado por mi regio padre, un bastardo al que no se atrevió a reconocer. Lo justo era que ahora yo hiciese lo mismo por el vástago de Burrich, aunque no pudiera decirle que tiempo atrás fui Traspié Hidalgo ni que su padre me tuvo a su cargo. Y así, me encontraba esperando a Vencejo, un chiquillo escuálido de diez veranos, tan nervioso como si tuviera que enfrentarme a su progenitor. Aspiré una profunda bocanada del aire fresco de la mañana. La fragancia que despedían las flores de los árboles frutales lo endulzaba. Me consolé pensando que esa tarea no se prolongaría demasiado. Muy pronto partiría con el príncipe rumbo a Aslev­jal, territorio de las Islas del Margen. Sin duda soportaría tener que instruir al muchacho hasta entonces.

La magia de la Maña te hace consciente de otra vida, de modo que me volví antes incluso de que Vencejo abriera la pesada puerta. La cerró con delicadeza. A pesar del largo ascens

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